Arrastré durante casi todo un mes el soberano cabreo que la reclusión obligatoria en la biblioteca me había ocasionado. Herman se disculpaba una y otra vez afirmando que lo entendía, pero que ya era hora de que yo comprendiese que lo hacía por mi bien. Y puede que lo entendiese, pero no por ello iba a pasarle por alto que me había encerrado en la biblioteca.

Durante aquel tiempo en el que la notoria disminución de comunicación me dejaba mucho tiempo para pensar, decidí no mencionar nada de la falsificación de divisas en mis informes. Finalmente me decanté por lo que a mi juicio era lo realmente importante: toda aquella gente que sufría las consecuencias de una política atroz y desproporcionada que el Reich había instaurado.
Y puesto que a mí los ingleses ni me iban ni me venían, y los franceses parecían acordarse de mí sólo cuando tenía algo suculento que contarles, el bienestar de mis empleados, de sus semejantes, y de los niños de un pueblo castigado sin una argumentación coherente, se convirtió en una obligación moral para mí. Aparqué mis escrúpulos y concluí que me arrimaría a quien más posibilidades me ofreciese para ellos en cada momento. Cosa que en aquel asunto de la falsificación de libras esterlinas me hacía inclinarme a favor de Berg, Herman y Krüger. Si la operación fracasaba, los niños que Krüger le había demandado a Herman volverían a circular por el campo siendo explotados deliberadamente.
Pero la sequía verbal que constituía mi represalia no impidió que mi marido llegase a casa un miércoles de finales de mayo y me dijese que tendría que viajar a Bélgica con Berg durante algunos días para arreglar unos asuntos.
-¿Puedo ir contigo a Bélgica? –Pregunté tragándome mi orgullo.
-Me encantaría–contestó con una amable sonrisa –. Pero no es un viaje de ocio, Erika.
-¿Asuntos de las SS?– Le demandé tratando de ocultar mi descontento.
-Oficialmente sí.
Guardé silencio ante la evidencia de que iban a aprovechar aquel viaje “oficial” para hacer alguna de esas gestiones que realizaban por detrás de sus respectivos cargos. Quería saber más, por supuesto, pero si oficialmente eran cosas de las SS no podría ir con él ni me iba a decir nada que fuese verdad del todo. De modo que acepté y confié en que las ocupaciones “extraoficiales” que iban a llevar a cabo durante aquel viaje “oficial” seguramente obrarían también a favor de mis nuevos intereses.
Berg y Krüger vinieron a cenar aquel mismo jueves. En la mesa sólo hablaron del evidente fracaso en Rusia y de la forma en la que los Aliados sabrían aprovechar eso, aunque yo sabía sobradamente que no era aquel tema lo que les traía por casa. En cualquier caso, parecían divertirse discutiendo las distintas opciones de futuro.
-Scholz, no es el mejor momento para ponerse con nacionalismos. Y menos si se tiene en cuenta en qué ha desembocado el nacionalsocialismo alemán –le dijo el Mayor de un modo muy casual.

-Desde luego que el nacionalsocialismo no es el futuro. Su política es insostenible –admitió Herman sin ningún problema -. Pero es que con todos los dominios que ahora pertenecen a Alemania, si los Aliados ganan, los Estados Unidos querrán ejercer su derecho a gestionar la liberación del territorio. Hace tiempo que van predicando por el mundo con su American Way of Life, para mí resulta bastante obvio en qué privilegiado lugar se van a encontrar si salen victoriosos.

-Pues para mí también resulta exageradamente obvio que si el European Way of Life consiste en ir aniquilándose unos a otros, el American Way of Life es muchísimo más atractivo –atajó Berg de un modo diplomático.
-Ya, pero es que es el “European Way of Life” el que ha llevado la ilustración y la cultura al mundo, Berg –protestó Herman sin perder el afable tono de la conversación, pero sin dar su brazo a torcer.
-Quizás por eso les interese tanto poner paz en Europa. Su educación es bastante “escueta” en algunos aspectos – añadió Krüger entre risas –. Pero piensa que los americanos vienen a hacer algo que a muchos nos encantaría hacer.
Resultaba halagador que no se cuidasen de mencionar sus verdaderas inclinaciones delante de mí. Pero detrás de mi pasivo mutismo se escondía todo un sinfín de preguntas acerca de aquellos turbios asuntos en los que se estaban metiendo. Preguntas cuyas respuestas tenía que robarles.
No cenaron mucho. De hecho renunciaron al postre para ir a “tomarse un trago” al despacho.
-Por el amor de Dios, esta vez no me obligues a encerrarte en ningún sitio… – me susurró Herman cuando se acercó para besarme la frente antes de retirarse con ellos.
Le dediqué una sonrisa de cortesía sin decir nada y les observé mientras salían del comedor. Pude escuchar una mínima parte de la conversación mientras subían las escaleras, pero casi preferí no haberla escuchado.
-¿No habéis pensado en tener hijos, Scholz? – Quiso saber el Mayor Krüger -. Tenéis una casa enorme. Si mi mujer y yo tuviésemos una así, me pediría más y más descendencia…
Todo el mundo nos preguntaba lo mismo tarde o temprano. Pero Herman siempre contestaba con evasivas, y yo hacía lo mismo. Algunos incluso no podían reprimir un gesto de curiosidad cuando decíamos que eso no entraba en nuestros planes.
-Por muy grande que sea la casa, no deja de estar en un país sumido en un contexto político y social en el que un niño no debería crecer – contestó Herman con rotundidad.
Sus dos acompañantes se rieron a pesar de que Berg tenía dos nietos de cinco y siete años. Supongo que él sí sabía por qué Herman y yo sólo éramos nosotros dos en aquella casa de exageradas proporciones.
Sólo nosotros dos y casi doscientas personas más que venían todos los días. Y a pesar de que yo jamás estaba sola en casa, un ramalazo de vértigo recorrió mi estómago dejándome paladear ligeramente la sensación de vacío. Me sentía mal. Fue la primera vez en toda mi vida en la que me sentí mal por no poder darle un hijo a mi marido. Y también fue la primera vez que la palabra “estéril” resonó en mi conciencia con todas sus letras, haciendo un eco que llegó a cada rincón de mi mollera, rebotando una y otra vez contra las huesudas paredes de mi cráneo.
Yo era infértil, y ya no era algo con lo que tenía que vivir, era algo que me aplastó inesperadamente. Por más que nosotros dos consumásemos nuestro matrimonio, nunca quedaría en el mundo una muestra tangible de lo mucho que nos amábamos. Algo en lo que reparé casi de manera espontánea y que me pareció sórdido, injusto, y terriblemente cruel.
Arrastré el puño de mi blusa con mis dedos hasta hacer que se deslizase sobre la palma de mi mano y aparté una pionera lágrima con el tejido. No sabía exactamente el por qué de aquella lágrima, pero sentí la irreprimible necesidad de llorar al imaginarme cómo podría ser la vida en aquella casa con uno o dos críos. Me imaginé a Herman atravesando la puerta y abrazando a nuestros hijos. Sería un buen padre, sin duda. Les enseñaría a montar a caballo, les llevaría de excursión a través de los senderos del bosque, jugaría con ellos, les leería antes de acostarles, les agasajaría de vez en cuando con regalos inesperados y les colmaría de besos cuando ellos le recibiesen alegremente al llegar después del trabajo. Luego les preguntaría por “mamá”, porque cuando los “papás” llegan a casa, siempre traen un beso para las “mamás”. Al menos eso era lo que ocurría en mi casa. Entonces supe que lloraba porque en aquel momento hubiese dado cualquier cosa por poder llegar a ver aquello que era completamente imposible.
<> pensé mientras aspiraba aire por la boca a causa de la lacrimógena sensación que se había extendido hasta mis fosas nasales.
No tenía por qué llorar. Ni siquiera tenía que permitirme pensar detenidamente en lo que podría haber sido mi vida si alguien no me hubiese mutilado las entrañas, al menos no si eso iba a hacerme sentir así. No era ninguna imposición disciplinaria, era simple lógica. ¿Por qué habría de sentirme yo mal por algo de lo que no tenía la culpa? No debía darle una importancia tan desmedida a un hecho con el que había cargado toda mi vida. Me enteré de que jamás podría ser madre incluso antes de que nos explicasen “de dónde venían los niños”.
Pero nada importó todo aquello cuando caí en la cuenta de que no hay concienciación previa que valga cuando alguien se da cuenta de que quiere lo que no puede tener. Me había ocurrido con Herman y ahora me ocurría con algo que – aunque se podía plantear de la misma manera -, era muy distinto. Y lo era porque yo ya sabía de entrada que no había ni la más mínima posibilidad de tontear con la idea de ser madre, como cuando me dejaba querer en brazos del que ahora era mi marido repitiéndome que lo nuestro no pasaría de un par de revolcones. No había nada que hacer, yo simplemente no era capaz de concebir un hijo, y a menos que Dios bajase del cielo para cambiar las cosas, ésa era la realidad que ahora me pesaba más que nunca mientras subía las escaleras lentamente sin entender cómo nunca había reparado en aquel escabroso hecho.
Escuché las voces de los tres hombres que se encontraban en el despacho cuando alcancé el final de las escaleras. Herman me había pedido que no volviese a intentar escucharles, pero no es que lo intentase, les oía perfectamente porque el despacho quedaba al final del mismo pasillo al que daba el último escalón, a unos metros de donde yo estaba. Así que hacer una parada en el camino no era exactamente lo mismo que una desobediencia exagerada.
– …El doctor Fenske… ¡menudo hijo de puta! – Decía Herman -. Guarda a tu gente de él, Krüger. No vaciles a la hora de hacerlo incluso aunque su aparente buena voluntad te diga lo contrario. Una vez me pidió cinco hombres de mi subcampo con unas determinadas características. Me fié de él y se los envié a la enfermería. El último de aquellos cinco murió a los seis días.
