LA FAMILIA DE MI MUJER

Conocí a mi suegra antes que a mi mujer. Yo tenía 24 años y estaba acabando derecho. Ella debía sobrepasar los 40, aunque no aparentaba alcanzarlos, y también estaba acabando la carrera. Era secretaria médica, titulación muy corriente en Francia, donde había vivido muchos años, pero inexistente en España, de modo que no había encontrado trabajo. Cierto que con lo que ganaba su marido tampoco le hacia falta. Tenía dos hijas, una de 15 y otra de 18 años (la que acabaría siendo mi mujer). Los primeros años de su matrimonio los había pasado cuidando a sus hijas. Cuando consideró que ya no la necesitaban tanto en casa se puso a estudiar derecho (vieja ambición de juventud).

Era de mi mismo curso, pero como digo, no la conocí hasta el último año. Coincidimos en el “practicum”, una especie de práctica en un despacho de abogados. Debo reconocer que me fascinó desde el primer día. Era alta, morena, de busto generoso y conservaba un buen tipo, pero no fue el físico lo que más me llamó la atención. Tenía simpatía, carisma… algo inexplicable. La secretaria del abogado y otra compañera del “practicum” estaban “técnicamente” más buenas (eran más jóvenes), pero cualquier espectador neutral, incluso aquellos a los que no les interesan las mujeres que sobrepasan la treintena, habría coincidido conmigo en que Amparo (es el nombre de mi suegra) brillaba sobre las otras sin el menor esfuerzo.

En cierta ocasión la secretaria del abogado, consciente de su pérdida de protagonismo, le había comentado con toda malicia:

– Tú, de joven, debías ser muy guapa. Tráenos fotos.

“Cuando tengas su edad estarás gorda y seguirás siendo igual de estúpida” pensé yo, pero me abstuve de intervenir. Amparo se lo tomó a bien, mostrando su desenfado con una sonora carcajada.

Me enorgullece decir que conmigo era con quien mejor se llevaba. En poco tiempo nos hicimos inseparables. Era una de esas amistades tan perfectas que uno está seguro que desaparecerá en cuanto se pierda el contacto académicamente impuesto. No me cabe duda que es lo que hubiera pasado sino llego a iniciar una relación con su hija.

Creo que ella acababa de cumplir 19 y yo 25 (los dos somos géminis) cuando la encontré en una fiesta universitaria en una discoteca.

– ¿Eres Licenciado en Derecho? Mi madre también acaba de terminar esa carrera.

– ¿Tu madre se llama Amparo?

Después comprendí que su parecido con su madre fue lo primero que me había atraído de ella. Ese pelo tan negro, esos ojos tan brillantes… Creía ver en sus gestos, expresiones o risas resquicios de ella.

Esa noche cuando nos besamos, creí por un momento estar besando a su madre, pero deseché pronto esa idea. La hija tenía argumentos suficientes para merecer mis atenciones por si misma.

Seis meses después nos prometimos y un año después nos casamos. Yo ya estaba trabajando y me iba bien y ella podía acabar empresariales y llevar la casa sin acusar el sobreesfuerzo (milagros de juventud). El sexo con ella era fabuloso. Solo había tenido un novio antes que yo y tenía ese punto intermedio de inocencia sin torpeza con el que yo estaba a gusto.

Amparo recibió nuestro noviazgo con alegría. Su marido, un cincuentón barrigudo, supuso para mí un enigma. ¿Que cualidades podía exhibir un tipo tan simple para seducir a una mujer tan excepcional? Sin embargo no había duda de que ella lo amaba, como pudo comprobarse después.

Llevarte bien con la familia de tu consorte es una bendición. A veces Amparo y yo iniciábamos conversaciones sobre temas jurídicos o sobre anécdotas de nuestro común paso por el despacho de abogados que excluían a los demás, provocando los celos de su marido y de mi mujer, envidiosos de nuestra complicidad.

Las fantasías sexuales sobre mi suegra nunca me abandonaron, aunque tampoco me obsesionaban. La hermanita de mi mujer o la última actriz de moda también las motivaban sin que ello me produjera la menor culpabilidad. En cuerpo y espíritu era fiel a mi esposa. Señalo esto para subrayar que Amparo no había dejado nunca de gustarme y más después de que nuestra creciente familiaridad me permitiera verla en bikini o en ropa interior.

