Resumen:

Daniel es un hombre afortunado, tiene una esposa preciosa y muy sensual. Con Verónica disfrutan de un feliz matrimonio, una relación que viven desde la universidad. De jóvenes y recién casados aprovechaban la vida a concho, un estilo de vida que se truncó una vez que se convirtieron en padres. Una noche dejaron a su pequeño al cuidado de su abuela y salieron a recordar viejos tiempos. Daniel nunca creyó que esa noche cambiaría su vida. Una historia de confesiones candentes y de turbias infidelidades. Una esposa descontrolada, un marido perdido entre la desesperación y la lujuria.

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo el primer CAPÍTULO: 

 

VERÓNICA
CAPÍTULO 1

Pocas situaciones en la vida pueden quitarte el control de las cosas y de ti mismo al grado en que este incomprensible suceso me lo quitó a mí. Me quitó el poder de decisión, me quitó mi sensatez… A veces pienso que aún no puedo recuperarla, y a veces que quizá ese día la recuperé de verdad. No sé. Hay momentos en que me siento mucho mejor de como me sentía antes de ese día, y a ratos siento el peso de la culpa sobre mis hombros. Cambió mi vida… nuestras vidas; desató en mí cierta lujuria que antes habría sido incapaz de sentir, o admitir. Debo confesarme, exponer esta experiencia, y esperar que ustedes nos juzguen, me juzguen a mí y a mi mujer, aunque ella no piense haber hecho nada malo; más bien piensa haber renacido con todo esto… ¡Maldita sea! ¿Se dan cuenta? Es en estos momentos cuando me siento bien… bien por ella y bien por la excitación que me produce su nueva forma de ser, su nueva personalidad, su nueva forma de sentir, de vestir, su nueva forma de caminar, su nueva… vida. Es otra mujer. Dios, quizá siempre estuvo ahí, pero no la había visto; no me había dado el espacio o no había tenido el coraje de verla… Estaba ahí, escondida, e incluso a veces liberada; estaba ahí… ¡esperando salir!

Mi mujer se llama Verónica, y es una mujer hermosa. Mi nombre es Daniel, y me casé con ella hace cuatro años. Fue una boda de cuento de hadas, estábamos ansiosos y muy felices, habíamos esperado a que yo me titulara y consiguiera un buen trabajo. Éramos novios desde la secundaria, y ese día veíamos el comienzo de un matrimonio de ensueño; estábamos muy enamorados… bueno, aún lo estamos. El primer año de casados nos dedicamos a disfrutar de la vida; íbamos a restaurantes caros, viajábamos cuando el trabajo nos lo permitía, compartíamos mucho con amigos y pasábamos noches apasionadas a la luz de las velas. Todo eso cambió cuando nació nuestro hijo Tomás, pero no para mal sino para orientar nuestra felicidad en otra dirección. Ahora tiene dos años, y lo adoramos; Verónica dejó de trabajar para cuidarlo, pues yo obtuve un ascenso en mi trabajo, y eso equilibró nuestros ingresos.
Siempre he admirado la belleza de mi mujer. A menudo me daba cuenta de la envidia que provocaba en otros hombres cuando me veían tomado de la mano con ella. Es alta, esbelta; tiene una piel canela muy suave. Su rostro hechicero y su cuerpo escultural le permitirían sobresalir como modelo en el más exigente desfile de modas. Además, sus pechos conservaron el par de tallas que ganaron después del embarazo; por lo que créanme cuando les digo que hoy por hoy tiene una delantera impresionante; unos senos firmes y redondos como melones, y unos delicados pezones que reinan sobre su inmaculada y tersa piel… Uf, sólo les digo, en forma objetiva, que es sencillamente hermosa.
Ahora que lo pienso, todo lo que ahora me pasa, lo que ha motivado que escriba esta historia, no ocurrió en forma paulatina. La verdad es que el nacimiento de mi nueva mujer fue cosa de un día, y ni siquiera de un día, sino de una noche. La mujer atrapada dentro de mi esposa se escapó de súbito esa noche, y aprovechó su mejor recurso: la sorpresa, para hacer lo que quiso conmigo.
Hace cerca de un mes y medio cumplimos nuestro cuarto aniversario de matrimonio. Decidimos salir a celebrar, como lo hacíamos por cualquier cosa en nuestro primer año de casados. Ella compró con antelación un vestido muy livianito y escotado. Era una prenda de tela fina, de un color rojo semiapagado, que resaltaba espectacularmente las formas de su cuerpo. Le llegaba hasta poco más arriba de medio muslo; unos finos tirantes surcaban sus hombros y luego de cruzarse en su espalda desnuda acababan sujetos a una cuarta por sobre sus caderas. Esos tirantes me mataron desde que los vi; si algo admiro en una mujer son los pechos firmes, y la forma como se tensaban esos tirantes para sujetar los senos de Verónica… Uf… me dejaron realmente pasmado. Al mirarla de lado uno creía poder introducir su mano entre los tirantes y el pecho de mi mujer, sin tocar los tirantes ni su piel.
Pasé todo ese día en la oficina ansioso por verla esa noche, arreglada para nuestra cita, imaginándola con ese vestido y unos lindos zapatos de taco alto; además, sabía que a ella le gustaba ponerse medias brillantes para lucir sus preciosas piernas; y también Verónica sabía que a mí me volvían loco sus portaligas. ¿Qué más decir? Mi imaginación no hacía más que congelar el tiempo; esa mañana y esa tarde se volvieron una eternidad.
Cuando llegué a casa mi paciencia se vio recompensada. Nunca había visto a mi esposa tan bella y deseable. Mis instintos despertaron de inmediato al verla con aquel vestido, los zapatos y las medias brillantes con que la había imaginado. Mientras bajaba la escalera levantó intencionalmente su falda para mostrarme el portaligas de encaje que ceñía la parte alta de sus muslos; era negro con costuras rojas; nunca se lo había visto, seguramente era una sorpresa planeada para mí, y wow, claro que sí, fue una grandiosa sorpresa.
Habíamos planeado todo para esa noche. Dejaríamos a nuestro hijo con la madre de Verónica y nos iríamos a algún bar de los que frecuentábamos en nuestros años de universidad. No eran muy elegantes, pero ella tenía ganas de rememorar viejos tiempos, y yo, como se veía esa noche, no era capaz de decirle que no en nada. Disfrutaríamos una cena romántica, pasaríamos a recoger a Tomás, y volveríamos a casa para despedazarnos en la cama.
Llegamos a la casa de mi suegra como a las ocho y treinta, y me bajé a saludarla. Me llevo bien con ella, y siempre que nos vemos conversamos un poco de cómo están las cosas. Pero esa noche yo no quería perder tiempo, así que decidí limitarme a hacer acto de presencia, para evitar que Verónica se quedara pegada hablando con su madre. Mientras intercambiábamos los saludos de costumbre y contemplábamos cómo Tomás se reía en los brazos de su abuela, vi de reojo que Ramón, mi suegro postizo, no le quitaba el ojo de encima a mi mujer.