-Los doctores tienen carta blanca para realizar experimentos médicos con los prisioneros – añadió la voz de Berg provocándome una mueca de terror mientras seguía inmóvil en el último escalón. Me aferré al pasamano de madera maciza y continué escuchándoles -. He leído los informes que reportan a las oficinas centrales. Nadie lo mira con malos ojos porque los experimentos se llevan a cabo para desarrollar vacunas o investigaciones médicas que luego se utilizan para el bien del pueblo alemán. Pero también hay algunas chorradas teóricas que utilizan como pretexto para saciar la curiosidad de ilustres doctores acerca de cosas como qué pasa exactamente si te extraen algún hueso o algún órgano, o cómo se expande una determinada enfermedad en un cuerpo sano… en definitiva, pueden jugar con ellos igual que un niño jugaría a arrancarle las patas a un insecto. Scholz tiene razón, mejor no te fíes del médico.
-¡Me cago en la puta! ¡Los campos de concentración son mucho peor que los frentes de guerra! – Exclamó el Mayor.
-¡Lo son! – le respaldó Herman con decisión -. La razón le dispensa a uno del cargo de conciencia cuando la amenaza del enemigo es real, como ocurre en el frente. El campo de concentración… hace que te preguntes hasta qué punto es lícito defenderse de algo…
-Las cosas cambiarán cuando el ejército aliado nos repliegue. Porque ocurrirá señores, palabra de Berg. La información que nos llega acerca del ejército norteamericano es desesperanzadora para el Reich.
-Tampoco me consuela saber que tendremos que abandonar el país con documentación falsa después de pertenecer a una minoría que lo pone todo en peligro por intentar refrenar un poco esta locura.
-Bueno Scholz, comprende que los rusos, los ingleses, los americanos, o quienes sean los que terminen con todo esto, probablemente te encasqueten una bala en los sesos antes de que puedas explicarles que dentro de los malos, somos incluso buenos – replicó Krüger con cierta diversión.
Durante unos instantes se produjo un silencio sin que yo pudiese hacer nada por evitar pensar en aquello de; “abandonar el país con documentación falsa”. Herman no necesitaba documentación falsa, yo tenía un visado completamente válido y legal para él, y un salvoconducto para abandonar el país si es que el ejército aliado replegaba al alemán hasta la derrota. Todavía no me había planteado cómo le diría a Herman que yo tenía visados ingleses y franceses para ambos si algún día llegaba a cumplirse la palabra de Berg. Supongo que para mí era mucho más cómodo que Alemania ganase la guerra, pero me aterraba esa opción. Lo que realmente quería era largarme de allí con Herman y no volver a saber nada de políticas, de ideologías, ni de guerras.
-Si alguno de tus prisioneros necesita un médico, házmelo saber extraoficialmente y te enviaré uno. Los hay a patadas entre los reclusos, y aunque ahora que soy Comandante no puedo seguir organizando ningún subcampo en particular, sí que puedo coger a los prisioneros que me dé la gana y hacer con ellos lo que me plazca.
-Por eso te quiero ahí – interrumpió Berg -. A ti no se te ocurrirá ninguna locura como llevarte a una veintena de hombres para afinar tu puntería.
-¿Qué coño importa eso, Berg? – Inquirió Herman – ¿qué más da que yo no lo haga si hoy lo han hecho prácticamente en la totalidad de los campos de concentración y mañana harán lo mismo? O peor aún, ¿qué importa eso cuando sabes que a estas alturas todos los campos se están equipando con “estaciones Z”?
-No pienses en eso, Scholz. Céntrate en nuestro proyecto y saborea cada una de nuestras pequeñas victorias. Somos los únicos que tenemos pelotas para hacer lo correcto, aunque tengamos que hacerlo a espaldas de los ovejunos fieles del Reich. Si todo sale bien, evitaremos que mucha gente ponga sus pies en la “estación Z”.
Tras la voz del Mayor Krüger volvió a restablecerse un silencio. Pensaba sobre lo que acababa de escuchar intentando hacerme una idea concreta de aquello en lo que se estaban metiendo cuando la puerta del despacho se abrió repentinamente.
Herman me miró fijamente durante unos segundos antes de cerrar la puerta a sus espaldas y dirigirse a mí con paso firme.
-Yo… me iba a cama, Herman… – me excusé patosamente cuando llegó a mi altura.
Su ceño se contrajo antes de que me acariciase levemente la mejilla, sorprendiéndome exageradamente con aquel gesto.
-Erika, querida, me tienes preocupado. Tienes mala cara, ¿te ocurre algo? – Preguntó suavemente.
-No – contesté al mismo tiempo que negaba con la cabeza -. Me preguntaba si tardaríais mucho. No sabía si leer un rato y entretenerme con algo para esperarte despierta, o si dormirme antes de que te metieses en cama.
Herman me miró esbozando una tierna sonrisa que apenas se distinguía más allá de las comisuras de sus labios.
-¿Estás cansada?
-Un poco – respondí sinceramente.
-Entonces duerme, querida – dijo con un leve tono de voz antes de acercarse más y besarme la frente -. Voy a por coñac al sótano – me informó tras frotar cariñosamente mi brazo. Acto seguido comenzó a descender las escaleras -. Te quiero – añadió antes de desaparecer.
<> pensé. Pero no sé por qué no lo dije. Supongo que porque él ya tenía que tenerlo claro. Superé el último escalón y me dirigí a la habitación. Tal y como me había indicado Herman, me dormí antes de que él viniese a cama. Venciendo la tentación de levantarme sigilosamente e intentar escuchar algo más para dormirme mientras pensaba en la redacción de mi próximo informe. Todavía no sabía hasta qué punto era conveniente que mencionase las ocupaciones extraoficiales a las que se dedicaban los tres hombres que había en aquel momento en mi casa.
Durante el viaje de Herman a Bélgica estuve especialmente ociosa, ya que tampoco me apetecía especialmente dedicarme a nada en concreto. Me pasé los días charlando con Rachel y Esther, esperando a que Herman me telefonease al anochecer para saber qué tal andaba todo. Todavía me irritaba si pensaba que había sido capaz de encerrarme, pero el resentimiento se difuminó fácilmente para dejar paso a la inminente necesidad de tenerle de regreso y escuchar su voz al otro lado del aparato mientras aquello no sucedía.
Mi corazón dio un vuelco cuando un mensajero de las SS se presentó en casa una mañana. Fue como si de repente cobrase cuerpo la opción de que mi marido y los demás pudiesen pagar con su integridad aquellos asuntos extraoficiales que encubrían con asuntos oficiales. Y aquello me puso el vello apuntando al cielo. Pero el joven enviado sólo quería entregarme unas invitaciones para la inauguración de la célebre “estación Z”, y tras al menos una docena de reverencias que dejaba claro el alcance que el apellido Scholz todavía tenía en las SS, se retiró respetuosamente. Aquello me pareció extraño, Herman debería haber previsto que el acto de inauguración le cogería fuera y tenía que haberme dejado instrucciones al respecto.
Sin embargo cuando le conté lo sucedido, la retahíla de blasfemias que prodigó no me sorprendió en absoluto. Esperé pacientemente a que pusiese al tanto a Berg, y cuando se calmó un poco, me informó de que él llamaría a Sachsenhausen a la mañana siguiente para decirles que él no regresaría a tiempo para asistir a la inauguración y que yo no iba a ir sin él.
 

Barajé la posibilidad de acudir a la inauguración de la “estación Z”. Después de todo, yo tenía mi invitación allí mismo, ¿qué podía pasar? Pero lo cierto era que podían pasar bastantes cosas, incluido que Herman cumpliese por fin su amenaza de sacarme de Alemania – porque que iba a enterarse si yo acudía era un hecho consumado -. Y a lo peor, incluso podía pasar que acudir allí teniendo lagunas tan amplias como las que yo tenía acerca de términos como “Solución Final” o “Estación Z” no hiciese más que confundirme en lugar de aclararme algo. Puede que fuera una mala decisión, pero me decanté por quedarme en casa en vista de que la aventura no me garantizaba un éxito equiparable a los riegos que comportaba. Aunque me negase a abandonar mis deseos de querer saber más sobre esos términos que se me tenían vedados.

Herman anunció su regreso cuatro días después de que se inaugurase esa nueva zona del campo. Estaba decidida a preguntarle algo al respecto de aquel misterioso viaje y esos conceptos sin definición que tanto parecían amargarle, pero cuando salí a recibirle su imagen me lo impidió.
Cuando me casé con él hubiera podido pasar por un muchacho de veintipocos si se lo hubiera propuesto. Ahora, de repente, era un hombre que aparentaba unos treinta y cinco. Y yo no comprendía cómo se me habían pasado por alto todos aquellos cambios que tras una semana sin verle me parecían evidentes.
Supongo que precisamente porque no nos habíamos separado tanto tiempo desde que él había estado en el frente no acusé que su cara era ahora más afilada y remarcada, que su semblante era más serio, o que los surcos que antes sólo aparecían en su frente cuando fruncía el ceño, finalmente habían acabado instalándose en ella. Además lucía una incipiente barba y su pelo siempre impecable estaba despeinado y algo más largo de lo normal, lo que también le proporcionaba un aspecto más desaliñado al que no me tenía acostumbrada.
El cómputo general era que incluso así era elegante y seguía conservando esa sutil gracia en cada uno de sus movimientos que alertaría a cualquier mujer cuyo campo visual le interceptase. Estaba todavía a un abismo de poder decirse que Herman Scholz no era guapo o atractivo, e incluso se podía considerar insalvable la distancia que lo separaba de una apariencia “mediocre”. Pero sí que podía decirse que tenía mejor aspecto cuando regresaba del frente, y todo eso que me sorprendió de repente hizo que mis preguntas sobre la estación Z quedasen relegadas a un puesto sin prioridad dentro de mi cabeza.
