Tuvimos una cena de Navidad tranquila. Y amenazó con no serlo, porque la señora Scholz dejó caer en la comida que tendríamos un invitado e inmediatamente Herman desencadenó una lucha verbal para que Furhmann no cenase con nosotros. Su madre se parapetaba en el hecho de que era un amigo de la familia, amigo de su propio padre. Pero no calibró bien la estrategia y lo que tenía que ser un atenuante para su hijo, terminó siendo un agravante que se volvió contra ella cuando éste la dejó sin palabras al espetarle que precisamente por eso tenía que darle vergüenza no sólo lo que todo el mundo ya sabía cuando el Coronel todavía estaba vivo, sino la enorme desfachatez que supondría sentarle a la mesa de la familia el primer año que celebraban las Navidades sin su difunto esposo.

Un silencio sepulcral reinó después de las duras palabras de Herman. Temí que la señora Scholz contraatacase alegando que yo también iba a estar, aunque no tuviese nada personal contra mí y lo hiciese sólo por defenderse – yo lo hubiese hecho -. Pero sentí lástima por aquella mujer cuando se levantó silenciosamente y abandonó la mesa sin terminar de comer.
-Yo tampoco quiero que venga, Her – le respaldó Berta sin ningún tipo de preocupación.
Si no la conociese, la envidiaría. Cualquiera haría, porque parecía no enterarse de nada y ser capaz de mantenerse ajena a las verdaderas causas de las asperezas familiares. Pero en realidad, cuando uno conocía a Berta, le sobraba tiempo para concluir que se le escapaban menos cosas que a un adulto.
-Si aparece por aquí, nosotros nos vamos a cenar a Berlín, ¿de acuerdo? – Preguntó Herman con un tono que dejaba claro que su pregunta no admitía otra respuesta que la afirmativa.
Berta aceptó encantada, dando por hecho que cenaríamos en la capital. Pero la señora Scholz indicó al servicio que la mesa se dispusiese para cuatro y ambos enterraron el hacha de guerra para la velada, emulando con ello a Churchill y a Hitler. Y aunque la ocasión tampoco fue un derroche de amabilidades, por lo menos no salió a colación ningún tema demasiado espinoso. Lo más salientable fue que la señora Scholz dejó caer que pensaba acercarse al cementerio de Berlín a la mañana siguiente para ponerle flores al Coronel y que llevaría a Berta con ella para pasar la mañana en la ciudad. Después de eso, también mencionó que Herman y yo tendríamos que ir a la fiesta de Nochevieja de los Walden en representación de la familia, añadiendo con mucha sutileza y educación que sería una ocasión perfecta para que yo fuese presentada oficialmente como la pareja de su hijo ante esas amistades que frecuentaban los Scholz. La noticia no me hizo ni pizca de gracia, pero la encajé con una cara que expresaba todo lo contrario para no herir a aquella mujer que se dirigía a mí con una sonrisa casi maternal y porque a Herman pareció gustarle la idea. Al menos eso creía hasta que más tarde, cuando estuvimos solos, me confesó que le gustaba la idea de acudir conmigo pero que aborrecía profundamente esa “mierda de fiestas” que organizaban los Walden.
El día después me desperté relativamente tarde. Herman ya no estaba, solía madrugar por costumbre. Y aunque también solía despertarme por simple aburrimiento, después de amenazarle un par de veces con no dejarle dormir allí si me despertaba por las mañanas, conseguí que fuese autosuficiente las primeras horas del día. Me levanté y me acerqué a la ventana, el coche de la señora Scholz ya no estaba y todavía seguía nevando sobre la espesa capa de nieve que parecía no menguar nunca desde que se había formado con las primeras nevadas. Reparé en un par de mozos que limpiaban la pista de salto a lo lejos y supuse que Herman andaría por algún lugar con Frank. Sin Berta yo estaba oficialmente libre, de modo que me di un baño con deliberada parsimonia, me vestí y bajé a desayunar. Me entretuve un poco con los titulares del día, pero eran tan rancios como siempre, así que terminé el desayuno mientras Marie miraba por la ventana llena de curiosidad.
-Tengo que avisar al señorito Scholz, creo que ha llegado el veterinario… – murmuró.
-Deje, no se moleste. Yo se lo digo, iba a buscarle ahora – le dije antes de que saliese.
Me encaminé hacia el pasillo que daba a la puerta principal caminando sin preocupación alguna. Escuché la puerta de casa y di por hecho que Herman habría visto llegar al veterinario y que venía a por algo que necesitaba, pero la silueta que apareció no era la que yo esperaba.
-¡Joder! ¡Menuda puntería! – Dijo un demacrado Furhmann mientras se quitaba los guantes a medida que avanzaba por el pasillo – ¡señorita Kaestner! ¡Pero qué ganas tenía de verla!
No contesté, simplemente corrí escaleras arriba por puro instinto cuando noté que aceleraba el paso. Pero nos separaban apenas unos metros y antes de llegar al final del primer tramo de escalones sus pies ya pisoteaban los peldaños de un modo furioso a poca distancia de mí. Debí haberme parado a calibrar la distancia que nos separaba y la velocidad con la que la recorría, sin embargo no lo hice y una de sus manos sujetó mi tobillo por sorpresa poco antes de llegar al final del segundo tramo de las escaleras, haciéndome caer sobre los peldaños con un impacto que cortó mi respiración y me dejó tal dolor en el pecho que di mi pobre esternón por roto.
-No me monte ningún escándalo porque ya se podrá imaginar las ganas que tengo de dejarle un recado a su querido novio, ¿verdad? – Me preguntó agachándose sobre mí mientras inmovilizaba mis piernas con la planta de su pie y me obligaba a mirarle agarrándome del pelo.
Quise decirle que ya me lo temía, pero no fui capaz de contestar nada. Cuando quise permitirme esa estrecha muestra de fortaleza, sólo alcancé a toser, provocando que él me apretase la cabeza contra la superficie del escalón.
-Sabe que estuve un par de horas riéndome cuando “su suegra” me contó lo orgullosa que estaba de que su hijo eligiese a una mujer tan culta como usted. Estuve a un pelo de mencionarle las distintas culturas que domina, pero eso me deja a mí en posesión de una joya todavía más valiosa, ¿eh? ¿Cree que a Herman le hará gracia saber que su novia es todavía más rastrera que el amante de su madre al que envió a Rusia? Porque si ya me encanta la idea de decirle que se beneficiaba a su padre, no sabe lo increíblemente atractiva que se me antoja la de contarle lo bien que nos lo pasábamos mientras él andaba por ahí con sus tropas -. Me susurró antes de lamerme la cara con un gesto asqueroso – ¿cree que podrá usted hacer algo para que se me quiten las ganas de hablar? Porque va a tener que esmerarse mucho, encanto…

