LAS REVISTAS DE MI PRIMO (parte 3/4):

Pero no sabía cómo hacerlo. A ver, estaba claro que yo le gustaba a Diego y que él me gustaba a mí. Pero ahí terminaba todo, mi experiencia en las artes de la seducción era nula. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía animarle a que se atreviera a dar el paso? ¿Le besaba? ¿Me arrojaba en sus brazos?

El día anterior no me había ido mal, quizás debería seguir de esa manera…

Y, una vez más, mi propia inexperiencia acudió en mi socorro.

Tras acabar con los platos, subí los escalones de dos en dos, nerviosa y excitada a partes iguales. Tras recuperar la revista de debajo de la cama (efectivamente, acabó por caerse entre el colchón y la pared), me presenté ante la puerta de mi primo en tiempo record.

– Pasa – se escuchó su voz, tras mi llamada.

Muy nerviosa, pero con ganas de marcha, entré una vez más en el dormitorio de mi primo. Éste me esperaba echado en su cama, en bañador y camiseta, leyendo tranquilamente una novela. Apenas si me miró cuando entré, enfrascado como estaba en la lectura, lo que me sorprendió un poco.

– Ya sabes donde están, ¿no? – dijo, aparentando indiferencia – Mira por los libros y coge la que quieras.

Su actitud me cabreó. Leñe, ¿yo tanto darle vueltas a la cabeza y él pasaba de mí? ¡De eso nada!

Entendí que era su forma de enfrentarse a la situación. Se sentía tentado, por supuesto, pero, al fin y al cabo, yo era su prima, así que estaba intentando resistirse a sus impulsos.

Y un jamón. Tenía que hacer algo para evitar que me echara de allí. Tenía que decir algo.

Y entonces, como dije antes, mi falta de experiencia fue la llave para salirme con la mía.

– Oye, primo – hablé, diciendo lo primero que se me pasó por la cabeza – ¿Sabes que esta revista está toda pegoteada? Se te debe haber caído algo encima…

Mientras decía esto, me aproximé a la cama, mostrándole la revista. Él alzó la mirada, extrañado y yo le enseñé las hojas pegadas. Entonces algo en su expresión cambió, se puso muy colorado y se incorporó en la cama, avergonzado.

– ¡Oh, Dios, perdona, Paula! ¡Mierda! ¿Cómo no me di cuenta? – exclamó, mientras me arrebataba la revista de las manos – ¡Joder, qué vergüenza! ¡No me acordaba de que esto estaba así!

– Pero, ¿qué te pasa? – exclamé sorprendida – Si no tiene importan…

Y la comprensión explotó en mi mente como un flash. Su vergüenza fue el detonante. Me quedé con la boca abierta. ¿Sería estúpida? ¡No me extrañaba que Clara se hubiera carcajeado de mí la noche anterior! ¡Mira que no comprender por qué estaban pegadas las hojas!

Diego, todo aturrullado, se puso en pie con la revista en la mano, mirando a todos lados en busca de un lugar donde deshacerse de ella. Obviamente, no podía simplemente echarla a la papelera, pero tampoco quería devolverla a su escondite, supongo que por lo que yo pudiera pensar.

Acabó por meterla en un cajón de su mesa, bajo unos libros, mientras me miraba azorado.

– ¡Ah! – dije, sonriendo – Me parece que ya comprendo con qué sustancia “pegaste” las hojas.

– Vale, Clara, disculpa. Te juro que no me acordaba de que eso estaba así. No te la habría dado entonces.

– No sé – dije, zalamera – A lo mejor es que querías que yo supiera lo que haces con esas revistas.

Diego no dijo nada.

– Total, tú ya sabes perfectamente lo que hago yo con ellas. Pero a ti… no te he visto hacerlo…

– Claraaaa… – dijo él, con tono amenazante.

– Venga, no te enfades. Como tú dijiste, es algo muy normal. No tiene importancia…

Entonces nos interrumpieron. Desde abajo, resonó la voz de mi tía llamando a Diego dando berridos. No nos sorprendió mucho, pues mi tía solía llamarnos a voces a todos.

– Voy a ver qué quiere mi madre…

Pareció que Diego iba a aprovechar para librarse de mí. Pero de eso nada, monada.

– Vale. Vete. Yo te espero aquí mientras escojo otra revista.

Noté que el pobre trataba de pensar una excusa para hacerme salir, pero, entre que no se le ocurrió nada y que su madre volvió a chillar, no tuvo más remedio que salir, dejándome a solas en su cuarto.

Bien. La cosa no iba mal. Incluso agradecí aquella interrupción, para tener más tiempo para trazar un plan. Ya lo admitía abiertamente, quería seducir a mi primo, pero aún no sabía muy bien cómo.

El tema del semen en la revista era un buen sistema. Así hablaríamos de sexo y le pondría nervioso. Ahora tenía que seducirle. ¿Pero cómo?

Entonces vi mi reflejo en el espejo del armario de Diego. Estaba muy morena y creo que bastante atractiva con la camiseta de algodón. Al llegarme a medio muslo, daba la apariencia de que no llevaba nada debajo. Me acordé de la vez anterior, cuando Diego vio mis pezones marcados en ella y en cómo se había quedado mirándome.

¡Claro! ¡Eso era! Tenía que atacar a fondo. Valor y al toro.

Una vez con un plan en mente, me puse en marcha de inmediato. Me quité con rapidez la camiseta y en menos de un segundo, me libré de los shorts y el bikini.

Por supuesto, mi idea no era esperarle en pelota picada (todavía me faltaban arrestos para eso), además de que, si me encontraba desnuda, quizás escapara despavorido.

Lo que hice, fue volver a ponerme la camiseta, simulando que nada había cambiado.

Pero quedaba el problema de la ropa tirada en el suelo. ¿Dónde la escondía? Porque, si al entrar la veía allí tirada, comprendería que estaba desnuda, lo que supondría el mismo problema.

Se me ocurrió esconderla en el armario, pero entonces pensé que, si la cosa salía mal y acababa echándome de allí, no podría recuperarla. Así que lo que hice fue dar una carrera hasta mi cuarto y, tras arrojar las prendas encima de mi cama, regresar volando al de Diego.

No hubiera hecho falta correr tanto, sin embargo, pues mi primo tardó casi 10 minutos en regresar. Durante ese rato, estuve esperándole, cada vez más nerviosa y sí, lo reconozco, cada vez más excitada.

El sentirme desnuda bajo la camiseta, hacía que me sintiera un poquito lasciva y, el saber que Diego, si todo iba a bien, iba a verme sin ella… me tenía a punto de ebullición. Iba a ser el primer chico que me viera desnuda.