Y entonces vino la tragedia. Aun no hacia 6 meses que habíamos vuelto de la luna de miel cuando mi suegro murió. Mi opinión sobre él no había mejorado en ese tiempo, pero lo cierto es que, en su sencillez, era un buen hombre, cuyo trato conmigo siempre había sido excepcionalmente cordial, de modo que lamente mucho su muerte, además de sufrir por mi mujer.

Ni cuñadita estaba estudiando en Estados Unidos y regresó a ese país tras el entierro, así que Amparo se quedó sola. Mi mujer vino azorada a preguntarme si no me parecía mal que viviera un tiempo con nosotros. Obviamente no tuve inconveniente. Para complicar más el asunto mi mujercita había comenzado a trabajar, así que entre las clases y el curro no paraba por casa. Mi suegra pasó a encargarse de las tareas domésticas. En mi trabajo empecé a tomarme tardes libres, de modo que pasaba mucho tiempo con ella, mucho más que su hija.

La muerte de su marido había afectado a Amparo más que a nadie, hundiéndola en una depresión. Recuerdo pasar junto a ella horas abrazados viendo la tele en espera de que su hija regresase, o sorprenderla llorando y tratar de calmarla besándola en las mejillas. En aquellos días difíciles en que su carisma y simpatía habían desaparecido, nos unimos más que nunca, alcanzando una intimidad superior a la que tenía ella con sus hijas o yo con mi mujer. Hasta que un día sucedió:

Ella estaba triste y yo la arrullaba tratando de consolarla. Entonces, respondiendo a mis besos en su cara, me besó en los labios. Una ráfaga de electricidad recorrió mi cuerpo. Le devolví el beso dejando que nuestras lenguas se rozaran. A partir de ahí todo explosionó. Nos arrancamos la ropa furiosos mientras nos devorábamos las bocas. Besé sus pechos, lamí sus pezones sin poder creerlo. La emoción que me embargó al verla desnuda me hizo humedecer los ojos. La poseí con pasión, arrebatado por mi lascivia y su dolor. Terminé exhausto, pero seguimos acariciándonos. Ya más tranquilos recorrimos nuestros cuerpos con las yemas de los dedos y con los labios y con la punta de la lengua. La felación que me practicó mientras besaba su vagina sonrosada me devolvió el vigor. En esta segunda ocasión (no me había recuperado tan rápido desde los 15 años) lo hicimos lenta y despaciosamente, degustándonos, cambiando de postura, riendo, besándonos. La primera vez había estado yo encima (típico misionero) Ahora lo hicimos de lado, con ella encima, a cuatro patas… No me cansaba de acariciarla, de morderla. Me enervaba notar el efecto terapéutico que le producía el placer.

Después del sexo hubo que hablar. Mi mujer (su hija) no debía saberlo (la destrozaría). Ella necesitaba estar conmigo para salir del pozo, así que no se podía afirmar que aquello no fuera a volver a pasar. De hecho volvió a pasar con cierta frecuencia. Pero había que ser discreto.

Mi esposa notó la recuperación de su madre que, acertadamente, atribuyó a mis cuidados, aunque nunca imaginó su naturaleza. También noto que el sexo con ella era menos frecuente, pero lo achacó al mero paso del tiempo. De todos modos siempre lo hacíamos al menos un par de veces por semana, de modo que tampoco quedó huérfana de satisfacción.

Amparo volvió a ser la de antes, aunque se le notaba una sombra de culpabilidad que le impedía ser del todo feliz con este concubinato. Practicamos el sexo anal, me espió haciendo el amor con su hija, escenificamos fantasías en que yo era un colegial y ella mi profesora, o incluso yo un niño y ella una madre adoptiva incestuosa. Disfrute con ella tanto o más que con su hija y a fecha de hoy (acabo de cumplir 30 años) sigue viviendo con nosotros y seguimos haciendo el amor día sí, día no, de modo que, o con ella o con su hija yo tengo ración de sexo diaria.

Amparo debe andar muy cerca de los 50 (preguntarle su edad me parecería una grosería) pero nadie diría que pasa de los 40 y el sexo con ella es el más intenso que he tenido nunca y por eso ha sido el objeto de esta historia. Espero que les haya gustado.

PARA CONTACTAR CON EL AUTOR:
jomabou@alumni.uv.es

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