-Te he traído chocolates– me dijo mientras me acariciaba el pelo tras besarme en los labios -. No son de Notre Dame, pero el chocolate belga tiene buena fama.
Sonreí conmovida por el gesto y acepté la caja que me extendía. La miré mientras entrábamos en casa y sentí unas irrefrenables ganas de llorar al recordar el aspecto de Herman la primera vez que me había traído chocolate francés. Evidentemente, no me importaban unas cuantas arrugas en su frente, o la inevitable huella del tiempo sobre su apariencia. Pero sí me importaba la idea de que estábamos malgastando los mejores años de nuestra vida en una guerra de mierda que le hacía envejecer prematuramente. Quizás yo también presentase un desmejorado aspecto en el que él también había reparado y que al igual que yo, había preferido no mencionar.
Probablemente fuese así, después de todo yo seguía dándole vueltas a todas esas incógnitas que tenía acerca de lo que él hacía o acerca de lo que debía reflejar en mis informes. Y todo eso me preocupaba, igual que a él su trabajo oficial y extraoficial. Además, todo estaba invadido por la exasperante seguridad de que el final de la guerra se apuntaba todavía lejano. Quién sabe, quizás cinco años más, o quizás diez. No importaba cuántos, serían insoportables, como los que ya habían transcurrido. Nos añadirían más preocupaciones. Seguramente Herman progresaría en su trabajo dentro del campo de prisioneros igual que había progresado en cada cosa que se le había asignado al tenerse sus méritos más en cuenta por su poderoso apellido, y yo tenía la certeza de que aquello le aplastaría y la duda de hasta qué punto podría soportarlo.
La primera lágrima me resultó incontenible y el golpe del equipaje de Herman contra el suelo me hizo levantar mis pupilas hasta encontrarme con las suyas.
-¿Erika? ¿Pero qué demonios te pasa? – Me preguntó con un gesto de inamovible seriedad -. ¿No habrás estado de nuevo metiendo las narices en asuntos que no te conciernen?
Sus ojos se clavaban en mi cara hasta el punto de dolerme la quietud de sus iris azules.
-No -. Contesté confirmando que últimamente lo único que le preocupaban eran esos “asuntos que no me concernían”.
-¿Entonces…? – Insistió inquieto como si en el fondo tratase de decirme que no tenía tiempo para mis tonterías.
No iba a decirle que estaba pensando que la guerra nos estaba haciendo mella – él lo tenía que saber mejor que yo -, ni tampoco que de repente le encontraba envejecido hasta el punto de que llamarle Teniente o Comandante ya no daba pie a pensar en una meteórica carrera militar porque ya no se acusaba su juventud para tales cargos. Así que busqué otra preocupación y la solté sin meditarlo.
-He pensado que me gustaría tener un hijo… – murmuré con una voz apenas audible y recuperando de nuevo el control sobre el llanto.
Iba a decirme algo después de que su cara expresase un mínimo gesto de sorpresa y contrariedad, pero contuvo lo que quiera que fuese y se limitó a coger aire y a suspirar mientras me envolvía entre sus brazos.
-Está bien, querida. Podemos visitar a algunos doctores para que evalúen hasta qué punto sería eso posible, ¿de acuerdo?
Asentí rodeando su cintura con mi caja de chocolates en una de mis manos y descolocada por su condescendiente reacción. Nunca me había imaginado una sumisión tan inmediata por su parte respecto a ese tema. Pensaba que me diría que ya sabía que eso era inviable, o que por lo menos discutiríamos los pros y los contras de algo semejante.
-Herman, eso es imposible – repuse tras unos segundos.
-Bueno, quizás no lo sea. A lo mejor hay alguna solución, y en ese caso iremos a donde sea necesario – me aseguró con tanta firmeza como suavidad.
-Pero si tú no quieres, no tienes por qué… – musité al recordar que él jamás había hecho ni dicho nada que me diese a entender que quisiese ser padre.
-¿Cómo no voy a querer, Erika? Claro que quiero, querida. Claro que quiero… – repitió pausadamente mientras me dejaba atisbar la sonrisa que lentamente dejaba caer sobre mis labios.
No tenía pensado mencionarle aquello, pero apenas tuve tiempo para plantearme si había sido una decisión acertada o no. Quizás hubiese podido hacerlo si no reparase en que le había echado de menos incluso desde antes de que se fuese, y todo por mi estúpida arrogancia. Ahora no me importaba en absoluto que me hubiese encerrado en la biblioteca, tenía que haber aceptado que me había ganado en aquella batalla sin pretender imponer ningún tipo de sequía verbal. ¿Para qué hacerlo si al final la necesidad de tenerle siempre termina pisoteando mi determinación?
Me sentí idiota mientras recorría su boca con mi lengua. Debería recordar siempre lo absurda que me siento cuando tarde o temprano me besa de esa manera y mis pezones se yerguen, rebelándose bajo mi blusa incluso antes de que sus manos los rocen.
Dejé que su boca se deslizase hacia mi yugular apretando sus labios sobre mi piel, al mismo tiempo que sus manos levantaban apresuradamente mi falda tras pasearse ligeramente sobre mis caderas. Me sorprendía aquella enérgica prisa que acentuaba sus movimientos, pero también me excitaba la idea de que había bastado un beso para encenderle de aquella manera y de que me iba a follar allí mismo.
-Te he echado tanto de menos… – me susurró con un matiz de desesperada voracidad.
Quise responder echando mano al cierre de su pantalón, más no pude. Sus manos arrebolaron mi falda hasta dejarla alrededor de mi cintura y luego se anclaron a mis muslos para elevarme hasta que rodeé su cintura con mis piernas. Entonces sentí cómo apartaba su equipaje con el pie para abrirse paso hacia el salón y empezaba a caminar con decisión, mirándome con socarronería a la vez que pugnaba por deslizar sus dedos bajo mis bragas al mismo tiempo que me sujetaba. Lo consiguió justo antes de que llegásemos al pie del sofá, y sus yemas palparon los húmedos e hinchados labios que custodiaban la caverna por la que su palpitante erección se revelaba bajo su ropa.
Se sentó sin llegar a perder el equilibrio – cosa que me pareció una hazaña -, y se despojó sin perder un segundo del fino jersey y la camisa de verano que llevaba por debajo. En otro tiempo hubiese sido imposible hacer aquello, pero ahora los sirvientes ya no se quedaban a dormir y la casa era sólo para nosotros a partir del toque de queda establecido para los prisioneros. Observé su torso comprobando que su espléndido pecho todavía mostraba una envidiable musculatura, y me dejé caer sobre él cuando sus manos me llevaron allí posándose sobre mis costillas.
Manoseó mis senos sin dejar de besarme el busto mientras me hacía cabalgar sobre la reprimida erección que yo quería descubrir. Pero no alcanzaba a hacerlo al hallarme recluida entre sus brazos, dejando que me desabrochase un par de botones del escote para acceder con su lengua a mis pezones.
Me separé ciertamente decidida, sustituyendo mis pechos por mis labios sobre los suyos mientras mis manos rebasaban su ombligo para hacerse con el cierre de su pantalón sin aventurarse a resbalar primero sobre la prenda, yendo directas a su objetivo para satisfacer la inmediata necesidad que quería consumir. Bajé la cremallera y tras obligar a su ropa interior a mantenerse por debajo de sus testículos comencé a acariciar su enorme sexo. Estaba caliente. Siempre lo está cuando lo sorprendo de esa manera, forcejeando por salir para reunirse con mi cuerpo, y eso hace que mi sexo se empape. Como lo hace el paladar de alguien que está frente a un manjar que anhela tragar. Sí, eso mismo es lo que le ocurre a mi sexo, que está impaciente por tragar el suyo.
Sujeté con firmeza la base de su miembro mientras me subía encima de él y tras echar a un lado mi ropa interior con ayuda de Herman, dejé que mis caderas descendiesen, acogiendo de una forma deliciosa aquella vara enhiesta que potenciaba mi deseo a la vez que él se acomodaba en el cojín del sofá, preparándose para que yo le cabalgase lo más cómodamente posible.
Sonreí satisfecha de tenerle dentro cuando mi clítoris se enterró en su vello púbico. Apoyé mis manos en el respaldo del sofá, a ambos lados de su cabeza, y comencé a moverme sin desperdiciar un solo instante. Me consumía sobremanera la idea de darle placer. Es algo que me ocurre siempre que me deja ver su cara mientras hacemos el amor. Todavía no puedo creer que sólo vaya a hacerlo con él el resto de mi vida. Pero luego pienso; <>, y entonces me parece un detalle trivial. Tan trivial como la convicción de que no puedo quejarme al respecto. No cuando todavía me excita ver sus ojos entrecerrarse bajo mi cara mientras me muevo una y otra vez, arriba y abajo sobre su pelvis, apurando el ritmo aunque el sudor haga acto de presencia en la parte baja de mi espalda y humedezca el interior de mis muslos mientras cabalgan casi a la altura de sus ingles.
-Dios mío, Erika… más despacio… – gimió.
No hice caso. Su cara no decía ni por asomo que lo estuviese pasando mal, sino todo lo contrario. Es más, sus manos se anclaron a mis ilíacos para imprimir más fuerza a mis movimientos. Y yo me deslizaba guiada por ellas como si mi cuerpo todavía pudiese darle cabida más adentro.
Me dejé caer sobre su tórax, rodeando su cuello con mis brazos y sintiendo la tensión en mis muslos que me indicaba lo insolentemente cerca que estaba de tener un orgasmo. Elevé mis labios unos centímetros, respirando costosamente a través de ellos mientras los dirigía al lóbulo de su oreja a la vez que sus brazos me apretaban más y más contra su cuerpo. Quise susurrarle que iba a correrme, pero él se me adelantó sin necesidad de palabras, sujetando mi nuca con una de sus manos a la vez que su cabeza caía sobre el respaldo del sofá y sus caderas se retorcían bajo las mías con el mismo descontrol que sus jadeos.
