Era sábado por la mañana. Desperté tras un sueño reparador. La luz del sol se filtraba a través de las persianas. Bajo las sabanas, una figura se deslizaba, como una especie de figura fantasmal. Unas cálidas manos tocaron la zona de mi entrepierna, endureciendo en segundos mi pene. La forma se acomodó sobre mis piernas, mientras unas cálidas manos deslizaban mis calzoncillos hacia abajo. Desnudo, y con la verga de fuera, las manos tomaron y masajearon con suavidad el tronco de mi falo.

Me incorporé, entonces la figura se movió rápidamente, entonces la tibieza de aquellas manos fueron sustituidas por la frescura de una boca, acompañada de los suaves movimientos de una lengua. Fue entonces cuando, despacio, alcé las sabanas para descubrir a quién se hallaba debajo.

– Buenos días – dije, al tiempo que Mariana me sonreía, con la mitad de mi verga dentro de su boca.

Sus cabellos despeinados la hacían lucir hermosa de una manera muy distinta, y sus ojos recién despiertos brillaban de vida.

No habíamos vuelto a tener sexo desde anoche. Durante dos semanas, esperamos el momento en que la policía o, peor, la madre de Mariana tocaran a la puerta enterados de lo sucedido. Pero eso nunca sucedió.

Al parecer, Katia había guardado silencio, aunque no sabíamos nada de ella. Nunca contestaba al celular ni a los mensajes de texto, y Mariana no sabía en qué colegio estudiaba. No había ido a los entrenamientos en el gimnasio, y yo no conocía a sus padres. Estábamos entre la espada y la pared, pero nada sucedió.

No nos atrevíamos a hacer nada, por el temor de estar siendo investigados. Era un peligro que alguna muestra de mi esperma apareciera en el coño de mi hija, y aún estábamos dispuestos a negarlo todo. Tampoco era buena idea que Mariana se fuese a casa de su madre, pues en el peor de los casos, esa extraña decisión nos delataría.

Y así, estando ambos en casa y sin atrevernos a tocarnos, se volvió un verdadero martirio. Cada vez que miraba a mi hija tenía que contenerme las ganas de follarla en el acto. Ella también se acercaba a veces, y comenzaba a abrazarme, buscando algo a lo que no podíamos arriesgarnos. Tenía que alejarla de mí y mantenerme lejos de ella. Sólo quedaba esperar, pacientes, a que Katia no nos delatara.

Así pasaron los días hasta la noche de ayer. Mariana había salido tarde de la escuela debido a una tardeada con motivo del santo patrono del colegio. No pude pasar por ella, pero llegó alrededor de las siete de la noche mientras yo miraba el televisor. Había sido un evento formal, y mi hija había elegido un vestido de gasa blanco escalonado. Lo había comprado hacía años para la boda de una de las hermanas de su madre, y el entonces vestido largo ahora le quedaba más corto, mostrando libremente las torneadas pantorrillas.

Quizás fue verla en zapatillas lo que me llamó la atención, pero al verla entrar por la puerta me pareció tan pura, tan frágil y tan dulce que no pude más que mantener el cuello girado, mirando cómo se dirigía como una diosa hacía su recamara. Decidí que había sido suficiente. La seguí, y subí las escaleras silenciosamente.

Llegué a su recamara, donde su puerta se hallaba entrecerrada. Entonces me desnudé, completamente y en silencio. Sabía que no iba a necesitar entrar vestido.

Empujé la puerta y entré, me encontré con su figura sentada a la orilla de la cama, desabrochándose sus zapatillas. Ella se percató de mi presencia, pero ni se inmutó. No quitó la vista de sus zapatillas.

Me acerqué y me detuve ante ella. Sólo entonces levantó el rostro para dirigirme la más dulce de sus miradas; sus ojos brillaban como si estuviesen a punto de llorar, pero no era así.

– Papá – murmuró, con una voz dócil.

