-Bájate de cama, no voy a dejar que te metas aquí – insistía la voz de Herman de una manera perezosa.

Intenté despejarme un poco para escuchar aquella voz que le respondía, y que sonaba tan lejana como la suya.
-Pero si a Erika no le parece mal. Venga… siempre venías conmigo antes de casarte con ella… tengo miedo, Her…
-Berta, vas a despertarla. Vuelve a tu cuarto y duérmete. Tienes trece años, ya no eres una niña. Si tienes miedo, entonces pregúntate; “¿a qué tengo miedo?” Y enfréntalo, anda… seguro que puedes – le contestó acomodándose en la almohada.
Contuve la risa al escuchar semejante clase de disciplina. Completamente inútil a estas alturas si se tenía en cuenta que estaba dirigida a la criatura que llevaba mimando con afán desde que había nacido. Miré el reloj, eran cerca de las tres de la mañana. Berta seguramente habría soñado alguna gilipollez que ahora la obligaba a buscar el jamás denegado cobijo de su hermano mayor.
-Pero no puedo dormir, Her. Déjame dormir aquí, dormiré a tu lado para no molestar a Erika…
-No – repitió Herman mientras su movimiento delataba que se estaba tapando un poco más.
No pude contener una sonrisa al reparar en lo que todavía le retenía en cama en lugar de ir con su hermana. Nos habíamos dormido tras una de nuestras “citas conyugales” y todavía estábamos desnudos. Me di la vuelta cuidadosamente, calculando para no asomar más que mi cara, y me quedé mirando los ojos de Berta a punto de llorar.
-Lo ves, la has despertado… ¡mañana le diré a Frank que te obligue a limpiar las cuadras, señorita! – Le recriminó su hermano al verme despierta.
-Si vas a buscar a Margaret, te dejamos dormir aquí – le propuse desesperada por retomar el sueño.
Berta ni siquiera respondió. Salió como un rayo hacia su habitación en busca de su muñeca mientras que nosotros aprovechábamos el momento para vestirnos rápidamente y volver a meternos en cama.
-¡Gracias, Erika! – Dijo mientras trepaba para hacerse un hueco al lado de su hermano.
-Es la última vez que te consiento esto… – le adelantó Herman mientras la abrazaba.
-Lo sé. Mañana me enfrentaré al miedo, te lo prometo.
Cerré los ojos justo al mismo tiempo que la luz se apagaba, pensando en la tontería que acababa de decir Berta. ¡Seguro que se enfrentaba al miedo si volvía a desvelarse! Sólo que tras un par de minutos decidiría que abrazarse a su hermano era mucho más cómodo y efectivo. Lo sé porque yo hago lo mismo cuando me asaltan las dudas. Me enrosco en sus brazos y me olvido por completo de todo lo que hay ahí fuera. Herman tiene ese efecto placebo que es genial cuando necesitas descansar. Supongo que por eso Berta durmió a pierna suelta hasta bien entrada la mañana.
-Buenos días señora Scholz, ¿sabe si Berta se ha levantado? – Me preguntó la nueva institutriz de mi cuñada mientras estaba desayunando en la cocina. La viuda también la había mandado para que la educación de su hija no se viese afectada por la temporada que estaba pasando en casa.
-No, todavía no. Pero es que ha dormido con nosotros, vino a las tres de la mañana porque se había despertado y tenía miedo.
-Oh, lo siento mucho señora… no tenía ni idea de que se hubiese levantado de noche… – se apresuró a disculparse.
-No importa – contesté sin mostrar más importancia de la que realmente tenía.
Ya hubiese querido yo un hermano al que importunar cada vez que tuve miedo durante mi infancia – que no fueron pocas después de creer que me había muerto y despertarme con el cuerpo mullido en un orfanato extranjero -.
-Vaya a despertarla, ya va siendo hora de que desayune y se pongan con sus clases. Por la tarde le he dicho que la llevaría a Berlín – le dije mientras terminaba de desayunar.
Berta siempre quería ir a Berlín. Le importaba entre poco y nada que la ciudad fuese un constante blanco de bombardeos, o que Herman dijese que no debíamos ir porque se tenía constancia de que el ejército soviético planeaba una ofensiva aunque la visión que se tenía de él era un poco desordenada y sin muchos recursos para armarse. “Falacias que quiere escuchar el pueblo, querida. La Royal Air Force también estaba menguando en número y según los últimos informes que circulan por el mando, la flota aérea británica no ha dejado de crecer desde mayo” solía repetir Herman. Y no puedo decir que nos lo tomásemos muy en serio. Después de todo, yo tenía que ir a la ciudad un día a la semana. Incluso a veces, después de sitiarme en mi propia casa durante una semana sin que sucediese el dichoso ataque aéreo que esperaba todo el mundo, terminaba experimentando ciertas tendencias suicidas que casi me obligaban a ir a algún lugar jugándome el pellejo.
-Ya Herman, pero es que tú no sabes lo que es estar aquí metida todo el verano. Prefiero ir a la ciudad y si me muero, por lo menos lo hago con gusto. No aburrida y amargada – protesté la enésima vez que mencionó el ataque soviético, poco antes de que Berta llegase.
-Si me entero de que pisas Berlín esta semana, te encierro en un búnker bajo tierra – me contestó completamente convencido.
En aquella ocasión solamente suspiré mientras barajaba la posibilidad de que se estuviese volviendo un poco paranoico. Pero los soviéticos sorprendieron al mundo bombardeando nuestra capital a principios de agosto, un par de días antes de que Berta tuviese que regresar con su madre. Después de aquello tuvo que quedarse una semana más con nosotros – hasta que Herman se aseguró de que los ataques no iban a continuar por el momento -.
Sin embargo la atención que prestaba a la campaña soviética se fue descentrando poco a poco para enfocar a los americanos. Llegaba a casa, atendía el trabajo que se traía en su carpeta, y contemplaba durante horas aquel mapa en el que dibujaba cuidadosamente los movimientos de las tropas estadounidenses según los informes secretos de las SS o los que la prensa ventilaba. Nunca entendí el por qué, hasta que a finales de Noviembre se filtró de manera semioficial que Japón estaba presionando al gobierno alemán para que firmase una declaración de guerra contra los Estados Unidos, y Herman llegó absolutamente histérico a casa.
-¡No, Berg! ¡Una vergüenza! ¡¿Sabes en qué lugar deja eso a Europa?! ¡En el que no se merece, Berg! – Bramaba al teléfono.
Berg parecía estar de acuerdo con la entrada americana, porque mi querido marido no hacía más que rebatir unas teorías que para mí eran imprecisas ante la completa imposibilidad de poder escucharlas desde el otro lado de la puerta.
-¡Y una mierda! No es lo mismo que presten apoyo a la alianza anglo-soviética que una declaración de guerra que les permita entrar en el conflicto, ¡y me da igual que creas que los ingleses acabarían consiguiendo que entrasen! ¡Es indignante! – Hizo una pausa para escuchar a Berg y continuó gritando – ¡es que me da igual lo que ellos se traigan en Asia! ¡No es nuestra guerra! Si los Estados Unidos quieren mover la flota del Pacífico, ¡que la muevan! ¿Dónde tiene Alemania una salida al Pacífico, Berg? ¡No apoyes la declaración de guerra!
Bueno, Herman estaba en lo cierto. Los Estados Unidos se habían declarado recientemente contrarios al Eje al prometerle respaldo al bando de los Aliados, pero también habían mostrado su desinterés respecto a entrar en el conflicto europeo.
-¡No! Si alguien tiene que pararle los pies a la Nueva Alemania es Francia, Inglaterra y las resistencias que quedan en los territorios ocupados. ¡Los soviéticos tendrían que poder recuperar su territorio sin la ayuda de nadie! ¡Somos Europa, Berg! Le hemos dado al mundo cultura, sistemas políticos avanzados, arte, industria… ¡somos la cuna de la ilustración! ¡El origen del pensamiento civilizado! Si ellos vienen de nuevo como ya hicieron en la Guerra Mundial, será el equivalente a que un niño tenga que reprender constantemente a sus padres por comportarse incorrectamente, ¡y esa será la imagen que quedará para siempre en la Historia! – De nuevo se hizo el silencio en aquel despacho mientras yo pensaba en esa perspectiva en la que no había caído hasta aquel momento –. No Berg, yo no quiero para nuestros hijos la Alemania del Führer. Pero tampoco quiero dejarles una Alemania americanizada en la que crezcan olvidando que fuimos nosotros quienes desarrollamos lo que ahora les hace fuertes a ellos – dijo moderando el tono de una forma que me obligó a esforzarme para escucharle -. Entrarán completamente frescos en la contienda, sus fuerzas predominarán sobre la de los Aliados, ¿no lo ves? Todos los territorios que ahora ocupamos perderán su identidad irremediablemente si los Estados Unidos entran en nuestra guerra. Porque o bien se los quedan ellos, o nos los quedamos nosotros.

Ahora casi me parecía un milagro que hubiese querido casarse conmigo después de decirle que mi hermano y mi cuñada se habían ido a Norteamérica. Pero me retiré apresurada cuando se despidió de Berg. Anticipándome a la posibilidad de que pudiese salir de su despacho. Aunque no lo hizo hasta por lo menos una hora después. Una hora durante la que no fui capaz de pensar en otra cosa que no fuese una frase que hice constar orgullosamente en mi informe semanal: “No quiero para nuestros hijos la Alemania del Führer”. Eso no me dejaba ninguna duda de que Herman Scholz no aprobaba lo que quiera que hiciese para el Reich.