Aunque, bien pensado, ¿no me había visto ya el día anterior? Si conseguía que lo admitiera…

Coloqué la silla más cerca de su cama y me senté, con las piernas moviéndose inquietas de puro nerviosismo.

Por fin regresó mi primo. Su madre le había llamado para que resolviera una duda con las mates que estudiaba Clara y se había entretenido ayudándola.

En cuanto entró, me di cuenta de que experimentaba alivio al encontrarme allí esperándole. Eso me encantó.

Sin decir nada, cerró de nuevo la puerta, regresando a su cama, sentándose en el borde, con los pies en el suelo, justo enfrente de mí.

– ¿Has escogido ya? – preguntó.

– ¿El qué? ¿La revista? No, no he querido tocar tus cosas.

Mentira podrida. Lo que había pasado era que me había olvidado de las revistas por completo.

– Además, prefiero que me recomiendes tú una. Una que no lleve… premio.

El rostro de Diego se ensombreció, comprendí que el incidente de las manchas seguía dándole vergüenza.

– Venga, primo, no pongas esa cara – dije, un poco arrepentida – Que es normal. No sé cómo no me di cuenta de lo que era. Debes pensar que soy tonta.

Buen giro en la conversación. Al decir eso le obligaba a rebatirlo.

– No, Paula, claro que no eres tonta. No tienes mucha experiencia… y ya está. El estúpido fui yo; me da vergüenza el haberte dado una revista pringada de eso…

– De semen – sentencié.

– Sí, de semen – admitió él, alzando la mirada – Es un poco… asqueroso.

Bien. La cosa marchaba. No me había pedido que me fuera.

– Que no – insistí – Te digo que no es para tanto. Además, piénsalo, ni siquiera sabía lo que era hasta hace un momento.

– Bueno. Eso es verdad. Mejor, supongo.

Nos quedamos los dos callados un instante.

– Entonces – dije, echándole narices – Cuando te masturbas… ¿Qué haces? ¿Echas la leche encima de la foto?

– Joder, Paula. Vaya cosas preguntas…

– Leñe, Diego, a estas alturas no nos vamos a asustar. Ya somos mayorcitos. Yo quiero aprender y tú dijiste…

– Vale, vale – me interrumpió – Pues sí. Eso fue lo que hice. Total, no vayas a creer que lo hago siempre. Eso fue una vez que… bueno, me entusiasmé demasiado y no tenía ningún pañuelo a mano…

– ¿Un pañuelo? ¡Ah, claro! ¡Lo usas para limpiar la leche!

– Te estás volviendo una señorita de lo más distinguida – bromeó – Pues sí. Eso es lo que hago. Resulta de lo más práctico tener pañuelos de papel a mano cuando… ya sabes. Así no montas ningún estropicio.

– O sea… – continué presionando – Que, cuando te corres… ¿Es como en las fotos? ¿Te sale disparado un chorro de semen y lo pones todo perdido?

Diego se rió, supongo que por mi evidente falta de conocimientos. Por suerte, no se molestó y continuó con la charla informativa.

– A ver, Paula, ya te dije cuando te presté la primera revista, que no todo lo que sale ahí es real. El porno no es un buen material para aprender sobre sexo, porque todo está exagerado para resultar morboso, pero luego, la realidad, no es exactamente así.

– No te entiendo.

– Digo que no creas todo lo que ves en esas revistas, porque no son más que fantasías. Y no me refiero sólo a las historias que cuentan… sino a la práctica del sexo en si.

– ¿Por ejemplo? – pregunté, bastante interesada.

– Lo que acabas de decir del chorro de semen. En el porno, aparece como si los hombres siempre tuviéramos espectaculares eyaculaciones, con litros de esperma disparados a diestro y siniestro. Esto no es así. Tendríamos que tener los testículos como balones de playa para almacenar tanto líquido.

– Comprendo – asentí.

– Unas veces echamos más, otras menos. Varía en función del nivel de excitación y, sobre todo, del tiempo que haga de nuestra anterior eyaculación. Si han pasado varios días desde la última vez que te corriste… echas más.

– Es lógico.

Juro que no me di cuenta. Lo hice sin querer. Lo cierto es que, una vez empezamos a hablar, se convirtió en una charla didáctica bastante interesante, que captó por completo mi atención, olvidándome un poco de mi intención de seducir a Diego.

Como digo, sin darme cuenta por estar atenta a lo que me explicaba, cambié de posición en la silla, descruzando las piernas y moviéndome un poco sobre el asiento. Al hacerlo, la camiseta se me subió inadvertidamente unos centímetros.

Diego, como hombre que es (todos hacen lo mismo) echó una rápida mirada a mis muslos desnudos, sólo que, al mirar por el hueco que dejaba la camiseta, debió atisbar durante un segundo que su primita… iba sin bragas.

Su discurso se interrumpió en medio de lo que estaba diciendo y su boca se entreabrió en una muda expresión de asombro. Yo me di cuenta de inmediato de la dirección de su mirada y, a pesar de todos mis planes de seducción, me entró una vergüenza del copón, volviendo a cruzar las piernas con rapidez.

En cuanto lo hice, Diego comprendió que le había pillado mirando, con lo que se ruborizó más todavía. Azorada, dejé pasar la oportunidad de atacar (aprovechando que ya sabía que iba desnuda) y simulé que nada había pasado.

Eso sí, me puse más cachonda todavía.

– O sea, que en esas revisas exageran… – dije, intentando retomar el hilo.

– Eh… Sí, sí, eso – dijo Diego, aprovechando la escapatoria que le brindaba – No te creas lo que pasa en ellas. Ni tampoco las historias. En la vida real esas cosas no pasan.

– Sí. Ya lo supongo. Ya imaginaba que la chica esa de la revista de ayer, la de las tres pollas a la vez, no hará eso todos los días…

Mi primo enrojeció todavía más al escucharme decir ordinarieces.

– Y entonces – continué – ¿Cómo hacen lo del semen? Porque es verdad que algunos parecen echar litros…

– Bueno… en realidad no lo sé. Pero supongo que usarán algún tipo de crema o algo así…

– A mí me parece que usan leche condensada – afirmé – Además, viendo cómo algunas de las chicas se lo tragan con cara de estar comiendo algo delicioso… Me pregunto a qué sabrá en realidad – dije, mirando a Diego con expresión pícara.

– No… no sé – dijo él, con un hilo de voz.

