¿Inmortalidad? Nunca creí que en ella pero cada vez que veía ese tatuaje; esos extraños símbolos que me dibujó ella bajo las luces de las velas… cada vez que lo veía, no hacía más que preguntarme en mis adentros; ¿Y si realmente funciona? ¿Pude alguien engañar a la Muerte? Aunque lo mío era pura curiosidad, jamás depositaría mi esperanza y fe en un bonito tattoo de origen indígena.
– ¡Ariel!
Repentinamente oí su voz, tocando la puerta de mi departamento e inmediatamente alcé la voz para decir que estaba abierta. Sandra Ramírez… siempre fue la buena para nada que conocí en una noche de bar, jamás dejaría de serlo ni aunque pasaran mil años. Y yo tan enfermo por sonreír cada vez que me rondaba con esos ojos de gatita. Ambos sabíamos que no debíamos, pero a ella no le importaba, siempre que podía la jodía, y yo no dejaba pasar cada ocasión de tenerla pese a que un maldito anillo se nos interponía, parecía que sólo en otra vida ella y yo estaríamos juntos sin tener que desviar constantemente la mirada a los relojes para ver si aún nos quedaba tiempo.
Entró en mi departamento con ese vestidito negro que tanto escote sabía dar, lanzando su cartera al suelo a escasos centímetros de mis pies, sin saludos, sin abrazos ni miradas, ella era así. Se dirigió hacia el mini bar que estaba cerca del ventanal para hacerse de una copa, quise ver su rostro pero como afuera atardecía, la luz naranja del sol le daba en la espalda y no hacía sino oscurecer tanto el rostro como el cuerpo. Y entonces, mientras yo estaba echado en el sofá, fumando, contemplando su silueta oscura, pronunció las palabras que jamás quería escuchar;
– No podremos volver a vernos.
– ¿Y eso? – respondí echando una bocanada del humo de mi cigarro, intentando verle el rostro – ¿ahora te vas a poner puritana? ¡Por favor! Van dos años que estás con Arturo y nunca dejaste de visitarme…
– ¿Puritana? No es por eso, Ariel – dijo acercándose con una copa en mano, por fin pude contemplar sus ojos de gatita, amansados, casi tristes – iré con él a vivir en…
– Ni me lo digas – interrumpí – ¿piensas irte tan lejos?
– Consiguió el contrato por el que tanto trabajó, ambos lo hablamos y concluimos que lo mejor sería mudarnos allí, crecer… tener una familia.
– Familia… te conozco, ¿planes de familia?… te conozco más que él, ésa no eres tú.
Sin hacerme caso, bebió de la copa y la devolvió al mini bar. Jugó luego con su anillo matrimonial, con unos giros lo retiró del dedo para ponerlo dentro la copa. Ahí íbamos de nuevo, otra vez pecaríamos y nos reiríamos de sus promesas matrimoniales.
– Entonces viniste para darme tu último adiós – dije mientras ella se retiraba los tacos altos para lanzarlos por el alfombrado.
– Mmm… no, no me gustan las despedidas – respondió acercándose, arrodillándose ante mí, dándome la espalda para que yo pudiera bajarle el cierre del vestido negro.
– Entonces viniste por una última noche – le susurré al tiempo en que el cierre bajaba y bajaba.
– Casi acertaste, corazón. Hoy vine por… la mejor noche.
Se levantó, imponente, infinitamente alta ante mí con tan sólo un tanga negro cubriendo el objeto de mis deseos, apenas un triangulito sobre su monte de venus – hoy te daré lo que siempre quisiste – y recogió su cartera del suelo.
– Quédate conmigo.
– ¿Cómo?
– Es lo que siempre quise, preciosa.
– No, eso no – sonrió, poniendo un dedo entre mis labios, acercándose a mi oído– me refiero a… “eso que tanto quisiste”.
– No me bromees, Sandra.
– Ni que fuera la gran cosa… además, ya he tenido relaciones de ese tipo, sé cuánto duele pero a la vez sé el grado de satisfacción que trae.
– ¿Ya has tenido… ? Joder, y en dos años siempre te me has negado…
– ¡Ah, no! No me entrego a ese tipo de placeres carnales así por así, querido, ni siquiera mi marido ha tenido ese privilegio.
– Tu marido… ese afeminado ricachón jamás te pediría lo que yo.
– ¡Eso no es de tu incumbencia!
– Ah, aquí vamos de nuevo… lo siento, preciosa.