Mi boca silenció los últimos sonidos de la suya mientras su éxtasis se entrelazaba con el mío, obligándome a besarle hasta el punto de tener que contener la respiración. Como si quisiera enseñarle con mi lengua cuán satisfactorio me resultaba precipitarme al orgasmo de aquella manera, dejando que él me abriese el camino sin poder contenerse más. Y así, con mi lengua jugueteando con la suya, permanecí hasta que mis caderas se sentaron finalmente sobre él mientras sus manos iban dejándome de nuevo la holgura que siempre me procuran cuando me abrazan, y nuestro beso iba derivando en un suave vaivén que – aunque infinitamente cariñoso – ya no tenía ese matiz salvaje.
-Bélgica te ha sentado bien – bromeé descaradamente cuando me fue posible hablar. Su servicial y atenta sonrisa fue la respuesta que recogieron mis palabras, así que me aventuré a probar suerte -, ¿qué tal te fue con esos asuntos de las SS?
-Erika, querida… no lo estropees, ¿de acuerdo? – me pidió en un suspiro evocando el cansancio con su rostro.
 

Traté de esconder mi descontento y esta vez acepté mi derrota sin reparo alguno. Yo también estaba demasiado cansada como para insistir, así que simplemente apoyé mi cabeza bajo la suya.

-No te acomodes demasiado, tenemos que ir a cama… – me susurró apartándome el pelo hacia atrás.
-Tienes que cenar – repuse casi con imposición. Mi propuesta recibió un cansino suspiro que me hizo alzar la mirada hacia su cara para presenciar el gesto que lo acompañaba -. Herman, has perdido peso, ¿sabes? – Le reproché sin poder retener toda mi preocupación.
Él rompió a reír con una de sus carcajadas.
-¡No es verdad! – Le miré con desdén ante la insatisfacción de aquella respuesta -. Bueno, las redondeces ya no se llevan, querida… – añadió despreocupadamente.
No me quedó más remedio que rendirme de nuevo cuando él sujetó mis nalgas y en un par de movimientos se incorporó para llevarme hasta el dormitorio prendida a su cuerpo. Sencillamente, no hubo lugar a protesta.
Al día siguiente el movimiento del colchón cuando Herman se incorporó turbó mi sueño. Le vi salir por la puerta del dormitorio y reaparecer al cabo de una media hora ataviado con su uniforme.
-Erika, he pensado que si te parece bien podría acercarme hasta Berlín esta mañana y comentarle al doctor de la familia nuestro problema – me comentó con suavidad mientras se ajustaba la caña de sus botas tras sentarse en cama -. No creo que directamente sea de mucha ayuda, pero espero que por lo menos sepa remitirnos a alguien que sí lo sea, o a alguien que sepa decirnos algo más…
-Sería una buena manera de empezar – acepté con una leve sonrisa mientras me incorporaba en cama para dar el último retoque al cuello de su chaqueta.
Se despidió con un beso y me dejó en cama, a solas con la sensación de que jamás lo conseguiríamos, aunque albergando una ínfima esperanza de que quizás hubiese algo que hacer.
El día fue caluroso, típico de principios de junio. Se pasó rápido entre paseos a caballo por la mañana y charlas con mis cocineras por la tarde. Ahora prefería no importunar demasiado a Rachel y Esther por las mañanas puesto que tenían que ocuparse también de la comida de los demás empleados desde que Herman había ampliado las cuadras y construido un lugar en el que pudiesen comer para que no tuvieran que regresar al campo al mediodía. Sabía que conseguir aquello le había supuesto algún que otro quebradero de cabeza, pero el apellido Scholz rara vez fallaba a la hora de interceder positivamente en sus propósitos. Siempre había alguien en deuda con los Scholz, o simplemente desesperado por quedar bien con una de las mejores familias del régimen.
Estaba en la biblioteca de la casa cuando escuché el coche que traía de vuelta a Herman y me dirigí ilusionada a recibirle, deseosa de escuchar lo que el doctor de la familia le había dicho. Pero el hombre con el que me crucé en el rellano de las escaleras no era Herman, era el Comandante Scholz y en su rostro ardía la ira. Me aparté cuando me rebasó sin dirigirme ni una palabra, ni un gesto, ni nada que indicase siquiera que me había visto, y le seguí con la mirada hasta que se encerró en su despacho. En menos de un minuto su voz resonaba en toda la casa.
-¡Me largo, Berg! ¡¡Me largo de esta mierda de país!! – Esta vez no le estaba escuchando a hurtadillas, en realidad temía por si le escuchaban en Bremen -. ¡¡No, no, no y no!! Voy a hacer que mi madre y mi hermana abandonen Alemania y luego me iré con Erika, ¿te queda claro? – Bramó con cólera antes de hacer una pausa para dejar hablar a Berg – ¡Entonces falsificaré los papeles, capullo! – Supuse que Berg le había recordado que quizás resultase sospechoso que un cargo de las SS intentase abandonar el país con su esposa tras haber “evacuado” a su familia -. ¡No te atreverás, cabronazo! ¡No lo harás porque si lo haces, las sacaré a las tres de Alemania y me pegaré un tiro en la oficina central de Berlín después de entregar un escrito en el que detallaré tu plan de mierda!
El vértigo recorrió mi cuerpo hasta hacer que tuviese que sujetarme a la barandilla de las escaleras. Herman quería largarse de allí, y eso era lo que yo quería también. Seríamos felices lejos de aquella atroz Alemania de la guerra. Pero Berg y las SS seguramente no le permitirían hacerlo.
-Abre los ojos, Berg… no podemos llevar nada a cabo porque sabes que no es seguro enviarlos allí, ¡no si Hirsch no encuentra la forma de ponerlos al otro lado con un mínimo de garantías! Y mientras eso no ocurra, yo tengo que firmar cada día el traslado de millares de personas a la puta estación Z, llegar a casa y fingir que no soy un hijo de perra que merece el infierno. Así que Berg, me largo de Alemania. Y ni tú, ni nadie va a impedírmelo…
El silencio se hizo de nuevo y pocos segundos después un terrible golpe me hizo sobresaltarme en las escaleras. La puerta del despacho se abrió y Herman me llamó con dureza hasta acercarse y encontrarme en el rellano. Supongo que le parecí atemorizada porque luchó por relajar su expresión antes de volver a decirme algo.
-¿Vas a ir a Berlín esta semana? – Asentí mientras él se desabrochaba la chaqueta del uniforme -. Está bien, hazme el favor de hacer que vuelvan a ponerme un teléfono en mi despacho, ¿quieres? – Dijo visiblemente malhumorado al mismo tiempo que tiraba su chaqueta en medio del pasillo -. Voy a darme una ducha, hoy tengo mucho trabajo – añadió antes de desaparecer camino del baño.
Subí las escaleras y recogí su chaqueta del suelo echando un vistazo hacia el despacho entreabierto. El teléfono despedazado reposaba sobre las tablas del suelo y parte de la alfombra. Llevé la chaqueta a nuestro dormitorio, la dejé en su percha tras estirarla un poco y regresé al despacho para recoger lo que quedaba del aparato. Pero el ruido del teléfono de abajo me interrumpió. Dudé unos instantes si debía cogerlo, pero finalmente me apresuré escaleras abajo y descolgué el auricular.
Era Berg, y quería hablar con Herman. Parecía sobresaltado pero le dije que Herman estaba en la ducha y que yo acababa de llegar a casa. No me interesaba dar a conocer abiertamente que estaba al tanto de su reciente conversación, aunque él ya lo sabría porque mi supuesta ausencia – de ser cierta – resultaba demasiado oportuna. Prometí decirle a Herman que le telefonease en cuanto saliese de la ducha y me deshice de Berg para regresar de nuevo al despacho. Recogí todo y volví a la biblioteca en busca de tranquilidad y de mi cajetilla de tabaco. Que todavía descansaba al lado del cenicero que había sobre la mesa auxiliar cercana al sofá en el que había estado leyendo antes de que Herman regresase a casa.
Sostenía el libro entre una de mis manos mientras me fumaba un cigarrillo, pero en realidad pensaba acerca de la veracidad de las palabras de mi marido y sobre aquella idea de largarnos de allí sin volver la vista atrás, cosa que no me desagradaba en absoluto a pesar de saber que nuestra privilegiada posición dentro del Reich se tornaría un lastre difícil de arrastrar fuera de él. Inexplicablemente, no estaba amedrentada por la amenaza que tal cosa supondría para nuestra integridad. Estaba extrañamente decidida a largarme con Herman de allí si él iba en serio. Su brusca aparición en la biblioteca deshizo el hilo de mis cavilaciones.
-Ha llamado Berg. Quiere que le llames en cuanto puedas – le informé diligentemente.
Él me miró durante un par de segundos como si estuviese deliberando mentalmente acerca de cómo comportarse conmigo y finalmente habló.
-A la mierda Berg. Estoy harto… – manifestó mientras me cogía un cigarrillo y lo encendía para fumárselo mientras caminaba de un lado a otro de la estancia -. Erika, tenemos que largarnos de Alemania, querida – me soltó sin tapujos acercándose a una ventana.
-¿Te refieres a huir de aquí? – Inquirí aparentando no esperarme semejante cosa.
-Sí, eso es… – aceptó solemnemente tras unos minutos.
-¿Y a dónde iremos? – Pregunté tratando de imaginarme qué preguntas haría una mujer completamente ajena al mundo en el que se mueve su marido.