Durante los días posteriores estuvo notablemente malhumorado, haciendo constantes llamadas desde su despacho para no perder detalle de la decisión que se tomaría sobre la declaración de guerra. Pero finalmente se decidió hacer caso omiso a la presión de los japoneses y se relajó un poco. Después de todo, la cúpula de las SS sabía de buena tinta que si Norteamérica entraba en escena, sus posibilidades de salir airosos del conflicto internacional se reducirían bastante. América tenía armamento de sobra para rearmar a los ingleses y a la Francia Libre de Charles de Gaulle, aparte de poder permitirse entrar en primera línea del conflicto europeo. Himmler y el Führer no podían permitirse hacerles frente mientras no zanjasen el frente soviético y el británico.
Y por si aquello fuese poco, en París se registraron atentados contra la ocupación que forzaron un desplazamiento militar a la ciudad. Algo que sin embargo, a Herman le hacía gracia. Supongo que porque ellos sí pertenecían a esa “cuna de la ilustración” que para él era Europa. Y lo era, yo no lo negaba. Pero me parecía cómico, como cuando Berta se enfadaba y se negaba a dormirse hasta que él no fuese a darle las buenas noches. Y en ese caso, daba igual que se presentase el mismísimo emperador de Roma. Si no era Herman, no le valía.
“Es que se creen que Francia está ocupada, y Francia está dormida. Nada más. Lo que me resulta increíble es lo mucho que está tardando un país así en despertarse”. Comentó una tarde de domingo en la que los Fischer se acercaron a merendar con nosotros. Eran amigos de la familia – y nuestros vecinos más próximos -, así que anunciaron que se dejarían caer para merendar a finales de Noviembre.
El señor Fischer le miró un poco extrañado al principio, pero luego asintió dándole la razón. Era la opción por la que casi todo el mundo solía optar al hablar con un Teniente. Bien por simple temor y respeto hacia una autoridad, o quizás considerando que él tenía que tener información que estaba vetada al resto de los ciudadanos.
Casi una semana después de eso recibimos una carta de la madre de Herman. La recogí yo misma, pero no la abrí. Y no sé por qué, porque en realidad estaba remitida a los dos, escrito incluso con su propia letra. “Herman y Erika Scholz” . Tampoco me extrañó, ella jamás se había opuesto a nuestra relación. Un detalle que sí que me sorprendió de ella porque siempre creí que querría para su hijo una Anna Gersten. El caso es que – aunque le agradecía el detalle de tenerme en cuenta – preferí dejar que la carta la abriese él.
 
 

-Mi madre quiere saber si iremos a pasar las Navidades con ellas a Berchstesgaden – dijo despreocupadamente durante la cena. Yo le miré esperando a que él propusiese el plan que mejor se adaptase a sus ocupaciones, y finalmente continuó hablando -. Yo no podré ir, este año solamente tendré un par de días libres. Pero si quieres ir tú…

Sopesé su oferta durante un par de minutos sin llegar a entender qué demonios iba a pintar yo en Berchstesgaden si él no iba.
-Bueno, iré si quieres. Pero si tú no vas, prefiero quedarme aquí.
Mi respuesta no debió ser de su agrado, porque suspiró de un modo pensativo antes de proponerme algo más.
-Ya… entonces tendremos que asistir a la fiesta de Nochebuena para oficiales de las SS. El año pasado me encargué de que a mi madre no le llegase la invitación por lo de mi padre, pero este año tú y yo somos los señores Scholz y figuramos en la lista de invitados. Rechazarla sería un desplante que daría que hablar…
-¿Quieres que vaya a Berchstesgaden para que no tengas que ir a esa fiesta? – Él se encogió de hombros ante mi pregunta.
-No. Sólo te digo que si te quedas, habrá que ir. Y también a la de Nochevieja de los Walden.
Ahora fui yo la que suspiré al conocer lo que nos esperaba. Solamente mentar a la señora Walden me producía escalofríos. De hecho, estuve a punto de decir que me iría a pasar las Navidades con Berta y mi suegra. Pero por lo menos si me quedaba cumpliríamos con aquel deber que habíamos jurado al aceptar los votos del matrimonio: apoyarnos el uno al otro en lo bueno y en lo malo.
Finalmente decidí quedarme. Con la firme convicción de que las cosas seguirían como siempre hasta las Navidades, pero no fue así. Las cosas empeoraron. Y empeoraron mucho. Porque Japón, harto de esperar a que Alemania le brindase un apoyo oficial en su cruzada contra los norteamericanos, decidió organizar una masacre sorpresa a principios de diciembre que destruyó la flota americana del Pacífico, amarrada en el puerto de Pearl Harbour. Ante semejante hostilidad – y completamente seguros de que los americanos no pasarían un detalle así por alto – decidieron declararles oficialmente la guerra y los americanos no tardaron en responder con el parte oficial que les declaraba finalmente como “potencia beligerante”.
La cosa no terminó ahí. Japón era oficialmente “potencia afín al Reich” y Los norteamericanos apoyaban a los Aliados. Así que el 11 de diciembre, Alemania hizo lo inevitable y – junto con Italia – declaró la guerra a los Estados Unidos de América. Ya no había marcha atrás, la noticia estaba en boca de todos y no se escuchaba ninguna otra cosa. El mundo entero estaba en guerra. Sobraban los dedos de las manos para contar los países que realmente no intervenían en nada y se mantenían completamente ajenos a la contienda intercontinental. Porque la gran mayoría de los que se declararon ajenos a la guerra fueron invadidos por los que participaban en ella con fines estratégicos o estaban en el punto de mira para ser el siguiente.
Supuse que a corto plazo las cosas no cambarían demasiado. Después de todo, Alemania ya llevaba años sumida en la guerra. Y quizás a nivel político no lo hiciesen, pero en casa las cosas estaban muchísimo peor. Herman estaba irreconocible. Comportamiento que atribuí a aquel odio visceral que le profesaba a los americanos y que me preocupaba sinceramente. Porque en realidad, los estadounidenses estaban mucho más centrados en el frente del Pacífico que en Europa.
Una semana antes de Nochebuena me desperté en cama completamente sola. Todavía era de noche, así que intenté escuchar algo que me indicase que Herman sólo había tenido que ir al servicio, o algo por el estilo. Pero una de mis manos se deslizó hasta el sitio que debía haber ocupado en cama constatando que estaba frío. ¿Cuánto tiempo había estado durmiendo sola?
Me levanté y tras vestir mi bata de casa salí del dormitorio dispuesta a descubrir qué narices se traía entre manos. No tuve que buscar mucho, tras caminar unos metros por el pasillo la luz que provenía de la biblioteca llamó mi atención.
Allí fue donde me encontré a Herman pasando el rato con un cenicero lleno de colillas y una botella de ginebra a la que ya le faltaba más de la mitad. Me quedé observándole creyendo que me estaba gastando una broma que no me hacía ni puñetera gracia, pero ni siquiera se percató de mi presencia. Siguió fumando el cigarrillo que sujetaba entre los labios mientras se servía otro vaso de ginebra y riéndose sin gracia de algo que leía en el libro que tenía sobre la mesa central de la biblioteca.
-Por el amor de Dios, ¿qué haces? – Pregunté acercándome para dejarme ver.
-Pasar el rato, querida. No podía dormir – contestó tranquilamente mientras depositaba la ceniza sobrante en el cenicero. Estaba bastante borracho – ¡mira, ven! ¡No te pierdas lo que dice aquí! – Exclamó risueño mientras señalaba algo en aquel libro -. Voy a leerte unas sabias palabras, a ver qué te parecen – anunció entusiasmado. Creí que había perdido el norte pero cuando empezó a leer a medida que yo me acercaba a la mesa, lo entendí todo -. “No, el judío no es un nómada; pues, hasta el nómada tuvo ya una noción definida del concepto “trabajo”, que habría podido servirle de base para una evolución ulterior siempre que hubiesen concurrido en él las condiciones intelectuales necesarias. El judío fue siempre un parásito en el organismo nacional de otros pueblos, y si alguna vez abandonó su campo de actividad no fue por voluntad propia, sino como resultado de la expulsión que de tiempo en tiempo sufriera de aquellos pueblos de cuya hospitalidad había abusado. “Propagarse” es una característica típica de todos los parásitos, y es así como el judío busca siempre un nuevo campo de nutrición” – acto seguido se echó a reír mientras yo aprovechaba para quitarle el libro -. Ahora resulta que “propagarse” es una actitud muy judía, Erika… – decía al mismo tiempo que abría una ventana para que saliese toda aquella nube de humo que casi llegaba a nublar la biblioteca – ¡y me lo dice el mismo hombre que me ha mandado a conquistar Polonia y Francia! ¡Esto es demasiado! Es la hostia, Erika… de verdad que lo es… – repetía mientras se dejaba caer sobre la mesa.
-Herman, me estás preocupando. Te lo digo muy en serio… – le dije pausadamente.
Él sólo levantó la cabeza para mirarme y me dedicó una falsa sonrisa.
-Yo te preocupo… ¿yo? – Preguntó levantándose a duras penas – ¡joder! ¡Pues si yo te preocupo es porque no tienes ni puñetera idea del punto al que ha llegado esta puta basura! – dijo con asco mientras me quitaba el libro de un golpe seco.
-No. No la tengo. Pero si tú la tienes, a lo mejor deberías compartirla conmigo en lugar de venir a las tantas de la madrugada a leer el Mein Kampf mientras fumas y te emborrachas – le espeté con dureza a pesar de la infantil mirada que puso al escuchar mis palabras -. Debería darte vergüenza, Herman.
Si sentí algo de pena por él, se borró en el mismo momento en el que su cara se tornó en el vivo reflejo de la ira. Me asusté por un momento, creyéndole incapaz de ponerme una mano encima por muy Teniente que fuese, pero admitiendo que tenía toda la pinta de estar a nada de cruzarme la cara. No lo hizo. Se dio la vuelta hacia la ventana, abrió el libro, escupió con ganas entre sus páginas y lo lanzó al patio.
-Tienes razón. Mañana tengo un montón de “parásitos” a los que organizar – murmuró mientras abandonaba la estancia frotándose las sienes.
No regresé a la habitación. Me quedé allí, fumando un cigarrillo en la ventana mientras miraba aquel libro que reposaba sobre la nieve y tratando de encajar la escena que acababa de presenciar. Estaba asustada, conmocionada y aturdida, ¿de verdad era capaz de ponerse así porque eran los americanos los que venían en ayuda de la alianza anglo-soviética? Me parecía excesivo. Herman podía tener preferencia por determinados países, pero ponerse así por aquello le convertía en un lunático. Dejé de pensar y recogí todo antes de bajar a retirar el ejemplar del Mein Kampf que le metería en un aprieto si era visto por alguno de los soldados que cada mañana traían a nuestros empleados. El libro estaba en un estado lamentable, así que devolverlo a las estanterías de la biblioteca hubiera sido una insensatez. Encendí el fuego en la chimenea del salón y lo quemé, asegurándome de que ardía hasta el cordón que pendía del lomo para marcar las páginas. No me gusta quemar libros, pero para qué engañarnos, la humanidad se haría un favor si se quemase cada uno de los ejemplares del Mein Kampf.