Ramón es el padrastro de Verónica, y se casó con Gladys, mi suegra, dos años después que ella enviudó. Entonces mi esposa tenía dieciocho años, y tuvo que soportarlo viviendo bajo su mismo techo. Me contó varias veces que no se llevaba bien con él; me decía que era un depravado, y que a menudo lo había sorprendido espiándola detrás de la puerta cuando ella se vestía. Con el tiempo lo pude constatar; aquel viejo verde, ya casi en los sesenta, no perdía oportunidad de mirarle las piernas a mi mujer, por lo que yo, al igual que Verónica, apenas le dirigía la palabra. Más aún: hace poco Verónica me contó que, años antes de casarnos, había salido de fiesta con unas amigas y había vuelto a casa bastante pasada de copas. Se tiró sobre la cama vestida como venía, y se quedó dormida a los segundos de haber tocado la almohada. Me dijo que esa noche soñó con el rostro de su padrastro, y que en el sueño sentía manos recorriéndole los pechos y deslizándose por su trasero y entrepiernas. Ella pensaba que las manos eran mías, y se dedicó a disfrutar de los manoseos que sentía. Por eso a la mañana siguiente no le extrañó demasiado despertar bastante transpirada y con su escasa ropa muy revuelta, ya que sus sueños habían sido altamente eróticos. Pero le llamó la atención el ardor que sentía en los pezones, como si se los hubieran estado estirando toda la noche, y las molestias en sus nalgas, como si hubieran sido víctimas de fuertes apretones. Me confesó que se imaginó muchas cosas, cosas que no me detalló pero que me imaginé; pero prefirió olvidarse de todo para asegurar la estabilidad de su familia.
Bueno, volviendo a la noche de nuestra cita, mientras Verónica le daba la espalda, el degenerado de su padrastro miraba descaradamente su trasero y sus piernas. Parecía no importarle que yo estuviera ahí. Por mi parte, más allá de ver a un viejo verde, yo percibía algo así como una mala esencia en ese tipo, y sin embargo, de alguna forma lo comprendía. Ese infeliz había vivido cerca de diez años en la misma casa con la escultural mujer que es mi esposa, sin poder ponerle una sola vez la mano encima. De pronto me acordé de la película “Lolita”, esa de Jeremy Iron, y se me pasó por la mente la no tan descabellada idea de que Ramón se había casado con Gladys sólo para estar cerca de Verónica.
Cuando por fin salimos, Verónica me preguntó si me había dado cuenta de cómo la miraba su padrastro; parecía molesta, pero algo en su tono de voz me extrañó. Pensé que quizá sólo había sido una impresión mía, y le dije que esa noche estaba demasiado atractiva, así que se fuera preparando, pues iba a encandilar a muchos con su cuerpo.
―¿De verdad piensas que soy hermosa?―me preguntó con una sonrisa, apoyada coquetamente en el auto.
―No voy a responderte; voy a dejar que sola te des cuenta de lo que provocas con ese vestidito― le dije, y con gran esfuerzo aparté mi vista de ella y subimos al vehículo.
Nos dirigimos al centro de la ciudad. La noche, iluminada por numerosos letreros, empezaba a dar rienda suelta a una multitud dispuesta a disfrutarla intensamente. Recordé cómo Verónica y yo bailábamos hasta la madrugada, a veces visitando hasta tres locales durante la noche. Luego nos íbamos a algún motel o lugar apartado y nos hacíamos el amor hasta quedar exhaustos de placer.
Llegamos por la avenida Los Almendros. Las veredas, como siempre atestadas de gente, se dejaban pisotear por parejas y grupos que se perdían en los distintos pasajes de donde la música llamaba con estruendo. Avanzamos un par de cuadras y divisamos “El cuervo”, local que había sido nuestra base de operaciones hacía algunos años. Miré a mi esposa, y vi que una complacida sonrisa afloraba a sus labios; seguramente había recordado lo mismo que yo al ver el clásico letrero con un ave negra sosteniendo un jarro de cerveza entre las garras.
En el cruce con la calle Los Naranjos nos detuvo un semáforo en rojo. Miré a los transeúntes que pasaban ante nosotros, y vi a una chica parada en la esquina, junto a un buzón de correos. Sin duda esperaba a alguien, pues fumaba un cigarrillo mientras miraba hacia la parada de buses de la esquina opuesta. Era muy atractiva; vestía una minifalda y un peto bastante ajustados, y exhibía la esbeltez de su cuerpo de forma tan provocadora, que tenía a un grupo de tipos mirándola embobados.
Verónica se dio cuenta de que yo también la miraba. Pude notarlo en sus ojos cuando hicieron tal presión sobre mí que tuve que volver el rostro hacia ella.
―¿Te gusta esa tipa?― me preguntó.
Yo no respondí; estaba desconcertado, ella nunca había sido celosa. Iba a preguntarle a qué se refería cuando puso su dedo índice en mis labios y me sonrió; acto seguido, cogió del asiento un volante que habíamos recibido unas calles atrás y abrió la puerta. Bajó del auto y empezó a caminar hacia la chica. Su contoneo era increíble, parecía una pantera en busca de su presa. Llegó junto a la muchacha; yo estaba intrigado, me preguntaba qué pretendía. Levantó el volante que llevaba en la mano, lo dobló justo a la altura de sus pechos, se inclinó un momento, levantando su cola como jamás la había visto hacerlo en público, y depositó el volante en el buzón. En ese momento me di cuenta de lo que había hecho: los ojos de los hombres que miraban a la muchacha de minifalda se voltearon hacia mi esposa, como si hubieran desechado un premio de consuelo por el premio mayor.
Verónica volvió al auto tal como había ido hacia el buzón. No se había dignado mirar a aquellos hombres, pero en la sonrisa que me dirigía mientras se acercaba se notaba la seguridad de atraer sobre sí la atención de cualquier macho que se topara con sus curvas. Entró en el vehículo, y yo sólo salí de mi embobamiento cuando me percaté de los bocinazos que me dirigían los conductores que estaban detrás. “¡Muévete, idiota, tienes luz verde hace rato!”, me gritó uno.
Avancé lentamente. Un poco más allá nos topamos con un auto que abandonaba su estacionamiento. Me pegué justo detrás para que nadie se me adelantara, y después de un par de maniobras ocupé su lugar.
Apagué el motor, miré a Verónica y empecé a reírme. Ella hizo lo mismo, y un momento después nos retorcíamos a carcajadas.
―No puedo creer lo que acabas de hacer…― le dije, con la voz entrecortada por la risa—. Esa pobre chica no pudo hacer nada…
—Con esos hombres no, pero ¿qué pasó contigo?― preguntó, tratando de ponerse seria y dirigiéndome una maliciosa mirada.