– ¿En serio? ¿Ninguna de las chicas con la que has estado lo ha probado? Pues yo siento curiosidad. Me gustaría hacerlo.

Diego se removió, inquieto. Esta vez fue él el que cruzó las piernas. Eché una rápida mirada a su entrepierna y me di cuenta de que estaba formándose un sospechoso bulto en su bañador, que él trataba de ocultar. Entre la charla subida de tono y el haber descubierto que su prima iba desnuda, habían logrado que el soldadito de Diego empezara a despertar.

Y yo iba a lograr que se pusiera bien firme.

Así que, sintiéndome cada vez más segura de mí misma… volví a descruzar las piernas. Muy lentamente esta vez. A lo Sharon Stone (me adelanté un par de años).

Aunque trató de resistirse, Diego no pudo evitar volver a mirar mis muslos. La camiseta tapaba esta vez el espectáculo estrella del show, pero, aún así, sus ojos permanecieron clavados en mí unos instantes.

Me sentía exultante. Sabía que estaba muy cerca de conseguir mi objetivo. Sólo tenía que tirar de la cuerda un poquito más.

– ¿Qué miras? – le solté sin pensármelo más.

– ¿Yo? Na… nada…

– ¿De veras? Porque a mí me parece que estás intentando mirar debajo de mi camiseta…

– Paula, por favor…. – casi suplicó – Sería mejor que te fueras…

– ¿Seguro que quieres que me vaya? ¿No prefieres que te enseñe lo que llevo debajo?

El pobre se quedó callado. Se percibía su lucha interna. Por un lado estaban sus convicciones morales y por otro sus instintos. Y yo iba a inclinar la balanza a mi favor.

– Porque… a mí no me importa. Si quieres, te dejo echar un vistazo.

– Paula… – dijo, con voz suplicante.

– Venga – susurré suavemente – Si a mí no me importa… estás deseándolo…

Diego no decía nada, mirándome fijamente, sin pestañear…

– Pídemelo – insistí – Además, sería lo justo, ¿no? Yo te vi a ti el otro día…

– Paula – continuó resistiendo Diego – Esto ya se ha salido de madre. Te pido que te vayas, por favor. No me obligues a echarte.

Mirándolo en perspectiva y con la experiencia que después me han dado los años, hay que reconocer que mi primo era todo un caballero. Aguantó todo lo que pudo.

– Y te toqué… – dije, ignorando sus protestas – Dime, ¿te gustó que te tocara? Admítelo, di que sí… Por eso no dijiste nada, ¿verdad? Por eso te hiciste el dormido, porque te gustaba que te tocara la polla…

Diego gimió, derrotado. Yo me sentía jubilosa y lasciva. Ni muerta iba a marcharme de allí. Deseaba a mi primo y lo iba a conseguir.

– Reconócelo – continué mi tarea de serpiente pecaminosa – Te sientes tentado, ¿verdad? Por eso me espiaste ayer mientras me duchaba, ¿no es cierto? Estuviste mirándome desde la puerta… seguro que te masturbaste mientras lo hacías…

– Paula, por favor – casi lloró el pobre.

– Si quieres, yo puedo hacer lo mismo. ¿Quieres ver cómo me toco?

– No… no.

Diego decía que no, pero sus ojos, su boca, todo su ser decían que sí. Y yo lo sabía… Había logrado llevarle justo a donde yo quería. Me sentía a punto de estallar de pura excitación.

Muy lentamente, agarré la fina camiseta con los dedos y tiré de ella hacia arriba, descubriendo por completo mis muslos desnudos. Diego me miraba, sin pestañear, los ojos clavados en mi piel, tanto en la morena de las piernas como en la pálida de la zona que había protegido el bañador, sin atreverse ya a protestar.

Despacio, recreándome con su mirada, fui separando los muslos, para que pudiera deleitarse contemplando el tesoro oculto. Me sentí hermosa, deseada y sí… poderosa. Nunca había estado tan excitada. Ni siquiera la noche anterior con Clara.

– ¿Te gusta mi coñito? – dije con voz de niña mala – Dime, ¿te gusta?

Y su cabeza asintió, sin que él pudiera controlarla. Su boca no dijo nada, pero el ver cómo asentía, me volvió loca de calentura.

– ¿Quieres ver cómo me acaricio? – pregunté, manteniendo la camiseta subida con una mano, mientras la otra abría con cuidado los labios de mi vagina, como había visto hacer en las fotos de las revistas.

Nuevo asentimiento silencioso.

– Como quieras – susurré.

Cachonda perdida, empecé a masturbarme muy lentamente, despatarrada en la silla de mi primo, mientras él me miraba hipnotizado.

Sentir su mirada sobre mí, fue la experiencia más erótica que había tenido hasta entonces, no puedo describirlo con palabras.

Con delicadeza, fui acariciando la ardiente carne entre mis muslos, disfrutando hasta el último instante de aquella situación.

Pero yo quería más.

– Yo también quiero verte a ti – siseé, sin dejar de masturbarme – Quiero ver otra vez tu polla…

Pensé que Diego iba a resistirse una vez más, pues dudó un instante ante mis palabras. Pero qué va, ya se había arrojado de cabeza a la situación.

Una vez decidido, se bajó el bañador hasta los tobillos, con lo que su pene, erecto y amoratado, apareció, vibrante entre sus piernas, apuntando al techo con descaro. Un escalofrío recorrió mi columna cuando lo vi.

Allí estaba otra vez. Mi primera polla.

– Tócate tú también – le ordené.

Y Diego obedeció. Sin perder un segundo, su mano se apoderó de su tieso instrumento y empezó a deslizarse a buen ritmo sobre él. Esta vez fui yo la que se quedó mirando, viendo cómo su mano se movía arriba y abajo, provocando que Diego gruñera de placer.

Ya había visto aquello en las revistas, pero verlo en directo era muy distinto. Me apetecía mucho ser yo la que ocupara su lugar.

Y, si me apetecía, ¿por qué no iba a darme el capricho?

Dejé de masturbarme y me puse en pié, acercándome a la cama. Diego se sobresaltó un poco, pero no dejó de meneársela mientras me miraba.

Yo me quedé de pie, en silencio, mirando desde arriba cómo la polla de mi primo era vigorosamente masturbada. Di un paso adelante, acercándome a él y coloqué un pie entre los suyos, de forma que su rodilla quedaba justo en medio de mis piernas.

Él pareció ir a echarse atrás, apartándose de mí, pero yo le detuve poniendo una mano en su hombro.

Nos miramos a los ojos. Yo desvié la mirada hacia abajo, obligándole a hacer lo mismo. La camiseta se me había bajado, tapándome de nuevo hasta medio muslo. La dejé así.