-A Suiza – contestó con decisión -. Está cerca y es neutral. No tiene tratado de extradición de ninguna clase con el Reich. Iremos a Berchstesgaden unos días, trataré de hacer que mi madre entre en razón e iremos con ellas a Suiza. Si ella no quiere dejar el país, nos llevaremos a Berta.
<> pensé al verme otra vez realizando el mismo éxodo. Suiza era la tierra prometida en la que yo había crecido. Un lugar al que no obstante, no quería volver.
-Está bien – le dije sin discutir su plan -. ¿Puedo al menos saber por qué tenemos que irnos?
La estancia se inundó de repente de un silencio gutural que no se rompió hasta pasados unos minutos eternos para mí.
-Porque no aguanto más, querida – murmuró con un débil y angustiado hilo de voz que se ahogó al final de sus palabras.
Me levanté del sillón para dirigirme a su lado, pero él se dio la vuelta y cruzó con paso firme el umbral de la puerta sin decir nada más.
Íbamos a huir. Me lo había dicho claramente y parecía no haber vuelta atrás. Me preguntaba qué le había hecho hacer tomar una decisión tan irrevocable pero estaba claro que fuera lo que fuese, le había afectado sobremanera. Quizás las cosas no habían ido bien en Bélgica, o quizás la enigmática Estación Z fuese la causante de todo aquello. Lo cierto es que todas esas cosas perdieron mi interés, porque yo me veía ya lejos de Alemania, donde términos como “Solución Final” ya no serían un objetivo acerca del cual indagar, y donde mi vida con Herman sería completamente normal.
Abandoné la biblioteca impulsivamente y tras una breve visita a mi antigua habitación, me presenté en el despacho de Herman con los últimos pasaportes falsos que me habían enviado. Había llegado el momento. No teníamos por qué huir hacia Suiza, podíamos abandonar Europa utilizando Inglaterra o la Francia no ocupada como escala. Los documentos que me habían enviado incluían también documentación con nombres falsos para ser utilizados en territorio alemán, y era más seguro no utilizar el apellido Scholz para que nadie pudiese anticiparse a nuestros movimientos, ni siquiera Berg. Además, para cuando mis superiores se diesen cuenta de que habíamos huido, no podrían hacer nada. Su madre y su hermana tendrían que trasladarse a Suiza por su cuenta, pero ellas eran libres de hacerlo en cualquier momento, pues no desempeñaban ningún cargo de relevancia dentro de aquella organización del terror que eran las SS.
Me acerqué a él desde su retaguardia, observando por encima de sus hombros cómo revisaba ciertos documentos de la caja fuerte del despacho. También pude ver que guardaba allí una pistola, hecho que me hizo preguntarme si de verdad era prudente poner las cartas sobre la mesa en aquel momento, cuando tenía inmediato acceso a un arma de fuego y yo ni siquiera tenía a mano un mísero abrecartas. Nunca sería prudente poner las cartas sobre la mesa, siempre lo había sabido. Pero sí que tenía que acabar mostrando algunas cartas, y eso es lo que eran aquellos pasaportes que contenía el sobre que apretaba con fuerza sobre mi torso.
-¿Qué haces? – Pregunté con cierta inseguridad.
-Estoy ordenando la documentación. Escucha, voy a meter unos papeles en esta carpeta – me dijo mostrándome un portadocumentos con el sello del Reich. No sé cuando nos iremos, pero si algún día telefoneo a casa para decirte que prepares el equipaje, tienes que ocultar esta carpeta entre nuestras cosas como sea, ¿me has entendido?
-No sé la contraseña de la caja fuerte, Herman – la voz me temblaba a causa del inminente momento de contarle que tenía documentación inglesa para los dos.
Él hizo una pausa para volverse con condescendencia hacia mí y tras poner el peso de sus implacables ojos sobre mi rostro, me contestó como si la contraseña fuese obvia.
-Es la fecha de nuestra boda.
Me sentí idiota al darme cuenta de que durante todo aquel tiempo había tenido la contraseña de aquel espacio blindado no sólo en mi cabeza, sino incluso grabado en mi propia alianza de boda.
-¿Qué llevas ahí? – Quiso saber posando su mirada en el sobre que yo sujetaba entre mis brazos.
<> repetí una y otra vez para mis adentros. <>. Por supuesto, no había sido tan imbécil de no pensar en una explicación plausible para explicarle por qué estaba yo en posesión de semejantes documentos cuando llegase la hora. Pero ello no evitaba que mi corazón galopase a medida que se incorporaba sin quitarme los ojos de encima.
Le extendí el sobre tratando de respirar hondo. Él lo cogió extrañado y analizó su exterior antes de separar las solapas que le daban acceso al interior. Un nudo en mi garganta imposibilitaba el ritmo normal de mi respiración al mismo tiempo que mis rodillas amenazaban con fallarme. Creí que me desmayaba cuando los párpados de Herman se abrieron al máximo, dejando aflorar su incrédula sorpresa al abrir uno de los pasaportes.
-¿Dónde coño has conseguido esto? – Me exigió con una voz autoritaria mientras vaciaba todos los documentos sobre el escritorio del despacho.
Quería contestarle. Quería soltarle mi excusa, pero sólo era capaz de mirarle enmudecida mientras examinaba de cerca un visado francés a su nombre.
-¿Erika…? – Insistió de nuevo.
-Mi padre… – logre articular pobremente -. Mi padre era profesor en la Universidad – no mentía, lo había sido. De hecho solía llevarme a pasear por el campus universitario alguna tarde. Pero él creía que mi padre había muerto meses después que el suyo, y yo tenía que entrecruzar la verdad con la mentira para tejer una meditada verdad a medias -. La clase intelectual, Herman… ¿recuerdas que fue la primera en renegar del Reich? – Pregunté un poco más segura. Él asintió sin entender todavía nada -. Bueno, él no huyó a otro país, dejó su trabajo y regresamos al pueblo. Pero muchos de sus amigos sí lo hicieron, y un par de ellos han colaborado activamente con las fuerzas de la resistencia francesa, y ahora también con los británicos… de modo que tienen contacto con las embajadas. Mi hermano buscó la manera de ponerme en contacto con ellos antes de irse a Norteamérica.
Ya estaba. Lo había hecho. Le había soltado mi excusa con una voz más que firme, dadas las circunstancias. Pero me impacientaba de manera exponencial al comprobar que él no decía nada al respecto. Comenzaba a creer que ni siquiera tendría tiempo de poner una mano sobre el pomo de la puerta antes de que una bala – o quizás una hostia sin precedentes – alcanzase mi cabeza. Pero mi marido se pronunció finalmente. Y lo hizo de una forma muy calmada.
-¿Me estás diciendo que esta documentación no es falsa, sino que ha salido de la mismísima embajada británica? – Repitió con una mueca de infinito desconcierto. Su pregunta tampoco sirvió para tranquilizarme. Yo sólo pensaba en que si él se daba la vuelta hacia aquella caja fuerte, yo tenía que salir corriendo sin pensármelo dos veces.
-Sí. Eso mismo… – balbuceé tras pensar que no tenía ni idea de si la habían sacado de la embajada o si había sido tramitada por otras vías.
-Erika Scholz, ¡¿tienes contacto con las embajadas del frente enemigo?! – Me exigió absolutamente descolocado. Yo no tuve más remedio que guardar silencio ante aquella reacción. Dudaba incluso de que mis piernas pudiesen sacarme de allí a tiempo, sólo quería llorar -. Por el amor de Dios, Erika, ¿tienes idea de lo que habría pasado si alguien llega a enterarse de esto?
-Bueno… yo no tengo contacto directo con las embajadas, Herman… – me defendí sin mentirle. Después de todo, siempre me mandaban intermediarios -. Los amigos de mi difunto padre…
-¿Los amigos de tu difunto padre te tienen en tan alta estima como para conseguirte el visado de alguien como yo sin más? ¡No me jodas, Erika! ¡¿Pretendes que me crea que te han dado una vía de escape para alguien cuya cabeza fuera del Reich vale oro?! – Me espetó con el rostro inyectado en sangre mientras blandía un pasaporte en el aire – ¡¿Qué coño te han pedido a cambio?! ¿Eres idiota o qué narices te pasa? ¡¡Si utilizo esta documentación estarán esperándome con un batallón de infantería al otro lado de la frontera!!
Mi cuerpo se encogía sistemáticamente a medida que Herman lanzaba confabulaciones a granel. Era evidente que no sabía qué pensar y yo tampoco había previsto la evidente posibilidad de que desconfiase de las intenciones de una embajada enemiga. Un error imperdonable que no hubiese cometido con ninguna otra persona. Pero el oficio ya se me había olvidado, o quizás mi cabeza le había hecho inmune a mis artimañas. El caso es que hacía ya tiempo que yo sólo era la esposa de Herman. El hecho de que tuviese que remitir informes sobre él o las tácticas militares de las que él estaba al corriente, parecían solamente hechos circunstanciales. Suficientemente sorprendida me encontraba con que me costase mentirle después de todo lo que le había mentido hasta ese momento. Pero tenía que hacerlo, sólo una vez más. Tenía que conseguir que no desaprobase la utilización de aquellos visados y todo sería normal.
-Herman, por favor, nadie va a detenerte… – afirmé a trompicones -. Es cierto que se mostraron reacios a darme para ti lo que les pedí para mí. Pero les dije que no me interesaba nada de lo que pudiesen ofrecerme si no podían sacarme de aquí contigo.
Él meneó la cabeza negándose a creerlo. Permaneció unos segundos en silencio mientras miraba la documentación de nuevo y tomó aire un par de veces antes de hablarme de nuevo.
-¿Qué les has dado? ¿Información? ¿Documentos?
