Un cosquilleo te recorría el estómago cuando te observa
bas en el espejo y veías qué tan bien te quedaba aquella falda ceñida a tu cintura. Caminabas por tu habitación pero con los ojos clavados en tu reflejo, contemplándote en cada uno de tus movimientos que poco a poco se volvían femeninos.

Clavaste una pose mujeril, con las manos en la cintura y una mirada que parecía poder conquistar el mundo. Frunciste el ceño porque te has dado cuenta que esa remera negra de una banda de rock no combinaba con la falda. Te la retiraste y buscaste una camisilla ceñida en el canasto de ropas de tu compañera de cuarto.
Continuaron enmarcándote las medias hasta el medio muslo, con ligas que apenas se advertían entre tus piernas y la falda. Siguieron unos leves maquillajes por el rostro, delineador y demás objetos que antes considerabas porquerías. Te alisaste el pelo, éste caía elegantemente desplegado sobre las facciones de tu rostro de tal forma que parecían amoldarlo como si fuera el rostro de una mujer. Te surcó una media sonrisa por lo bien que te veías y volviste a estacar una pose de mujer frente al espejo.
Espejo que, dicho sea de paso, fue de los pocos testigos de tus cambios. Te has vuelto a sentir solo, cuánto odias esa sensación.

Atrás quedaron los recuerdos de los golpes de tu padre cuando te descubrió con las ropas de tu hermana en tu cuarto. Atrás quedaron los recuerdos de sus miradas de odio, miradas que te decían “repugnante” por parte de los que tú considerabas familia. Atrás quedó gente que tú creías que eran amigos pero que te abandonaron como si nunca te hubieran conocido. Recuerdos de puertas que te cerraban cuando pedías ayuda y llantos en los últimos día en un hogar que ya no parecía ser tuyo.

Atrás quedó el intenso recuerdo de cuando fuiste a la parada de bus para nunca más volver, llevando contigo sólo una bolsa con unas pocas ropas y algo de dinero que tu madre, en medio de un desconsuelo, te dio. Te sentías solo y no había nada peor.
Por eso odias esa sensación, resucitan dolores pasados y te acuerdas qué tan hipócrita puede ser la gente con quienes compartes.
Pero tu vida en la gran ciudad era distinta. Parecía ser el paraíso, nadie sabía cómo eras y cómo llegaste ahí, conseguiste un trabajo en Ordenanzas que te mantenía cómodamente. Luego conociste a una muchacha en la empresa, tu única amiga. Con ella te has decidido mudar. Cómo te encantaba hablar con ella, compartir momentos y risas. Pero temías perderla para siempre si le dijeras cómo te sientes realmente, si le dijeras que te sientes como una mujer. Pero por sobre todo temías volver a sentirte solitario si ella te abandonara.
Con el correr de los días, luego de una terrible jornada laboral, te paseaste por aquel paraíso citadino nocturno y te topaste con una tienda de ropas para mujeres. Aquel cosquilleo te volvió a invadir cuando veías tras la vidriera, la falda en aquel maniquí, el top rojo fuego cabrilleante, medias con ligue y demás. Entraste en aquel lugar, compraste ropas “para tu novia” y volviste a tu departamento cargado de una buena partida de bolsas.
Nuevamente frente al espejo te hiciste de las ropas, viste qué tan bien se amoldaban las telas a tu cuerpo. El cabello que normalmente lo recogías en una coleta para salvar apariencias, caía suelto sobre tu rostro. Lo acompañabas con maquillaje, te arreglabas los ojos, labios y nuevamente te surcó una sonrisa.
Saliste a pasear en las calles de aquel paraíso. Meneabas tu cadera cómo pocas las féminas saben hacerlo, tus manos hacían gestos mujeriles y tus ojos conquistaban el mundo, parecían enamorar a quienes te miraban en tu caminar. Tus ropas brillaban por las luces de la ciudad y por fin te sentiste como una mujer aceptada.
Pero desde los rincones oscuros de aquel “paraíso” surgió un grupo de cuatro hombres que te observaron nuevamente como tus familiares; con odio y repugne. Uno de ellos hizo un gesto y te rodearon entre todos, arrastrándote hasta un callejón abandonado y apartado de la ciudad.
Está de más decir qué te han hecho, sólo resta indicar que los recuerdos de tu padre golpeándote te vinieron al mismo tiempo que los golpes de aquellos hombres. Despertaste casi horas después de la golpiza, abandonado y con tus ropas desgarradas, que ya no brillaban. Todo te cayó como un baldazo de agua fría; la ciudad no era el paraíso que aparentaba.
Volviste a tu departamento a raudas, caíste desconsolado en la cama y tu amiga apareció al rato. Se sorprendió al verte así. Clavaste tu triste mirada en ella, pero tus ojos parecían haber perdido el poder de conquistar el mundo, con el maquillaje corroído por las lágrimas. Pensaste que la vida era injusta contigo, creíste que ella haría lo mismo que el resto, que te miraría con desprecio para nunca más volver. Pero ella se acuclilló frente a ti y te tomó de la mano mientras llorabas ahogadamente.
No te quedó otra, decidiste confesarle parte de tu vida y le exigiste que haga lo mismo que hicieron tus seres queridos, que huyese mientras pueda. Pero ella no lo hizo, sus ojos parecían querer llorar por la dura vida que te tocó.

Se inclinó a ti y te susurró “Eres mujer.” No pudiste evitar reposar tu rostro sobre su pecho y llorar mientras ella te acariciaba el pelo dulcemente. Al abrazarte tu amiga sentiste algo que creías que la vida te negó. Te rendiste a sus brazos porque en aquella noche por fin sentiste que no estabas solo… y tus ojos volvieron a conquistar el mundo.

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