– Sigue – ordené.

Y él obedeció, sin protestar, sin resistirse. Me sentí jubilosa, al ver cómo el chico reanudaba la paja. Comprendí que, en ese momento, él haría lo que yo quisiera.

Como dije al principio, ese verano aprendí muchas cosas.

Seguimos así unos instantes, yo de pie, mirando sin perderme detalle de cómo Diego se masturbaba, con él sentado frente a mí, mirando mis muslos. Y yo quería más. Quería tocarle, sí, deseaba volver a sentir el tacto de su verga en mi mano, pero, sobre todo, anhelaba que él me tocara a mí, sentir cómo sus dedos acariciaban mi carne.

Recordando lo que había hecho Clara la noche anterior, me decidí a imitarla. Inclinándome, aferré la muñeca de Diego con la mano, deteniendo la paja. Él me miró a los ojos, inquisitivo, pero yo aclaré de inmediato sus dudas, tirando de su mano hacia mí.

No se resistió. Ya era mío por completo.

Atrayendo su mano, hice que la posara en mi muslo desnudo. La sentí ardiendo sobre mi piel. No me extrañó, yo también estaba que hervía.

Muy despacio, la mano de Diego fue moviéndose hacia arriba, acariciando la suavidad de mi muslo, haciéndome estremecer de placer.

Cuando llegó al borde de la camiseta, no se detuvo, sino que siguió subiendo por mi pierna, sin que la tela supusiera el menor obstáculo, acariciándome de una forma que me volvía loca. Era la primera vez que un hombre me tocaba.

Por fin, su mano llegó a mi cadera, entreteniéndose un poco en acariciar mi trasero. Pero no era eso lo que yo quería; me moría de ganas porque retomara el trabajo justo donde yo lo había dejado.

– No… – susurré excitada – Ahora tócame tú…

Y volvió a obedecer. Moviendo su mano muy despacio sobre mi piel, dibujando estelas de fuego sobre mi cuerpo, la llevó hasta mi ardiente coñito. Cuando sus dedos me rozaron ahí, creí que iba a desmayarme de puro placer.

La noche anterior había sido algo increíble con Clara, pero, que te tocara un hombre, sentir sus fuertes manos acariciándote delicadamente… habrá muchas que no estén de acuerdo conmigo, pero, para mí, no hay nada igual.

Diego empezó a masturbarme, a acariciarme dulcemente entre las piernas. Yo me mordía los labios, disfrutando el enorme placer que me estaba dando. Tuve que esforzarme en mantener las piernas abiertas, para permitirle llegar a mi intimidad, pues mi impulso era apretarlas para atraparle y no dejarle salir de ahí jamás.

– Paula… – susurró entonces Diego.

Abrí los ojos y le miré. Su mirada se desvió entonces hacia abajo, haciéndome comprender.

No queriendo hacerle sufrir más, me agaché un poco, abriendo todavía más las piernas. Así pude inclinarme y agarrar su erecto pene con la mano, haciéndole gemir de placer.

En cuanto la sentí entre los dedos, apreté, sopesándola y admirándome de su dureza. No podía comprender cómo una parte del cuerpo humano, fláccida en su estado habitual, pudiera endurecerse tanto. Me encantaba.

Imitando sus movimientos, empecé a mover la mano arriba y abajo sobre la dura estaca. Era mi primera vez, así que no tenía idea de si estaba haciéndolo bien, aunque, a tenor de los gemidos y gruñidos que Diego profería, no debía dárseme mal la cosa.

Estuvimos así unos minutos, los ojos cerrados, masturbándonos el uno al otro. De pronto, sentí que la polla de Diego se ponía incluso más dura, dando incluso un bote en mi mano.

– Paula, Paula – gimoteaba mi primo.

Comprendí que iba a correrse, así que abrí los ojos, para no perderme detalle de la primera eyaculación masculina que iba a provocar. Bueno, la primera que provocaba activamente…

En efecto, tal y como esperaba la polla de Diego entró en erupción. No pude evitar dar un gritito de sorpresa cuando el primer disparo de semen salió volando, impactando en mi muslo.

Me quedé atónita, alucinada viendo cómo aquella picha vomitaba semen a raudales. Tras la primera andanada, siguieron varios más, aunque menos espectaculares. Como yo no solté la manguera en ningún momento, pronto mi mano quedó completamente embadurnada de semen, sintiendo cómo la cálida esencia de mi primo se deslizaba por mi piel.

Por fin, aquella cosa dejó de expulsar líquido. Seguía bastante dura en mi mano, aunque percibí que se había ablandado un poco. Pensé que era normal, pues si no se bajaba aquello así, los chicos irían a todas horas con el rabo tieso.

Con curiosidad, solté la polla y acerqué la chorreante mano a mi cara, para ver aquella viscosa sustancia de cerca. Era blancuzca, caliente y pegajosa, tal y como me había imaginado.

– Me has mentido, cabrito – dije, sin dejar de mirar la crema.

– ¿Yo? – exclamó Diego, extrañado.

– Sí, me dijiste que, cuando os corréis, no echáis litros, como en las revistas, pero tú te has corrido un montón.

– Es cierto – dijo él, sonriendo – Pero también te dije que la cantidad dependía de lo excitado que estuviera el chico. Y yo no había estado tan excitado en mi vida.

Me encantó que dijera aquello. Y me dio un poco de vergüenza también. Para disimular, volví al ataque.

– ¿Y por qué te has parado? – le espeté – Yo bien que te he hecho terminar.

Diego me miró, sonriendo de oreja a oreja. Sus prejuicios y tabúes habían quedado completamente olvidados.

– Es verdad. He sido muy desconsiderado. No me he preocupado de tu placer personal.

– Así es – dije, muy digna.

– Sabes que, como nos pillen, nos matan a los dos, ¿no?

– Sí – reí – Sí que es verdad.

– Pues procura no gritar.

Y, de repente, Diego se abalanzó sobre mí. Yo di un gritito de sorpresa y, cuando quise darme cuenta, me encontré tumbada boca arriba sobre el colchón, con Diego quitándome a tirones la camiseta, dejándome completamente desnuda sobre la cama.

Mi primer impulso fue cubrirme, tanto los senos como la vagina. Pero, dándome inmediatamente cuenta de lo ridículo de aquello, aparté las manos y quedé totalmente expuesta a la lujuriosa mirada de mi primo.

– Eres hermosa – dijo él, tras recrearse admirándome unos segundos – No puedo creer lo bonita que te has vuelto.