– Como sea, veremos si soy tan puritana como creías – dijo retirando una bolsita negra de su carterita.
– ¿Es un juguete?
– No, es un… – y metió su mano en la mencionada bolsa para retirarla con una sonrisa de punta a punta.
– Qué morbosa eres.
– Ah, ¿ya no soy puritana?
– Una puritana jamás se compraría un jodido enema. Y tampoco una casada con planes de tener una familia.
– ¿Y cómo vas a saber eso? En fin, que voy al baño un momento… al parecer esto llevará su tiempo, ¿me esperarás?
– A ti te espero toda la vida.
Toda una vida y más. Tres años atrás era el hombre más desgraciado, la muerte de mi primera esposa y una depresión horrible me perseguían, pero todo terminó cuando conocí a Sandra en una noche en el bar Puerto Montt, una noche más que especial para ella; su despedida de soltera.
Por eso ella representaba algo más que una mujer amante, casi mi salvación, una noche con ella me libró los años de sufrimiento que cargaba… ¡y el hecho de que ella pronto tomaría un avión rumbo a otro continente era algo que me sobrepasaba! ¡Cómo me enfermaba esa sensación quemándome las entrañas, tenerla y saber que pronto no estaría conmigo! ¡No otra vez! ¿¡Primero mi esposa y ahora ella!? Tal vez en otra vida encontraría goce y prosperidad porque en la actual todo parecía ser un castigo tras otro, tal vez… ¡tal vez en otra vida!
Pasaron los minutos y mi rabia fue calmándose con el correr de los cigarros. Pasaron otro minutos y por fin Sandra salió del baño; “Estoy… estoy lista” – dijo recostada sobre el marco de la puerta del baño, desnuda, imponente, hermosa, con el mismo tatuaje que el mío impreso cerca del pubis;
– Ese tattoo… ¿qué coñazos significaba? – pregunté levantándome, acercándome a la copa que contenía su anillo.
– ¿Ya lo olvidaste? Qué vergüenza… si tú tienes el mismo en el brazo.
– Sí, cómo olvidar la tarde en que me lo dibujaste a las luces de las velas.
– Dicen que es una burla a la muerte… casi como una fórmula de inmortalidad.
– Ya recuerdo, quienes tengan estos dibujitos se reencontrarán en otra vida, ¿no? Sí, recuerdo que me descojoné bonito al oír eso… ¿a cuántos se los has hecho?
– ¡No te burles! Parte del mito es que, cuando una mujer recibe el tatuaje, ella podrá dibujárselo sólo a una persona más… y yo te elegí a ti.
– Qué bonito gesto, preciosa, pero a mí no me van esos cuentitos – Y apagué mi cigarro dentro de la copa que contenía su anillo de matrimonio. Sandra se enojó cuando me vio hacerlo…
– ¿Por qué lo apagas ahí? Sabes que luego me lo tengo que poner.
– Es que… como sé que no te gusta el olor a cigarro cuando estamos en la cama– sonreí antes de acercarme a ella para tomarla de la mano.
– Y tampoco me gusta el olor a cigarro en mi anillo, cabroncito.
Entramos en la habitación, inmediatamente Sandra apagó las luces y dejó que la única luz fuera la del atardecer que atravesaba la cortina.
– ¿No es hermoso? Extrañaré nuestras tardes, Ariel. Y créelo o no, extrañaré mirar el reloj para ver si aún nos queda tiempo.
– No tienes por qué extrañarlas.
– ¿Seguirás insistiendo que me quede?
– Toda la vida, y si tu tatuaje funciona, te insistiré otra vida más.
Se sentó en el borde de la cama, el gatito de sus ojos se había transformado en una tigresa en celo, un animal feroz que me ordenaba que la hiciera suya por última vez.
– ¿Hasta en otra vida? Esa pesadez me hace recordar a mi marido – y abrió las piernas.
– ¿Tu marido jamás sospechó en estos dos años? – pregunté arrodillándome pero manteniendo mis ojos clavados en los suyos, justo con mi boca a centímetros de su sexo. Soplé y ella se estremeció, mordiéndose el labio inferior.
– ¿Nunca te cansas de preguntar lo mismo? Pues n-n-n-no… ¡nooo!.. – respondió en el preciso instante en que mi lengua se introducía en los secretos de su sexo, comiendo, mordiendo, lamiendo, chupando todo aquello que se cruzara con mi boca.
Me aparté por unos segundos para mirarla fijamente; – ¿Y tú nunca sospechaste algo de él?