Entonces la empujé contra la cama. Mi enorme cuerpo se abalanzó sobre el suyo. Mis brazos la encarcelaron mientras nuestros labios se unían, temblorosos en un beso que pareció durar siglos.

Mis manos recorrieron cada centímetro de su cuerpo, a través de la suave tela de su vestido. Era como si quisiera rememorar cada detalle del que me había privado durante días. Ella cerraba los ojos, sintiendo en su piel mis gruesos dedos.

Levanté su vestido, descubriendo su entrepierna. Mi mano hizo a un lado la parte frontal de sus bragas de algodón, sólo lo suficiente para que mí endurecida verga pudiera abrirse paso entre sus labios vaginales. Un precioso quejido, que después se convirtió en un suave suspiró, escapó de los labios de Mariana cuando mi falo la penetró por completo.

Me mantuve unos segundos ahí, con mi tronco palpitando en su humedecido coño. Sólo nuestras bocas parecían seguirse moviendo mientras la temperatura aumentaba en nuestras entrepiernas. Me sentí realizado, como si hubiese recuperado algo cuya falta me estuviera matando lentamente. Era la primera vez que follábamos “decentemente”, como una pareja que se amaba realmente y no como un par de adolescentes calenturientos.

La embestí con suavidad, y con la misma suavidad ella trotó sobre mi pene. Mis manos tocaban sus tetas y apretujaban sus pezones con suavidad, y las palmas de nuestras manos recorrían cada detalle de nuestros cuerpos, con la suavidad y elegancia de dos danzantes contemporáneos. Como dos ciegos que trataban de dibujarse en su mente.

Aquello fue como una promesa definitiva de que, pasara lo que pasara, jamás nos dejaríamos. Nunca como esa noche había sentido tanto su calor; nunca entonces, mientras la follaba, fui tan consciente de que se trataba de mi hija. Mientras la follaba, no sólo podía sentir en su interior el amor ardiente de una mujer sino también el cariño dulce de una hija. No tuvimos que decir palabra alguna para entender lo que estaba sucediendo entre nosotros. Y así, desnudos, con mi leche guardada en su coño, nos quedamos dormidos.

Por eso, aquella mañana, no pude más que recordar que las cosas habían vuelto a la “normalidad”. Ahora, ella me miraba con su acostumbrada mirada de zorra mientras se llevaba mi verga a su boca. Casi me había olvidado lo guarrilla que podía llegar a ser, mientras miraba como Mariana intentaba tragarse sin éxito mi verga completa. Aunque había mejorado, y no iba a pasar mucho tiempo antes de que pudiera verla con mi falo completo hasta su garganta.

Cuando consideró mi pene lo suficientemente erecto, saltó sobre él, completamente desnuda, como se había dormido a mi lado. Se dejó caer con suavidad, cuidando de no dañar su estrecho coño con mi gorda carne. Suspiró, como si la estuviesen inyectando, y respiró aliviada cuando logró enterrarse mi verga por completo.

– Papi… – comenzó a murmurar, conforme sus sube y baja iban aumentando de velocidad – Papi, papi…

Extrañaba aquella palabra.

– ¿Te gusta?

– Siiii… – dijo, y la respiración se le fue cuando alcé mis caderas para hacerla incrustarse profundamente en mi verga.

Bajé de nuevo mis caderas, y dejé que ella hiciera lo suyo.

– Salta, salta perrita.

Ella aumentó la velocidad de sus movimientos. Mis manos subieron a la altura de sus pechos desnudos, donde pude sentir como sus pezones se endurecían poco a poco.

– ¡Ahh! – gritó de pronto – Me gusta – dijo, dirigiéndome una sonrisa satisfecha.

Era claro que las semanas de abstinencia no se iban a recuperar en una sola noche. Mariana tenía las ganas y las energías propias de su edad, y yo, recién despierto, tenía que respirar rápidamente para poder llevarle el ritmo a sus agiles saltitos.