<<¡Mierda!>> pensé con absoluta desesperación. Yo nunca le subestimé, pero al parecer, sí que me había sobreestimado a mí misma. Acababa de descubrirle mi juego de manera gratuita, y ahora no podía tirar por aquel espinoso camino por mucho que tuviese la certeza de que él supiese que había dado algo a cambio. ¡Menuda gilipollez creer que él aceptaría aquello sin hacer preguntas! Quizás tenía que haber esperado a que las bombas del ejército aliado estuviesen cayendo sobre nosotros. Sí, supongo que me lo había imaginado de esa manera, entonces él – consecuentemente con la situación – no hacía tantas preguntas. Pero los Aliados más cercanos eran los prisioneros que habían sido capturados y confinados en los campos y Herman quería explicaciones.
-Dinero – le mentí desesperanzada
 

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-¡Y una mierda! Norteamérica les suministra desde antes de que nos casásemos y ahora lucha a su lado. No me mientas, ¿qué te pidieron a cambio? – Insistió de manera implacable. El llanto comenzó a surcar mis mejillas ante el callejón sin salida en el que me hallaba -. No voy a hacerte nada, Erika. Sólo quiero saber qué les interesa.
Su voz era ahora pausada, casi sincera, pero todavía alterada y desconcertante.
-Los campos de prisioneros – dije finalmente. Todavía podía jugar la baza de contar sólo una parte de la verdad -. Querían que les contase todo lo que sabía acerca de tu trabajo, de los campos y del trato que recibían los concentrados en los campamentos. No me pidieron nada específico, sólo lo que pudiese saber por estar casada contigo… – mentí de nuevo.
-¿Prestaste una declaración formal? – Inquirió con preocupación.

-No, no. No se me hubiese ocurrido poner nombre a esa información – me apresuré a decir -. Todo fue extraoficial. Saben que todo cuanto sé es por ti, pero no les di nada hasta que me aseguraron tu impunidad. Los documentos eran para cuando terminase la guerra, me prometieron que no habría cargos contra ti y que el salvoconducto que nos facilitarían para abandonar Alemania sería de confianza – declaré enfocándole con mis empañadas córneas. Él sólo me devolvía una mirada que por veces expresaba cierta desconfianza, hiriéndome con ese sencillo gesto. No podía decirle la verdad, sería la gota que colmaría el vaso. Pero tenía que encontrar una versión que bailase en esa penumbra que queda entre la mentira y la verdad, y que le sirviese para volver a mirarme con los mismos ojos de siempre -. Yo me vendería a mí misma antes de venderte a ti, Herman – le afirmé con total sinceridad -. Todo lo que les di, fue a cambio de tu seguridad.
Le vi guardar todo de nuevo en el sobre con un ademán pensativo y caminar hacia la caja fuerte. Mi cuerpo al completo se estremeció al pensar en aquella pistola que había visto allí, pero mi única reacción a parte de ésa, fue un aumento del caudal de mi llanto en lugar de salir corriendo como tenía pensado. Él guardó el sobre en la caja y cerró el mueble de nuevo. Respiré más aliviada al comprobar que no había cogido el arma y se sentó en la tosca silla que había tras el escritorio con el mismo gesto de cavilación.
-¿Sigues en contacto con ellos? – Negué con la cabeza provocándole una inesperada y mínima mueca de contrariedad – ¿Todavía puedes contactar con esos amigos de tu padre?
Había cierta nota de esperanza en su voz. Algo que yo no comprendía y que irracionalmente me vi obligada a satisfacer.
-Sería difícil, pero podría intentarlo – contesté albergando ciertas dudas.
-Inténtalo.
-¿Para qué? – Inquirí asombrada de la nueva actitud que acababa de adoptar.
-Diles que lo sé todo y que no me importa. Hay algo muchísimo más importante con lo que podrían ayudarme, y quiero que lo hagan.
-Herman… no van a ayudarte por las buenas… – musité atónita.
-No, claro que no. Pero quieren información acerca de la gestión de los prisioneros, ¿no? Entonces les interesará saber que hemos encontrado la manera de sacar de Alemania a grupos de prisioneros cada cierto tiempo. Pero no podemos simplemente cogerlos y ponerlos al otro lado del frente, porque para sacarlos de aquí tenemos que hacer constar su muerte. La mayoría moriría igualmente, y los que sobreviviesen contarían la historia de cómo llegaron al otro lado, poniendo así alerta al mando alemán cuando empiecen a circular rumores sobre prisioneros que en lugar de morir, aparecen en la Francia Libre o en Inglaterra. Pero si las embajadas se ocupan de ellos en cuanto pongan los pies en su territorio, aparte de asegurarse de que no se conviertan en ciudadanos de ninguna parte y de que la prensa no sepa jamás que existe un goteo de prisioneros hacia territorio enemigo… sería un buen negocio, puesto que hacerse cargo de ellos incluye, por supuesto, la toma de declaraciones extraoficiales que seguro le interesarían a más de un órgano militar.
-¿Cómo vas a sacar a prisioneros de Alemania? – Pregunté absolutamente descolocada tras meditar lo que acababa de contarme.
Sabía que para hacer que los trabajadores de casa constasen como “esenciales”, según la nueva normativa de trabajo, ya había tenido que utilizar su apellido, las influencias de éste y algo de dinero. De modo que sacar a gente no sólo del campo, sino del país, me parecía una locura descomunal.
-Berg me envió a Krüger a Sachsenhaussen por algo… ya escuchaste lo de los niños, pero hay más. Los prisioneros de Krüger son especialistas en los distintos campos de la falsificación, así que Berg nos ha enviado desde el mando distintos formularios y documentación relativa a operaciones secretas para que los prisioneros los falsifiquen. Con esos papeles se autorizaría el desplazamiento, supuestamente secreto, de un grupo de prisioneros a Breendonk, en Bélgica. El campo de Breendonk está bajo la tutela de Hirsch, que consiguió el puesto a cambio de un favor que se le debía a mi familia. Hirsch recibe el convoy en un barracón destinado a prisioneros de tránsito y los aísla del resto. El pueblo está cerca del paso de Calais, donde sólo treinta y dos kilómetros y medio separan a Inglaterra del resto de Europa. Así que en esa zona, algunos campamentos de ayuda humanitaria reciben soporte de cooperadores británicos. Hirsch, Berg y yo ya confirmamos que ellos estarían dispuestos a recoger a los prisioneros y ponerlos en suelo inglés embarcándolos en algún vuelo o buque de aprovisionamiento. Pero esas organizaciones se mantienen al margen de los Gobiernos, de ahí que puedan operar desde ambos territorios sin oposición y que no puedan garantizarnos qué pasará con esa gente cuando llegue al otro lado.
Sopesé toda la cadena de acciones que habían montado y formulé las evidentes preguntas.
-¿Pero por qué todas esas molestias de falsificar formularios y autorizaciones de operaciones secretas si en caso de que alguien se diese cuenta de ese viaje programado, el hecho de que los prisioneros procediesen de Sachsenhaussen, donde hay un grupo de prisioneros dedicados a la falsificación, y se dirigiesen a Breendonk ya apuntaría a Krüger, a ti y a Hirsch? ¿A nombre de quién se autorizan esos traslados supuestamente secretos? y, ¿cómo consigue Hirsch dejar esa gente en manos de una organización de ayuda humanitaria?
-Que los papeles sean falsos induce a creer que la ruta de traslado es aleatoria y que traslados así han estado sucediendo en más campos. Preferirían comprobarlo antes de meter un apellido como el nuestro en semejante traición, y sólo cuando hubiesen verificado que es un hecho aislado, el lugar de origen y destino de la marcha serían incriminatorios. Pero si eso sucediese, la competencia de tal asunto sería de la oficina central de las SS. Es decir, Berg sería de los primeros en estar al tanto de algo como eso y daría la voz de alarma. El tiempo que tardasen en atar cabos sería el tiempo del que todos nosotros dispondríamos para abandonar Alemania con la documentación falsa en la que los prisioneros de Krüger ya están trabajando – hizo una pausa tras contestar a mi primera pregunta y luego continuó hablando -. Yo me encargo de incluir a los prisioneros en un listado de bajas antes de que abandonen el campo de Sachsenhaussen, pero no lo tramito oficialmente hasta que Hirsch los haga “desaparecer”. Así que durante todo el viaje, de cara a las oficinas de Sachsenhaussen son bajas pendientes de tramitación, y de cara a los oficiales que puedan exigir la documentación de esos pasajeros en distintos puntos de control, son sujetos protegidos por una operación secreta encubierta. Eso les imposibilita para exigir más información… ni siquiera estarían autorizados a reclamar un listado de nombres, ya que eso sería responsabilidad de los oficiales que figurasen en los documentos, y ésos, son siempre nombres al azar que Berg nos facilitará desde las oficinas centrales. Cuando llegan a Hirsch, él sólo tiene que aislarlos hasta que se le presente la oportunidad de llevarlos clandestinamente a un lugar en el que los recogerán discretamente las organizaciones de ayuda humanitaria. Y como la “operación secreta” ha sido realizada a espaldas del mando y con documentación falsa, en lugar de firmar actas de conclusión de operaciones y remitirlas, tiene que deshacerse del papeleo. Breendonk es el campo más pequeño del todo el territorio, así que él es quien organiza todo, si algún subordinado preguntase, él sólo tendría que decir que eran prisioneros de tránsito de una operación secreta y que ya se ha encargado. Nadie sospechará de su juicio.
El plan que todos ellos habían organizado a espaldas de todo el mundo me había dejado absorta y maravillada. Aunque también era consciente de que por muy seguro que pudiese resultar con todas esas facilidades que todos ellos tenían, cabía la posibilidad de que alguien tirase del hilo, y entonces les aniquilarían a todos sin ningún reparo.