―Creo que les diste ese espectáculo a propósito― dije, simulando celos.
―Ellos fueron parte del espectáculo que te di a ti. ―Y cambió de tema por completo, mientras señalaba la callejuela atestada de gente.
—¿Qué te parece si caminamos por el paseo Quermez?
El asunto me estaba empezando a gustar. Me gustó lo que acababa de hacer, y saber por qué lo había hecho aumentó mi interés, pero pensé que sería bastante más grato conversarlo en la cama.
―Podríamos ir a un lugar más elegante— repliqué.
―Por favor, quiero que recordemos nuestros tiempos de estudiantes― y puso una cara de niña mimada a la que no pude negarme. En verdad, esa noche no podía negarles nada a ninguna de sus caras.
El paseo Quermez es bastante conocido. En sí no es más que un callejón con variados locales de esparcimiento: restaurantes, pubs, bares, y un par de discotecas. Muchos estudiantes van a pasar ahí sus ratos de ocio, generalmente los fines de semana. Es bastante económico y atractivo, por lo que no es raro ver gente de distintos estratos sociales recorriéndolo de uno a otro extremo, mientras los mozos la asedian con variadas ofertas para tratar de llenar sus locales. Lo único malo son algunos insistentes que no te dejan tranquilo hasta que una de dos: o entras en su local o les dices de mala manera que desaparezcan. Por suerte son los menos.
Llegamos a la entrada del paseo, que sólo podía recorrerse a pie. La acera era de adoquines de piedra, y al medio, impidiendo el tránsito de vehículos, se alzaban altos árboles que debían de ser más viejos que yo: robles, naranjos y hasta pinos formaban una fila que se extendía hasta el fin del callejón. Las fachadas resplandecían de luces; era evidente que los dueños habían invertido bastante dinero en la remodelación de sus locales. Algunos restaurantes se habían trasformado en bares o pubs bailables, pero en general conservaban sus nombres y estilos arquitectónicos.
Llevaba a Verónica de la cintura mientras caminábamos. Por momentos nos mirábamos y sonreíamos; no sé si se acordaba de lo mismo que yo, pero de seguro se acordaba de algo; su mirada y su sonrisa delataban su complicidad conmigo. Decidimos dar una vuelta por todo el paseo antes de decidirnos por algún local. Volví a concentrar mi atención en lo atractiva que se veía esa noche, en cómo la miraban los hombres que pasaban a su lado. Reparé en que las miradas eran distintas, dependiendo de los tipos que se las dirigían. Algunos le miraban descaradamente el escote, otros se daban vuelta para contemplar el contoneo de su trasero, los menos se limitaban a mirarla a los ojos para luego recorrer fugazmente su cuerpo. Me hice el tonto, pero a ella parecía gustarle, pues no tardó en caminar como lo había hecho hacia el buzón. A mí la situación, más que enorgullecerme, me estaba haciendo subir la temperatura; la mujer a la cual todos esos idiotas miraban con cara de carnero en celo ya había sido mía muchas veces… y seguiría siéndolo. Ese pensamiento me resultó cómico, y volví a sonreír.
¿Para qué lo voy a negar a estas alturas? Me excitaba… Me excitaba ver a mi mujer enfundada en ese liviano vestido y caminando como una gata en medio de una multitud de tipos que la miraban como degenerados; hasta creí ver un par de chicas que le dirigían miradas análogas. Me la imaginaba en la cama mientras yo le recriminaba haberse expuesto como una libidinosa (en mi vida había pensado llamarla puta), y casi podía escuchar su voz diciéndome que lo había hecho para mí, que había calentado a esa tropa de imbéciles para que yo me diera cuenta de cómo la deseaban, “Y ahora estoy aquí, para que me des lo que necesito”, me decía con sus húmedos labios rozando los míos. Pero eso estaba sólo en mi cabeza; me desanimé pensando que ella nunca actuaría así, no me seguiría el juego. Cuando le recordara a los tipos mirándola, no sabría de qué le estaba hablando, y al rato me diría: “Ah… los del buzón; sólo fue para darte una pequeña lección”, y ahí quedaría todo. Me volví a alegrar cuando se me ocurrió que le contaría lo que había imaginado y le pediría que jugáramos, que hiciéramos teatro. Claro que planeado no sería lo mismo que espontáneo, pero “Qué diablos”, me dije, “peor es nada”.
Unos diez metros antes de llegar al restaurant “Druida”, sorprendí en la calle a uno de sus meseros mirando también descaradamente a mi mujer. Su cara delataba la sorpresa de tener a ese tremendo monumento en aquel lugar. Al principio me pareció gracioso, pero la desfachatez con que la miraba mientras nos aproximábamos me empezó a molestar. Era un tipo rechoncho y bajito, aparentaba unos cuarenta años, se notaba sudado, y seguramente su escaso cabello engominado no lo ayudaba a conseguir clientela para su local. Me dio la impresión de que Verónica se había percatado de las morbosas miradas que le dirigía, y sin embargo, seguía caminando en forma provocadora. Pensé en lo extraño que era aquello; parecía gustarle que la miraran así.
De pronto el tipo se adelantó y nos salió al paso.
―Señor, señorita, permítannos atenderlos en nuestro acogedor local. Tenemos muy buena comida, y a precios ridículos― dijo obsequiosamente, sin despegar los ojos del escote de mi mujer.
Me negué con un cortés “No, gracias”, pero él insistía. Se interponía en nuestro camino, casi lamiendo a Verónica con la mirada, como incapaz de renunciar a servirla. Después de unos minutos de palabras amables, con las que traté de deshacerme amigablemente de él, me sacó de quicio. Tomé a Verónica de una mano para llevármela de ahí, pero sentí que se resistía a seguirme.
―Quizás podríamos comer aquí— propuso, frente a los desorbitados ojos del molesto mesero, y noté que sus ojos emitían destellos de coquetería―. Además, creo que está remodelado. ¿Entramos?
Qué puedo decir, esa noche ella hacía lo que quería conmigo. Dejé que me guiara al interior del local, mientras el odioso mesero se deslizaba a su lado, disfrutando de la gloriosa vista que ella le brindaba. Pasamos frente al bar, y el tipo nos condujo a una mesa adosada a la muralla al final de la barra, al borde de una pista de baile. Nos sentamos, y el mesero nos trajo los menús. Mientras los leíamos se paró al lado de mi esposa, con los ojos clavados en su escote. Había en el local hombres que la habían visto al pasar a sentarnos, pero eran más recatados; ese tipo la miraba sin ningún disimulo, con todos sus sucios deseos pintados en el rostro. No sé si era porque el idiota ese me caía mal, o por mi impresión de que Verónica desplegaba ante él una sensualidad absolutamente inexplicable, pero el hecho es que estaba empezando a enfurecerme verla exponerse así a los ojos de aquel depravado.