A veces saltaba de arriba abajo, rebotando sobre sus firmes nalgas; otras veces colocaba sus manos sobre mis pechos para arrastrar su coño sobre mi entrepierna, con mi verga deslizándose en su interior. Parecía explorar las diversas formas de conseguir placer. Yo miraba encantado su sonrisa, de alguna manera su expresión me recordó a las primeras veces en que comenzaba a andar ya sola sobre la bicicleta. Siempre había sido muy hábil aprendiendo, y el sexo no parecía ser la excepción.

Sentí de pronto cómo su coño se adormecía. Entonces ella fue disminuyendo rápidamente el ritmo de sus vaivienes hasta que se detuvo completamente. Mire sus ojos, humedeciéndose antes de cerrarse. Entonces su boca se abrió, como si alguien la estuviese apuñalando.

– ¡Aaaaahhhh! – gritó – Papi, ahhhhhhh….

Se llevó las manos al cuello, como si quisiera separar su cabeza de su cuerpo. Las deslizó entonces sobre su cuerpo, como rasgándolo con las uñas. Sus manos terminaron en mi pecho, pues sentía desplomarse, sus deditos intentaron apretujar inútilmente mis pectorales antes de que su cabeza se desplomara sobre mi pecho. Yo acaricié su piel encrespada y sus cabellos enredados, como quien trata de tranquilizar a un pequeño potro. Mi hija estaba experimentando un tremendo orgasmo, y yo no pude más que conmoverme de solo verla.

Cuando el éxtasis pareció vaciarse de su cabeza, se incorporó y me miró con una sonrisa agotada; parecía impresionada de lo que había sentido. Yo le acaricié el rostro.

– Te ves bonita cuando te corres – le dije

– Espero verme bonita muy seguido – dijo, y me lanzó un coqueto guiño.

Una palpitación natural de mi vena le recordó que mi verga seguía alojada en su coño.

– ¿Tú ya casi te corres?

– En realidad no – admití

Ella me acarició el vientre.

– Me gustaría ver cómo te corres – dijo, sin mirarme – Tu cara y así.

Dicho y hecho, me incorporé. Ella sonrió extrañada, preguntándose qué planeaba.

Me dirigí al baño, llevándola de la mano. Me detuve frente al amplio espejo del lavamanos.

La coloqué recargada con los hombros sobre la barra del lavamanos y me ubiqué tras ella. Noté que algo no encajaba. Ella sólo me miraba curiosa a través del espejo. Regresé con una escalera plegable de un nivel que ella utilizaba para alcanzar los cajones más altos del estante donde guardábamos el botiquín y los enjuagues bucales.

– Creo que necesitaremos esto – le dije, sosteniendo el escalón

Eso la hizo reír divertida, mientras volvía a colocarse de la misma manera, pero esta vez sobre el escalón. Giró la vista como diciendo “listo”.

Tomé mi verga, la deslicé desde su espalda baja hasta la entrada de su coño, recorriendo todo entre el canal formado por sus glúteos.

Ella sólo se limitaba a mirar mi rostro por el espejo, parecía realmente interesada de mirar cuales eran mis expresiones. Supongo que detectó mi sonrisa cuando mi glande se arrastró sobre su arrogado ojete del culo y cuando sentí las caricias de sus finos vellos púbicos antes de colocarme sobre su humedecido coño.

Entonces la penetré, de un solo tajo, hasta lo más profundo. Ella tuvo que cerrar los ojos ante tremendo acto, y exhaló aliviada cuando su coño se acostumbró de nuevo a las dimensiones de mi tronco.

Comencé un mete y saca normal, pero cuando mi verga alcanzó su máxima dureza aumenté el ritmo considerablemente. Entonces su rostro se descompuso en una confusa expresión entre el dolor y el repentino placer. Como poseído, yo no hice más que aumentar la fuerza de mis arremetidas; en verdad parecía dispuesto a machacar la concha de mi hija mientras sus gritos desesperados hacían eco en el cuarto de baño.