No iba a contestarle,
simplemente intentaba pensar en algo que pudiese jugar a mi favor. Pero mis posibilidades eran nulas. Me costaba respirar y él me obligaba a mantener mi cara en el suelo, con mis piernas bajo control. Con lo cual, opciones como intentar sacármelo de encima, golpearle o probar suerte con escapar, quedaban fuera de juego. Además, aunque Furhmann estaba visiblemente más delgado, seguía teniendo la fuerza de un hombre de su edad y complexión.
-¡Muévase! – Me ordenó incorporándose.
Necesitaba un milagro. Y nunca he sido muy creyente, pero sí lo justo como para saber que cuando los fieles esperan un milagro, se dedican a esperarlo. “Hacer tiempo”, esa fue la estrategia por la que me decanté en vista de lo poco que podía hacer. Fingiría no poder moverme con la esperanza de que alguien se encontrase semejante escena cuando el servicio comenzase en breve a realizar las labores domésticas diarias, y entonces Furhmann perdería el asalto.
-¡Me cago en la hostia! Muévase, porque le juro que le juro que voy a buscar a ese payaso de Herman y se lo suelto todo… – dijo regresando a mi lado y agachándose -. Venga, le prometo que hoy seré muy correcto. Sólo quiero hablar con usted para que me ayude con esa mierda de destino que me ha buscado nuestro Teniente favorito… otro día hablaremos del resto, ¿le parece?
Continué sin decir nada aun sabiendo que con toda probabilidad me estaba ganando un guantazo. Pero algo distrajo su atención y acto seguido se situó rápidamente sobre mí con las piernas abiertas, sujetándome por debajo de los brazos e intentando moverme. Se me hacía imposible escuchar nada con claridad más allá de los esfuerzos de Furhmann, pero deduje que venía alguien y en apenas unos segundos cesó en su intento por moverme para forcejear de manera estéril con alguien.
-Échese con cuidado hacia un lado – ordenó la voz de Herman con una forzada tranquilidad – si intenta algo o le pasa cualquier cosa a ella, le parto el cuello sin pensármelo, ¿entendido? – No sabía exactamente lo que estaba pasando porque no alcanzaba a ver nada, pero Furhmann asintió con docilidad -. Muy bien, ¡arriba!
Cuando sentí mi espalda liberada respiré con alivio y miré hacia un lado para encontrarme a Herman obligando a Furhmann a recostarse sobre las escaleras tal y como él me tenía a mí hacía unos segundos, pero rodeando su cuello firmemente con uno de sus brazos mientras que con la otra mano mantenía su nuca a buen recaudo.
-¿Usted no estaba de permiso? ¿A dónde coño va con la pistola y el uniforme? ¿Tanto le gusta su trabajo? – Le preguntó con sarcasmo mientras le desarmaba sin soltarle.
Una vez que tuvo su arma, dejó su cuello dejándole ver que le estaba apuntando mientras se acercaba para comprobar que yo estaba bien. Me dejé escrutar, levantándome para que comprobase que era menos de lo que parecía.

-Herman, muchacho, he venido a hablar contigo. Tengo que decirte algo que…

¡Menudo cabrón! Después de que Herman le hubiese encontrado en semejante situación, lo tenía tan jodido que estaba dispuesto a llevarme por delante. Pero antes de que terminase la frase tenía el cañón de su propia pistola en la mejilla. Le vi temblar ligeramente cuando Herman sacó el seguro del arma.