Cuando llegué al dormitorio le miré un buen rato desde la puerta. Estaba tirado sobre la cama sin ni siquiera taparse. Pero estaba completamente dormido, y no me extrañaba. Le dejé allí y me fui a su despacho, directa a aquella carpeta que iba y venía con él todos los días.

Lo cierto es que a simple vista no había gran cosa. Listas infinitas de gente, notificaciones de enfermedades, partes médicos, fichas y listados de bajas. El estómago se me revolvió cuando constaté que en una sola semana había registrado tres hojas enteras de bajas en su subcampo. <<¿Una semana dura o una semana normal?>> Me pregunté mientras seguía examinando la documentación. Había un parte de la enfermería que notificaba una epidemia de tifus en el campo y que justificaba la mayor parte de las bajas, y luego un listado de gente que llegaría desde el frente soviético y que él iba a designar a “trabajo de campo” bajo la tutela de un tal Heinrich F. por falta de espacio. Quizás enfrentarse a eso a diario sí fuese suficiente como para poder permitirse una noche ahogando las penas, pero seguí rebuscando entre sus documentos hasta que llegué a una serie de papeles cuñados con el sello que las SS usaban sólo en documentos de carácter privado. Aquello parecía importante, así que me debatí mentalmente entre la posibilidad de echarle un vistazo o ir a por la cámara. Decidí seguir leyendo al recordar lo que me había pasado con su padre. Si me encontraba allí mirando aquello, no sería nada descabellado que hubiese querido verlo después de haberle encontrado en la biblioteca de aquella guisa. Pero si me encontraba sacándole fotos a documentación privada… no quería ni pensarlo.
 
 
 

Los papeles redactaban los pasos a seguir para la implantación de algo a lo que se referían como “Solución Final”. Y aunque sonaba muy mal, decidí concederle al nombre cierto margen de duda, ya que los nombres en clave que las SS utilizaban para sus operaciones secretas dejaban bastante que desear – ya había tenido en mis manos informes de guerra en los que se referían a una posible ocupación británica con el nombre “Operación León Marino”, a la conquista soviética como “Operación Barbarroja”, o al asalto a Moscú como “Operación Tifón”-.