Al rato nos sirvieron lo que habíamos pedido, y el mesero se largó afuera a conseguir más clientela. Nuestra conversación estuvo bastante entretenida, nos deleitábamos recordando viejos tiempos, pese a que por momentos notaba a Verónica un tanto ausente, como absorta en pensamientos o en sensaciones que yo no lograba atisbar. Le dije que no había perdido nada de su poder sobre los hombres; ella reía complacida, y creo que esa noche lo sentía más que nunca.
Terminamos de comer, y nos quedamos haciendo sobremesa. De pronto le dije que iría al baño y que después volveríamos a casa. El privado estaba al otro lado de la pista de baile, que se encontraba llena de gente, así que la rodeé para eludir a la muchedumbre. Mientras me lavaba las manos sólo pensaba en llevar a Verónica a casa para descargar toda la calentura que me había provocado verla exhibirse en la calle. Y debo confesar (muy a mi pesar) que sabía que la mirada degenerada que le había descargado el asqueroso mesero también estaría en mi cabeza cuando nos revolcáramos en la cama. Pero como iba a saber yo que tardaría mucho más de lo que esperaba para poder disfrutarla. Dios, ¡y es más!, como sabría que no sería el único en disfrutarla esa noche.
Salí del baño y, por entre la gente que bailaba, vi al mesero sentado de espaldas a la barra, mirando nuevamente a Verónica. Si hubieran visto esa cara, parecía un villano de película disfrutando con las fantasías que nacían de su mente sucia, y era obvio que esas fantasías tenían como protagonistas las piernas de mi mujer. Verónica no lo miraba, y sin embargo dejaba que su vestido se le subiera más arriba de la mitad del muslo en sus piernas cruzadas, hasta el comienzo de su portaligas; parecía que se lo estuviera mostrando a aquel tipo. Mi curiosidad y mi calentura pudieron más, y me quedé oculto entre la gente para ver qué pasaba. El mesero seguía sentado observándola, y pensé que ella sabía que la estaba desnudando con la vista, pero lo dejaba hacer. Sus movimientos, como no sabía que yo la estaba espiando, eran deliberadamente sensuales: echaba atrás los hombros para destacar su impresionante busto, y deslizaba una mano sobre sus piernas, para regocijo de aquel miserable. Incluso pude ver que durante un par de segundos clavó la mirada en el bulto que se le había formado bajo el pantalón. No aguanté más, esta vez la rabia ganó, y me abrí paso en la pista hasta llegar a la mesa.
Apenas me senté le pedí groseramente la cuenta a ese desgraciado. Al verme molesto apartó la vista de mi mujer y se fue a la caja. Verónica me miró; yo la conozco muy bien, y créanme lo que les digo: estaba excitada, a mí no me lo podía ocultar. Y aunque sea difícil de creer, a mí también me excitó. Cuando llegó el imbécil del mesero con la cuenta, yo ni siquiera la revisé, sólo puse mi tarjeta de crédito sobre la bandeja, y lo vi volver a la caja. No crucé una palabra con Verónica; ahora ella sabía que yo estaba molesto, así como yo sabía que ella estaba excitada; pero parecía tomarlo como un juego.
Dos minutos después apareció el mesero y me dijo que mi tarjeta estaba bloqueada, que no aprobaba el monto.
―No puede ser. Trate de nuevo, y esta vez concéntrese, ¿okay?― dije en forma despectiva.
―Traté varias veces, y el aparato no responde― respondió, ahora en un tono nada servicial, muy distinto al que le correspondía a cualquier mesero, como si estuviera cobrándole a un deudor moroso. Empecé a ver rojo, y ya lo iba a poner en su lugar cuando recordé que no traía la chequera; casi no la uso, siempre me manejo con la tarjeta de crédito y con la del cajero automático. Y la maldita suerte de ese día, o el maldito destino —qué sé yo— había dispuesto que ni siquiera anduviera con dinero efectivo. Me desconcerté unos segundos, supongo que a todos nos ha pasado alguna vez, nos ahogamos en un vaso de agua. Te descoloca que las cosas no salgan como las has planeado y te encasillas sin que brote la solución, por muy obvia que sea. Así me pasó a mí, hasta que de pronto brotó por sí sola.
―Entonces iré a un cajero automático y pagaré en efectivo— dije levantándome―. Vamos, Verónica— y extendí la mano hacia mi mujer.
El tipo me cerró el paso.
―No lo dejaré salir; nada me garantiza que volverá— dijo en un tono casi insultante.
Le ofrecí dejar mis documentos en garantía, pero el hijo de puta se negó. Discutimos un rato, y empezó a amenazarme con llamar a la policía. “Te voy a meter preso”, decía el desgraciado, como si estuviera tratando con un delincuente. Estábamos a punto de trenzarnos a golpes cuando Verónica se interpuso.
—¿Por qué no vas tú solo y yo me quedo, en garantía de que volverás a pagar?— propuso. Se volvió a sentar y se dirigió al mesero—. No pensará que mi marido me va a abandonar por una cuenta, ¿no?― le dijo, mientras cruzaba sus piernas. Dios, de nuevo tuve la impresión de que ella jugaba con ese baboso. El tipo se quedó mudo, y yo supe que no pondría inconvenientes. Me di cuenta además de que era la solución más rápida para salir de aquel estúpido embrollo en que me había metido.
―¿Estás segura?― pregunté.
―Claro que sí. Y regresa cuanto antes.
Miré al mesero, que hizo un gesto de aceptación y volvió a sentarse de espaldas a la barra, para seguir mirando a mi mujer. Yo no me sacaba de la cabeza que a ella le gustaba insinuársele, aunque sólo fuera para provocarme a mí, y eso me tenía encorajinado.
Me dirigí a la salida, y al pasar ante el cajero —un viejo de lentes que parecía estar en los huesos—, advertí que me asestaba una mirada cargada de sospechas; quizás era el dueño o el administrador, o por lo menos me dio la impresión de que pensaba que me iría sin pagar.
Salí lo más rápido que pude del paseo Quermez. Sabía que a dos cuadras había un cajero automático, pero cuando llegué, maldije mi mala suerte: un papel escrito a mano y pegado sobre la pantalla del aparato indicaba que estaba descompuesto. Lo peor era que no sabía dónde podría encontrar otro cajero cerca de ahí. Pregunté a unos tipos que pasaban, y me dijeron que siguiera tres cuadras por la misma calle, hasta una sucursal del Banco Sudamericano. Me demoré cinco minutos en recorrer los trescientos metros, y me encontré con un montón de gente haciendo cola por el sucio dinero. No tenía otra opción que sumarme a la fila, sentía que no avanzaba nunca, y los catorce minutos que me demoré en obtener los billetes me parecieron una eternidad.