-Pues ya le adelanto que no le voy a escuchar. Es más, mejor cállese si quiere salir vivo de aquí porque ya sabe cómo somos en las SS con esto de apretar el gatillo.
-Vamos, no puedes disparar contra un soldado alemán que lucha con orgullo por su patria… escucha, de verdad… es algo importante… sólo déjame decírtelo y luego haz lo que quieras, ¿de acuerdo?
Mi corazón latía enervado mientras Furhmann hablaba, porque sabía perfectamente lo que iba a decirle y si Herman accedía a escucharle, estaba perdida.
-Le escucharía, pero ya sé lo que va a decirme. Erika se le insinuó, ¿verdad? – Le preguntó mientras le agarraba por el cuello del uniforme y le incorporaba para mirarle sin retirarle la pistola del cráneo -. Ya vi que lo estaba poniendo todo de su parte por seducirle… ¡qué mala es Erika! ¿No le parece? – Furhmann me miró de reojo conteniendo la rabia. Por un momento creí que iba a decir algo pero Herman continuó hablando -. Me recuerda ligeramente a aquella criada que teníamos… – yo no sabía de qué demonios hablaba ahora, pero me valía cualquier cosa con tal de que no le dejase hablar a él –…Sonja, ¿se acuerda?
El cuerpo me temblaba con cada pregunta de Herman, temiendo que Furhmann fuese a contestar algo que no se le había preguntado aprovechando el leve parón de la voz de su interlocutor. Le sobraban media docena de palabras para joderme por última vez, y eso me estaba poniendo demasiado nerviosa a pesar de contar con el detalle de que tener una pistola en la frente mientras te agarran firmemente por el cuello limita notablemente la capacidad de expresión.
-Sonja también era una de esas mujeres que no hacía más que insinuarse – continuó Herman con el mismo sarcasmo cargado de rabia que había utilizado desde que le había dirigido la primera palabra -, de hecho se insinuó tanto que el Espíritu Santo bajó una noche y la dejó encinta… ¿no?
Sus palabras me dejaron de piedra. Al menos hasta que la voz de Furhmann se coló en mis tímpanos de una manera sobrecogedora.
-¡A mí no! ¡Esa puta que…! – Gritó el muy cerdo en pleno ataque de desesperación antes de que el brutal golpe que encajó su cara le obligase a caer de espaldas escaleras abajo.
Le observé rodar atropelladamente mientras una bajada de tensión espontánea me mareaba y me hacía temblar ante lo inminentemente cerca que había estado de proclamarlo todo. Pero el estado en el que llegó al descanso de las escaleras me tranquilizó ligeramente. Sólo era capaz de emitir quejumbrosos alaridos.
-Estúpido cabrón de mierda… – lloriqueó mientras intentaba erguirse después de algunos minutos retorciéndose en el suelo –. Si no quieres escucharme tú, se lo diré a tu madre… – amenazó sacando fuerzas de donde parecía imposible –. Ella me escuchará, payaso… le contaré qué clase de zorra tenéis en casa. Sí, quizás le cuente mientras me la chupa esta noche que esa guarra por la que ahora bebes los vien…
No debió haber añadido aquello. Al menos, por el bien de su integridad no debió poner un énfasis despectivo cuando hizo referencia al sexo oral con su progenitora. Pero a mí me favoreció que su repentino ataque de arrogancia hubiera provocado que Herman bajase las escaleras encolerizado para propinarle una patada en el estómago con una destreza que ya quisieran muchos espartanos y que le impidió seguir hablando o ponerse de pie para obligarle a caer al borde del siguiente tramo de peldaños mientras se ahogaba en su dolorosa agonía.
-¡No tienes ni puta idea de lo harto que me tienes! ¡¡Ni puta idea, Furhmann!! – Le gritó sacando un genio que nunca antes le había visto mientras le sujetaba la cabeza para obligarle a mirarle.
Me acerqué un poco para llegar a ver cómo le empujaba con el pie para hacerle descender las escaleras con su cuerpo y continué bajando a un par de metros tras ellos, comprobando cómo un par de sirvientas contemplaban la escena desde el final del pasillo sin tener intención de meterse en nada, al mismo tiempo que más gente del servicio se agolpaba bajo la puerta de la cocina para ver cómo el refinado señorito Scholz, completamente fuera de sí, arrastraba a un moribundo Furhmann hacia la salida enganchándole por el cuello de su uniforme.
Le seguí por pura inercia, incapaz de imaginarme a dónde le llevaba ni con qué intención. Completamente noqueada por la espontánea y natural violencia que emanaba Herman y sorprendiéndome a la vez de que me chocase tanto que un Teniente de las SS fuese violento. Salí de mi ensimismamiento cuando Marie me rebasó apresurada, justo en el preciso instante que Herman se adentraba un par de pasos sobre el colchón de nieve que se extendía por todo el patio delantero sin dejar de remolcar a Furhmann.
-¿Pero qué ocurre? Este chico se ha vuelto loco… qué cree que está haciendo… – repetía Marie con desesperada preocupación mientras eclipsaba la puerta impidiéndome ver nada – ¡por el amor de Dios, señorito Scholz! ¡Déjele! – Gritó como si estuviese implorando por un hijo.
-¡¡Regrese a la cocina!!
Si no supiese de buena tinta que el único que estaba allí fuera con Furhmann era Herman, jamás hubiese dicho que aquella autoritaria voz llena de ira le pertenecía. Marie repitió la súplica, obteniendo a cambio la misma respuesta una y otra vez, de la misma impactante manera. Desobedeció la orden unas cuantas veces, pero terminó acatándola y se retiró echándose las manos a la cabeza.
No tuve tiempo de mirar hacia afuera de nuevo antes de que un disparo resonase enmudeciendo todo el circo de comentarios que la actitud del señorito Scholz había levantado. Me asomé instintivamente, a tiempo de ver cómo Herman arrojaba el arma al lado del cuerpo de Furhmann mientras un creciente halo carmesí teñía la nieve sobre la que reposaba su cráneo. Regresó a la casa con paso seguro y me sujetó el brazo obligándome a entrar con él. No hice ninguna pregunta, ni podría haberla hecho aunque quisiera.
-¡Marie! – Bramó colérico al borde de las escaleras – ¡llame a un médico! ¡Rápido!
-¿Un médico? ¿Ahora quiere un médico? – Le preguntó ésta conteniendo el llanto como si estuviese siendo objeto de una macabra broma – ¡le va a hacer mucho el médico a Furhmann! Ya lo creo, señorito Scholz… llamaremos al doctor para que vuelva a meterle los sesos en la cabeza, ¿no es así?
-No me joda, Marie… – le gruñó aniquilándola con sus ojos mientras se acercaba hasta dejar su barbilla por encima de la frente de la pobre mujer en shock – por mí pueden venir las ratas y darse un festín con los sesos de Furhmann, el médico es para Erika, ¡así que llámelo de una puta vez! ¡¿Me ha entendido?!
Estuve a punto de decir que no necesitaba ningún médico pero me pareció el momento menos indicado de mi vida para decir ni una sola palabra, así que sólo observé cómo Marie se retiraba derramando las primeras lágrimas al mismo tiempo que Frank entraba apresurado, mirando hacia nosotros y hacia el personal del servicio que se había agrupado cerca de la puerta de la cocina para intentar descifrar lo ocurrido.
-Dios mío, señorito Scholz, ¿qué ha pasado? El soldado Furhmann está…
-Furhmann se ha suicidado – le interrumpió Herman con irrebatible seguridad antes de sujetarme el brazo de nuevo y obligarme a subir las escaleras -. ¿Me han escuchado? – Preguntó hacia el servicio volviéndose desde la mitad de los escalones. Éstos se limitaron a asentir en silencio -. Pues ahora que ya tienen claro lo que ha sucedido ya pueden dedicarse a sus cosas – dijo esperando a que se retirasen -. Frank, hágame el favor de ocuparse de que quiten a ese gilipollas de ahí antes de que llegue mi madre. Voy a llamar a alguien para que vengan a buscarlo… – añadió molesto, como si fuese el muerto que había en la puerta de casa el que tendría que tener el detalle de yacer en otro lugar.
Siempre procuré tener claro lo que era, esforzándome endiabladamente por imaginarme lo que tenía que hacer cuando no estaba conmigo para refrenar la obligación de quererle. Y sin embargo, tras estar delante del verdadero Teniente Scholz, me sentí como si en realidad hubiese estado intentando excusar lo que realmente era para poder quererle.
Ahora era inevitable carcomerme en la evidencia de que Herman era alguien acostumbrado a hacer lo que acababa de hacer. Por mucho que el “suicida” se lo mereciese, acababa de volarle la cabeza y de encargarle a alguien que se ocupase de sacarle del patio de su casa, donde su madre o su hermana podían encontrar aquel cadáver que él mismo había dejado allí para seguir organizando su vida como si sólo hubiese acontecido un leve inconveniente. Y mientras le seguía guiada por la mano que sujetaba mi antebrazo a punto de resultar un contratiempo para mi circulación, reparé inconscientemente en las dimensiones morales tan distintas que toman las cosas cuando las hace uno mismo y cuando las hacen los demás. Yo también había hecho aquello con su padre – de una manera mucho más limpia, para ser sincera – y aunque también me planteaba hacerlo con Furhmann, el que Herman se me hubiera adelantado de aquella aplastante manera me había dejado completamente descolocada. No era capaz de arrancarme de la retina la limpieza con la que redujo a Furhmann, ni la facilidad con la que le hizo rodar escaleras abajo. Ni tampoco era posible para mí pensar en otra cosa que no fuese lo bien que se le daba pegar y matar. Como si yo no lo hubiese hecho en mi vida.
Pero ni comparándole conmigo – que le engañaba y le mentía a diario, que le traicionaba semanalmente informando de todo lo que me contaba y que encima iba a arreglarme la vida a su costa -, ni siquiera así podía deshacerme de la sensación de que él era peor que yo y de que había desatendido los constantes avisos de mi raciocinio sólo porque me sentía segura con alguien que si indagaba levemente sobre mí y descubría algo, me haría algo parecido.
Entramos en el despacho con paso firme y me hizo un hueco en uno de los sofás para que me sentase mientras él se limitaba a dar vueltas por la estancia todavía con esa cara de duro que acababa de estrenar en mi presencia. Comencé a acongojarme ante la posibilidad de que Furhmann le hubiese llegado a decir algo más, pero había malgastado su última oportunidad mencionando a su madre y después del rosario de golpes que le cayeron por aquello, dudaba seriamente de que pudiese haber dicho algo capaz de interpretarse.
-¿Qué vas a hacer? – Pregunté ligeramente asustada y ensombrecida por aquel nuevo Herman Scholz que tenía frente a mí.
Él se detuvo y tras mirarme durante algunos segundos, relajó la expresión de su cara mientras caminaba lentamente hacia el lugar en el que yo estaba. Se acuclilló ante mí, cogió mis manos, suspiró y me respondió.
-Tengo que llamar a Berg para que me ayude con esto – contestó el mismo Herman de siempre con un atisbo de preocupación.
Creí que llamar a Berg para que le ayudase supondría contarle lo que había ocurrido. Pero Herman le explicó por teléfono que Furhmann había perdido la cordura en Rusia y que había aparecido en casa para recriminarle embravecido que estuviese detrás de su precipitado traslado en pro de que no pudiese verse con su madre y que después, en un ataque de histeria, terminó con su vida delante de nuestras narices. Tras relatarlo al menos un par de veces añadiendo un dramatismo y confusión a su voz que su cuerpo completamente relajado no mostraba mientras fumaba tranquilamente sentado detrás del escritorio, escuché que le daba las gracias al General antes de despedirse.
-¿Qué te ha dicho? – Me aventuré a preguntar al ver que no decía nada.
-Lo que esperaba. Las SS se ocupan del muerto – me informó despreocupado mientras apagaba el cigarro. Le miré frunciendo el ceño a causa de la curiosidad, porque lo cierto es que no sabía si estaba bromeando o no -. Verás, si el caso fuese de carácter civil, tendría un problema. Pero como va a tratarse como un asunto interno de las SS, no habrá preguntas. Simplemente vendrán un par de soldados dentro de una hora y se llevarán a Furhmann.
-¿Y ya está? – Pregunté incrédula – ¿dices que se suicidó y vienen a por él sin hacer preguntas?
-Oye, ¿te encuentras bien? – Inquirió levantándose para caminar hacia mí. Le seguí con la mirada hasta que se paró frente a mis rodillas y se inclinó para sujetar mi cara -. Siento haberme puesto así. Pero te dije que no dejaría que te hiciese nada, y ya no te va a hacer nada…