– ¡Ah! ¡Ahhhh! ¡Ahhhh! – gritaba ella, apenas capaz de respirar.

Yo seguí embistiéndola. Entonces llevé una de mis manos a su cabello y los jalé con cierta violencia hacía mi. Aquello alzó el rostro de mi hija.

– Mírate – le dije, mientras ella observaba su propio rostro en el espejo – ¿Te gusta lo putita que te ves?

Ella movió lentamente la cabeza, afirmativamente, sin que sus jadeos ni su rostro descompuesto desaparecieran.

– Me gusta tu cara de zorrita, me gusta follarte mientras me miras como una perrita, como una guarra callejera que no quiere más que le llenen de leche. ¿Eres mi guarrita?

Ella afirmó.

– Eso, así responde una verdadera guarrilla. ¿Eres mi putita? – le pregunté, jaloneando sus cabellos de nuevo.

Afirmó de nuevo, mordiéndose los labios inferiores por el insoportable placer que mi verga debía de estar proporcionándole.

– Así me gusta zorrita. Me voy a correr en ti, ¿quieres ver cómo me corro en tu coñito?

Ya no pude ver si contestaba. Yo mismo me estaba calentando todo con aquellas frases que mi verga me traicionó y estalló de pronto en un chorro de esperma. Me corrí cuando mi verga la estaba atravesando, y apenas pude detenerme para que mi leche manara dentro de su coño. Ella se sostenía fuertemente de sus brazos, mientras sus ojos se cerraban suavemente al sentir mi jugo caliente en su interior.

Me dejé caer sobre su pobre cuerpecito. El indescriptible placer me hizo jadear sobre sus oídos; ella respiraba lenta y profundamente, como si hubiese terminado una carrera de ochocientos metros. Mi tronco seguía latiendo dentro de su concha, mientras liberaban las últimas raciones de leche.

– Hoy tenemos que ir a grabar video – dijo entonces, mirándome a través del espejo. Me encantaba lo fácil que recuperaba su cándida sonrisa.

Aquel sería el tercer video que grabábamos juntos. La tarde en que Katia nos descubrió, Mariana insistió en que debíamos grabarlo. Me sorprendía su nivel de responsabilidad. Ella editó el video, aunque quedó claro que carecía del talento de la negrita.

Llegamos al edificio, y mientras subíamos los escalones miramos la figura que se hallaba al final, frente a la reja del gimnasio. Era un hombre el que se distinguía, vestido con un perfecto traje azul y una corbata roja. Miré a Mariana, quien parecía aún más estremecida que yo. Decidí que debíamos seguir avanzando, fuese lo que fuese a suceder.

¿Quién era? ¿Policía? ¿Trabajador social? ¿Algún empleado del banco distraído, creyendo que el gimnasio abre los fines de semana? Me adelante, mirándolo con cierta desconfianza, hasta que su mirada sonriente y perfecta me sorprendió. Entonces me ofreció su mano, que flotó durante un par de segundos antes de que yo le correspondiera.

– Walter – dijo – De Frenzy, sólo hemos tenido el gusto de hablar por teléfono. Sé que vendrían porque veo que los videos siempre se guardan cuando este lugar cierra al público.

Miré a Mariana, quien me lanzó una mirada como diciendo “sí, reconozco su voz”. Fue un alivio.

Entramos al gimnasio, mientras mi hija y yo instalábamos la cámara y las cosas, Walter deambuló curioso por el gimnasio. Parecía más que nada interesado en la correcta instalación de las pegatinas y carteles de Frenzy. Después se acercó a nosotros, mirando su reloj.

– ¿La morena ya no les ayuda? – preguntó, deteniéndose, en referencia a Katia

Se mantuvo fijo mirándonos, comprendiendo que algo andaba mal por ahí, por lo que decidió dejar el tema.