Volé de vuelta al restaurante. Antes de entrar miré mi reloj; había transcurrido más de media hora. Pero ya estaba ahí; pagaría la cuenta y sacaría a Verónica de ese antro al que estaba seguro de no volver jamás. La busqué en la mesa donde la había dejado, y casi me sobreviene un ataque: no estaba ahí. ¿Y el maldito mesero? Recorrí con la vista todo el local, y tampoco estaba. Miré para todos lados, sin saber qué hacer. Al fin me dirigí a la caja, seguramente el viejo que la atendía podría darme algún indicio al respecto. Pero sólo había un garzón parado a un costado, como si hiciera guardia. Estaba a punto de interpelarlo cuando detrás de la barra se abrió una puerta, y vi que el viejo salía de lo que parecía una oficina. Al verme me hizo un gesto para que esperara, y volvió a entrar. Salió después de unos tres minutos, se instaló en la caja y me presentó la bandeja con la cuenta. Saqué el dinero, le pagué, y después revisé minuciosamente el local, decidido a encontrar a Verónica. Incluso me asomé al baño de mujeres. Pero no se encontraba en ninguna parte. Mi alarma crecía cada vez más, y estaba a punto de volver a la caja para exigirle al viejo que me dijera qué había pasado con ella, cuando la vi aparecer por la misma puerta que había detrás de la barra.
No dije nada, la tomé de la mano y salimos a la calle. Sentí alivio por haberla sacado de ahí, pero al mismo tiempo me invadían toda clase de dudas y sospechas. ¿Qué hacía ella en esa oficina? No lo sabía, y no se me ocurría nada; estaba furioso, y me puse peor cuando advertí que respiraba agitadamente, que tenía la cara encendida y que acababa de retocarse el maquillaje. ¡Dios!, me parecía estar dentro de una pesadilla.
Llegamos al auto, lo puse en marcha y salí del sector. Manejé un rato con la vista fija en el pavimento que tenía delante. Ella no decía una palabra, y ni siquiera me miraba. Al fin no aguanté más y detuve el vehículo en una calle solitaria.
─¿Qué diablos hacías en esa oficina?— le pregunté, sin disimular mi rabia.
Verónica me miró y bajó la vista; parecía confusa, e incluso indefensa. Yo estaba a punto de estallar, cuando de pronto vi que se operaba en ella un extraño cambio. Había caído en una especie de trance, y empezó a hablar con voz monótona aunque nítida, mientras mantenía los ojos abiertos pero la mirada perdida, como si estuviera viendo mentalmente lo que describía.
“Apenas te fuiste, el mesero me dijo que necesitaban la mesa y que podía esperar en el despacho del dueño. Acepté… Lo seguí detrás de la barra y entramos en la oficina de la que me viste salir. Había un escritorio, un par de sillas y un sillón pegado a la muralla. Me senté en el sillón, pensé que el hombre volvería a trabajar, pero se quedó apoyado en el escritorio. Me miraba igual que antes, pero ahora no había nadie más, y me puse nerviosa… Me recorría el escote, las piernas… y empezó a decir que lo que habíamos hecho estaba muy mal, que si hubiera querido nos habría metido presos a los dos. Sabía que era estúpido, pero el tono en que lo decía era atemorizante… Yo no decía nada, sólo escuchaba mientras decía que debía agradecer que te hubiera dejado ir a buscar el dinero sin llamar a la policía”.
Yo no sabía qué decir. Sentía que mis temores estaban a punto de confirmarse.
“De pronto cambio de tema”, siguió Verónica. “Me dijo lo bien que me veía con este vestido, que era una mujer estupenda y que le había parecido muy sensual desde la primera vez, cuando me había visto fuera del local. Me dijo que era un placer verme caminar, que ese placer sería aun mayor si lo hiciera ahí, en la oficina, y me tendió una mano para ayudarme a levantarme. Yo me sentía confundida, me halagaban sus palabras, pero dudaba de sus intenciones, los nervios no me permitían reaccionar. Al fin me paré y di unos pasos por la habitación”.
Yo la miraba sin poder creer lo que oía; ella sólo miraba sus manos, que ahora se deslizaban acariciadoramente por sus piernas. Estaba furioso; mi mujer le había modelado a aquel tipejo, a ese hijo de puta con el que casi me había trenzado a golpes. Pero más furioso me sentía aún porque su relato estaba empezando a excitarme. Clavé la vista en el parabrisas y seguí escuchando.
“Estaba un poco asustada”, continuó mi esposa. “Caminé de la mejor forma que pude, de la forma que más le podría gustar, sólo quería que se quedara ahí mirándome, apoyado en el escritorio. Me sentía admirada, deseada por aquel hombre, me gustaba mostrarme, y sin saber cómo decidí jugar. Empecé a caminar sensualmente, mientras su mirada me quemaba― para mi asombro, Verónica hablaba sin el menor asomo de vergüenza—, a contonearme cada vez más cerca de él, hasta casi rozarlo en cada vuelta, me gustaba verlo devorarme el escote con los ojos, me sentía más deseada que nunca. De pronto estiró una mano y me dejó un tirante del vestido colgando de mi brazo… No hice nada, seguí caminando, y cuando volví a pasar junto a él sacó de mi hombro el otro tirante, y el vestido quedó enrollado en mis caderas. Traté de subirlo, pero él fue más rápido, sujetó mis manos y me dijo al oído: “Por favor, siga caminando”. Solté el vestido, que se deslizó hasta el suelo, dejándome sólo en ropa interior. La ropa que me había puesto para ti”.
Cuando dijo eso me dirigió una mirada neutra, como si no estuviera hablándome a mí, sino a una réplica que ocupara mi lugar en su cabeza. Yo sentía unos celos espantosos, y al mismo tiempo una tremenda erección.
“Tú eras el único que me había visto con este juego de ropa interior, y ahora lo estaba haciendo aquel tipo… Pero seguí caminando. No quiero mentirte Daniel, seguí caminando, más orgullosa y sensual que antes. Ese idiota no había visto un cuerpo como el mío en toda su vida, y su mirada irrespetuosa me quemaba la piel. Sentirme tan deseada y expuesta me descontrolaba por completo. Y seguí, sin que me importara mostrarle mi trasero casi desnudo a ese degenerado”.
Yo no hallaba palabras, o más bien callaba, porque si abría la boca seria sólo para insultarla. Además, no quería que se diera cuenta del bulto que me había crecido bajo el pantalón. No me atrevía a mirarla, pero creo que mi silencio la estimuló a seguir hablando.
“Luego de mirarme sin decir palabra, el mesero recogió el vestido, se acercó a la puerta y la abrió. Me asusté y me escondí en un rincón, para que no me viera nadie de afuera. Pensé que se iría, pero sólo se asomó y dijo algunas palabras que no entendí. Volvió a entrar, y tras él entró el tipo que estaba en la caja, ese viejo de lentes al que le pagaste. Cerraron la puerta, y al viejo se le iluminó la cara al verme casi desnuda. “Sigue caminando”, dijo el mesero… Y yo obedecí. Las miradas degeneradas se habían duplicado, y me sentí sucia; ahora no era sólo un asqueroso el que gozaba mirándome, sino dos, y uno podía ser mi padre… La sonrisa del viejo era una mueca ansiosa y repugnante. “¿No le dije, don Pancho, que andaba caliente?”, le comentó el mesero”.