Resultaba conmovedor que siguiese empeñado en que no me hiciese nada cuando el capullo que teníamos postrado en el patio delantero me había hecho lo que había querido, pero aquel sutil tono que hacía apenas media hora me hubiera desarmado ya no me parecía cariñoso, sus palabras se me antojaban ahora frívolas especulaciones camufladas con un desmedido afecto.
-Pero no tenías que haberle matado… el servicio lo sabe… – dije asustada por mis propios pensamientos.
Yo le quería, lo tenía clarísimo. Pero ahora que tenía verdadera conciencia de lo peligroso que era quererle, era como si la reacción de defensa de mi cuerpo fuese mostrármelo como otro monstruo más de las SS. Algo que ya había pensado cuando llegué a aquella casa y de lo que me retracté a medida que fui conociéndole.
-El servicio no vio nada. Y da igual, no van a hacer preguntas, se fían de la palabra de un General de peso como Berg y del testimonio de un Teniente que se apellida Scholz. Porque nadie en su sano juicio osaría poner en duda la palabra de Berg, y él jamás dudaría de mí. En realidad es mejor para todos, porque me imagino que quienes se tendrían que encargar de Furhmann también tendrán cosas más importantes que hacer.
-¿Y tu madre? ¿Tienes idea de la que se va a armar como Marie le diga algo?
-Marie no dirá nada. Puede que se permita cierta confianza conmigo, pero se lo pensará bien antes de decir nada en mi contra y al final deducirá que yo sólo he hecho lo que había que hacer. Lo peor va a ser mi madre, sin necesidad de que nadie le diga nada. Seguro que se toma peor la muerte de ese impresentable que la de mi padre.
Debo confesar que me daba miedo y que mi cerebro me estaba azotando una y otra vez con una clarísima señal de “peligro” que nunca antes había usado. Si Furhmann hubiese hablado, hubiésemos sido dos en el patio y las SS vendrían a por nosotros sin hacer ni una sola pregunta acerca de por qué dos personas deciden suicidarse con una misma pistola en el patio delantero de la residencia Scholz. Todavía estaba intentando quitarme esa imagen de la mente cuando sus labios me besaron, y fui totalmente incapaz de corresponderle mientras me imaginaba mi sangre escapándoseme por la nieve hasta mezclarse con la de Furhmann.
-Lo siento, Erika… – me susurró – lo siento si crees que he hecho algo que no debía hacer. Pero tenía que hacerlo. Furhmann no se detenía nunca, siempre iba a por más… ¿lo entiendes, querida?
Dudaba seriamente de esa facilidad que le brindaban las SS para lavarse las manos. Pero durante los días siguientes comprobé que era totalmente cierto. Marie le miraba como si no le conociese, el resto del servicio guardaba las formas más que nunca con el encantador señorito Scholz y su madre andaba como alma en pena por la pérdida de un “amigo” tan íntimo, enfadada extraoficialmente con su hijo porque sospechaba que algo había ocurrido entre éste y su amante antes de que se suicidase. Pero por lo menos se creía lo del suicidio – o quizás quería creerlo -. Sin embargo Herman Scholz seguía con su vida como si nada hubiera pasado. No llegó ninguna citación, ni se le exigió más testimonio que una declaración que firmó con aquella cutre historieta cuando dos soldados se llevaron un cuerpo lleno de golpes y con un disparo hecho a quemarropa en la sien izquierda de un hombre que era diestro y que llevaba el arma en su cadera derecha. Era cierto, las SS no metieron las narices en nada y le brindaron la impunidad más práctica que había presenciado en toda mi vida.
El shock me duró un par de días durante los que me hubiera gustado unirme a ese grupo que guardaba las distancias con Herman. Pero mi situación al respecto no era tan cómoda como la del resto, ya que el Teniente Scholz seguía colándose en mi habitación todas las noches. De modo que decidí hacer una pequeña visita a la mujer que era antes de enamorarme y tras tragarme mi shock, canalicé el susto hacia el “respeto” de forma que me ayudase a mantener los ojos bien abiertos mientras yo también fingía seguir con mi día a día. Y así, aquella desconfianza extrema que experimenté el par de días posteriores a la muerte de Furhmann se fue difuminando en una mecánica necesidad de examinar constantemente a Herman. Como si necesitase mantenerle bajo vigilancia para asegurarme de que aquel lado irascible y exterminador no encontraba ningún indicio que le hiciese volverse contra mí. Cosa que, por otro lado, no es una necesidad demasiado común en una pareja. Pero si yo realizaba metódicamente mi trabajo, sin dejar ningún cabo suelto, ni cometer ningún error… entonces, con mucho cuidado, podía seguir durmiendo todas las noches entre los brazos de Herman Scholz.

Aquella semana hice mi viaje periódico a Berlín con la excusa de conseguir un vestido para la exclusiva cena privada de Nochevieja que organizaba la familia Walden en su lujosa casa situada a diez minutos de la capital. Llegué a las oficinas del taller un poco nerviosa al escuchar de camino que Alemania acababa de terminar con la tregua navideña dejándole un recado sobre Londres a Churchill. Había tantos bombardeos que resultaba imposible llevar la cuenta o elaborar un listado ordenado de aquellos ataques aéreos de los que uno era consciente, pero aquél que cayó directamente sobre la capital inglesa tan sólo cuatro días después del día de Navidad, hizo que me sensibilizase especialmente al pensar en todas las familias que todavía estarían disfrutando de unas fechas como aquellas. Pero dejé mi humano pesar a un lado en cuanto me senté en frente de mi “negociador”, que me deslizó apresuradamente el contrato y un bolígrafo sobre la mesa muy amablemente.

-Indulto para los posibles cargos de Herman Scholz, evacuación del territorio conflictivo y protección en Inglaterra o cualquier aliado de nuestro bando si la suerte se decanta por el lado correcto, señorita Kaestner. Podrá largarse de allí con esa joya de marido, ¿está todo a su gusto?

No contesté inmediatamente, primero leí todas y cada una de las cláusulas que había redactado y comprobé que efectivamente, estaba todo como yo lo había pedido. Vacilé levemente antes de firmar, sabiendo de antemano que tenía que hacerlo porque había dado mi palabra pero recordando de nuevo la tranquilidad con la que Herman había arrojado la pistola de Furhmann al lado de su cuerpo sin vida, el arte con el que le pegó una soberana paliza antes de tomarse la molestia de sacarle fuera para no matarle dentro, la autoridad dictatorial con la que organizó a todo el mundo después de meterle una bala en el cerebro y la inquebrantable tranquilidad con la que había proseguido su vida. Pero yo no era mejor que él, y le quería. Así que tomé el bolígrafo y estampé mi rubrica sin dedicar ni un solo segundo más a pensar sobre lo que estaba haciendo.