Pero aquella “Solución Final” exigía instalaciones nuevas en la mayoría de los campos de prisioneros, un aumento en el número de los mismos y la ampliación de los ya existentes, así como su mejor organización. Busqué entre líneas algún párrafo que definiese claramente la finalidad de aquella operación, pero no lo encontré y asumí que – por la forma de referirse a aquella “Solución” – seguramente serían las pautas a seguir para explotar a los prisioneros. Porque lo cierto era que el Reich tendía a regular lo que a todas luces era imposible de regular.
Sin embargo, sí encontré un documento firmado por el mismísimo Himmler en el que se le comunicaba al Teniente Herman Scholz que se le había concedido la Cruz de Hierro de Primer Orden y el cargo de Comandante de campo de las fuerzas especiales del Tercer Reich. Distinción que se le otorgaría en el acto del 31 de enero de 1942 previsto con motivo del comienzo de las obras para dotar con nuevas instalaciones al campo de Sachsenhausen–Oranienburg. La fecha de emisión del documento era de hacía casi una semana y yo no tenía ni idea de aquello.
Cerré la carpeta completamente consternada y me fui a la habitación que había sido mía cuando llegué a aquella casa, pero no pude dormir. Me levanté cuando unos tímidos rayos de sol lograron filtrarse a través de las nubes para colarse por el cristal de las ventanas y tras comprobar que Herman todavía dormía, telefoneé al campo para excusarle diciendo que se había encontrado mal durante la noche y que no podría asistir a su puesto de trabajo. No me pusieron ningún impedimento, sólo me dieron las gracias por avisar y me colgaron el teléfono sin más.
A media mañana mi flamante marido seguía sin dar señales de vida, y yo seguía dándole vueltas a ese cargo que le habían concedido y del que no me había hablado. Decidí que le exigiría una explicación al respecto mientras me daba una vuelta por las cuadras, aunque eso supondría confesarle que había visto todo aquella documentación de la que nunca se separaba.
-Señora Scholz – me llamó Frank sacándome de mis cavilaciones – ¿está todo bien? No han venido a recoger al señor…
-Esta mañana no se encontraba demasiado bien. Está en cama, ¿le necesita para algo?
-No. Simplemente me había extrañado que no fuese a trabajar, nada más.
-¿Qué tal con los empleados? – Inquirí amablemente mientras echaba un vistazo.
-Estupendamente. Dígale al señor que ya he hablado con el capataz de obra, podremos empezar las nuevas cuadras a principios de año.
Intenté que mis párpados no permitiesen que mis ojos se saliesen de sus órbitas cuando escuché la respuesta de Frank. Quise preguntarle qué nuevas cuadras, pero hubiese quedado como la tonta que me sentía en aquel momento.
-Claro Frank, ahora mismo se lo digo. No se preocupe.
Salí de los establos nada más dar por zanjada la conversación y me dirigí al dormitorio. Dudé si despertarle o no, pero una oleada de rencor me sacudió al pensar en todo lo que de repente había decidido callarse y me acerqué con paso firme a la cama.
-¡Despierta! – Repetí un par de veces antes de conseguir que se pusiese boca arriba y abriese los ojos –. Quiero hablarte de algo.
-¡¿Qué hora es?! – Preguntó sentándose en cama mientras se sujetaba la cabeza con ambas manos.
-Ya es media mañana, Herman. He llamado a Oranienburg para decirles que te encontrabas mal.
-¡¿Qué?! – Exclamó sobresaltado fulminándome con la mirada – ¡Mierda, Erika! ¡¿Tienes idea de lo que has hecho?! – Gritó histérico mientras se levantaba y se dirigía a la puerta.
-¡Escúchame! ¿Qué coño es eso de que vas a construir más cuadras? – Mi pregunta le descolocó pero continuó su camino hacia el baño sin hacerme el más mínimo caso – ¡Herman! ¡Te estoy haciendo una pregunta!
-¡Más cuadras significa más cuadras! – Respondió poniéndose a la defensiva.
-Muy bien – acepté -. Ahora explícame entonces de qué va toda esa mierda de la “Solución Final” y tu nuevo cargo de Comandante.
En esa ocasión se quedó parado en medio del pasillo y se dio la vuelta hacia mí, contemplándome como si fuese a arrancarme la cabeza sin piedad alguna. Se acercó lentamente mientras apretaba la mandíbula y me miró fijamente durante unos segundos antes de decirme nada.
-Cuando llegue a casa ten las maletas hechas. Mañana por la mañana te largas a Berchstesgaden, ¿entendido? – No supe qué responder, sólo me quedé estupefacta, preguntándome hasta qué extremo acababa de meter la pata –. Te he preguntado que si me has entendido – repitió molesto.
-¡Y una mierda! – Contesté de repente.
-¡Y una mierda no! ¡Te largas de esta casa y no pienso repetirlo! ¡¿Te queda claro?! – gritó mientras se sacaba la alianza y la tiraba al suelo delante de mis narices.
Le miré atónita. No sabía qué significaba aquello exactamente pero la rabia hizo que yo me quitase la mía y la arrojase sobre su espalda justo antes de que entrase en el baño.
-Me iré a donde me dé la gana. Yo no tengo que quedarme cumpliendo órdenes de nadie, nazi de mierda.
Cualquiera en su lugar se hubiera dado la vuelta y me hubiese partido la cara, pero él ni siquiera me miró de nuevo. Se metió en el baño y cerró la puerta haciendo que me arrepintiese de lo que acababa de decirle. De todo, desde lo de las cuadras hasta lo de “nazi de mierda”. Y reparando también en que yo sí que tenía que quedarme cumpliendo órdenes.
Sin embargo fui a mi antigua habitación y me tiré en cama, llorando hasta que me quedé dormida. Al cabo de unas horas una temblorosa voz me despertó. Era Rachel.
-Señora, debería comer algo – dijo suavemente mientras estiraba una manta sobre mí.
-Rachel, ¿habéis comido? – Fue lo primero en lo que pensé al verla allí. Tenía la sensación de que había dormido bastante y la hora de la comida ya debía haber pasado.
-El señor Scholz nos ordenó comer cuando vino a mediodía. Preguntó por usted pero nadie sabía dónde estaba. La buscó por toda la casa hasta que la encontró aquí. Dijo que no la molestásemos, espero que…
-Tranquila Rachel, no pasa nada – me adelanté antes de que se disculpase innecesariamente.
-¿No quiere comer nada? – Insistió con cierta pena.
-No tengo hambre. He tenido un día de ésos que prefiero borrar de la memoria, Rachel… – dije restándole importancia y queriendo olvidarme del tema inmediatamente -. ¿Cuánto hace que no duermes en una cama de verdad? – Pregunté por curiosidad al verla allí de pie. Ella se encogió de hombros -. Ven, siéntate aquí – su gesto fue de contrariedad, supuse que la había incomodado pero decidí insistir -. Quiero preguntarte algunas cosas y no tienes por qué estar ahí de pie mientras hablamos. Yo estoy tumbada – mi cocinera esbozó una sonrisa microscópica y accedió por fin a sentarse -. Mira, a lo mejor te parezco una idiota al preguntarte esto, pero quería saber si vosotros celebráis la Navidad.
-No. Nosotros tenemos el Hanukkah.
-Ah. ¿Y cuándo es? – Me interesé sinceramente provocándole una sonrisa un poco más amplia.
-No es como la Navidad, depende del calendario lunar. Algunos años es en diciembre, otros en enero…
-Bueno, es que había pensado en celebrar una comida de Navidad para vosotras. Supongo que en el campamento no os dejan hacer nada de eso… – no me contestó, sólo me miró con aquellos ojos apenados que ponía cuando pensaba algo que nunca llegaba a decirme -. Pero en fin, podemos dejarlo para cuando sea el Hanukkah ya que sois mayoría.
En el orfanato siempre hacíamos lo que quisiera la mayoría. Aunque eso de la democracia a ella tendría que sonarle a chino en aquellos momentos. Me sentí gilipollas, y comenzaba a dolerme la cabeza.
-No se preocupe señora Scholz, ustedes celebren la Navidad. No es necesario que haga nada para nosotras.
-Ni siquiera sé si estaré aquí el día de Navidad o si me iré mañana… Herman y yo…
-Ya lo sé, señora – me informó tímidamente mientras hacía un pequeño gesto con su cabeza -. Pero mañana se querrán tanto como siempre, ya lo verá – afirmó como si intentase animarme.
Le sonreí inconscientemente. Me parecía imposible que ella siguiese creyendo en los finales felices.
-Está bien. Ya veremos lo que se puede hacer… – le dije pensativamente antes de levantarme.
Ocupé lo poco que quedaba de tarde en dar una vuelta por el nuevo invernadero al que Moshe había trasladado las plantas durante el invierno, fascinándome con la meticulosidad de aquella gente que dedicaba las horas a trabajar en silencio antes de regresar al interior de la casa cuando los soldados reclamaron a mis empleados para llevárselos a aquel lugar desconocido para mí. Me senté en el salón, primero en uno de los sofás y luego al pie de la chimenea tras echar un par de leños al fuego. Herman llegó justo cuando yo estaba a punto de derramar la primera lágrima mientras repasaba mentalmente el tiempo que había transcurrido desde que un apuesto oficial me había recibido en aquella casa. Las cosas habían cambiado tanto en tan sólo dos años.