Me sentí enrojecer, avergonzada, sintiéndome inmensamente feliz por sus palabras.

Diego se inclinó, colocando su cuerpo sobre el mío, pero no echándose encima, sino apoyando las manos en el colchón. Su rostro quedó muy cerca del mío, mirándonos mutuamente a los ojos. Por fin, acercó su cara y, muy tiernamente, me besó con pasión en la boca.

Mi primer beso. De acuerdo que fue con mi primo, pero todavía lo recuerdo con cariño. Fue maravilloso y emocionante.

Vale que minutos antes había estado con toda la desvergüenza haciéndole una paja mientras él hacía lo mismo conmigo, pero, lo cierto es que fue en ese momento cuando más vergüenza pasé, mientras me besaba dulcemente en los labios, con su cuerpo peligrosamente cerca del mío.

En ese momento, dejó de besarme. Yo estuve a punto de protestar, pidiéndole que siguiera, pero entonces me besó en la mejilla. Luego en la frente. En el cuello esta vez.

Diego siguió besándome, suavemente, con delicadeza, casi haciéndome cosquillas. Empezó a bajar. Besó mi esternón, mis hombros, mis brazos… después vinieron mis pechos, mis pezones… cada beso hacía que me sintiera más y más excitada… si aquello era el sexo, no iba a parar de practicarlo hasta el día que me muriera.

Siguió bajando, mi estómago, mi ingle… a medida que se aproximaba a mi vagina, yo sentía que me derretía de placer. Sin darme cuenta, separé los muslos, ofreciéndole mi vagina en bandeja, muriéndome de ganas por sentir su roce entre las piernas.

No se hizo de rogar. De pronto, sentí el calor de su aliento en mi sexo. Tuve que volver a morderme los labios para no ponerme a gritar. Cuando su rostro se hundió entre mis muslos, un estremecedor gemido escapó de mis labios, mis uñas se clavaron en las sábanas, arrancándolas de la cama. Mis piernas se abrieron por completo, brindándole mi intimidad a Diego, entregándosela como ofrenda. Nunca antes había sentido tanto placer.

– Sí, Diego… sí, sigue así, por favor, no pares…

No me daba cuenta ni de lo que decía. Mi mente estaba en blanco, como si hubiera abandonado mi cuerpo, porque en él sólo tenía cabida el placer.

Diego sabía lo que se hacía. Los años me han enseñado que sabía cómo comerlo. Se le daba de puta madre, vaya.

Pero el pobre estaba también loco de calentura, y ya no podía más.

– Paulita – siseó, apartando la boca de mi coño – Prima, te juro que estoy a punto de reventar…

– Vale – asentí – Si eres tú, estoy preparada.

Y lo estaba. Vaya si lo estaba. De hecho, estaba que me moría porque me follara. Necesitaba saber qué se sentía con una verga dentro, porque, si lo que había experimentado hasta el momento era tan bueno, ¿cómo sería follar de verdad?

– No, Paula, eso no puede ser…

– ¿Cómo que no? – exclamé sorprendida.

No podía creérmelo, a esas alturas, Diego seguía resistiéndose. Pero no era así.

– No tengo condones – dijo con sencillez.

– Bueno, pues sin condón – dije sin pensar.

– No, Paula, eso no. Imagínate que pasa como con Manoli, ¿qué íbamos a hacer?

Me quedé callada. ¡Mierda! ¡Tenía razón! Si me quedaba embarazada de mi primo, más nos valía a los dos tirarnos de un puente.

– Esta tarde iré a comprar – dijo Diego – Si quieres mañana…

– ¡Sí! – exclamé con entusiasmo – ¡Mañana lo haremos!

– Pero ahora… – gimoteó el chico.

– ¿Ahora?

– Bueno… – dijo, armándose de valor – ¿Me la chuparías?

Vaya. Allí estaba. Lo de las fotos de las revistas. Y pensar que la primera vez que lo vi me dio asco. Ahora, después de tantas fotos de mamadas y con el calentón que llevaba encima, no iba a decir que no.

– Vale. Pero primero tienes que acabar – dije señalando a mi coñito, que seguía hirviendo entre mis piernas abiertas.

– Podemos hacerlo a la vez.

Comprendí de inmediato a qué se refería. Lo había visto en las revistas. Iba a aprender una cosa nueva. El 69, aunque entonces no supe que se llamaba así.

Ambos nos movimos en el colchón, rozándonos. Me quedé mirando divertida la picha de Diego, que volvía a estar tiesa como una estaca, dando bandazos a un lado y a otro mientras mi primo se acomodaba.

Enseguida fue él el que quedó tumbado sobre el colchón, mientras yo me daba la vuelta y me sentaba sobre su pecho. En cuanto lo hice, sus manos se apoderaron de mis nalgas dándome un fuerte estrujón, que me hizo dar un gritito de sorpresa.

Noté cómo sus manos separaban mis glúteos, para poder deleitarse así fisgoneando aquello que ocultaban.

– ¡Ay, quieto, no seas guarro! – protesté, mientras él seguía amasando mi culito.

– Le dijo la sartén al cazo… – respondió Diego.

De repente, mi primo me aferró por las caderas y, tirando de mi cuerpo, me obligó a echar el culo hacia atrás, acercándolo a su cara. Volví a gritar y a reír, sorprendida, aunque enseguida empecé a gemir, pues Diego no tardó ni un segundo en volver a hundir la cara entre mis muslos, con lo que su inquieta lengua volvió a acariciar mi intimidad.

Estaba cachondísima, chorreando a más no poder. De hecho, al deslizar el trasero por el torso de mi primo, lo había pringado todo con mis jugos. Diego no se quejó.

Tras disfrutar unos segundos de la comida que me estaba haciendo Diego, recordé por qué habíamos adoptado esa postura, así que abrí los ojos.

Allí estaba, esperándome, tiesa como un palo y dura como una roca. Con la cabeza brillante, mojada y, desprendiendo un peculiar olorcillo que, incluso a día de hoy, sigue excitándome terriblemente.

Volví a agarrarla, pajeándola suavemente. Noté que a Diego le gustaba, pues gimió como un cachorrillo sin despegar la boca de mi coño.

Tardé un poco en decidirme. No acababa de atreverme. Pero comprendí que no era justo, al fin y al cabo Diego estaba haciéndomelo a mí. Además, todas aquellas mujeres de las revistas no podían estar equivocadas, ¿verdad?

Tímidamente, saqué la lengua y, muy despacio, la acerqué al erecto falo. Cuando por fin lo lamí lentamente, el cuerpo de Diego se estremeció bajo el mío, lo que me hizo sonreír.