-Ahora más vale que los americanos vengan antes de que Inglaterra desaparezca del mapa… – bromeé con sequedad mientras firmaba.
Ninguno de los dos se rió, y yo tampoco esperaba que hubiese ocurrido algo distinto, solamente lo dije por rasgar un poco aquel orgullo con el que pronunciaba “Inglaterra”.
-Muy bien, espero que sea feliz en su matrimonio y que esto acabe pronto de la mejor manera posible.
Le dirigí una mirada cargada de incredulidad. Aquello sí que era una broma, “que todo aquello terminase” estaba muy lejos a no ser que el mismísimo Jesucristo bajase a poner orden. Y si lo hacía, más le valdría bajar con algo más que con la Palabra de Dios, o no tardaría mucho en reunirse de nuevo con su padre.
Después de aquello, me informó de que cada seis meses mientras durase la guerra recibiría documentación actualizada que nos serviría a Herman y a mí para salir de Alemania con urgencia en caso de necesitar hacerlo, y tras un repaso general sobre los temas de más interés para ellos, me despedí de mi “negociador” sin mostrarle el más mínimo afecto para regresar a la casa de los Scholz en cuanto conseguí un vestido.
Durante la cena comprobé que la señora Scholz seguía con su rutina de no abrir la boca para nada que no fuese ingerir la comida. Había hecho lo mismo cuando se había quedado viuda, pero esta vez se notaba cierta nota de reticencia en el trato con Herman que evidenciaba que buena parte de su malestar se debía a lo que quiera que creyese respecto de la muerte de su amante y a que, evidentemente, su hijo entraba en la conjetura. Tampoco se pronunció cuando Herman dijo que después de la fiesta de los Walden dormiríamos en la casa de Berlín, y eso que me imagino que la sombra del “pecado” debió aplastarla al escuchar semejante noticia.
Las cosas ya no estaban tan bien. Estaban tensas, eran incómodas. Resultaba agobiante compartir mesa con una madre que sospecha “algo” de su hijo, que le guarda rencor sin saber por qué. Era igual de agobiante que sorprenderme estudiando al detalle cada gesto de Herman, siempre pendiente de que no encontrase nada que le hiciera dudar de mí para que mi cabeza, la misma que el coronaba con miles de besos cada noche, no corriese la misma suerte que la de Furhmann.
Y en medio de todo ese caos familiar, más el añadido de encontrarse en un clima de incertidumbre provocado por la guerra, llegó la Nochevieja. Una Nochevieja en un país sumido en una catástrofe política y social en el que, sin embargo, los ricos seguían disfrutando de sus fiestas y reuniones.
-¿Por qué tenemos que ir? No has hecho más que quejarte desde que tu madre te dijo que teníamos que ir – protesté mientras terminaba de calzarme.
-Porque mi familia tiene negocios con la familia Walden y no han faltado a su fiesta de Nochevieja desde que yo era niño. Ahora he crecido y me toca tomar el relevo, me guste o no.
-Pero con lo de tu padre deberían perdonártelo… además, todo el mundo sabe que hace unos días un subordinado del difunto Coronel vino a pegarse un tiro a casa.
Herman suspiró mientras se retocaba atentamente el cuello de su frac y me miró antes de retirarse sin decir nada.
-Mi madre les dijo que este año iríamos nosotros. Ya es tarde para echarse atrás – me contestó al cabo de un rato mientras entraba de nuevo en la habitación -. Te he comprado algo – anunció casi con solemnidad mientras me extendía un regalo.
La primera impresión que tuve por la forma de la caja fue la de que me había vuelto a comprar chocolates, supuse que para hacer un pequeño guiño a sus primeros regalos. Pero al retirar el envoltorio comprendí que nadie vende chocolate en cajas de fino terciopelo y la sonrisa se me paralizó en la cara cuando encontré en el interior uno de esos juegos de collar y pendientes con los que cualquier mujer sueña delante del escaparate de una joyería. Una joyería como en las que solamente la familia Scholz – y un escaso puñado de gente más – podía permitirse comprar en aquellos tiempos.

-Es mi regalo de Navidad. Supuse que te vendría bien para esta noche – matizó.
Era el primer regalo de Navidad que me hacían desde que mis padres habían sido barridos de la faz de la Tierra. Y aunque era precioso, distinguido, y seguramente carísimo, nada de aquello me importó más que el hecho de que alguien me tuviese en cuenta a la hora de comprar un regalo de Navidad después de tantos años.
-Eh, no me vayas a llorar ahora después de lo que has tardado en arreglarte… – me susurró arrancándome una risa nerviosa mientras recogía el collar del cojinete de la caja para ponérmelo con cuidado.
Supongo que le resultó inevitable fijarse en la fina capa de humedad que cubrió mis ojos cuando me encontré de bruces con el exquisito detalle. Me coloqué los pendientes y me apresuré hacia un espejo para comprobar que Herman no me sonreía por pura cortesía, constatado que con mi regalo encima me convertía automáticamente en una de aquellas mujeres como las que tanto me gustaba criticar en las fiestas de los Scholz. Pero no me desagradaba. No, mi aspecto no me desagradaba en absoluto. Aunque Herman acabó diciendo que no volvería a regalarme nada después de que se lo hubiese agradecido al menos una veintena de veces durante el trayecto que nos separaba de la casa de los Walden.
-Erika, escucha – me dijo con discreción al apearnos frente a la entrada de la casa -. No hables de lo de Furhmann. Si alguien pregunta directamente por el incidente, evita el tema – asentí sin darle importancia al imaginarme que después de todo, no le resultaba tan indiferente -. Con que digas que lo sientes mucho será suficiente.
-¿Qué esperabas que dijese? – Pregunté con cierta incredulidad.
Él se rió antes de responder.
-No es que crea que me vas a meter en un aprieto. Me refiero a que sin duda alguien te preguntará sobre el tema y simplemente no quiero dar detalles. Mejor déjame hablar a mí.
Estuve de acuerdo en ello. A mí se me daba mejor escuchar y guardar las formas mientras él parloteaba educadamente con los invitados o los anfitriones. Aunque también me tocó responder a un par de preguntas por persona en mi puesta de largo en aquel selecto grupo de personas al que unirse por méritos propios sin estar directamente implicado con el régimen era una completa odisea.
Casi todas las conversaciones resultaron banales o de inane finalidad. Excepto la que Herman mantuvo con el señor Walden, un hombre demasiado campechano para la posición que ostentaba y que era el sueño de cualquier espía del mundo, ya que no escatimaba en detalles a la hora de hablar. Sólo tenía dos problemas: que precisamente por su pasión por el habla se olía a kilómetros de distancia el patriótico aroma que desprendía. Y que su mujer – una completa cabeza hueca – hablaba tanto o más que él y me impedía escuchar la conversación que su marido mantenía con Herman. Así que sólo conseguí capturar ciertos retales del único diálogo que me resultaba de interés.
Al parecer, las industrias Walden acababan de cerrar un importante negocio con las SS y eso explicaba el por qué había gente en aquella fiesta luciendo el uniforme de gala con orgullo, aunque Herman había optado por un frac normal. Pero, ¿qué operación comercial podía cerrar con las SS? Los Walden no producían nada que en principio pudiese interesarle a un cuerpo de seguridad, ¿acaso el industrial iba a probar suerte en un campo que no era el suyo? No me encajaba en el patrón, ya eran lo suficientemente ricos como para que les llamase la atención el mercado de la guerra con tanta intensidad. Pero a la señora Walden, mi relación con Herman le importaba demasiado como para dejarme cenar en paz mientras atendía a aquel acuerdo del que hablaban. Y con lo poco que pude escuchar, deduje que tenía que tratarse de un encargo especial para el cuerpo.
-… así que el trabajo de Herman es crucial, ¿no le parece? – Mi cabeza regresó de nuevo a la conversación que mantenía con la señora Walden antes de intentar oír algo más.
-¿Perdón? Estaba distraída, lo siento… – me disculpé rápidamente cayendo en la cuenta de que Herman siempre rehuía darme detalles precisos sobre su trabajo.
Sabía que le asignarían un subcampo de prisioneros y por las fotos que me habían enseñado, también sabía que los campos de prisioneros no tenían muy buena pinta. Pero lo cierto es que me resultaba surrealista la idea de imaginármelo organizando gente para que fabricasen armas. Herman era un Teniente, no un ingeniero ni nada parecido.
-Sí, ya veo que no le quita ojo. No la culpo, es guapísimo, todas hemos intentado alguna vez organizarle citas con nuestras hijas por medio de su madre – mencionó riéndose de su propio comentario. Yo sólo esperé pacientemente con una media sonrisa a que la suerte estuviese de mi parte para que siguiese hablando. Y lo hizo -. Le decía que gracias a la labor de las SS, la industria alemana se elevará a la altura que se merece.
-¿Ah, sí? – Inquirí al constatar por el tono de su voz que la pobre estaba recitando algo que seguramente le habría escuchado a su marido. Pero si su marido le había dicho eso, entonces es que las SS serían un cliente magnífico. ¿Qué narices querían de los Walden?
 