Oí sus pasos acercándose lentamente pero no me atreví a mirar hacia atrás. Creí que vendría dispuesto a soltarme el sermón de mi vida, sin embargo apareció a mi lado y se acuclilló despacio antes de coger mi mano derecha y volver a ponerme la alianza en el dedo sin decir absolutamente nada. Luego dejó la suya sobre la palma de mi mano y esperó pacientemente a que yo hiciera lo mismo.
-Te quiero más que a nada en el mundo – dijo finalmente -. Pero si decides jugar de nuevo a ver lo que encuentras entre mis cosas, no dudaré ni un segundo en sacarte del país. Te enviaré tan lejos que no sabrás volver. Y lo haré sólo por tu propio bien, querida – me dijo condescendientemente mientras me acariciaba el pelo –. Aunque me odies por ello.
-No te odio – confesé antes de recibir el beso que él me dio.
Suspiró con resignación y se sentó a mi lado.
-Pues es un detalle que te agradezco – me dijo con una débil voz -.Veamos. El próximo treinta y uno de enero se celebrará un acto en el edificio central del campo de Sachsenhausen-Oranienburg para inaugurar las obras de ampliación. También se designarán los nuevos puestos de mando y yo seré ascendido a Comandante de Campo, además de ser condecorado con la Cruz de Hierro de Primer Orden. Tendrás que venir – su voz no sonaba como si me lo estuviese pidiendo, pero asentí igualmente como si estuviese en mi mano poder decidir sobre aquello. Si una mujer no asistía al acto de condecoración de su marido, supongo que sería algo demasiado cuestionable en un régimen que predicaba también con la recta unidad familiar -. He estado hablando con Berg sobre eso. Lo de la Cruz me da igual, me es completamente indiferente, pero no quiero ser Comandante de Campo. No sirvo para ello por mucho que mi carrera diga lo contrario. Sin embargo Berg dice que es una posición demasiado ventajosa como para dejarla escapar. No lo veo así, le he pedido que intente que designen a otro, pero sé que no lo va a hacer… – me contó mientras apoyaba la cabeza en ambas manos.
-¿Por qué no quieres ese puesto? – Pregunté cuestionando de antemano la respuesta que me daría. Era evidente que callaba más de lo que contaba.
-Porque yo ya no creo en el Reich, Erika – me confesó abatido -. No creo en sus fundamentos ni creo que nos vaya a llevar a una posición mejor. Lo creía ciegamente cuando decidí seguir el camino de mi padre, y me encantaba ver lo orgulloso que estaba todo el mundo de mí. Pero ahora no pasa un día en el que no me pregunte cómo coño fui capaz de no cuestionar antes toda esta mierda. Me arrepiento tanto de lo que hice en los lugares en los que he estado con este uniforme… – dijo con la mirada perdida en el fuego -. Y todo lo que hice allí no es nada comparado con ser lo que ahora me piden.
-¿Por qué le interesa a Berg que tengas ese cargo?
-Tiene más ventajas administrativas. El Comandante de Campo es parte de la dirección y gestión de todo el complejo. En algunos campos solamente hay uno, pero Sachsenhausen-Oranienburg ya es demasiado grande y todavía piensan ampliarlo. Berg cree que con él desde Berlín y yo involucrado en la dirección sería posible… – dudó un poco antes de continuar hablando, pero supe que había optado por decir algo diferente en el último momento – hacer cosas. Poner un poco de orden, gestionar mejor a los prisioneros…
-¿Es por lo de la “Solución Final”? ¿Qué tenéis que hacer?
Herman se tensó automáticamente dedicándome un gesto vehemente que me hizo darme de golpe con la obviedad de que no me iba a hablar de aquello.
-Nunca jamás, bajo ningún concepto, digas que conoces ese término – quise decir que en realidad no lo conocía, pero él siguió hablando sin pausa -. No lo menciones ni en casa, ni fuera, ni delante de nadie. Y mucho menos de cualquiera de los prisioneros. Ni siquiera lo digas cuando estamos a solas. Nunca, Erika. Júrame que no cometerás la estupidez de mencionarlo aunque se te vaya la vida en ello.
Lo juré con los ojos como platos ante el empeño que había puesto. Pero sin sentirme culpable por tener que saltarme el juramento para mencionarlo en mi informe las veces que fuese necesario. Porque precisamente por aquel sospechoso empeño en que no dijese nada, era una obligación decirlo. Después de mi juramento con una sola excepción permanecimos en silencio frente a la chimenea.
-¿Quieres cenar? – Le pregunté cuando me rodeó con un brazo para recostarme sobre su torso.
-No. Todavía me dura la resaca.
Me reí de su argumento entre sus brazos antes de levantarme.
-Lo tienes bien merecido, cariño.
-Supongo que sí – contestó frotándose la nuca mientras yo me retiraba al dormitorio.
Creí que tendría cosas que hacer antes de venir a cama, como siempre. Pero a pesar de su “resaca”, la puerta de la habitación se abrió poco después de que yo me hubiese acomodado en cama para dormir. No encendió la luz para moverse por la estancia – aunque no me hubiese molestado demasiado ya que yo estaba boca abajo -, pero escuché claramente cómo se quitaba la ropa antes de que el movimiento de las sábanas y el hundimiento del colchón le delatasen.
No llegó a tumbarse. Su trasero se posó sobre el mío con cuidado antes de que su pecho cayese sobre mi espalda provocándome una leve sonrisa en la oscuridad.
-Erika, escúchame – dijo muy suavemente después de agasajar mis costillas con un par de caricias y depositar un beso sobre mi columna -. Sé perfectamente que te importaría bien poco jurar algo y olvidarte de ello si se te presenta una buena razón para hacerlo… – y aunque él estaba en lo cierto, no dije nada –. Pero esta vez, necesito de verdad que me hagas caso. Por favor.
-Está bien. Ya te he prometido que no hablaría de esa… “Solución Final” – dije bajando la voz para mencionar esas palabras prohibidas.
-Pero necesito que te lo tomes en serio, querida – repitió en un susurro cerca de mi nuca -. No te lo pido por miedo a lo que pueda pasarme a mí, ¿lo entiendes?
Sí. Claro que lo entendía. No había que ser ninguna lumbrera para deducir que un civil en posesión de información secreta de las SS era un blanco demasiado obvio, por mucho marido Teniente que tuviese. Y semejante subestimación me hubiera defraudado si no fuese porque su tenue voz vino acompañada por el tacto de su familiar y cálido aliento, que se posó sobre mi cuello haciendo que mi piel respondiese con un agradable escalofrío.
-Te juro que no diré nada. De verdad – acepté con una voz vaga y sin entusiasmo.
Y no pude imprimir entusiasmo alguno en mi respuesta porque todo el que era capaz de generar se hallaba concentrado en capturar las yemas de sus dedos sobrevolando mi espalda, mientras sus labios caminaban sobre las inmediaciones de mi nuca provocándome cosquilleos que lamían mi cuerpo desde el cuello hasta los dedos de los pies.
-Espero que sea verdad, Erika – me susurró todavía más bajo a menos de un milímetro de una piel que seguía erizándose bajo el influjo del aire que conformaba su voz.
-Sí. Sí que lo es – insistí con la misma voz desganada.
En realidad mis ganas, al igual que mi entusiasmo, estaban perdidas en cada uno de los movimientos que el cuerpo de Herman realizaba sobre el mío. En el camino que su lengua dibujaba sobre la piel que las asas de mi camisón dejaba al descubierto, o en la maniobra que las palmas de sus manos realizaron al descender hasta mis muslos para regresar a mis costillas llevándose con ellas el bajo de mi ropa a medida que aquella cosa que se agrandaba entre sus piernas iba oprimiendo mi rabadilla, cada vez con más fuerza, clamando por rozarme sin ningún tejido que lo impidiese. Y yo, desde la pasividad por la que había optado, estaba deseando que él lo permitiese.
Pero siempre me equivoco. Herman nunca toma el camino más corto, aunque decir que él estaba pensando lo mismo que yo sería una apuesta segura.
En lugar de eso, se elevó sobre sus rodillas dejando un breve espacio entre nuestros cuerpos y tras arremolinar el camisón más o menos a mitad de mi espalda, sus manos cubrieron mis nalgas para amasarlas cuidadosamente mientras su boca me besaba sobre la última vértebra antes de emprender un sensual sendero que la llevó a posarse en medio de sus manos, donde sus besos no cesaron ni siquiera sobre mi ropa interior, dejándome percibir el calor que me bañaba cada vez que espiraba a través de aquellos labios que seguían bajando hacia mi sexo.
 