―¡Y tú dejaste que ese par de hijos de puta se calentaran contigo!― estallé al fin, pero advertí que estaba excitada. Al mismo tiempo, para huir de mis ojos acusadores bajó la cabeza, y entonces vio la erección que abultaba mis pantalones. Me avergoncé; si yo estaba caliente, ¿cómo podía reprocharle a ella que le pasara lo mismo? Miré rígidamente hacia la calle, y de pronto sentí que apoyaba una mano en mi pierna y luego subía para acariciarme delicadamente la verga por sobre el pantalón. Mientras lo hacía apoyó la cabeza en mi hombro y siguió contando.
“El viejo se interpuso en mi camino, me dijo que tú me habías dejado para que pagara la cuenta… y los dos se rieron… Luego puso sus manos en mi cintura; di un paso atrás pero me siguió; traté de dar otro pero me topé con el escritorio, y el desgraciado me tomó de las caderas. Le pedí por favor que se alejara, pero no me hizo caso, sus manos bajaron hasta mi trasero, y empezó a manosearlo a su gusto. Me preguntó tu nombre… yo le dije que te llamabas Daniel. “Daniel cuánto”, insistió, apretando mis nalgas. “Daniel Montenegro”, le respondí, y volví a pedirle que por favor me soltara… “Qué culo tan firme tiene, señora Montenegro”, me dijo acercándose más”.
Verónica se pegaba a mí, sus labios me recorrían la oreja, su respiración era jadeante, y el masaje en mi paquete se hacía cada vez más fuerte. Yo seguía debatiéndome entre mi calentura y la rabia que me inundaba.
―¿Ese viejo de mierda te manoseó?― dije, y mi voz me sonó como un quejido atormentado.
―Sí, Daniel, me manoseó. No le importó que le dijera que no; me apretaba las nalgas, me lamía el escote de mi brassier… Y yo no lo empujé… Sólo le pedía que se alejara, pero no hice nada para sacármelo de encima… Me sentía sucia, Daniel… ¡Me sentía indefensa, una sucia puta indefensa!
Ella no decía nunca ese tipo de palabras. Me asombró que se refiriera a sí misma como puta. Y también me gustó; parecía otra mujer: grosera, caliente; pero a la vez tímida y recatada, al tratar de defenderse asegurando que había dicho que no. Los tonos abochornados de su relato, mezclados con su excitación, revelaban la vergüenza que sentía ante lo que le había pasado. Yo sólo seguía escuchando.
“El mesero me dijo que tú eras un maldito tramposo, y que se iba a desquitar con la puta de su esposa. Me agarró del pelo y metió su asquerosa lengua en mi boca; sus manos se perdieron bajo mi colaless… “Está mojada la putita, don Pancho”, dijo, mientras metía un par de dedos en mi entrepierna… El viejo me sacó las tetas afuera para chupármelas como un bebé… Les pedí que pararan, Daniel, pero no me hicieron caso”. Su respiración se volvió más agitada, y liberó mi verga para empezar a masturbarme lentamente. “Me llevaron al sillón… Les pedía que me dejaran, pero no dejaban de manosearme y de insultarme… Me llamaban puta, y se daban cuenta de que no me resistía lo suficiente… Me tiraron de espaldas al sillón, el mesero me sacó el calzoncito de un tirón, y dijo que me dejaría las medias y el portaligas, porque así parecía más puta… El viejo me bajó el brassier hasta la cintura y siguió jugando con mis tetas… El gordo me abrió las piernas con su propio cuerpo, me obligó a abrirlas lo más posible… Me insultaba y metía sus asquerosos dedos en mi vagina, decía que era una zorra inmunda… Dijo que me iba a meter la mano entera, yo no podía ver, pero sentía sus violentos embistes…” La excitación de Verónica crecía, apretaba más fuerte mi verga, y me masturbaba más rápidamente. “Gemí, Daniel, me calentaron sus manoseos y los empecé a gozar… Dejé de luchar con mis piernas y las abrí para él… para ese negro de mierda que abusaba de mí… El viejo me mostró su verga, era fláccida pero enorme… “Chúpale la pichula a don Pancho, maraca”, me dijo, y me la metió en la boca… El sudor del viejo era delicioso, Daniel… Sentía como se le endurecía de a poco, y la chupé con ansias, como una verdadera perra”.
Yo no sabía qué hacer; era demasiado para mí. La rabia quería transformarse en violencia, pero estaba demasiado caliente. Su historia y la forma como la contaba hacían que su masaje en mi verga me tuviera al límite de mi aguante; no recordaba haber estado más caliente en toda mi vida.
“La tomé con las dos manos y se la chupé desesperada…”, siguió Verónica. “Estaba cada vez más dura, y el viejo me amasaba las tetas mientras me follaba la boca… “Chúpamela, perra, mámasela a tu viejito”, me insultaba mientras gemía… Estaba rica, Daniel, no quería que me la quitara… Estaba hambrienta de su verga… ¡Quiero chupar, Daniel, quiero mostrarte cómo se la chupé a ese viejo morboso!” Dejó de hablar y se dejó caer sobre mi tranca, que estaba a mil, y me la comenzó a chupar como nunca lo había hecho. Su boca húmeda y tibia me devoraba, su lengua parecía un remolino de deseo recorriendo toda mi verga y mis bolas.
―¡Cómo te gusta chupar, puta… Se la chupaste al viejo y te gustó, puta de mierda! ― le dije fuera de mí, aunque con cierto temor; nunca la había llamado puta. Pero me di cuenta de que le agradaba, pues chupó con más ganas.
“Sí, me gustó… La sentía dura, y soltaba a veces chorritos de semen… Me lo tragué todo, y se la chupé con más hambre… De pronto me la sacó de la boca, se hizo a un lado, y entonces el mesero me agarró las piernas y se las puso en los hombros… Yo me resistía… pero fue inútil, me penetró. Apoyé una mano en su barriga para tratar de empujarlo… pero no sirvió de nada… Yo seguía gimiendo de placer por haberle chupado la verga al viejo, y eso parecía calentarlo más, porque me embestía con rabia… Me retorcía de dolor y calentura… Mi mano dejó de empujarlo para acariciar su peluda panza que chocaba con mis piernas a cada estocada… Ese negro me violó Daniel, me partió con su tranca… y gozó culiándome… ¡Gozó culiando a tu mujer!”
―¡Y tú gozaste también, maldita puta!― le dije, mientras le subía el vestido hasta la cintura; su ropa interior se le veía increíble—. ¡Sigue chupando, perra!―. Le descargué fuertes manotazos en las nalgas mientras la insultaba como la puta que era―. Así que te gustan todos los picos, ¿verdad? ¡Cualquiera puede gozarte como se le antoje, porque no eres más que una zorra… ¡una puta mamona!