– ¿Yo de él? Él no sería cap… cap… capaz… joder… él no sería capaz de hacerme eso.
– ¿Y …?
– Te mataré como sigas preguntándome tonterías mientras metes lengua… m-m-me entendiste… ah, cabrón… ¿¡me entendiste!?

Llevé sus muslos sobre mis hombros para facilitar mi tarea mientras ella se tumbaba en la cama, jadeando, susurrando lo muy maldito que era yo por hacerle recordar a su marido. Y justo en ese instante mi lengua fue bajando desde su sexo hasta su ano, recorriendo y ensalivando la distancia entre ellas… juro que jamás oí a Sandra gemir tan endemoniadamente.
– Te entendí.
– Huuumm… ¿por qué eres tan cruel conmigo, Ariel?
– ¿Cruel yo?
– Sólo… sólo deja de hablar, interrumpes constantemente el morbo… sólo sigue haciendo lo que estabas ha… hacien… joder, de eso mismo habl… ¡hablaba!
Metí el dedo corazón en aquel pequeño agujero, tan apretado, ¡casi podía sentir la rugosidad del lugar! Sandra se estremeció, arañó levemente la sábana. Dos dedos, arqueó su espalda y gimió algo poco entendible. Nuevamente pasé la lengua, Sandra casi parecía estar poseída, retorciéndose, rodeando mi cuello con sus piernas… y por fin, a duras penas logré introducir el tercer dedo que terminó por arrancarle un quejido de dolor.
– Tres dedos – dije tensándolos en su esfínter– mírate nada más, qué viciosa eres.
– ¿P-Por qué no te callas?
– Ahora chúpamela – dije retirándolos cosa que terminó por tranquilizarla un poco, su cuerpo antes atiesado se relajó inmediatamente.
– ¿¡Ahora!? – preguntó reponiéndose a duras penas.
Sonreí, parándome con mi miembro balanceándose frente a ella; – Por más de que te hayas puesto un enema allí, las cosas siguen siendo muy… apretadas, por decirlo de alguna manera. Así que chupándomela te ahorrarás mucho dolor… digamos que tu saliva es el lubricante perfecto.
– Estás loco, ¿mi saliva?, ¡que para eso traje el lubricante!, sólo debes buscarlo en mi cartera.
– ¿El que estaba en tu cartera? Pues… mientras fuiste al baño me encargué de tirar el jodido lubricante por la ventana – mentí.
– Serás un pervertido jodido hasta la cabeza, sabes que es nuestra última noche… ¡sabes que no me queda otra opción! – y me sonrió maliciosamente.
– Sólo nos quedan dieciséis minutos más, ¿no? Pues bien, te daré cinco minutos para que me la chupes como la casada pervertida que eres, de ti depende, sabes que si no lubricas mi verga como se debe, la penetración podría ser más dolorosa. Y otra orden corazón, con tu mano derecha estimulará tu clítoris.
– ¿Me ordenas? Humm… me encanta cuando te pones así.
– El líquido de tu coñito también es un buen lubricante, así que de vez en cuando, restriega los dedos encharcados de tus jugos, en tu ano… será un buen ejercicio, cuatro tareas al mismo tiempo, ¿no? Chupar y lubricar con la boca… y masturbarte y lubricarte con tu mano derecha.
– ¿Vamos a jugar de nuevo a lo del amo y la sumisa? Porque creo que no tenemos tiempo Ariel.
– Cuatro minutos y cincuenta segundos…
– ¿Qué?
– Se te acaba el tiempo, preciosa.
– Serás… ¡serás pervertido! – y dicho esto se inclinó para meter mi sexo en su boca, pajeándolo, sujetándolo con su mano izquierda mientras que su derecha fue directamente a restregarse su botoncito de placer.
Sí que la conocía, si su esposo supiera que la futura madre de sus hijos se empeñaba a ensalivar mi sexo para facilitarme las cosas. Si él supiera que ella lubricaba mi verga con su propia saliva para que le rompiera el culo… yo la conocía, una casada con planes de formar una familia no haría eso. Una mujer así no se me acercará en una noche del bar Puerto Montt para invitarme a salir afuera. ¡Una mujer así no se masturbaría como posesa para enviar el caldo de su coñito directo al ano!
– Mírame a los ojos Sandra – dije dando un cachetazo a uno de sus pómulos- Eso, así me gustas… q-qué guarra eres.