– En fin, sólo se los comento por que se modificara el sistema de pagos; ya no serán cheques, sino mediante cuentas bancarias. Así que es importante establecer los porcentajes, es todo.

Yo asentí, comprendiendo lo que decía.

– Pero bueno, aún hay tiempo para eso. Antes quiero darles una buena noticia.

Comenzó a hablarnos de estrategias de mercadotecnia y publicidad que yo no entendía – y que me aburrían – pero que a Mariana le parecieron sumamente interesantes a juzgar por su mirada. Entonces, mientras mis pensamientos viajaban por otro lado, una frase de aquel individuo escarbó en lo más profundo de mi memoria:

– …y por eso creo que una colaboración con Andrea Campirano sería una oportunidad de aumentar tu “mercado”, por así decirlo. Tú debes saber que ella es una importante figura en el ámbito del fisiculturismo.

Mariana asintió, sonriente. ¿Mariana conocía a Andrea? Porque Andreas podía haber muchas, pero yo sólo conocía a una sola Andrea Campirano; y no tenía muchas ganas de volver a verla.

– La he visto en algunos programas.

– Exacto – continuó Walter – Ella básicamente es una embajadora del fitness en los medios, y creo que su colaboración contigo será muy significativa para tu carrera. Esto, Mariana, está despegando y lo podemos llevar muy lejos.

El sujeto me miró, como pidiendo una opinión. Yo desperté de mis pensamientos y asentí sonriente; pero Mariana pareció darse cuenta de mi perturbación.

– Andrea es una chica bastante disciplinada, desde siempre ha estado entregada al deporte – dije, tratando de no seguir estúpidamente callado.

– ¿La conoce? – preguntó sorprendido Walter

Detesté que me hiciera esa pregunta. Pensé rápidamente en cualquier mentira.

– La conocí en algunos eventos – dije – Concursos de fitness y fisiculturismo.

La respuesta pareció dejarlos satisfechos. Yo sólo miré a la ventana, hacía la ciudad, mientras me preguntaba por qué mi vida se complicaba de esa manera.

A Andrea Campirano la conocí a los quince años de edad; estudiamos en el mismo instituto y fuimos por primera vez al mismo gimnasio. Éramos los mejores amigos, y yo siempre estuve enamorado de ella. Pero a ella siempre le gustaron los tipos mayores, más grandes y fuertes, y ni siquiera mis mayores esfuerzos en los entrenamientos ni el aumento progresivo de mi musculatura fueron suficientes para hacerla cambiar de opinión.

Una tarde, a los diecisiete años de edad, casi dieciocho, mi padre me reveló su intención de inscribirme a la mejor universidad militarizada de la región. Eso significaría que tendría un futuro asegurado, pero también un futuro sin Andrea. Aquello me llenó de la suficiente necesidad de exponerle mis sentimientos a ella, y así lo hice. Pero ella me rechazó.

Nada me había hecho sentir tan miserable hasta entonces, siempre me imaginé una vida con ella, pero fue ella misma quien me la negó. No volví a dirigirle la palabra el resto del curso y, tras la graduación, no volví a verla jamás. Ni siquiera era capaz de asistir a los mismos eventos de fisiculturismo a los que ella acudía, aunque siempre estaba al tanto de la enorme fama que iba adquiriendo y del hecho de que estaba felizmente casada y tenía ya un hijo.

Sólo el nacimiento de Mariana me hizo comprender que la única mujer a quien realmente amaría para siempre sería a mi propia hija. Y fue entonces cuando pude comenzar a olvidar a Andrea.

Me llamó por teléfono dos días después. Y escucharla de nuevo fue tan patético como haber dejado de hablarle.

– ¿Humberto?

– Heriberto

– ¡Ay! Discúlpame, es que Walter…

– Sí, no importa. ¿Cómo estás?