“El viejo también quería metérmelo, Daniel”, siguió entre gemidos. “Le ordenó al mesero que se quitara y se sentara en el sofá, me tomó del pelo, me puso en cuatro patas y me obligó a chuparle la pichula al negro… “Qué rico la chupa, don Pancho, es una puta de lujo”, dijo de pronto el desgraciado, mientras yo la saboreaba. Era menos jugosa que la otra, pero se hinchaba mucho en la cabeza cada vez que el tipo me la hundía en la boca”. ¿Dónde había quedado la mujer que se avergonzaba de decir “pene”?, pensé en medio de mi vorágine mental. “El mesero me apretaba las tetas y el viejo recorría mis piernas y mi culo… Yo lo paré para él, para que supiera que quería verga… y dejé de mamar al mesero para decirle: “Métamela entera, don Pancho, hasta el fondo”. Los dos se rieron y volvieron a insultarme… Me decían que era una puta calentona… y que por eso me iban a joder como a una perra sucia”.
―¿Le paraste el culo al viejo?— le grité—. ¡Anda, puta, muéstrame como le paraste este culazo!—. Ella se arrodilló en su asiento y empezó a menear el culo mientras me chupaba. A esa hora no andaba nadie en la calle, por lo que era muy improbable que alguien viera ese culo en pompas meneándose, pero ella no lo sabía; simplemente lo exhibía, como si hubiera muchos ojos mirándoselo.
“El viejo me la metió… Le sentía tan grande y dura, Daniel… Me hizo pedazos mi cuquita… Apenas podía mamársela al mesero por los gemidos de dolor que me arrancaba y la calentura que me quemaba… El viejo me pegaba palmazos en el culo y el mesero seguía insultándome, lo trastornaba la cara de placer que yo ponía mientras le comía la pichula… Y ese viejo de mierda me culiaba sin misericordia… ¡pero era delicioso!”
Me la imaginaba recibiendo las embestidas de aquel viejo mientras le chupaba el pico al maldito mesero, y la imagen que veía en mi cabeza me calentaba increíblemente. Ese par de desgraciados nunca habían tocado ni tocarían siquiera a una mujer tan hermosa como la mía, y esa mujer se les había entregado sin restricciones. Ella decía que había opuesto cierta resistencia, pero si era cierto, sólo había servido para incitarlos a tratarla con mayor bestialidad.
―¡Anda, perra, chupa… chupa!… ¡Chupaaaaaaaa!― seguí diciéndole, mientras volvía a golpearle el culo—. ¡Te vas a tragar todo mi semen, así como te tragaste el de esos degenerados!—. Nunca me había permitido terminarle en la boca, y ahora no dijo nada; parecía experimentar un orgasmo a cada momento, estar poseída por un delirio de ninfomanía.
De pronto, no sé cómo, me di cuenta de que se acercaba un vago, seguramente a pedir alguna moneda. Mi primer pensamiento fue poner el auto en marcha y largarme a toda máquina de ahí, pero el morbo pudo más.
El tipo iba a cruzar por delante del auto, pero cuando se percató del culo de Verónica, parado y meneándose sobre el asiento del lado derecho, se detuvo de golpe, como tratando de convencerse de que no estaba viendo visiones, y se acercó a mirar lo que pasaba dentro del vehículo. Encandilado por el culo de mi mujer, avanzó hasta casi pegarse a la ventanilla, para ver cómo me la chupaba.
―Hay un vago mirándote el culo allá afuera, putita―le dije a Verónica. Ella sólo siguió mamándome—. Menéale bien el culazo que tienes para que se caliente contigo―. Y le asesté una fuerte nalgada que pareció reavivar su calentura. Con mis dos manos comencé a abrirle las nalgas para que el vago le viera el hilo del corales encerrado entre ellas―. ¡Anda, meneáselo, muéstrale lo puta que eres!
El indigente aplastó la cara contra el vidrio y ahí se quedó, con los ojos desorbitados. Era un apelmazamiento de harapos e inmundicia, y se notaba que estaba borracho.
―Puta de mierda, te gusta calentar hasta a los perros de la calle— le dije fuera de mí—. Muévele el culo y tiéntalo para que rompa el vidrio y entre a culiarte esa linda cola—. Y ella lo meneaba más para regocijo de aquel infeliz, mientras yo la seguía insultando.
El vago se sacó la verga y empezó a masturbarse. Alucinado por el espectáculo, empezó a lamer el vidrio como si fuera el culo de mi mujer.
―Se sacó la verga, puta, se sacó su mugrienta verga para correrse una paja mirándote el culo y la concha de perra que tienes― le dije, mientras le mostraba al vago cómo le golpeaba y le abría sus nalgas.
―Déjalo entrar― dijo de pronto, sobando ferozmente mi tranca palpitante―. Deja que entre y me lo meta… No importa que sea un sucio vago… Déjame chupársela… Aaayyyy… y tragarme toda su leche… Aaahhh… Deja que me chupe las tetas… ¡que me perfore el culo…!
Si esa puta lo quería se lo iba a dar, pensé desquiciadamente. Desde el comando eléctrico de mi puerta bajé el vidrio de la ventanilla, y las manos del vago entraron como bólidos a atrapar el culo de mi mujer. Verónica se estremeció al sentirlas, miró hacia atrás, y al ver a aquel inmundo manoseando sus nalgas trató de apartarse.
―No, Daniel… por favor… no dejes que me lastime― me dijo con voz suplicante, mientras yo retenía su cabeza contra mis piernas para que conservara su culo en pompas. Ella había creído que lo del vago era mentira, o por lo menos que yo no lo dejaría tocarla. Pero yo ya no era yo, ni Verónica era ella misma, porque pudo haberse liberado, hacer mucha más fuerza de la que hizo para zafarse de esas manos repugnantes; pero su cuerpo ardiente contradecía sus peticiones lastimeras.
―Qué culazo, puta, y qué piernas― dijo el vago con voz carrasposa. Sus manos mugrientas recorrían las piernas y el culo de mi esposa, contrastando con la tersura de su piel. De pronto metió la cabeza por la ventanilla para chuparle la vulva; podía verle la lengua entrando y saliendo a su gusto por entre las nalgas de mi mujer.
Los ruegos de Verónica se fueron convirtiendo en balbuceos excitados. Su cuerpo empezó a seguir los movimientos de los dedos que invadían su ano y los de la lengua que recorría su vagina. Y volvió a mamármela desenfrenadamente.
Yo había llegado al clímax, y no aguanté más. Me descargué con una increíble violencia; me acometían fuertes convulsiones por cada chorro de semen que vaciaba en la garganta de mi esposa. Nunca había tenido un orgasmo tan furioso. Sus gemidos se ahogaban, pero en ningún momento trató de apartarse; devoró hasta la última gota, y siguió gimiendo como loca ante las penetraciones de su culo y su vagina, perpetradas por aquel indigente. Ella experimentaba también un tremendo orgasmo, su cara resplandecía de placer, mi semen le goteaba por las comisuras de los labios. Estaba a punto de caer inconsciente por el voltaje de su propio éxtasis.