No estaba mal. No era para nada asqueroso. Si me apuran, admitiré incluso que me gustó el sabor, un poco salado, por el sudor, pero también… algo más.

Con más confianza, empecé a chuparla muy despacio, haciendo gruñir a Diego bajo mi cuerpo. Más segura, fui incrementando el ritmo, deslizando mi lengua por su dureza, empapándola con mi saliva de arriba abajo.

No me dediqué a sus huevos, en cambio, limitándome a acariciarlos un poco, pues los tenía bastante peludos y me dio asco cuando un pelo se me coló en la boca.

Tras expulsar el rizado cabello, decidí averiguar qué se sentía metiéndosela en la boca. Así que, ni corta ni perezosa, deslicé un buen trozo de tumefacta carne entre mis labios, mientras no dejaba de juguetear con la lengua sobre ella.

Aquello encantó a Diego, que, dando un bufido, levantó las caderas del colchón, provocando que la dosis de rabo en mi boca fuera mayor que la recomendada por 9 de cada 10 médicos.

Que me llegó hasta la tráquea, vaya.

Dando una arcada, aparté la cabeza, con los ojos llorosos. Me había llevado un pollazo en toda la campanilla. Sin poder contenerme, empecé a toser, tratando de recobrar el aliento. Diego, que comprendió lo que había pasado, dejó de lado el sexo oral y empezó a pedirme disculpas, muy compungido.

– No pasa nada – le tranquilicé, cuando sofoqué las arcadas – Pero ten más cuidado.

– Claro.

– ¿Lo estaba haciendo bien? – le pregunté.

– De puta madre – respondió él, de inmediato.

Tras reírme por su entusiasmo, volví a reanudar la mamada. No estaba mal la cosa. Me gustaba sentir lo dura que se le ponía al chupársela. Dando un gemido, Diego reanudó también su tarea, devolviéndome centuplicado el placer que yo le estaba dando.

Seguimos con la posturita durante un par de minutos más, hasta que Diego, de repente, me anunció que iba a correrse de nuevo.

Después de la experiencia de minutos antes, no me sentí capaz de recibir la corrida de mi primo directamente en la boca (aunque ganas no me faltaban), porque temía acabar echando la pota. Así que la saqué y seguí pajeándola con la mano, incrementando el ritmo, logrando que mi primo eyaculara poco después.

Diego gemía y gruñía contra mi coño, mientras su polla volvía a expulsar una buena ración de semen. Esta vez no hubo ningún disparo espectacular, sino que el blanco líquido empezó a brotar de la punta a borbotones, como un manantial, resbalando por el tronco y pringando de nuevo mi mano, que seguía empuñándola.

Cuando el semen dejó de manar, volví a mirarme la mano, como había hecho antes, familiarizándome con la esencia masculina. Entonces, sin pensármelo más, la acerqué a la boca y, sacando la lengua, le di una pequeña probada.

No sabía mal, era suave pero intenso. Con los años descubrí que el sabor del semen es diferente en cada hombre (depende mucho de su dieta), y el de Diego realmente me agradó. De hecho, más de una vez he pensado que, si la leche de mi primo hubiera sabido a rayos, esa primera experiencia me habría marcado de forma que unos cuantos tíos se habrían quedado con las ganas de correrse en mi boca.

No hizo falta ni decírselo. Diego sabía que no me había corrido. Aún no entiendo por qué, aunque supongo que mi resistencia había aumentado debido a todas las pajas que me hacía últimamente. El chico reanudó las lamidas en mi sexo, aplicándole a demás un tratamiento dactilar que me hizo gemir de gozo.

Cuando me metió dos dedos en la vagina, me costó horrores no ponerme a gritar, experimentando un placer indescriptible. Entonces, un tanto enloquecida y fuera de control, le ordené:

– ¡En el culo! ¡Méteme también un dedo en el culo!

Mi anterior experiencia con la masturbación anal había sido muy satisfactoria y quería disfrutarlo de nuevo, así que, cuando Diego obedeció e introdujo uno de sus dedos en mi ano, tuve que apretar el rostro contra el colchón para ahogar los berridos de placer.

Y por fin me corrí. Fue el orgasmo más intenso que jamás había tenido. Increíble. Mi cuerpo temblaba, descontrolado, como si tuviera un ataque epiléptico. Diego mantuvo sus dedos dentro de mí, dos en mi vagina y uno en mi recto, acariciándome y estimulándome por dentro, consiguiendo alargar el orgasmo.

Vencida, me derrumbé sobre su cuerpo, con un brazo colgando fuera de la cama, medio desmayada. Tras un par de minutos recuperando el resuello, Diego se las apañó para salir de debajo de mí y, tumbándose a mi lado, empezó a acariciarme el cabello y a darme tiernos besitos en la cara, hombros y espalda. Fue lo más próximo que he estado a ronronear como una gatita en toda mi vida.

Permanecimos un rato más así, charlando en voz baja. Él me decía que estábamos locos, que no pensaba que iba a ser capaz de aquello, pero sin dejar de acariciarme. A mí me daba igual, había nacido una nueva yo, más segura de mí misma y decidida a conseguir aquello que quería.

Así que le dije que no se olvidara de comprar los condones, porque, al día siguiente, íbamos a follar, los hubiera comprado o no.

Me di cuenta de que debía ser tarde, así que, tras besar de nuevo a mi primo, me puse la camiseta y salí. Eso sí, antes de hacerlo, cogí un libro al azar de la estantería y, tras comprobar que contenía una revista que aún no había leído, se la enseñé a Diego guiñándole un ojo con picardía y me marché.

Tras cerrar la puerta, me quedé unos instantes con la espalda apoyada, asumiendo todo lo que acababa de pasar. Una sonrisa estúpida se dibujó en mi rostro.

Había descubierto el sexo y me parecía la cosa más maravillosa de la vida. Me sentía más viva que nunca antes. A partir de ese momento iban a acabarse los melindres y las tonterías. Iba a pasármelo bien.

E iba a continuar esa misma noche. Iba a enseñarle a Clara un par de trucos que había aprendido.

Sonriente, me aparté de la puerta y entré a mi cuarto. Al hacerlo, me encontré con que Clara ya estaba allí, sentada en su cama, la espalda apoyada en la pared y una expresión muy seria en el rostro.

Me llevé un buen susto al verla. No esperaba que hubiera nadie en la habitación.

– ¡Ostras, Clara! – exclamé – Pero, ¿qué haces aquí? ¿No tenías que estudiar?