Por cinco minutos sólo se oía la saliva chocando constantemente entre su lengua y el glande. Esos ojos, esos ojos de tigresa en un rostro tan bello haciendo un acto repugnante… si tan sólo su marido supiera.
Bruscamente volví a interrumpirla con un suave golpe en su mejilla.
– Terminó el tiempo.
– Mmm… joder, mi boca… mi aliento huele a tu… nada.
– Ahora preciosa, ponte en esa pose con la que me matas… sobre la cama… de cuatro patas, tú sabes.
– Pervertido, que eres un pervertido… … ¿así?
Era una imagen celestial, la diosa de mis sueños más perversos de cuatro patas, con su rostro hacia la cabecera de la cama. Fui a la cama para arrodillarme ante el monumental trasero, llevando nuevamente tres dedos en su ano…
– ¡Ouch!… definitivamente no sabes cómo tratar a una dama, cabrón.
– Definitivamente has hecho un buen trabajo… mira con qué facilidad entran tres dedos… cuatro dedos… – dije introduciéndolos, sacándolos, introduciéndolos, Sandra hundió su rostro en la almohada, arqueando su espalda, tensando sus piernas, arañando más fuerte la sábana.
Los retiré lentamente, ella suspiró, relajándose, me dijo algo pero debido a su respiración agitada no pude entenderla. No me importó mucho, sobretodo porque la punta de mi sexo ya estaba reposando justo en la entrada de su lubricado agujero repleto de los jugos de su feminidad, brillante, ansioso por la orden de entrada, firme, palpitante ante el tembloroso cuerpo de mi amante.
– O-Once minutos – suspiró ella.
– ¿Qué? – pregunté reposando mis manos en sendos lados de su cadera.
– Sólo nos quedan… once minutos.
– Once minutos, ¿eh?
– Y si sigues repitiéndolo serán menos, cabr… ¡ooouch!
Nuevamente hundió su rostro en las almohadas, apenas logré introducir una porción pero al parecer era demasiado. La sujeté con más fuerza por la cadera, poco a poco fui introduciendo otra porción pero realmente era un pasaje extremadamente apretado.
– Preciosa… relájate… sólo relájate y pronto estarás disfrutando.
– ¿Q-que me relaje, dices? Es fácil dec… – y nuevamente entró otra porción que la hizo chillar como posesa. Arqueó su espalda perlada del sudor, casi intentando zafarse de mí por instinto, pero mis manos eran más fuertes y la mantenía en su lugar.
Y por fin pude adquirir ritmo, por fin comencé a disfrutar el placer carnal más delicioso, más apretado, rugoso, más morboso, mi sexo desaparecía a la vista, ella casi lloraba… un tabú menos en mi vida y una sonrisa oscura más en mi haber.
Por unos segundos me preocupé por Sandra debido a la sinfonía de chillidos que se gastaba con gestos físicos muy notorios, pero mi preocupación duró sólo segundos… desde mi posición no podía ver su rostro, pero sí pude ver su mano derecha moviéndose, dirigiéndose hacia su entrepierna para posteriormente friccionar su sexo. Su cuerpo había hecho desaparecer la tensión, los músculos del esfínter parecían dar abasto a mi sexo… Sandra disfrutaba conmigo.
– Guarra. Serás guarra hasta en tu otra vida.
Once minutos, once minutos de sexo obsceno en mi departamento. Sandra terminó por correrse, encharcando nuevamente su mano de sus jugos, inmediatamente me ordenó que la soltara porque empezaba a sentir un dolor que la sobrepasaba. Al menos eso fue lo que entendí ya que ella no era capaz de articular una palabra debido al dolor. Fueron mis últimos once minutos con ella y cerré la jornada corriéndome en su interior. Sandra se molestó y cayó sobre la cama pero con su mirada fija en el reloj de la pared.
Pasaron unos minutos, ya era de noche pero ella no hacía más que mantener su mirada en la hora, acostada, débil, cansada mientras yo la consolaba a besos en el cuello, era lo menos que podía hacer por una mujer que representaba mi todo, por la mujer que me había salvado de una vida de dolor y oscuridad, por aquélla quien tiernamente creía que nos reencontraríamos en otra vida.
Pareció salir por fin de su estado para susurrarme; – Tu baño… necesito usar tu…
– Quédate acostada, vamos, sólo unos minutos más.
– Joder… mira la hora… ¡llegaré tarde!
– En estas condiciones caminarás como pingüino y delatarás a medio mundo lo que has hecho – reí -… vamos, quédate.