 

Abrí mis piernas tras un profundo suspiro, intentando facilitar el camino de sus atenciones aunque sus manos separaban con firmeza mis glúteos para que sus labios pudiesen colarse todavía más abajo. Y no sólo siguieron su camino, sino que se abrieron sobre mi ropa interior para dejarme sentir su lengua deslizándose sobre la prenda que yo quería que él retirase.

Y a pesar de que sabía perfectamente lo que yo deseaba, disfrutaba peleándose con aquella inocente tela que contenía mi sexo. El mismo que yo elevé ligeramente para que su boca se hundiese por completo en él desde el otro lado del tejido. Algo a lo que no se resistió y que hizo gimiendo levemente, haciendo que aquel aire cálido que devolvían sus pulmones se colase hasta hacer que mi entrepierna hirviese por ser descubierta ante aquella lengua que parecía querer perderse en ella.
Esperé un poco, disfrutando de aquellas caricias que recorrían todo mi trasero mientras su boca me buscaba con insistencia. Encontrando mi total disponibilidad aunque todavía se negaba a retirar la prenda que le impedía tocar mi piel, y haciendo que la necesidad de que eso ocurriese se tornase inminente. Estiré uno de mis brazos sobre mi espalda hasta sujetar mis bragas con la mano y apartarlas todo lo posible. Arrastrándolas hasta encontrar una de las manos de Herman e indicarle con mis dedos que la sujetase, al mismo tiempo que yo abría más mis muslos y elevaba un poco más mi sexo en busca de aquella boca que deseaba sentir sobre mi piel ahora desnuda. Pero sólo encontró la caricia del aire templado de la estancia mientras una leve risa llegaba a mis oídos.
-Así no se puede trabajar, querida – dijo suavemente antes de dejar que su lengua se estampase sobre mi nalga para recorrer un pequeño tramo de carne hasta que sus labios la recogieron de nuevo para cerrarse y depositar un estimulante beso que me obligó a contener el repentino reflejo de arquear mi espalda -. No tienes paciencia alguna. Y la paciencia es una virtud.
-Una que tú derrochas para hacerme suplicar – añadí pausadamente a modo de reflexión.
Su cara se posó sobre la mano que todavía sujetaba mi ropa interior mientras que con la otra acariciaba de nuevo mi nalga. Dejando que sus dedos cayesen hasta el interior de mis muslos rozando los labios de mi sexo. Pero obviando el abrazo que éste quería darle mientras se deslizaba sin piedad por las cercanías, aumentando mis pulsaciones con su elaborado itinerario.
-Está bien. Hoy no te haré suplicar, ¿qué quieres que te haga? – Preguntó sumamente relajado, aunque con cierta nota de diversión.
-Lo que quieras – respondí sin dudarlo mientras movía mis caderas buscando el roce de sus dedos sobre mi entrada. De nuevo me lo negaron hábilmente en el último momento.
-Ese: “lo que quieras” me deja mucho margen, ¿no crees? – dijo casi burlándose antes de reírse tenuemente.
-Demasiado – acepté vagamente mientras acomodaba mi cara sobre la almohada – ¿puedo pedir lo que quiera? – Inquirí desesperada por el calor que su cuerpo desprendía por debajo mis riñones mientras su mano seguía surcando mi piel.
-Sí, claro – contestó con convencimiento.
-Muy bien. Entonces tócame mientras me pienso el resto.
Creí que echaría mano de alguna de sus jugarretas para retrasar un poco más el momento de darme lo que yo acababa de pedirle. Como preguntarme dónde tenía que hacerlo o tocarme en cualquier parte de mi cuerpo a pesar de tener absolutamente claro a lo que yo me refería. Pero no hizo nada de eso. Sus dedos acariciaron con la justa decisión los pliegues que rodeaban el acceso a aquel agujero que yo ya notaba palpitante y húmedo, y que todavía demandaba con más fuerza una ocupación al experimentar el agradable roce de sus yemas.
Me dejé arrancar un leve sonido que brotó desde lo más profundo de mi garganta cuando dos de aquellos maravillosos dedos siguieron mi raja de arriba abajo, jugando a presionar ligeramente una hendidura que amenazaba con tragárselos. Y todo mientras yo intentaba pensar en lo que iba a pedirle a mi marido. Porque yo no pensaba desaprovechar aquella oferta aunque estuviese demorando mínimamente la hora de pedir debido al torrente de sensaciones que estaba abriendo en mi cuerpo.
-Quiero que me desnudes – le pedí.
La respuesta se tradujo en su obediencia inmediata. Me sujetó las caderas de una manera tierna para ayudarme a elevarlas y tiró de mis bragas hacia abajo mientras yo me sacaba el camisón para ahorrarle el trabajo.
-Desnúdate tú también – dije terminando de sacarme la ropa y retomando mi posición. Pero esta vez con la pelvis más elevada, aprovechando que había tenido que arrodillarme sobre el colchón para deshacerme de mi ropa -. Sigue. Colócame como quieras y sigue, Herman.
De nuevo hizo lo que yo le pedí sin mediar palabra. Terminó de sacarse la ropa y tras ensancharme levemente los muslos, dejó que sus dedos resbalasen desde atrás hasta llegar de un modo certero a mi clítoris. Jugando con él mientras la palma de su mano arrastraba mis labios, y mientras yo me maravillaba con la contundencia con la que obedecía mis órdenes al mismo tiempo que la necesidad de pedirle más crecía hasta hacerse inevitable. Y haciendo gala de todo un ejercicio de compostura, tomé aire y me dispuse a recitarle aquello que en aquel momento me apetecía más. Dándole los patrones de un encuentro sexual que en mi mente se perfilaba prometedor y que él sabría tejer sin defraudarme.
-Más. Tócame más –. Y él me entendió a la primera. Deslizando sus dedos hacia atrás y colándolos dentro de mi cuerpo con inigualable sutileza. Me concedí un último suspiro antes de comenzar a hablar, y me arranqué -. Quiero que me toques y que me lamas, Herman. Tócame y lámeme como quieras hasta que no aguantes más y tengas que hacérmelo – hice una pausa para coger aire e improvisé un detalle mientras su lengua comenzaba ya a hurgar cerca del agujero que penetraban sus dedos -. Pero restriégamela primero, Her. Me encanta que me muestres lo dura que está antes de metérmela. Y cuando lo hagas, hazlo despacio, como a ti te gusta. Métela todo lo despacio que puedas porque cuando llegues al fondo quiero que empieces a moverte sin hacerlo lentamente, y que no pares hasta el final -. De nuevo tomé aire, aunque ahora me costaba bastante más al hallarme completamente envuelta en su particular esmero por ceñirse a mis peticiones -. Avísame cuando vayas a correrte, y abrázame fuerte cuando lo hagas. Muy fuerte.
Después, simplemente flexioné mis brazos y dejé que mi pecho descendiese hasta descansar sobre el colchón de la misma manera que mi cara reposaba cómodamente en la almohada. Supuse que el hecho de haberlo descrito todo de antemano no me dejaba sin la opción de hacer alguna que otra petición si es que se me ocurría algo, y me abandoné. Me abandoné a su lengua y a sus manos, que se movían con habilidad y destreza en aquella parte de mi cuerpo que respondía a su tacto excitándome hasta hacer que me estremeciese sin que yo hiciera nada por evitarlo. Intentar respirar ya se me antojaba suficiente trabajo, porque hasta mis pulmones parecían haber sucumbido a las caricias de Herman, y solamente se esforzaban lo justo para permitirme inspirar aire y soltarlo a través de mis cuerdas vocales conformando abandonados gemidos que atestiguaban el placer que él me propiciaba.
Y de repente me encontré deseando que me penetrase con aquella erección que de vez en cuando me rozaba el muslo. Quería que la acercase hasta impregnar el extremo de su sexo en la humedad del mío. Que me “la restregase”, tal y como le había pedido. Pero no se lo pedí. Me callé precisamente porque ya se lo había pedido, así que él ya sabía que tenía que hacerlo. Sólo tenía que aguantar un poco más. Sólo eso.
Abrí mis piernas un par de centímetros más, dejando que mi pelvis descendiese con ellas cuando las manos de Herman abandonaron el interior de mi cuerpo para abrir mis nalgas y dejar que su lengua se ocupase en exclusiva de aquel lugar que se ahogaba por recibirle. No pude evitar reprimir un rebelde gemido que se tornó en jadeo sin avisarme, y comencé a mover mis caderas buscando aquellos cálidos labios para que no me abandonasen en ningún momento, ni siquiera para respirar. Pero lo hicieron a pesar de mis esfuerzos. Se desligaron de mi piel. Y tras un par de ávidos lametones que recorrieron la superficie que separaba mis piernas acaparándola por completo, su miembro se paseó por el mismo lugar que aquella lengua, pero de una forma muy distinta. De una forma casi insolente. Quizás vanidosa al saberse dueño de una soberbia rectitud y firmeza que me hacían desearlo.
No era la única. Los dos sabíamos que si estaba haciendo aquello era porque el hecho de entretenerse con mi cuerpo valiéndose de sus manos y su boca ya no tenía sentido. Dejaba de tenerlo en el mismo momento en el que la necesidad de enterrar su verga dentro de mi cuerpo se iba haciendo más y más pesada, hasta llegar a prevalecer completamente sobre cualquier otra posibilidad. Y a mí me pasaba lo mismo. Por eso esperaba gimiendo de una manera casi dolorosa con mis piernas abiertas, dejando mi sexo a tiro para que él entrase cuando quisiese.
Sonreí sobre la almohada cuando llevó a cabo tal decisión. Disfrutando intensamente del camino que el cuerpo de Herman recorría despacio, haciéndose un hueco dentro del mío. Un hueco que en realidad ya le estaba esperando y que estaba exultante al sentirle allí dentro de nuevo.
Su pecho cayó sobre mi espalda antes de que incrustase toda su longitud entre mis piernas, y su voz me habló cerca de la parte trasera de mi cuello mientras uno de sus brazos rodeaba mi cintura.
-Te quiero – me dejó caer con infinita sutileza.
Y sin saber muy bien por qué, me estremecí cuando su pelvis ejerció cierta presión sobre mis nalgas. Desde luego, no era la primera vez que me lo decía. Pero cuando me lo soltaba de aquella manera, casi siempre lograba hacer que mi piel se erizase.
-Y yo a ti – contesté intentando que mis palabras no se muriesen sobre la almohada antes de llegar a sus oídos.
Cabeceó cariñosamente frotando su frente sobra mi nuca y me estampó un dulce beso cerca de la sien. Sin moverme ni molestarme para nada. Sólo se acercó a mi cabeza postrada sobre la almohada y me besó la sien haciendo que de repente sintiese ganas de darme la vuelta y mirarle mientras se dejaba caer una y otra vez sobre mi cuerpo. Pero fue una efímera necesidad que desapareció cuando se incorporó de nuevo y, sin retirar las manos de mi cintura, comenzó a moverse tal y como yo le había pedido. Lo recordé en aquel momento, porque en realidad ya no sabía ni lo que le había dicho.
Estaba demasiado ocupada abandonándome a sus movimientos. Relajando mi cuerpo por completo. Excepto mis piernas, que mantenía rígidas para poder abandonar también mis entrañas a su voluntad. Algo que me encantaba hacer, porque nadie como él sabía ocuparlas. Conquistándome placenteramente con cada una de las estocadas que le hacían converger dentro de mí.
Me perdí conscientemente en aquellas idas y venidas, hechas con decisión y con una frecuencia que no me hacía desear que sus caderas se desatasen. No iba a hacerme suplicar. Lo había dicho y estaba cumpliendo su palabra. Haciendo que yo me quebrase lentamente en su promesa, temblando con su agitada respiración mientras sus dedos se clavaban inconscientemente en mis carnes. Cosa que casi siempre precedía a algún aumento del ritmo de sus caderas, o a algún movimiento más impetuoso de lo normal que parecía ensartarme desde atrás para empujar hacia mi boca sonidos que yo intentaba ahogar en la blanda almohada para poder escucharle a él. Algo que me encanta hacer, porque para mí el sexo ya no es lo mismo si no está aderezado con la atropellada respiración de Herman, ni con esos débiles gemidos que se le escapan tan al límite que dejan entrever que se está mordiendo el labio inferior. Y cuando me imagino esa cara cargada de una mezcla de sentimientos que intentan reflejarse a la vez, me excito hasta límites que antes me eran desconocidos.
-Me encanta, Her – gimoteé débilmente.
No esperaba una respuesta, pero sus acometidas ganaron en velocidad y fuerza mientras sus manos pasaban de sujetarme a apoyarse dominantemente sobre mi grupa antes de que su voz me hablase.
-¿Te gusta más así? – Preguntó acaloradamente mientras su glande golpeaba el corazón de mi útero.
No le mentí.
-Oh, sí… así podrías matarme sin que me importase – contesté entrecortadamente mientras reparaba en la gilipollez que acababa de soltar. Solo a medias, porque aunque nadie quiere morir, bienaventurados los elegidos que lo hacen en medio del acto sexual.
Lo cierto es que también tiene que ser un poco frustrante espirar tu último aliento estando tan cerca de un orgasmo. Lo ideal sería morirse después, sumida en esa calma total que se abre camino tras el apogeo final.
Y en esas absurdas divagaciones me encontraba cuando los brazos de Herman se enroscaron alrededor de mi cuerpo para elevarme y privarme de la cómoda postura que había mantenido durante todo el tiempo. Colocándome en una posición vertical, con mis rodillas flexionadas sobre el colchón y postrada sobre el trono que conformaba su cuerpo perfectamente acoplado al mío. Penetrándome sin descanso mientras me sujetaba firmemente para seguir con aquel vaivén que me estaba arrastrando al delirio.
Apoyé mi nuca sobre uno de sus hombros, notando la tensión con la que sobresalían sus músculos al mantenerme firmemente aprisionada entre sus brazos. Sumisa por completo, rendida a sus constantes empellones mientras uno de sus antebrazos parecía estar a punto de reducir mis costillas a simples astillas de huesos. Quería decirle que me encantaba que me apretase tan fuerte mientras me lo hacía de aquella manera alocada. Pero no fui capaz. Yo sólo era capaz de gemir. De emitir sonidos incoherentes mientras mi cordura iba a la deriva en aquel apogeo que conformaban sus caderas bajo las mías.
-Erika, voy a correrme… – susurró con trabajo mientras una de sus manos subía hasta mi cara para sujetarla al mismo tiempo que su boca me mordía tenue y sensualmente la parte baja de mi mandíbula.
 