– La hora de estudio ya ha pasado – dijo ella, señalando el reloj de la mesita – Mi madre ya se ha ido a la farmacia.

– ¡Ah! Jo, perdona… Se me ha ido el santo al cielo…

Ella siguió mirándome, con aspecto severo. Me sentía muy nerviosa.

– ¿Qué estabas haciendo? – preguntó.

– ¿Yo? Bueno… ya sabes… Hablando con Diego…

Y entonces lo preguntó. Sin tapujos. Directa al cuello.

– ¿Te has acostado con él?

Me quedé mirándola boquiabierta. Miré a otro lado, asombrada y fue cuando me di cuenta de que mi ropa estaba encima de la cama. Clara sabía perfectamente que iba desnuda bajo la camiseta.

Me sentía mal y ese mismo malestar me cabreó. ¿Por qué tenía yo que darle explicaciones? ¿No iba a hacer lo que me diera la gana? Y, al fin y al cabo, ¿no había sido ella la que empezó aquella historia, insistiendo en que nos coláramos en el cuarto de su hermano?

– ¿Y a ti que te importa? – le solté, enfadada.

Clara se sorprendió. Yo no era normalmente tan directa.

– ¿Te has acostado con él o no? – insistió.

– No es que sea asunto tuyo. Pero no, no lo he hecho.

Clara pareció relajarse un tanto con mis palabras.

– Sólo le he chupado la polla y él me ha comido el coño – le espeté con rabia – Mañana, cuando haya comprado condones, sí que vamos a follar.

Le solté aquello para herirla, pues me había cabreado mucho su actitud. ¿No era yo la cría? ¿La mojigata? Si ella era tan valiente, ¿por qué se escandalizaba tanto?

– Eres una puta – me soltó.

– Pues, ¿anda que tú? ¡Colándote en el cuarto de tu hermano para sobarle la polla!

Los ojos de Clara llamearon. Por un instante, pareció estar a punto de arrojarse sobre mí y enzarzarnos en una pelea. Pero no lo hizo. Apartando la mirada, enfadada, se levantó de la cama y se largó del cuarto sin mirarme siquiera.

Yo, cabreada igualmente, recogí mi ropa y me metí en el baño para darme una ducha. El agua no sólo limpió mi cuerpo, librándolo de sudor y de otras sustancias, sino que también tuvo la virtud de despejar mi mente. Me quedé un buen rato en la bañera y, conforme los minutos pasaban, me sentía cada vez más culpable y arrepentida por cómo había tratado a Clara.

Lamentando lo que había pasado, bajé en su busca tras vestirme, con intención de disculparme y hacer las paces, pero me encontré con que mi prima se había marchado, dejándome en casa.

Bastante confusa, regresé al piso superior en busca de Diego, no para explicarle lo que había pasado, sino porque pensé que su presencia me haría sentir mejor.

Sin embargo, mi primo tampoco estaba. Supuse que habría salido a comprar los condones, tal y como había prometido. Era lógico por otra parte, pues, no pudiendo ir a la farmacia del pueblo a buscar los preservativos (sólo de pensar en el corte que pasaría si se le ocurría ir a comprarle las gomas a su madre, me entraba la risa floja), sin duda tendría que ir a otra localidad.

Para asegurarme, me asomé al garaje, comprobando que, efectivamente, el coche de mi tía no estaba allí.

Resignada, regresé al salón y, tras sopesar un rato la idea de irme a la piscina, me di cuenta de que no me apetecía hacerlo a solas, así que me puse a ver la tele.

Meses antes, habían empezado a emitir las cadenas privadas, así que en España disfrutábamos ya (es un decir) de una gama más amplia de cadenas de televisión, así que me pasé la tarde haciendo zapping.

Aburriéndome como una ostra, vaya.

Clara regresó horas después, escasos minutos antes de que lo hiciera su madre, lo que nos ahorró engorrosas explicaciones de por qué no habíamos pasado la tarde juntas como hacíamos siempre.

Aún así, mi tía se dio cuenta de que andábamos mosqueadas, aunque, tras hacer un par de intentonas de averiguar qué sucedía, se dio cuenta de que no estaba el horno para bollos y no insistió.

Yo estaba deseando quedarme a solas con Clara para disculparme, pero ella parecía pretender justo lo contrario, por lo que, en vez de retirarnos pronto al cuarto para charlar, insistió en ver una peli que echaban por la tele.

No queriendo desairarla todavía más dejándola sola con su madre, hice de tripas corazón y me quedé con ellas, aunque la película no me interesaba lo más mínimo, por lo que se me hizo larguísima, mientras no dejaba de darle vueltas a cuál sería la mejor manera de pedirle perdón a Clara.

Entonces regresó Diego, saludándonos amablemente mientras su madre le indicaba que le había guardado la cena en el horno. Alcé la vista y nuestros ojos se encontraron, haciéndome comprender que, efectivamente, había comprado los preservativos. Se me hizo un nudo en la garganta.

Clara, que no era tonta, también captó esa mirada y comprendió su significado, así que, aún más enfurruñada, disimuló su enfado concentrándose en la pantalla.

Cuando por fin acabó, me puse el camisón y, tras lavarme los dientes, entré al dormitorio donde ya estaba Clara.

Mi prima, aún cabreada, estaba en su cama, arropada hasta el cuello con la sábana, dándome la espalda y fingiendo dormir.

Tras cerrar la puerta, me senté en mi cama, con los pies en el suelo y me quedé mirándola en silencio unos instantes, con la esperanza de que se animara a hablar. No lo hizo.

Suspirando, comprendí que tendría que dar yo el primer paso.

– Clara, perdóname por lo de antes. Fui muy grosera contigo y me enfadé sin motivo alguno. Me siento fatal por lo que te dije.

Clara se agitó bajo las sábanas, pero no se dio la vuelta para mirarme, persistiendo en su silencio. No iba a ponérmelo fácil.

– Clara, venga, mírame – supliqué – Sé que no tengo excusa por lo que te dije… estaba muy alterada y me cabreé…

Súbitamente, Clara se incorporó sobre el colchón, quedando sentada, lo que me provocó un buen sobresalto.

– No seas idiota – dijo secamente – No estoy enfadada por lo que dijiste. Estoy enfadada por lo que has hecho.

– ¿Y qué he hecho? – pregunté estúpidamente.

– ¿Te parece poco? ¡Has estado haciendo guarradas con mi hermano a diario! ¡Y no contenta con eso, vas acostarte con él! ¡Es tu primo!