El vago, viéndola completamente a su merced, se retiró de la ventanilla y trató de abrir la puerta, seguramente para entrar al auto o sacar a Verónica fuera de él. Pero ya mi orgasmo me había hecho recuperar la cordura: encendí el motor, puse primera y aceleré a fondo. Casi le arranqué la mano al miserable.
―¡Maldita perra, te voy a encontrar y te voy a encular!― oí que gritaba antes de virar en la siguiente esquina.
Conduje hacia la casa de mi suegra. Verónica se incorporó en su asiento, y mientras trataba de recuperar el control de sí misma, los dos guardamos silencio. Las calles vacías nos inducían a seguir así, sin decir nada.
De pronto Verónica empezó a hablar, como si estuviera otra vez vuelta hacia sus imágenes mentales.
“El mesero terminó en mi cara, y el viejo dentro de mí… Entonces me soltaron, y yo me fui a limpiar y a vestir al baño de la oficina… Cuando volví, el mesero estaba sentado en el sofá, y me indicó con un gesto que me sentara junto a él. Intentó darme un beso, y yo aparté la cara; entonces me empujó y me subió el vestido; yo quedé inclinada dándole la espalda, con el trasero descubierto. Traté de enderezarme pero me lo impidió; le pedí que no siguiera, y me dijo: “Las putas siempre quieren más”. Volvió a manosearme las nalgas, tan bruscamente que me arrancó un gemido de dolor; el viejo me dijo que aguantara, que mientras tú no volvieras la prenda que había dejado seguía siendo de ellos dos… Y al sentirme tan incapaz de evitar que hicieran lo que quisieran conmigo, pensé que tenían razón… El mesero dijo que quería probar mi culo; le rogué que no, que si quería se lo chupaba pero que no me lo metiera por ahí. El dijo que ya me lo había metido en la boca, y que ahora quería saber cómo se sentía metérmelo por el chico… Me resistí, pero el viejo me inmovilizó, y mi resistencia fue tan inútil como antes. El mesero lubricó un dedo en mi conchita y empezó a introducírmelo en el culo. Yo gemía de dolor, pero ellos decían que me iba a gustar, y de repente, sin saber cómo, empecé a gemir de placer. Ese dedo en mi culo se sentía cada vez más rico, y empecé a moverme rítmicamente; paré la cola para que me entrara mejor y apreté el ano para sentirlo más duro. Ellos me llamaban puta de mierda, culona, devoradora de picos… También se burlaron de ti… “Hay que ver esta putinga señora Montenegro, cómo le gusta que se lo metan por el culo”, se decían entre ellos. Los fuertes palmazos en mis nalgas me gustaban, dolían pero me hacían sentir más vejada, más abusada…. De pronto el viejo le dijo al otro que iba a ver cómo iban las cosas afuera, se dirigió a la puerta, la abrió y se devolvió. “Llegó el cornudo”, le dijo al mesero, “hay que devolverle su puta en buen estado”. El mesero me soltó, y con la verga todavía parada me dijo que fuera otra vez al baño a limpiarme. Así lo hice, y antes que yo saliera a buscarte me dijo: “Vuelve pronto para que te enculemos otra vez”.
Ahí terminó el relato de Verónica; no había más que decir. Lo vivido esa noche había cambiado mi vida, y ella sabía que yo no tenía derecho a reprocharle nada, pues me había excitado hasta el paroxismo con todo lo que le habían hecho. Y sin embargo, parecía avergonzada. Pensé que tal vez la historia del restaurante era falsa, que su intención sólo había sido provocarme, como yo con el teatro que había pensado proponerle. No lo sabía, las conjeturas iban y venían por mi mente mientras conducía. La rabia se había ido, pero la calentura no, y eso aumentaba mi confusión. Lo ocurrido me había hecho conocer una zona de mí y de mi mujer completamente insospechada, que mi conciencia moral rechazaba casi con espanto. Miraba a Verónica y la rabia volvía, y de la rabia emergía la excitación. Era como un automatismo circular, increíblemente morboso.
Llegamos a la casa de mi suegra bastante pasada la medianoche. Estaba en el primer piso consolando a Tomás, y le preguntamos qué había pasado. Nos contó que el niño había tenido una pesadilla y que lo había traído a tomar un vaso de leche porque no se calmaba. Lloraba sin parar, parecía asustado, y ni siquiera se tranquilizó en los brazos de su madre. Fuimos a la cocina, y Gladys le sirvió un vaso de leche tibia.
―¿Y las cosas de Tomás, mamá?― preguntó Verónica.
―Sobre la cómoda, en mi dormitorio.
―Voy a buscarlas―dijo, y salió de la cocina.
Gladys me preguntó cómo lo habíamos pasado. Le respondí que bien, que la comida había estado buena y que había mucha gente. La conversación no llego más allá, pues Tomás seguía afligido, y nos dedicamos a consolarlo. No estaba demasiado preocupado por mi hijo, ya que esos arranques de miedo no eran raros en él. Gladys le contó un cuento gracioso para arrancarle alguna sonrisa, pero le costó bastante lograrlo.
Inmerso en mis pensamientos y atento al relato de Gladys, no noté cuánto rato hacía que Verónica había subido a buscar las cosas de Tomás. Cuando vio a su nieto más calmado, mi suegra volvió a preguntarme detalles de esa noche. Yo le respondía vaguedades, hasta que de pronto me extrañó que Verónica demorara tanto, y se lo comenté a Gladys. Ella no le dio importancia, me dijo que quizá había pasado al baño, o que estaría buscando algún juguete extraviado de Tomás; me recordó que nuestro hijo notaba la falta hasta del juguete más pequeño. Eso me tranquilizó un poco, y pensé que era estúpido preocuparme de ella después de lo que había pasado, y que ahora estábamos seguros en la casa de mi suegra. Entonces fulguró en mi cabeza una palabra: “¡Ramón!”, y al mismo tiempo grité “¡Mierda!” No sé qué cara habré puesto, pero Gladys se asustó, y me preguntó qué pasaba. No le contesté; en mi mente se agolpaban demasiadas sospechas para pensar una respuesta. Según mis cálculos habíamos llegado como a las 12:40, y ahora el reloj de la cocina marcaba la 1:15; no podía creer que el tiempo hubiese pasado tan rápido. Hacía más de media hora que mi esposa estaba arriba, y quizás en la misma habitación donde dormía el desgraciado de su padrastro. Me levanté para ir a buscarla, cuando ella irrumpió en la cocina.
Su rostro no dejaba lugar a dudas: Tenía algo que contarme.

FIN CAPÍTULO 1.

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