-Sí, claro que sí. Mi marido dice que llegó el momento de que todo el mundo ocupe el lugar que se merece. Y nuestro Führer nos hará justicia con el Reich, Alemania crecerá libre de enemigos… – proclamó enérgicamente alzando el puño a la altura de su cara.

Inevitablemente sentí la necesidad propiciarle un golpe seco que le hiciese hundirse su propio tabique nasal con su patriótico puño, pero mantuve la compostura con mi mejor cara asumiendo que se le había vuelto a ir el santo al cielo.
-¿Y cómo lo hará? – Le pregunté con la boca pequeña cuestionándome seriamente si aquella mujer sabía de lo que estaba hablando.
-¡Uy! ¡Qué cosas tiene! – Exclamó con diversión – ¿en serio Herman no le ha dicho nada? – Volví la cabeza hacia él, pero seguía sumido en esa conversación de negocios con el señor Walden, de modo que me volví hacia mi interlocutora y negué con la cabeza -. Es muy modesto, otros en su lugar no dejarían escapar la oportunidad de pavonearse con sus galones y su rango. Sí, definitivamente es encantador, ¿cuántos hombres pueden presumir de conquistar Polonia y Francia y de servir a Alemania con esa pasión? Créame que es usted la envidia de muchas, ¿le ha hablado ya de matrimonio? Tendrían unos hijos guapísimos porque son ustedes dos jóvenes muy agraciados…
Tiré la toalla. Aquella mujer era incapaz de mantener una conversación seria sin irse por las ramas. Si quería enterarme de algo no me quedaba más remedio que intentar escucharles. Pero la tertulia que ahora mantenían con un par de hombres más que se habían sumado a la charla giraba en torno al Bismarck, aquel acorazado indestructible que era ya el buque insignia de la flota alemana y del que se rumoreaba que entraría en acción en breves, ¡mierda! Decidí ahogar mi frustración acompañando mi cena con unas cuantas copas, todas aderezadas con la voz de la señora Walden de fondo, de modo que cada copa que terminaba me provocaba el irrevocable deseo de reemplazarla inmediatamente por algo con más alcohol todavía.
Mis tragos parecían no pasarme factura, pero cuando todo el mundo se levantó pasadas las 23:30 para dirigirse a la pista de baile donde la orquesta comenzaba a interpretar algunos temas tras los postres, tuve que agarrarme más fuerte de lo normal al antebrazo de Herman.
-Solo por curiosidad, ¿cuántas copas te has tomado? – Me preguntó al mismo tiempo que decidía que bailar no era una buena idea y nos retirábamos discretamente hacia una ventana.
-Me has dejado a merced de la señora Walden, haz una estimación… – le reproché mientras aceptaba un cigarrillo que me ofrecía.
-Está bien – dijo resignado mientras se reía -. Nos quedaremos por aquí hasta pasada la media noche y nos iremos a casa. Arrímate a mí, nadie nos molestará si nos ven de este modo y no quiero que piensen que tienes problemas con el alcohol. Anda que pasarte con los tragos en tu primera aparición oficial… – añadió con diversión.
El anfitrión de la casa se hizo repentinamente con el micrófono para agradecer la presencia a todos los invitados y recitar un emotivo discurso haciendo mención a la gloria de la patria y centrándose sobre todo en el reciente bombardeo sobre Londres al que la prensa internacional había bautizado ya como “el segundo gran incendio” de la capital inglesa, algo que a la inmensa mayoría de los que allí estaban les llenaba de orgullo.
-Claro Walden, feliz Año Nuevo también a las miles de familias londinenses que ahora mismo están utilizando las estaciones de metro o los alcantarillados como refugio antiaéreo… – murmuró Herman mientras todo el mundo brindaba después de que el anfitrión concluyese su patriótico monólogo con un: “¡Victoria para Alemania en este 1941 y felicidad y progreso para todos nosotros!
Iba a decir algo, pero la estancia se llenó de aplausos y gritos cuando un hombre de aproximadamente la edad de Herman subió al escenario.

 

-Odio a ese cabrón de la Luftwaffe… – se quejó en voz baja.
-¿Quién es? – Me interesé.

 