Yo también abrí mis labios y lamí su mano, que se desplazó hasta entregarme sus dedos sin que yo dejase de chuparlos mientras anclaba mis manos en su poderoso antebrazo. Recogiendo en mis oídos el ruidoso aire que brotaba desde su garganta, a través de aquella boca que no se separó de mi cara desde que su tímido ademán de morderme degeneró hasta convertirse en un grave grito que logró abrirse paso entre sus esfuerzos. Estampándose contra mi piel a la vez que sus brazos apretaban mi cuerpo sin que su pelvis dejase de embestirme. Y yo le buscaba ansiosamente. Intentando arquear mi espalda mientras sus brazos me obligaban a permanecer en contacto pleno con él, sintiendo cómo la musculatura de su abdomen lamía una y otra vez la parte baja de mi espalda con cada penetración. Apretándome tanto que podía sentir mis acelerados latidos en cualquier parte de un cuerpo que se moldeaba sin ningún inconveniente al suyo. Inmovilizada y resignada a dejarme hacer hasta que me encontré en medio de un voraz orgasmo bien acompasado que me obligó a demandar aire de un modo desesperado mientras mi lengua recorría instintivamente las yemas de sus dedos.

No quería que terminase. Moví mis caderas intentando infructuosamente prolongar lo imposible hasta que el agarrotamiento de nuestros muslos nos obligó a desistir incluso antes de la última de nuestras sacudidas.
Lo bueno siempre se acaba. Supongo que es una de esas leyes inquebrantables.
Aunque la manera relajada en la que los brazos de Herman sujetaban ahora mi cuerpo, mientras sus labios besaban tiernamente la base de mi cuello, tampoco estaba nada mal. Me dejé empujar suavemente hasta que me depositó de nuevo sobre el colchón y se acomodó a mi lado antes de cobijarme entre sus brazos.
-Herman – le llamé débilmente cuando estaba a punto de dormirme. Él me contestó con un vago sonido -. Siento haberte llamado nazi de mierda – dije sinceramente arrancándole una risa floja.
-Soy un Teniente de las SS – afirmó sin dejar de reírse -. “Nazi de mierda” se me queda muy corto, querida.
Acaricié su mejilla sin decir nada y me acomodé cerca de su torso desnudo, donde me dormí sin añadir nada que desarticulase su respuesta. No era un nazi de mierda. Quizás a lo sumo, fuese uno muy atípico. Ni siquiera el nazi más blando escupiría jamás entre las páginas del Mein Kampf. Pero sí que era un Teniente de las SS.
Las semanas pasaron impasiblemente. Pero lo cierto era que las cosas no cambiaron demasiado a corto plazo. Cumplimos con todos nuestros compromisos sociales y acudimos a la cena de Nochebuena de las SS para oficiales, donde conocí a muchísimos capullos y a sus esposas. E incluso me lo pasé mejor que en la fiesta de Nochevieja de los Walden. Aunque eso fue porque allí no estaba Berg para amenizarme la velada pintándome esperpénticos cuadros de los personajes que copaban las mesas. En la cena de Navidad me contó que el Führer había estado platónicamente enamorado de su sobrina hasta el punto de interponerse en las relaciones sociales de ésta y ejercer una presión tan enorme en su vida que la chica terminó por suicidarse hacía ya más de diez años. Algo que ahora estaba prohibidísimo mencionar y que no me creí hasta que Herman me aseguró que había sido cierto. Pero que lo del enamoramiento nunca se había confirmado por mucho que a algunos les encantase aferrarse a la idea.
A parte de eso, 1942 no empezó de manera muy distinta que el final de 1941. De hecho, el mundo parecía más centrado en la nueva batalla que ahora se libraba en el Pacífico entre japoneses y norteamericanos. Lo único destacable fue que tuve la oportunidad de sacar algunas fotos dentro del campo de Sachsenhausen-Oranienburg cuando Herman fue condecorado con la Cruz de Hierro de Primer Orden. Pero las remití a mis superiores con la vaga sensación de que no les serían de mucha ayuda, ya que el acto se celebró dentro del edificio central y allí todo estaba perfectamente dispuesto para la ocasión. Más allá de las salas destinadas al evento resultaba imposible acercarse a una ventana sin que un “amable soldado” te recordase que estaba prohibido hacer tal cosa.
La atención se centró nuevamente sobre Alemania cuando su ejército comenzó a replegarse sobre territorio soviético tras intentar hacerse con el control de Moscú durante meses. Y el optimismo con el que se había entrado en la vasta tierra soviética fue proporcional a la rapidez con la que el ejército alemán comenzó a perder sus ocupaciones en la misma. Nunca lo dije en voz alta. Pero en mi fuero interno tuve que reconocer que Herman siempre había tenido razón. Los rusos no eran aquellos bárbaros incapaces de organizarse que decía el Reich ni la prensa alemana.
La situación continuó igual hasta que a principios de abril recibimos la invitación para asistir al concierto del día 19 para celebrar el cumpleaños del Führer. Bromeamos un par de veces acerca de aparecer en el evento de alguna forma extravagante, pero a la hora de la verdad nos ceñimos rigurosamente a las normas y nos reunimos con Berg en nuestros privilegiados asientos situado en uno de los palcos.
-¡Joder! No tenía ni idea de que pertenecíamos a la aristocracia – comenté mientras Berg saludaba hacia abajo a otro hombre con uniforme.
-Y no pertenecemos a ella. Somos la aristocracia, Erika – matizó bromeando entre risas -. Si no eres militar, no puedes permitirte esto sólo con un buen apellido. Pero si tienes el apellido y encima eres oficial… ¡blanco y en botella!
Me reí ante su explicación mientras seguía saludando.
-Después te presentaré a esos mamones – me susurró discretamente sin dejar de saludar -. A tu marido no le van nada estos requisitos, pero son importantes para mantener las amistades de la familia. ¿Por qué no saludas conmigo?
-No conozco a nadie personalmente, Berg – me quejé escondiendo las manos.
-Pero saben que eres la señora Scholz porque estás a la derecha de Herman. Te devolverán el saludo al ver que estás hablando conmigo. Creerán que te estoy diciendo quienes son y que te interesas por ellos, ésa es la manera de conseguir que esta noche no se vayan a cama sin comentar con alguien lo simpática que eres. Y eso es fundamental para salir bien parado en una sociedad de hienas, Erika.
Le miré fijamente mientras me soltaba todo aquello. Berg siempre hablaba en un tono que lograba restar importancia a las cosas, pero no mentía. Y aunque reconocía la gran razón que llevaba, opté por ocupar mis manos rodeando el brazo de Herman, dejando que él saludase con un gesto mucho menos efusivo que el de Berg a quien creyese oportuno. Le quería. Y aceptaba todo lo que conllevaba quererle, pero aquel no era mi mundo. Yo sólo estaba allí porque sabían que se había casado conmigo, no para saludar a gente en pro del beneficio de un apellido con el que no había nacido.
El concierto fue todo un espectáculo, y no sólo porque la pieza final fuese la Novena de Beethoven, sino porque la dirigió Furtwängler – una de tantas personalidades que decidió poner tierra por medio entre él y el régimen cuando el Nacionalsocialismo llegó al poder, y que había decidido irse a Viena pacíficamente valiéndose del estatus de “mejor director de orquesta de toda Alemania” –. Aquel simple hecho prometía tanto que no dejó indiferente a nadie cuando tras estrechar secamente la mano del Ministro de Propaganda al terminar el concierto, se sacó un pañuelo y se la limpió “discretamente” mientras se inclinaba ante el público.
-¡Sí señor! ¡He ahí un alemán con pelotas! – Exclamó Berg moderadamente mientras se inclinaba sobre mí para dirigirse a Herman –. Quizás le llame para que dirija algo en mi próximo cumpleaños, ¿qué crees que me diría?
-Opino que te mandaría a la mierda – respondió Herman sin inmutarse antes de soltar mi mano para levantarse y aplaudir fervientemente al igual que el resto del auditorio.
Berg y yo nos echamos a reír antes de hacer lo mismo.
Después del concierto asistimos a la cena que se celebró. Y tras codearnos con la élite del poder de esa forma tan refinada que apenas te permite decir un par de palabras por diálogo, nos sentamos con Berg y algunos oficiales más. Más tarde – cuando todos se levantaron para bailar o pulular por el salón de baile – los tres optamos por ir al bar y sentarnos en una mesa apartada tras pedir unas copas. Entonces Berg sacó un tema sumamente interesante. Y lo hizo sin ningún tipo de reparo ante mí, considerándome con ello “alguien de confianza”.
 

-¿Qué tal te va como Comandante? – Lanzó mientras sacaba el tabaco después de que el camarero nos hubiese traído lo que habíamos pedido.