Aquella noche apenas dormimos, pero dimos buena cuenta de una cajetilla de tabaco mientras me detallaba todavía más el arriesgado cometido que se traían entre manos. Me aterrorizaba la idea de que terminasen ajusticiados por el Reich, pero parecían tener claras las vías de escape a su alcance en caso de que algo saliese mal. Se interesó más por mi padre, y aunque preguntaba acerca de ese misterioso hombre que había muerto meses antes de que nos casásemos, yo contestaba a sus preguntas citando a mi verdadero padre siempre que me era posible. Me sorprendió que no me pidiese nombres, ni que no quisiera tomar parte activa en el contacto que me había pedido que estableciese con los supuestos amigos de mi padre para que mediasen por los prisioneros que ellos se comprometían a evacuar a espaldas del régimen. Parecía fiarse de mí, aunque yo no descartaba que más adelante quisiera asegurarse de que nadie quedaba a expensas de recibir una sucia puñalada trapera.
Yo también hice mis preguntas, y me contestó a la mayoría, pero se negó a hablarme del motivo por el que, hacía apenas unas horas, tenía la firme idea de irse de Alemania. Algo visceral me indujo a archivar la misteriosa causa cerca del término “Solución Final” dentro de mi cabeza. Quizás porque era otra incógnita como lo era el término, o quizás no anduviese muy desencaminada, pero la cuestión era que los pasaportes que yo había presentado con la intención de acelerar la huída, no habían hecho más que posponerla.
Tardé dos semanas en recibir una respuesta de mis superiores. Dos semanas tensas que Herman y yo dedicamos a buscar un médico que supiese decirnos algo más que: “Habría que someterla a cirugía para evaluar los daños en la matriz”. Un proceso delicado que la mayoría me desaconsejaba al contarles los verdaderos motivos de mi esterilidad – que también era la razón por la que siempre tenía que ingeniármelas para que Herman no me entrase conmigo en las consultas -. A pesar de nuestros esfuerzos, ninguno supo decirnos nada nuevo.
Por otro lado, la respuesta de mis superiores fue la que esperábamos. Estaban dispuestos a hacerse cargo de los prisioneros y me hicieron llegar un sobre con las instrucciones que teníamos que llevar a cabo. Querían saber de antemano el número de personas que se enviaban y los nombres de éstas para elaborar su documentación, así como unos cuantos requisitos más acerca del lugar de recogida, o de la organización de ayuda humanitaria que iba a ayudarnos en Breendonk.
Herman aceptó todo en un principio, pero un par de días después manifestó que había un gran problema al respecto. Berg no estaba de acuerdo con el cambio de planes. Al parecer, Krüger se lo había tomado con algo de desconfianza al principio, pero él se había opuesto enérgicamente a cooperar con “supuestos contactos de confianza en las embajadas”. Alegaba que se arriesgaban demasiado como para introducir en el plan a potenciales interesados en sus pellejos. Y por supuesto, yo había perdido para él toda confianza al tener tales contactos. Incluso a pesar de que me apostaba un brazo a que Herman había obviado el detalle de mencionar que les había dado información a cambio. Bien pensado, Berg no era tan tonto como para no llegar a la misma conclusión que Herman. Si no preguntaba, era porque siempre iba un paso por delante y sabía que éste no le diría ni una palabra. De modo que entendí su desconfianza y acepté cenar con ellos en un hotel de Berlín al día siguiente para defender mi posición e intentar convencer a Berg de que nadie estaba interesado en que ninguno de ellos saliese mal parado de todo aquello.
No tocamos el tema durante la cena, puesto que fue en el restaurante, pero Krüger fue el encargado de reservar una habitación a la que subimos tras la escueta velada, y tras servir cuatro copas bien cargadas, Berg fue al grano al mismo tiempo que soltaba la primera bocanada de humo de su cigarro.
-Bien, todos estamos al tanto de las acusaciones que vamos a discutir esta noche, así que, ¿qué alega la dama para justificar la posesión de documentación expedida desde territorio enemigo?
-Sabes perfectamente lo que alego porque mi marido te lo ha contado. Así que, ¿qué alega el General para considerar que mis contactos no son de fiar? – Repuse sin amilanarme. No le debía gratitud alguna a alguien que no se fiaba de mí.
Krüger puso los ojos como platos y Herman emitió una débil risa mientras encendía un cigarrillo y se recostaba en el sofá mirando fijamente a Berg.
-Alego que si fuesen de fiar, los habrías mencionado hace tiempo.
-Quizás sí si supiese que podrían ser de ayuda, pero no soy la única que mantiene sus planes en secreto, ¿no? Por otro lado, déjame decirte que lo último que se me ocurriría sería hablar con el mando militar de amigos de mi familia que buscaron refugio político en el bando enemigo desde un principio. Gente que siempre tuvo claro que no serían partícipes de nada que tuviese que ver con el Reich ni con su régimen fascista, y que prefirió dejar su país antes que jurar una lealtad que tarde o temprano acabarían quebrantando.
Ahora los tres me miraban atónitos. A esas alturas, yo no podía evitar mentir más de lo que hablaba, pero aún así, me había permitido el lujo de poner a un General de las SS en su sitio. Y me hubiese encantado decirle algo más, pero él se me adelantó.
-Está bien, no necesito saber cómo ha llegado esa gente a tener trato con las embajadas, ni cómo han conseguido recibir tratos de favor de ellas – dijo como si el hecho careciese de importancia -. Pero me niego en rotundo a aceptar la ayuda de nadie con quien no haya negociado primero. Si no midiese cada palmo de mi confianza, todos nosotros estaríamos muertos hace mucho tiempo.
-Me temo que será imposible, Berg – contesté tras sopesar la situación en la que se hallaba el país. Sería sumamente difícil enviar a alguien. Aunque por otra parte, sabía que siempre había alguien lo suficientemente cerca de quien podían echar mano como intermediario. Pero si estuviesen dispuestos a hacerlo, lo habrían enviado a darme las instrucciones que me habían hecho llegar por escrito -. ¿Qué quieres negociar exactamente?
-¿Cómo que qué quiere negociar? – Interrumpió el Mayor Krüger -, ¿acaso nosotros no estamos en el ajo? Si íbamos a jugarnos las pelotas con el único respaldo de una documentación falsa, yo personalmente, me las jugaré más tranquilo con un blindaje como el que le habías procurado a tu marido – me explicó con su habitual tono de informal convicción.
-Yo puedo encargarme de eso – le dije volviéndome hacia Berg. Pero él negó de nuevo con la cabeza.
-No. No me harás cambiar de opinión, Erika. Me da igual con quien estés casada. Me reservo el derecho de confiar en quien crea oportuno y mi acertado criterio me ha mantenido a salvo todo este tiempo. No confiaré en nadie con quien no hable, así que me da igual el tiempo que tardes, pero conciértame una cita con alguno de ésos diplomáticos que dice que va a ayudarnos. No me importa el día, la hora ni el lugar. Sólo quiero que no vaya armado, que me demuestre que está acreditado por la embajada de su país y que efectivamente colaborarán.
-Está bien – aceptó Herman mientras yo pensaba en lo que me pedía. No retiré su palabra porque probablemente pudiese hacer algo si Berg me daba todas aquellas libertades para organizar una reunión -. Concertará un encuentro fuera de Berlín, es más seguro. Pero tú te comprometes a no permanecer escéptico, ni a juzgar precipitadamente a esa persona, aunque necesites dos días de entrevista para estar seguro.
-Krüger vendrá conmigo y te contará de primera mano los detalles de la “entrevista”, Scholz, ¿suficiente? – Herman asintió mientras se levantaba para caminar hasta la ventana, apartó la cortina y permaneció allí, echando una ojeada al tiempo que encendía otro pitillo.
 
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-Sí, por supuesto que iré – añadió Krüger -. Aunque quiero que quede claro que a pesar de que todo esto me genera un par de dudas que no plantearé por consideración, albergo la suficiente confianza como para creer que no se trata de ninguna conspiración británica para hacerse con un puñado de nazis. Carece de sentido alguno si por otra parte tienen la posibilidad de recoger a prisioneros que han convivido con su enemigo, así que supongo que me fío de tus contactos. Pero anticípales que queremos protección, no estará de más – matizó dirigiéndose a mí.

-También podrías venir tú, muchacho – lanzó Berg con cierta malicia como si pudiese haber alguna trama oculta en el hecho de que Herman, en un principio, no fuese a acompañarles a la entrevista -. Casi estoy pensando que lo mejor será que conozcas de primera mano a quienes van a estar al otro lado.
Apreté la mandíbula ante el grosero gesto que acababa de tener, esperando a que Herman no me dejase mal y aceptase su propuesta sólo para dejar claro que se fiaba de mí. Pero hizo algo mejor.
-Comprendo vuestra desconfianza, Berg. Pero como bien dijo Krüger; eran mis pelotas las que ella había blindado. De modo que espero que vosotros comprendáis que no estoy en el derecho de dudar de ella – contestó sin inmutarse.
-¡Joder! ¡Haz lo que te venga en gana! Pero si algo sale mal, espero que tengas las agallas de hacer lo que tienes que hacer… – murmuró Berg con cierto cabreo en la voz.
El silencio reinó de repente en la habitación. Aquel: “lo que tienes que hacer”, era sin duda pegarme un tiro. Y a Herman no le gustó nada, porque se dio la vuelta y avanzó un par de pasos hacia el sillón en el que Berg estaba antes de que Krüger se levantase rápidamente y le echase la mano al pecho para detenerle.
-¡Claro! Si algo saliese mal, tú ya lo tendrías todo bien atado para que esos hijos de puta supiesen que Erika está detrás de todo, ¿no? – Herman iba a seguir hablando pero Krüger le interrumpió haciéndole retroceder de nuevo hacia la ventana.
-Está bien, señores. Creo que llegados a este punto en el que estamos empezando a olvidar que todos estamos aquí por una causa común, será más prudente retirarnos. Vámonos Berg, mi mujer debe preguntarse dónde demonios me meto últimamente…
-Pues ándate con ojo, con las mujeres uno nunca sabe a qué atenerse – murmuró el General mientras se levantaba y se encaminaba hacia la salida -. Espero noticias suyas, señora Scholz – añadió antes de abrir la puerta y perderse en el pasillo.