– ¿Por qué te empeñas tanto? Por más que lo intentes…
– …
Silencio… sólo hubo silencio. Ella sabía perfectamente el porqué de mi insistencia. El perder a mi primera esposa representó la muerte de una parte importante de mi vida, y haber conocido a Sandra fue casi una experiencia religiosa, casi una resurrección… perderla, dejar que ella viajara para vivir a miles de kilómetros de distancia era para mí una segunda muerte… sí, ella lo entendió perfectamente. Se acercó para abrazarme y hacerme dormir en sus pechos como consuelo.
– Me quedaré un rato más… – susurró mientras acariciaba mi pelo y el tatuaje del brazo – pero en el fondo sé que entiendes y respetas mi decisión, Ariel.
– – –
Era de madrugada, un par de ruidos me habían despertado. A mi lado no estaba ella, nunca estaba allí, era su marido quien gozaba ese privilegio… maldito. Inmediatamente salí del cuarto y la vi girando el pomo de la puerta para salir, de reojo observé la copa del minibar y ésta ya no poseía su anillo;
– ¿Te vas? Sabes que puedes quedarte.
– Ariel… y tú sabes que no puedo. ¿Ves la hora? ¿Con qué excusa tendré que presentarme a mi hogar?
– Siempre serás la buena para nada que conocí en el bar Puerto Montt…
– ¿Qué? ¿Y eso a qué viene?
– La que conocí… la que siempre vuelve en busca de más. ¿Por eso no te gusta despedirte? Porque sabes que volverás, ¿no?
– Y tú siempre serás el pervertido que me miraba con una sonrisa bonita… Si te dijera… estuve a punto, pero a punto de dejar a Arturo por ti… ¡pero él habló de tener una familia, Ariel!, una parte de mí desea abandonarlo y vivir contigo, pero la otra parte… la otra parte quiere… enmendar mis malos actos para comenzar una vida decente.
– Pues bien, despídete, preciosa. Si te vas para siempre, al menos despídete, mírate, tan fría…
– ¿Despedirme? ¿Qué sentido tiene despedirse de alguien a quien tarde o temprano volveré a ver?
– ¿¡Pero qué!?
– Nos encontraremos en otra vida, de eso estoy segura – dijo secándose unas repentinas lágrimas – Sólo asegúrate de buscarme en un bar donde pasen buena música, como en el bar Puerto Montt… te estaré esperando con esa misma mirada que tanto te fascina… y yo te reconoceré por esa sonrisa que tienes.
– Genial, te me volviste loca.
– ¿Recuerdas el tattoo que te hice? ¡No son sólo bonitos símbolos con contenidos vacíos o sin sentido! Te lo dije, es una burla a la mismísima Muerte, un sacrilegio casi… y cuando te digo que en otra vida nos encontraremos, será así. Así que… ¿ qué sentido tiene despedirme, corazón?
Y se fue tras la puerta, dejándome caer de rodillas e inconsolable, dedicándome esos ojos de gatita que parecían a punto de llorar… sólo me dio una última mirada y un extraño adiós. Creyó que fueron los mejores minutos de mi vida al darme lo que siempre le rogué, pero sólo me regaló el peor infierno.
¡Juraría que había un millón de años entre ambos!, entre mis deseos y mis realidades. ¿De qué me sirvieron esos once minutos de sexo delicioso si yo sólo pensaba que jamás volvería a tener ese inmenso placer carnal con ella? Once minutos entre el placer más grato y el dolor más cruel… juraría que el tiempo en que uno toca el cielo con la punta de los dedos para caer y morir desangrado contra el suelo del infierno… es de once minutos exactos. Y todo sucedió sin adioses, sin despedidas melancólicas, sólo dos, tres, cuatro lágrimas y un abrazo final. Otra muerte más en mi haber.
Once minutos en el infierno, y cada segundo me supo a tu nombre, tu cuerpo y todo lo que representas para mí. ¿Acaso esperábamos un final feliz? Como mucho me queda la vaga esperanza de que en otro tiempo nos conoceremos de nuevo en una ocasión más propicia, sin anillos de por medio.
Miré el tatto de mi brazo… ¿realmente nos reencontraríamos en otra vida?, ¿realmente nos burlarnos de la mismísima Muerte sólo por un mito impreso en un tatuaje? Lo último que perderé será mi esperanza y mi fe, y todas las depositaré en los sacrilegios que dibujaste en mi brazo.
Hasta otra vida entonces, preciosa, con suerte allí encontraremos un final feliz.
– Once minutos en el infierno –
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