-Scharner. Llegó un día a Polonia exigiendo que le habilitásemos un lugar para dejar “sus pájaros”. Como si los de las Waffen-SShubiésemos sido enviados para construirle su aeródromo. Me reí en su cara y le dije que nosotros éramos soldados de élite, no operarios de ningún capullo con complejo de Ícaro. Me soltó una hostia.
-¿En serio? – Pregunté sin creérmelo.
-Sí. Me partió el labio porque me pilló desprevenido pero él acabó con la nariz rota y yo me gané mi primera y única sanción hasta el momento. No fue mucho, el asunto no trascendió gracias a mi padre. Pero sigo esperando a que el sol le derrita las alas… – bromeó despreocupado.
Sharner asumió aquella noche el rol de “héroe del momento”, ya que acababa de regresar de participar en el bombardeo de Londres y también nos deleitó impartiendo una “misa” acerca del honor de ser alemán y de que el mundo por fin reconocería nuestra supremacía natural. Quiso concluir haciendo una mención a la cruzada del Tercer Reich contra el comunismo soviético pero se perdió por el camino evidenciando que de política exterior, estaba más bien flojo.
-Limítate a tirar bombas desde el aire, anda… – se burló Herman provocándome el primer ataque de risa de 1941. Eso sí, mientras ambos aplaudíamos enérgicamente al igual que el resto de los invitados -. Querida, te presento al estandarte de la Nueva Alemania, un soldado que cree a pies juntillas que el “malo” es muy malo, ¿quién necesita saber más? – Añadió riéndose conmigo descaradamente.
Después de aquello cumplió con su promesa de retirada y tras despedirnos de quienes él consideró oportuno – incluidos los anfitriones –, abandonamos la casa de los Walden.
-Bueno, ¿y de qué has estado hablando con la señora Walden? – Me preguntó durante el camino con un tono de voz que delataba que sólo aspiraba a reírse de mi suerte.
-¿De qué has hablado tú con su esposo? Se te veía más entretenido que yo… – le devolví sin caer en la cuenta de que era una fabulosa pregunta para sacar el tema que me había tenido intrigada durante toda la noche – ¿de qué se trata ese negocio tan importante que van a cerrar las SS con las industrias Walden? – Añadí haciendo que su buen humor se topase con un precipicio difícil de salvar, a juzgar por el gesto de su cara.
-Bueno, eso son decisiones que no me conciernen… Walden sólo me ha estado elogiando el “buen criterio” del Reich…
-Joder, ¿pero qué criterio? – Pregunté al obtener la segunda evasiva de la noche ante esa misma pregunta – ¿tiene que ver con tu trabajo? – Insistí ante su falta de respuesta.
El silencio fue lo único que obtuve hasta que llegamos a casa y subimos a la habitación. Y a pesar de que todavía tenía bien fresco el lance de Furhmann, no tuve ningún problema en mostrarle que eso me irritaba.
-Me gusta cómo te queda el regalo… – susurró con inseguridad mientras se me acercaba por la espalda cuando me estaba descalzando a pie de cama.
-Hace un cuarto de hora que te he hecho una pregunta – le espeté escabulléndome de sus manos.
Él suspiró, se deshizo de la chaqueta y del chaleco mientras caminaba hacia el diván de la habitación y se sentó antes de dejarlos a un lado con su pajarita, quedándose solamente con la camisa y el pantalón.
-Claro que tiene que ver con mi trabajo, te dije que eran asuntos de las SS. Pero no me gusta hablar de ello porque son decisiones que no están en mi mano.
-Pues te pasaste toda la noche hablando de ello hasta que yo te he preguntado – le recordé provocándole otro suspiro al mismo tiempo que se cubría la cara con las manos -. ¿Qué van a hacer los Walden para las SS?
-Nada.
-Muy bien. Buenas noches, Herman – dije mientras recogía mis cosas para irme a otra habitación.
-¡Espera! – Me interrumpió antes de que yo diese apenas un par de pasos -. Las industrias Walden no van a fabricar nada para las SS. Es el Reich el que va a proporcionarle mano de obra. A ellos y a toda la industria alemana – me senté en cama a la espera de que ampliase aquella información mientras un incipiente dolor de cabeza amenazaba con poseerme en breves -. Los prisioneros que están concentrados en los campos, o los que están aislados del resto de la población en los guetos, tendrán que servir a la Nueva Alemania con su trabajo y los empresarios o industriales alemanes pagarán a las SS por el suministro de mano de obra, ¿entiendes?
Dicho de esa forma no sonaba tan macabro, incluso tenía un toque de “asuntos de negocios”. Pero sin duda, había algo más detrás de aquella explicación que tanto me había costado arrancar.
-¿Y qué más? Porque no me creo que la cosa termine ahí.
-Ni yo esperaba que te conformases con eso – admitió mientras encendía un cigarrillo -. Los prisioneros trabajan sin descanso durante más de dieciséis horas al día a cambio de un plato de comida rancia, ¿y sabes por qué? Porque las SS así se lo garantiza al cliente. Ya te imaginas las distintas posibilidades que tienen en las SS para conseguir tal rendimiento…
Preferí darme por enterada sobre el funcionamiento del “negocio” con aquella explicación al tiempo que dejé que mi cara cayese sobre mis manos. Las SS estaban esclavizando a los prisioneros. Bueno, casi me lo habían advertido, así que no llegaba a sorprenderme del todo.
-¿Y qué pintas tú en medio de todo eso? ¿Cuál es exactamente tu trabajo?
Guardó silencio mientras daba una calada al cigarro y me contestó seriamente tras soltar el humo.
-Yo soy el oficial al mando de un subcampo. Eso significa que organizo y comercio con el trabajo de los prisioneros que tengo bajo mi tutela. Soy un ser “evolutivamente agraciado” con carta blanca para someter a tareas que están infinitamente por debajo de sus capacidades a matemáticos, a físicos, a ingenieros, a químicos, a doctores… sí, supongo que soy el único que se interesa por la vida que tenían antes de que Alemania decidiese que estorbaban, pero es que ellos son inferiores… – se excusó con sarcasmo -. O quizás pese demasiado el hecho de que yo vaya armado y ellos ni siquiera tengan zapatos.
-¿Por qué no me has hablado antes de esto? – Quise saber con una nota de tristeza y plenamente consciente de que yo era la última persona del mundo que podía exigirle sinceridad.
-Porque tienes la oportunidad de permanecer al margen de toda esa mierda, y yo quiero que lo hagas. Aunque si tuviera que ser consecuente con eso, debería enviarte lejos de aquí – dijo antes de dar otra calada -, pero soy demasiado egoísta cuando se trata de ti, querida. Tanto, que no soy capaz de alejarte de esta locura – concluyó suavemente mientras me enfocaba con aquellas profundas pupilas rodeadas de intenso azul.
Y si yo fuese consecuente con su sinceridad debería no ser capaz de engañarle de aquella manera. Pero a mí me pasaba lo mismo, yo también era demasiado egoísta cuando se trataba de él. Y quizás la repentina sensación de que éramos perfectos el uno para el otro estuviese apoyada por unas cuantas copas, pero lo cierto es que a pesar de todo lo que cada uno callaba por su parte – porque tenía claro que él no había entrado en detalles intencionadamente y que yo me iba a callar la boca para no perderle -, éramos dos personas ligadas por el que quizás fuese el sentimiento más peligroso de la condición humana. Dos personas tan terriblemente egoístas que son incapaces de mantenerse en sus respectivas posiciones para desafiar el curso lógico de las cosas. Eso éramos él y yo. Y en aquel momento no pensaba en nada de lo que acababa de decirme, porque me había perdido en la necesidad de tenerle mientras mi cabeza analizaba el origen de la misma.
-Herman Scholz – dije casi con una nota de desafío en la voz mientras me incorporaba -. Voy a casarme contigo y no voy a irme a ninguna parte sin ti, ¿me has entendido? – le solté con un inquebrantable convencimiento plantándome a medio camino entre los dos. Era lo más sincero que le había dicho a nadie en toda mi vida.
-Hace poco más de un mes te faltó estrangularme cuando te hablé de matrimonio…
-Eso fue antes de reconocerme que te necesito – confesé permitiéndome una transparencia que no podía tener en otros ámbitos.

-¿Por qué no lo reconociste antes? – Preguntó inocentemente mientras se remangaba su camisa hasta los antebrazos. No pude responderle. Ahora no quería mentirle descaradamente, aunque para ello tuviese que refugiarme en la omisión de información como si eso fuese una opción mucho más noble con alguien a quien acabas de decirle que vas a casarte con él -. No importa. La verdad es que ahora ya no me importa… – concluyó en un susurro que me estremeció.

 

-¿Puedes desabrocharte la camisa? – Le pedí provocándole una sonrisa con mi inesperada pregunta.