– Bien, oye, Walter me explicó sobre tus gimnasios, no sé si te molestaría que fuera. Me gustaría platicar contigo, hace tiempo que…

– Sí – joder, ¿qué me pasaba? – Bueno, cerramos a las 9, creo que podríamos vernos aquí. O si quieres puedo…

– No…

– Digo…

– No te preocupes.

– Como te sea más cómodo.

Su llegada al gimnasio causó el efecto esperado. Quienes sí sabían quién era, se maravillaron al verla a ella y a su perfecto cuerpo. Quienes no sabían quién era ella, se maravillaron al verla a ella y a su perfecto cuerpo. Vestía un corto vestido floreado, color blanco, bastante sencillo pero lo suficientemente ceñido para reproducir con justicia la exquisitez de sus curvas y para mostrar sin más sus torneadas piernas. Firmó algunos autógrafos y la invité a pasar a mi oficina; había encendido el aire acondicionado para los eventos especiales.

Ella era toda sonrisa, y yo trataba de hacer lo mismo, con tal de no echarme a llorar y a derretirme en reclamos.

Se sentó en una de las sillas y yo tomé asiento en la mía, al otro lado del escritorio. Cruzó sus piernas, y aquel gesto no pasó desapercibido para mí. Aguardó unos segundos antes de comenzar a hablar, me pregunté qué tan obvio me veía yo deslumbrado por su belleza.

A primera vista estaba lo obvio, su cintura esbelta, que enaltecía aún más su enorme y redondo culo y su par de tetas voluminosas; sus hombros estrechos y sus brazos y piernas musculosas; todo tonificado por el mismo ejercicio. Pero en realidad lo que siempre me había fascinado de ella era su rostro.

Ovalado y de orejas pequeñas. Su nariz aguileña hubiera sido su único defecto, de no ser por el aspecto exótico que le otorgaba. Abajo, su boca grande tenía el original detalle de que sus labios inferiores fueran más carnosos y gruesos. Sus ojos pequeños la hacían parecer oriental, más aún bajo sus gruesas y densas cejas.

Su cabellera, tan lisa como oscura, le daba un semblante misterioso cuando no sonreía, y caían hasta la altura de sus pechos. Hubiera pasado fácilmente por princesa japonesa como danzante árabe. Por alguna razón me la imaginé desnuda bajo la lluvia, con sus lisos cabellos cubriéndole apenas sus pezones. Desperté de mi ensueño cuando ella habló.

– No sé si quieras ir al grano – me dijo

Desvié la mirada, preguntándome de qué estaba hablando.

– No te entiendo – admití

– Nunca me explicaste por qué te fuiste – me dijo, con un tono demasiado serio incluso para la peor de las bromas

Supe de qué hablaba, pero no entendí a qué se refería.

– Fui a estudiar

– Nunca me hablaste de eso, sí me hubieses dicho que te iba a ir para siempre…

– Es sólo que.

– No tenías derecho – su voz estaba comenzando a corromperse por los sentimientos encontrados, y yo seguía sin saber qué debía decir exactamente

Entonces se puso de pie, y comenzó a deslizarse gatunamente por todo el cuarto. Yo sólo pude mantenerme fijo en la silla, como una presa ocultando el menor de sus movimientos.

– ¿Crees que las cosas sean definitivas? ¿Crees que alguna vez pueda ser demasiado tarde?

No tenía idea de a qué se refería, pero decidí arriesgarme con una de mis teorías.

– Creo que no – le dije, y entonces me atreví – ¿Quieres recuperar el tiempo? ¿A eso has venido?

Ella sonrió, con una sonrisa amarga que desapareció poco a poco, mientras avanzaba hacia mí, hasta convertirse en aquella mirada misteriosa de siempre. Se agachó y entonces besó mi oreja, y pude escuchar el chiscar de sus labios sobre mi oído. Entonces su nariz recorrió mi cabeza, como si deseara conocer el aroma de cada parte de ella. Sus labios pasaron por mis ojos y descendieron hasta instalarse con un suave beso sobre mi mejilla. Fue entonces cuando moví mi cabeza.