-Es una puta mierda, Berg. ¿Por qué me lo preguntas? Creí que te estaban llegando mis quejas diariamente.
-Sí. Sí que me llegan, pero ya te dije que últimamente ni siquiera las leo… – Herman hizo un gesto de desdén con la cara antes de tomar el primer trago -. Creo que ha llegado el momento de hablarte de algo – anunció encendiendo un cigarro -. Sé que últimamente has perdido algo de esa fe ciega que me tenías. Pero muchacho, ¿cuándo he hecho yo algo sin meditarlo? Te quiero en la dirección de Sachsenhausen porque voy a mandarte algo allí que va a interesarte mucho.
-¿Más prisioneros? – Preguntó Herman irónicamente -. Porque eso es lo que llega a Sachsenhausen todos los días, Berg.
-Voy a mandarte a más de cien prisioneros procedentes de todos los campos del Reich clasificados como “trabajadores altamente esenciales” para llevar algo a cabo. Estarán bajo las órdenes del Mayor Krüger. Él no va a tener nada que ver con la dirección ni nada de eso, sólo se ocupará de su operación. Pero necesitaba un campo de prisioneros un poco atípico. Ya sabes, de ésos en los que a uno no le peguen un tiro por ir a mear…
-¿Qué van a hacer? – Se interesó rápidamente Herman.
Berg negó rápidamente con la cabeza. Quizás si yo no estuviese delante se lo hubiera dicho, pero tampoco me pidieron que les dejase a solas.
-Krüger está fuera ahora mismo. Pero regresará la semana que viene y ya me he tomado la molestia de decirle que estarías encantado de recibirnos para merendar. Lo que van a hacer allí te lo explicará él mismo. Luego yo te propondré un plan alternativo para llevar a cabo nuestra propia “solución alternativa” – Herman se tensó en el acto al escuchar eso, pero trató de disimular cogiendo su copa para dar un trago.
Yo opté por encenderme un cigarrillo despreocupadamente mientras sopesaba la posibilidad de que él no me viese capaz de establecer la evidente relación que había entre “Solución Final” y “solución alternativa”. Supongo que supo que lo había relacionado. Ambos nos conocíamos demasiado bien. Así que no me subestimaría de esa manera por mucho que yo no hubiese vuelto a pronunciar esas palabras desde que lo había prometido.
-¿Por qué será que tengo la sensación de que no me va a gustar tanto como crees? –Preguntó Herman de manera incómoda. Probablemente Berg se había olido que pasaba algo.
-Ya. Pues créeme que yo sé que te va a encantar. Confía en mí sólo una semana más, ¿puedes hacerlo?
-Supongo que puedo. Pero esta semana en lugar de quejarme voy a remitirte copias de los partes diarios de las bajas que se registren en el complejo de Sachenhausen-Oranienburg – le dijo fríamente mientras dibujaba una forzada sonrisa que hizo que Berg se frotas la frente -. Porque yo confío en ti. Por eso me gustaría compartir contigo la profunda sensación de vacío e impotencia que se experimenta cuando, por más que uno se esfuerza, las cosas siguen empeorando.
-Herman, lo sé. Pero te prometo que voy a darte un buen motivo para quedarte ahí.
-Y espero con ansias el momento de saberlo. Pero por ahora, creo que mi mujer y yo regresaremos a casa, si no te importa prescindir de nuestra compañía.
-Lo cierto es que sí me importa, pero no voy a reteneros aquí – contestó Berg con cierta pena mientras observaba cómo Herman se levantaba.
Se despidió amablemente de Berg mientras yo apagaba mi cigarro a medias y acto seguido abandonamos el salón con suma discreción. No volvimos a hablar de nada de aquella noche hasta que a mediados de la semana siguiente – sin haber pasado los siete días que Berg había dicho – una mañana Herman anunció que por la tarde se quedaría en casa para recibir al Mayor Krüger y a Berg. Y lo hizo mencionando que tendría que buscarme una distracción que me mantuviese ocupada mientras ellos charlaban. Le prometí que me quedaría leyendo algo en la biblioteca, pero me dedicó una mirada de desconfianza y me pidió que buscase una actividad que me requiriese en algún otro lugar que no fuese la casa.
-¿Pero tú qué te has creído? ¡Soy tu mujer! Si te digo que me quedaré en la biblioteca, es que me quedaré en la biblioteca. También es mi casa, y si no te gusta que me quede en ella, entonces llámales y diles que os encontraréis en otro lugar – protesté haciéndome la ofendida ante semejante falta de confianza conyugal.
-Muy bien. Me encantaría equivocarme, pero algo me dice que esta tarde tendremos una de nuestras crisis matrimoniales, querida – zanjó con una de sus sonrisas de cortesía antes de irse.
Al mediodía Herman cambió su uniforme de Teniente por un sencillo conjunto de calle nada más llegar de Oranienburg. La ropa normal le hacía parecer alguien completamente ajeno a lo que era diariamente, aunque no perdía ni un ápice de aquella elegancia inherente que sólo él sabía lucir con cualquier estilo. Incluso cuando salía de los establos ataviado de jinete y con las botas embarradas sabía moverse con aquella gracia que dejaba las imperfecciones en meros detalles incapaces de eclipsar su impoluta imagen.
No mencionó nada acerca de nuestra conversación de la mañana durante la comida ni durante el resto de la tarde. Pero en cuanto llegaron los invitados para la “merienda”, me recordó muy correctamente mis quehaceres en la biblioteca tras presentarme al Mayor Krüger – cuyo aspecto de oficial que no llegaba a la cuarentena me sorprendió. Yo me lo había imaginado bastante más “mayor” -. Me retiré mientras ellos se acomodaban en el salón. Había dado por hecho que irían al despacho, pero se quedaban allí.
No le serviría de nada poner un piso de por medio. Me quité los zapatos al terminar de subir las escaleras y volví a bajar sin hacer ruido hasta quedarme donde pudiese escuchar bien, a tres o cuatro peldaños del final.
-¡Cuánto tiempo Scholz! Me hubiera encantado verte por otros motivos, pero en fin… ¿qué opinas de la nueva “normativa” que tendrás que aplicar? – Se interesó el Mayor Krüger.
Empezaban fuerte. Por la entonación que le dio al pronunciar eso de: “normativa” supuse que se refería a la puñetera “Solución Final”.
-Opino que me sería infinitamente más atractiva si pudiese aplicarla también en otros “ámbitos” – contestó con sarcasmo tras pensarlo un poco.
El Mayor y Berg soltaron una carcajada al unísono.
-¡Hostias, Berg! Confieso que me mantenía un poco escéptico con todo esto… – dijo con diversión – ¿qué coño le ha pasado al soldado que sembró el terror en Varsovia? – Preguntó retóricamente haciendo que mi estómago se encogiese al escuchar aquello -. Muchacho, ¡tu padre estará revolviéndose en su tumba!
-Lo tomaré como un cumplido – contestó la voz de Herman sin mucho entusiasmo -. Tú en cambio siempre tuviste las cosas claras…
-No te ofendas, Scholz – se disculpó el Mayor -. Me refería a que… bueno, tu familia siempre ha sido un apoyo para la política del Reich…
-Claro – admitió con resignación -. Pues ya ves que con mi padre bajo tierra las cosas han dado un “ligero cambio”. Berg me ha dicho que vas comentarme algo que quieres llevar a cabo en el campo de Sachsenhausen. Usted dirá, Mayor.
-Teniente Scholz – comenzó moderando la voz -. Me ha costado bastante obtener el permiso para ejecutar la operación que me han encomendado. El General Berg me ha dicho que estás al tanto de que la operación requiere “personal altamente esencial”, por lo tanto prescindiré de rodeos. Vamos a falsificar libras esterlinas en tu campo para introducirlas en el mercado y provocar una quiebra económica que les impida a los ingleses costearse la guerra.
-Creí que aquí todos queríamos que Inglaterra nos parase los pies – le interrumpió Herman tranquilamente.
-Muchacho, la quiebra económica llevará su tiempo. Uno no mete un billete falso y origina un caos. Estamos hablando de millones de libras que se traducen en años. Años de margen para que Inglaterra y los Estados Unidos paren esta locura.
-Herman – intervino Berg -, el Mayor Krüger necesita un campo de prisioneros poco conflictivo. Uno ordenado, como el tuyo.
-Yo no soy el único Comandante de Campo, y te apuesto lo que quieras a que hay campos con menos bajas que Sachsenhausen.
-Sí – admitió Krüger -. Berg y yo ya lo hemos comprobado. Pero él también me dijo que se jugaba un brazo a que no encontraba uno con las mismas hectáreas que Sachsenhausen y que rondase siquiera el número de bajas por metro cuadrado. Y es cierto. Así que no quiero poner mi “fábrica” bajo otra jurisdicción que no sea la tuya.
-Y me halaga – contestó Herman -. Pero Berg, debo decirte que esto no me parece tan atractivo como me habías prometido.
-Déjale hablar – le pidió Berg.
-Me consta que le has conseguido a tus trabajadores el estatus de “trabajador esencial” valiéndote de tu importante apellido. Sin embargo, ¿cuántos trabajadores podrías tener sin que alguien te dijera: “basta”?
-Pues seguramente algunos más. He ampliado las cuadras y he construido un comedor fuera de casa para no tener que devolverlos al campo a la hora de comer. De momento el apellido me funciona bastante bien.
-Bueno, pues yo te echaré una mano. Mis empleados necesitarán asistencia para los trabajos más sencillos. Son falsificadores. Tienen que centrarse en lo suyo, no en manufacturar el papel, ir a buscar la tinta, cortar, limpiar la maquinaria… y a mí no me importaría que me enviases a los niños para realizar ese tipo de cosas, por ejemplo. ¿Puedes emplear niños en tus establos?
-No – reconoció Herman.
-Entonces hazme un sitio en Sachsenhausen, y hasta el último niño será requerido por mis obreros, Teniente Scholz.
-Está bien. ¿Qué necesitas exactamente? – dijo tras pensárselo un par de minutos.
-Algo que sobra en uno de los campos con más extensión de todo el territorio alemán actual. Espacio. Necesito un par de barracones para la gente y una nave en la que montar la maquinaria. Pero debes procurarme un lugar más apartado. A mis trabajadores se les han concedido ciertos privilegios que podrían desencadenar la ira de sus “camaradas”.
-No hay problema – aceptó Herman -. ¿Cómo va a organizarse todo eso? ¿De quién dependerían tus trabajadores?
-Oficialmente ni siquiera estaremos allí. Seremos independientes aunque operemos en tu campo y no asumiré ninguna decisión más que las relativas a mi plantilla. Pero necesito a alguien de confianza que me diga en quien puedo confiar y que me consiga la mano de obra que necesitan mis trabajadores.
No escuché nada más. Así que supuse que Herman debió asentir o algo por el estilo. Comenzaba a plantearme si entraba dentro de mi deber mencionar aquello en un informe o si debía callármelo. Después de todo, era una estrategia de guerra llevada a cabo por el Reich. Pero la operación había caído en manos de aquel grupo de “insurgentes no reconocidos” de las SS, y estaban hablando de utilizarla para mejorar las condiciones de los niños. Todavía no había decidido nada cuando la voz de Berg comenzó a hablar.
-Hay más, Herman – anunció -. En las pruebas de falsificaciones que han hecho con Krüger no sólo probaron a elaborar divisas…
-También pueden falsificar documentos, Scholz – añadió Krüger con cierto misterio -. Han obtenido pasaportes que pasarían los controles más estrictos…
-Espero que no me estéis proponiendo lo que… – vaciló Herman.
-¡Por Dios! – Exclamó Berg con irritación – ¡Claro que no estamos hablando de largarnos de aquí por la puerta de atrás! Somos nosotros los que actuamos correctamente, ¡no seas imbécil!
-Bien – aclaró Herman -. Dicho esto, disculpadme un segundo. Ahora vuelvo – dijo Herman.
Subí las escaleras rápidamente cuando le escuché decir aquello y me dirigí a la biblioteca. Donde agarré el primer libro que encontré y lo abrí por una página al azar antes de sentarme en el sillón fingiendo estar sumida en la lectura. Poco después Herman entró en la estancia cerrando la puerta a sus espaldas.
-¿Ya habéis terminado de hablar? – Pregunté inocentemente.
Él sonrió de forma angelical mientras se acercaba a mí y se agachaba para besarme la frente.
-Amor mío – me dijo con suma delicadeza -. Necesito hablar contigo de marido a mujer – añadió mientras me quitaba el libro con cuidado y lo dejaba sobre la mesa. Asentí a la espera de que comenzase, pero la conversación no me gustó nada -. Iré al grano, ¿hasta dónde has escuchado?
-¿De qué? No he estado escuchando nada, he subido aquí en cuanto os sentasteis… – me defendí inútilmente.
-Erika… – me exigió cargado de paciencia -. Sé sincera. No pasa nada, probablemente fuese a contártelo yo mismo. Así que dime, ¿qué es lo que ha escuchado mi querida esposa?
Su voz fue engatusadora, suave, como si su objetivo fuese ponerme entre algodones con cada una de sus palabras. Lo decía tan seguro de sí mismo que yo, simplemente fui sincera con él.
-Lo he escuchado todo.
Se rió mientras sacudía la cabeza y luego se inclinó para darme un beso en los labios.
-Está bien. Volveré con ellos – dijo sin más mientras me acariciaba el pelo con cariño.
-¿Puedo ir contigo? – Pregunté con naturalidad. Herman me miró todavía con una leve sonrisa -. Bueno, soy tu mujer. No debería extrañarles que me contases estas cosas. En el matrimonio la confianza entre…
-Te dije que hoy tendríamos una crisis matrimonial, Erika… y la vamos a tener, querida – me contestó con infinita delicadeza mientras caminaba hasta abrir la puerta y quedarse mirándome bajo el umbral -. La vamos a tener porque no te entra en la maldita cabeza que te juegas el cuello cada vez que te empeñas en averiguar cosas que no deberías saber –. Y entonces metió la mano en su bolsillo y sacó una llave.
Apenas tuve tiempo de levantarme antes de que cerrase la puerta desde fuera y escuchase el sonido del cerrojo que me dejaba recluida en aquella estancia.
-¡Herman Scholz! Ábreme o te juro que gritaré tanto que Berg y Krüger te obligarán a abrirme.
-Muy bien, querida. Yo les pondré al tanto de por qué me he visto en la obligación de encerrarte y aplaudirán mi decisión – no contesté a eso. Me mordí el labio inferior con rabia y retrocedí un par de pasos para regresar al sillón en el que estaba. Creí que me había dejado sola, pero su voz todavía me dedicó un par de frases más antes de despedire -. Vendré a por ti en cuanto haya terminado. Te quiero.
-¡Que te jodan, Teniente Scholz! – Contesté con un profundo resentimiento. Juraría que escuché una tenue risa desde el otro lado de la puerta.
-Bueno, estaré disponible cuando quieras. Pero me temo que después de esto no querrás hacerlo en mucho tiempo… – dijo antes de que sus pasos me indicasen que regresaba al piso de abajo.
 
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