Krüger se despidió con un amable gesto y le siguió dejándonos a solas en la habitación.
-Siento lo de Berg. Tiene derecho a pensar lo que quiera, pero no a insinuar abiertamente que no eres digna de confianza – dijo Herman tras unos minutos de silencio.
-No importa – dije levantándome sin querer darle demasiada importancia.
-Sí importa – insistió arrojando la colilla por la ventana antes de apresurarse a pasarme sus brazos alrededor.
-Entiendo vuestra desconfianza, Herman… – declaré sin ningún reparo.
No podía culparles por no fiarse de mí en aquellas circunstancias. Ya suponía un logro sobrehumano que Herman se hubiera tragado mi versión y que Krüger se reservase esas dudas por consideración. Quizás Berg era el único que tenía narices de decir lo que verdaderamente opinaban sobre todo aquello.
-Yo no desconfío de ti… – me dijo con una suave voz cerca del oído -. ¿Sabes una cosa?
-¿Qué? – Inquirí con despreocupación tras deshacerme de sus brazos para encenderme un cigarrillo.
Esperó a que le diese un par de caladas tomándose un trago de su copa y sólo cuando e insté con la cabeza a contestarme, habló de nuevo.
-Cuando le cortaste las alas a Berg… – comenzó dibujando una juguetona sonrisa que acentuó a medida que se acercaba a mí – …creí que me corría, querida.
Ambos nos echamos a reír al unísono tras escuchar aquello. Después, cuando nos serenamos un poco, me ofreció con un gesto el último trago de la copa que todavía tenía en la mano. La acepté sin decir ni una sola palabra y dejé que él se ocupase mientras tanto del cigarrillo que yo tenía entre manos.
-Bájate los pantalones, Her – le pedí dejando la copa vacía a un lado.
-Lo haría, querida – contestó impasible mientras daba una calada -. Lo haría si no se me hubiese metido en la cabeza la idea de que tú misma me los bajarías, y eso me ha traído de cabeza desde que salimos de casa…
Aguanté la risa ante aquella absurda respuesta mientras me acercaba a él para desabrochar sus pantalones y dejar que la gravedad hiciese el resto. Los dos miramos absortos cómo su cinturón golpeaba el suelo al mismo tiempo que la prenda. Ni siquiera había rozado su piel y bajo sus calzoncillos ya se notaba cierta protuberancia. No sé exactamente qué le había excitado, pero mi cuerpo comenzaba a sentir la irrefrenable atracción que aquella visión me provocaba.
Me acercó el cigarro a la boca y aspiré por la boquilla antes de que me lo retirase. Esperaba algún comentario acerca del siguiente paso mientras nos mirábamos a los ojos dejando entrever las ganas de darlo, pero no llegó. De modo que me arrodillé por propia iniciativa y tras acariciar expectante el apéndice que dibujaba aquel saliente en su entrepierna al pugnar por salir a mi encuentro, bajé lentamente aquella prenda, encontrándome cara a cara con aquella verga en alza.
Tenía claro para qué me había molestado en arrodillarme, y Herman también, por eso mi tacto se la había hecho crecer de aquella manera, porque seguramente ya estaba pensando en lo que iba a hacer a continuación. Me la metí lentamente en la boca y comencé a lamerla mientras veía de refilón el satisfactorio gesto de su cara.
Sujetó mi cabeza con una mano mientras utilizaba la otra para dar la última calada y apagar el cigarrillo en el cenicero. Cerrando su mano sobre un mechón de mi pelo y dirigiéndome suavemente para que no perdiese el ritmo. Siempre me ha parecido curioso el hecho de que no pueda evitar pensar en que me apasiona chupársela mientras lo hago. Supongo que, en general, me excita demasiado verle completamente entregado a lo que le hago, entonces la felación se me antoja perfecta para disfrutar de esa visión. Cuando me está penetrando, mis ojos suelen buscarle siempre que pueden, pero mi cabeza casi nunca está tan consciente como cuando le hago una felación.
Me la tragué entera sin previo aviso, haciendo que su expresión se contrajese al tiempo que atrapaba el labio inferior bajo sus dientes, y a continuación me miró de un modo inquietantemente posesivo mientras me la sacaba de la boca y la lamía de principio a fin sin retirar mis pupilas de las suyas. La mandíbula inferior se le cayó ligeramente a medida que yo repetía la operación un par de veces, hasta que él me indicó que me incorporase.
Lo hice mientras se deshacía de la ropa de su mitad inferior en apenas unos segundos. Me miró como si se estuviese pensando qué hacer a continuación y tras quitarse la camisa sin molestarse en desabrochársela me dio la vuelta para bajar lentamente la cremallera que mi vestido tenía en la espalda.
-Ven aquí… – murmuró mientras me conducía hacia una pared de la estancia.
Sentía su pecho cerca de mi columna, mientras sus brazos me guiaban hasta que abandonaron mi cintura para deslizar los finos tirantes del vestido hacia abajo. La prenda cayó hasta mi cintura, donde él tiró un poco más para hacer que se precipitase al suelo.
-Quítate el resto, querida…
Sonreí hacia el papel de la pared que constituía un testigo mudo de todo aquello y me deshice del sostén. Sus manos no tardaron nada en abarcar lo que antes contenía la prenda pero no me resistí, me dejé hacer mientras me inclinaba ligeramente para hacer lo mismo con mis bragas, notando el cálido aguijón que ya había tenido en mi boca al tiempo que una cuidadosa cadena de besos se depositaba sobre mi espalda.
Creí que me haría esperar, pero quizás no mintiese cuando me dijo que había estado a punto de correrse porque me penetró apenas me incorporé de nuevo y tuve que apoyarme con las manos en la pared para no perder el equilibrio.
Elevé las caderas, mostrándome pasiva y entregada a sus acometidas, sin el menor atisbo de objeción a algo que me resultaba exquisito. Sentía su miembro deslizarse adentro y afuera a un ritmo que en algunas ocasiones se me antojaba vertiginoso, y en otras podía llegar a parecerme parco. Todo mientras su cara respiraba sobre la piel de mi espalda, posándose sobre ella para besarme o lamerme. Cualquier cosa me valía, las dos me hacían jadear por igual.
Intenté echar un ojo hacia atrás, pero me resultaba imposible ver su rostro con claridad porque sus brazos se aferraban a mi cintura como si detrás de él se abriese un abismo al que no quería caerse. Apreté mi mandíbula y estallé en un gemido al tiempo que torcía de nuevo mi cara hacia la pared. Cerrando los párpados para deleitarme en lo que acababa de ver. En cómo me sujetaba mientras se afanaba desesperadamente por penetrarme. Perdiéndose en el mismo placer que yo. El mismo que nos hacía gemir al unísono.
Incliné mi espalda hacia adelante, casi hasta apoyar mi pecho sobre la pared al tiempo que mi cuerpo parecía quebrarse con un floreciente orgasmo que una vez consolidado, sacudió mis entrañas haciendo que succionasen acompasadamente aquello que lo había provocado. Me quedé sin fuerzas, respirando atropelladamente sobre el papel de pared mientras Herman me sujetaba más fuerte y reducía el ritmo hasta embestirme con profundos empellones más espaciados en el tiempo. Los espasmos de su miembro dentro de mi sexo y la inequívoca fluidez que éste adoptó al deslizarse de nuevo, me indicó lo que su cuerpo había anunciado al aferrarse endiabladamente al mío.
Mi aturdimiento post-coital duró el mismo tiempo que tardaron sus besos en devolverme a la realidad. Y aunque me hubiese gustado aprovechar la cama que había allí en lugar de tener que vestirnos y regresar a casa, Herman insistió en que dormir en Berlín no era seguro.
Aquella semana elaboré un informe en el que redactaba todo lo ocurrido después de que recibiésemos las instrucciones de mis superiores y lo entregué donde siempre, a la espera de una respuesta para Berg y asumiendo que antes de que alguien se reuniese con él, me pedirían un escrito en el que figurase al detalle la versión de los hechos que Berg conocía, algo que está a la orden del día en lo que yo consideraba ya un oficio temporal que sólo tendría que ejercer hasta el final de la guerra.
Apenas tres días después, sonó el teléfono una mañana y la voz de Berg me sorprendió al otro lado del aparato.
-Erika, escucha, he pensado en lo de la otra noche… y lo cierto es que me fui de allí con un mal sabor de boca… no debí haber dicho algunas cosas. Me gustaría hablar contigo sin que nadie nos molestas, ¿qué tal si te pasas por mi despacho antes del mediodía y nos tomamos un café tranquilamente?
Su tono era cordial, así que acepté sin darle demasiadas vueltas y en menos de un par de horas estaba en el corredor de la oficina general de las SS que daba al despacho de Berg. Fue cuando vi su cara cuando constaté que algo iba mal, y no me hizo esperar demasiado para dejarme saber de qué se trataba. Sirvió pacientemente el café que me había prometido, se disculpó por los precipitados comentarios que hizo la noche de la cena y lanzó lo que había querido decirme desde un principio.
-Como comprenderás, me he hecho a mí mismo la firme promesa de no volver a precipitarme. Pero también entenderás que todavía albergue mis dudas. De modo que… corrígeme si me equivoco – me pidió con saña contenida -, tengo entendido que tu apellido de soltera era Kaestner, ¿me equivoco?
Entonces, al comprender lo que había hecho, tuve que luchar contra mi propia tráquea para ingerir aquel primer trago de café sin que pareciese que su pregunta me había hecho atragantarme. El muy cabrón me había rastreado. Y seguramente quisiera hablar de cómo Erika Kaestner había aparecido de la nada.
 
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