Leñe. Bueno, vale, visto así…

Miré a Clara, un poco avergonzada, pero más tranquila ahora que por fin me hablaba. Conociéndola como la conocía, sabía que la cosa era peor si se encerraba en si misma y te negaba la palabra.

De todas formas, su expresión dura y sus ojos echando chispas me hicieron ver que era mejor que fuera con pies de plomo.

– Tienes razón – admití – Es verdad. He estado haciendo esas cosas con tu hermano. Aunque, por si sirve de algo, te diré que hoy ha sido la primera vez que ha pasado. Todo lo que te conté es verdad.

Algo en su expresión cambió, suavizándose un tanto. Le agradaba comprobar que, al menos, no le había mentido.

– Y sí, es una locura. Pero tienes que entender que yo no busqué esto. Empezamos charlando sobre sexo y poco a poco… Joder, Clara, Diego me gusta y yo le gusto. Y, bueno, estoy decidida a que mi primera vez sea con él.

Clara me miró fijamente, creo que un poco sorprendida porque me mostrara tan firme y segura de mí misma.

– ¡Pero es tu primo! – insistió – ¿Cómo vas a acostarte con él? ¡Es incesto!

Me tomé un segundo para respirar, antes de darle la respuesta obvia.

– Clara, por favor, no te tomes a mal lo que voy a decirte – tanteé – Pero, recuerda que anoche hice esas mismas cosas contigo… y tú también eres mi prima.

Sus pupilas se dilataron por la sorpresa y su boca se abrió con una expresión de asombro que era casi cómica. Comprendí que no se había parado a pensar en ello.

Finalmente, la tensión de sus hombros se relajó y Clara, sabiéndose vencida, se tumbó de nuevo en la cama dando un suspiro.

– Leches, pues es verdad – dijo, mirando al techo – Es tan incesto lo que haces con él, como lo que haces conmigo.

– Jo, tía, no digas eso. No sé por qué, pero no me gusta esa palabra – dije – A mí me gusta Diego y estoy explorando con él y aprendiendo cosas nuevas. Y sí, voy a tener sexo con él. Le quiero mucho y me parece la persona óptima para iniciarme.

Clara me miró sin decir nada.

– Pero también te quiero mucho a ti y también me gustas. Y, si quieres, puedo enseñarte las cosas que aprendo con tu hermano…

– Ji, ji, ji – rió mi prima, olvidado por fin el enfado – Parece que no lo pasaste nada mal anoche, ¿eh?

– Ya sabes que no. Lo pasé divinamente. Y mejor que espero pasarlo… – dije, sonriendo pícaramente.

– ¿En serio? – dijo mi prima poniendo cara de sorpresa – ¿Y qué habías pensado?

Sonriendo, alcé la sábana que cubría su juvenil cuerpo y, tras recorrerlo de arriba a abajo con la mirada, deleitándome con sus núbiles curvas, me deslicé a su lado en el colchón, besándola tiernamente.

————————–

– ¿Seremos lesbianas? – me preguntó mi sudorosa prima, mientras jadeábamos abrazadas a oscuras en su cama, intentando recuperar el aliento.

– No, no lo creo – afirmé tras pensármelo un poco – A mí me gustan los chicos. Y nunca he pensado en ninguna chica de esa forma. Si no fuera porque eres tú… creo que no habría hecho nada de esto.

– ¿Nada de esto? – rió mi prima – ¿A qué te refieres?

Las dos nos echamos a reír. ¿Que a qué me refería? Pues no sé, a cómo le había practicado sexo oral un rato antes imitando lo que Diego había hecho conmigo. O a cómo ella me había devuelto el favor provocándome un tremendo orgasmo… O quizás fuera a cuando habíamos frotado nuestros coñitos el uno contra el otro, intercambiando nuestros jugos, como vimos en la revista, lo que había resultado una experiencia mucho más placentera de lo que esperaba. Supongo que me refería a eso.

Más calmada, ahora que por fin habíamos hecho las paces, obedecí la petición de mi prima y le conté todo lo que había pasado esa tarde en el dormitorio de Diego.

Clara me escuchó con atención, riéndose de vez en cuando, aunque yo percibía perfectamente que estaba muy interesada en lo que estaba oyendo. Mientras hablaba, seguíamos abrazadas la una a la otra, nuestros cuerpos desnudos apretados bajo las sábanas, sin importarnos que hiciera calor. Me sentía feliz y relajada.

– O sea, que mañana va a ser el gran día – dijo mi prima cuando terminé el escabroso relato de mis andanzas en el cuarto de su hermano.

– Sí. Supongo que sí – asentí – ¿Te sientes molesta por eso?

– No sé – dijo Clara tras meditarlo un segundo – Sé que tienes razón, que al fin y al cabo es sólo sexo y que Diego es un buen chico y te tratará bien. Pero no sé, en el fondo, hay algo que me incomoda…

– Chica, pues no será el tema de que seamos familia. Porque hace dos minutos… no te molestaba tanto.

– Sí. Bueno, quizás no… No sé – dijo ella, confusa – Quizás no sea el tema del incesto lo que me preocupa… No sé cómo explicártelo…

Entonces una pequeña lucecita se iluminó en mi cabeza.

– ¿No estarás celosa?

Clara se incorporó, mirándome fijamente. La luz de la luna que entraba por la ventana, refulgió en sus ojos que me observaban brillantes.

– Pues no sé – admitió con calma, para mi sorpresa – Puede que sea eso.

– ¡Clara! – exclamé.

– No, no me malinterpretes – continuó – No me refiero a que esté enamorada de Diego… Ni de ti… No es nada de eso.

– ¡Ah!

– Me refiero a que… no sé. Os veo a ambos como cosa mía. Tú eres mi mejor amiga, a la que quiero muchísimo… Y Diego, aunque de vez en cuando nos peleemos, es un hermano maravilloso. Y no sé, siento como si… me estuvierais excluyendo de algo… Es una locura.

– No, no creo que lo sea – asentí – Puede que tengas razón. Tú y yo siempre nos lo contamos todo, pero yo… he tratado de mantener el secreto de lo que pasaba con Diego. Si no me hubieras pillado, es posible que no te lo hubiera contado nunca. Y eso no está bien…

– Sí. Creo que es eso.

– Te prometo, que nunca más volveré a ocultarte nada. Mañana te contaré todo lo que pase.

– ¡Ah! Vale – dijo mi prima, sonriendo en la oscuridad.

Pero, aunque estábamos medio a oscuras, me di cuenta de que la sonrisa de Clara no era la de siempre.

CONTINUARÁ

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