Cuando me giré un poco más fue inevitable. Nuestros labios se unieron sin que quedara muy claro quien había provocado aquello. Al mismo tiempo, abrimos la boca y nuestros dientes chocaron. Parecíamos un par de novatos, era como si nunca hubiéramos dejado de tener diecisiete. Nuestros cuerpos temblaban por la emoción, y entonces me pregunté si había sido ella siempre la mujer de mi vida.

Mi sillón no tenía descansa brazos pero si ruedas, por lo que ella me empujó contra la pared para poder sentarse sobre mí rodeándome con sus piernas. Despegamos nuestros labios. Sus pechos chocaron entonces contra mi rostro, comprobando que efectivamente no llevaba sostén alguno. El calor de su entrepierna comenzó a intercambiarse con el de mi verga. Me bastaron unos segundos para desabrocharme los pantalones y bajarlos hasta el suelo con todo y calzoncillos. Ella sólo tuvo que acomodarse un poco sobre mí para tomar cuidadosamente mi verga y dirigirla contra la entrada de su concha. No había hecho más que hacer a un lado la tela de sus bragas para que mi endurecido tronco pudiera pasar.

Una sensación extraña recorrió mi piel cuando sentí el cálido interior de su coño.

Entonces, ella comenzó a moverse. Lento al inicio, hasta que los saltos sobre mi verga alcanzaron su máxima intensidad. A diferencia de Mariana, Andrea conocía el arte de gozar en silencio. De sus labios apenas y escapaba un pequeño gemido reprimido. Estábamos follando como un par de locos, como si tuviéramos que hacerlo por mero trámite, como si fuera estrictamente necesario hacer aquello antes de poder seguir con nuestras vidas. Era algo que había quedado muchos años pendiente y que no podía esperar más.

Abrazaba mi cabeza para soportar el placer que sus propios movimientos provocaban. Mis manos habían escarbado a través de la delgada tela de su vestido, hasta liberar sus tetas por encima de su escote. Eran los senos más hermosos que jamás había tenido en mis manos, sus oscuros pezones estaban más que endurecidos, y mis labios los saludaron con delicadeza antes de comenzar a morderlos suavemente.

Aquello debió encenderla aún más. Pues su coño se humedeció aún más.

Yo apenas y podía moverme, pero Andrea no lo necesitaba. Estaba claro que era ella quien deseaba con más ahínco recuperar el tiempo perdido. Sus frenéticos movimientos sobre mi verga terminaron por provocarle un orgasmo que soportó apretujando mi cabello con sus dedos y mordiéndose sus propios labios. Mis manos descansaban sobre sus perfectos glúteos, y vibraban de placer como si estuviesen a varios grados bajo cero.

Entonces comenzó a moverse de nuevo, con toda la intensión de satisfacer agradecida a mi verga.

Y entonces la puerta de mi oficina sonó, seguida de la voz de mi hija.

– ¿Papá? – dijo Mariana, con un tono de voz que me extrañó de inmediato

Andrea se puso de pie de inmediato, y se acomodó las prendas en su hermoso cuerpo.

Yo me subí los pantalones y me los abroché en segundos. Miré a Andrea, que ya estaba de nuevo en la silla de visitas, completamente normal. Yo trate de recuperar la compostura antes de acercarme a la puerta y abrirla completamente.

Mariana entró con su mochila de su equipo de entrenamiento. Debía haber llegado apenas. Pero su rostro tenía una expresión extraña.

Nos miró, pareció analizar la situación pero en seguida su mirada regresó a la mía. Parecía preocupada por algo más importante que lo que hubiese ocurrido en mi oficina. Le hice una seña con el rostro, de que me dijera de una vez qué sucedía.

– Katia está afuera – me dijo – Quiere hablar con nosotros.

CONTINUARÁ…

 

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