-Sólo si tú te sacas el vestido – me contestó proponiéndome una contraoferta a todas luces desigual, pero que yo acepté deslizando hacia abajo los tirantes de la prenda sin retirar mi mirada de la suya y observando cómo él hacía lo que yo le había pedido.
No puedo explicar por qué se lo pedí. Simplemente me apetecía ver su pecho y contemplarle con esa masculina elegancia que conservaba incluso cuando estaba descamisado. O disfrutar de ese desaliño con clase que hace que un impecable caballero se convierta en un hombre que no puedes evitar desear. No todos tienen ese toque de gracia, pero él sí. Igual que tenía la facilidad de manejar dos caras tan distintas de una misma personalidad.
-¿Por qué será que a pesar de todo no creo que el Teniente Scholz sea alguien tan malo aunque tenga un trabajo terrible? – Pregunté con una débil voz mientras me sentaba a horcajadas al borde de sus rodillas. Él sólo se rió mientras dejaba caer su cabeza sobre el respaldo del diván. Un gesto que me pareció demasiado irresistible combinado con su torso descubierto.
-Sin duda porque estás ebria – dijo con una resignada diversión -. Ya se te ha olvidado lo de Furhmann, por lo que veo… – añadió con preocupación posando sus manos sobre mis muslos sin ninguna connotación erótica, aunque el efecto que me causase fuese precisamente ése que no tenía. Aparté su camisa un poco, lo justo para descubrir un pequeño lunar que tenía bajo la clavícula derecha antes de que él sujetase mi mano -. Siento haberte asustado comportándome de aquel modo. Sólo quería protegerte.
No pude evitar sonreír levemente ante su disculpa. Consciente de que el gesto era irrelevante si se analizaba objetivamente su comportamiento. Pero caí en la cuenta de que no sólo me había protegido a mí, sino también a él mismo al evitar que Furhmann pudiese decir ni una sola palabra de aquello que le servía para supeditarme a su voluntad. Tenía que reconocer que ni yo misma lo hubiese hecho mejor, y eso me provocó una macabra gratitud hacia él mientras consideraba la posibilidad de que estuviese en lo cierto respecto a lo de mi embriaguez, porque no era un sentimiento nada coherente con lo que aquel percance me había desatado.
-Si tuviese la oportunidad de decirle al cerdo de Furhmann una última cosa, le daría las gracias por suicidarse – dije declarándome fielmente de su lado con respecto a aquella historia mientras acercaba mi cara a la suya. Era inútil buscar algo que yo pudiese reprocharle al respecto.
Herman elevó suavemente la comisura de sus labios antes de que yo los besase. Había sido una conversación un tanto extraña, al menos para encontrar una explicación lógica a por qué mi sutil beso estaba tornándose en un desenfrenado acto de pasión al que él se dejaba arrastrar sin resistencia alguna. Era otra de las tantas cosas que sólo me habían pasado con él, a veces sentía la necesidad irrefrenable de tenerle que me abrasaba y me impedía hacer otra cosa que no fuese centrarme en conseguirlo. Algo completamente visceral que nadie, excepto él, había conseguido despertarme y que me encantaba experimentar cuando estábamos a solas y podía permitirme apartar un rato nuestras ocupaciones para satisfacer mis deseos. Los mismos que recorrieron mi cuerpo en una placentera oleada que llegó hasta mi falange más alejada cuando una de las manos de Herman se coló dentro de mí en un movimiento perfectamente sincronizado con sus piernas, que se separaron lo justo para que al arrastrar las mías, el camino se convirtiese en un transitable y cómodo recorrido al hueco que albergaba mi entrepierna.
Un hueco húmedo y resbaladizo al que sus dedos accedían una y otra vez, deleitándome con unas pautas que me hacían temblar y besarle cada vez con más devoción mientras mis manos viajaban a través de su torso, dirigiéndose imparables hasta la bragueta que contenía una incipiente erección que querían liberar. <> pensé riéndome mentalmente de una perspectiva que jamás creí hecha para mí. ¿Sería capaz de querer a alguien como le quería a él durante tanto tiempo? Algo me decía que sí, a pesar de todas las impresiones negativas que la imagen de un Teniente de las SS pudiese hacer prevalecer sobre su personalidad.
Las ideas volaron lejos en cuanto mis manos acariciaron su verga enhiesta, que yo alcanzaba a ver apuntándome recta y desafiante como un sable mientras deslizaba mis labios sobre la clavícula de Herman. Excitándome con cada plano que mis ojos lograban captar de él mientras nos palpábamos de aquella manera, fundiéndonos de nuevo en un beso que nos obligaba a compartir el aire que posteriormente exhalábamos con una violencia provocada a partes iguales por lo que cada uno hacía con su tacto y percibía de las manos ajenas. Un placer que sin embargo, enseguida se nos quedó escaso.
Una de sus manos se posó ligeramente sobre mi espalda antes de alcanzar el cierre de mi sujetador para abrirlo y regresar a mi muslo tras deslizarse con suavidad sobre uno de mis pechos. Gemí casi con cierta desgana ante esa decisión de no prestarle más atenciones que un leve roce pero aplaudí el criterio cuando también decidió retirar su otra mano del interior de mi cuerpo para llevarla sobre mi nalga y arrastrarme sutilmente hacia su pelvis, elevándome un poco antes de llegar e instándome luego a sentarme sobre la erección que me hacía desear lo que me pedían sus sabias manos.
Me dejé llevar. Seguí aquellas instrucciones que me beneficiaban, adelantando mi cuerpo tras deshacerme del sostén que todavía colgaba de mis brazos y apoyando mis manos sobre el respaldo del diván para dejarme caer suavemente, a medida que albergaba su cuerpo dentro del mío mientras luchábamos frente con frente por el escaso oxígeno que había entre nuestros labios. El primer contacto de nuestros sexos en ese preciso instante en que el suyo vence la -casi siempre vaga – resistencia del mío me provoca un gratificante escalofrío que me invita a abrazarle, como si sus brazos me protegiesen de lo que él mismo me causa. Supongo que es otra de las muchas cosas que sólo me ocurren con él y que también carece de sentido, porque cuando me aferro a su cuerpo y mi pecho se adhiere al suyo, su olor se cuela hasta mis pulmones anestesiando la poca cordura que suelo guardar sólo por si acaso. Pero aun así, le abrazo, como si fuese la última vez que voy a hacerlo o como si temiese que él pudiera salir corriendo mientras yo hago que su miembro me penetre una vez tras otra, deshaciéndole a él y deshaciéndome a mí con ello.
Aceleré el ritmo con el que mis entrañas le acogían y le rechazaban cuando sus manos apretaron mi carne bajo sus dedos mientras su boca se desligaba de la mía para comenzar a emitir sus primeros jadeos con su nuca apoyada sobre el respaldo, perfectamente centrada entre mis manos. Y me excita en demasía que haga eso. El poder siempre ha sido excitante, supongo… así que cuando permanece completamente pasivo, entregándose y rindiéndose al ritmo que marca la confluencia de mis muslos sobre su sexo, pero sujetándome de forma que su rendición se traduzca inequívocamente en una explícita manera de pedirme más, entonces me resulta tan extremadamente deseable que me asalta la primaria necesidad de lamerle e inclino mi cabeza sobre su cuello para dejar que mi lengua se deslice sobre él, leyéndome los matices del agradable aroma de su piel en otra dimensión de la percepción con la que quizás no salgan tan bien parados al quedarse en un simple “sabor salado”. Pero el hecho de hacer eso me excita tanto que mi columna se encorva por voluntad propia y mis piernas me elevan y me dejan caer cada vez con mayor frecuencia en busca de lo que reclama el deseo que ocupa cada resquicio de mi cuerpo.
Sus constantes gemidos tampoco ayudaban a refrenarme, ni tampoco su pecho al descubierto, ni esa nuez que sobresalía de su cuello estirado y que subía y bajaba cada vez que tenía que interrumpir su sensual respiración para tragar saliva de aquella forma tan atractivamente masculina. No, nada en absoluto me impedía tener un orgasmo a muy corto plazo. Ni siquiera sus manos prendidas a mis caderas y que a veces parecían pedirme de una infértil manera que disminuyera el ritmo, porque en realidad, se dejaban arrastrar por mi cuerpo sin objetar nada, dejándome hacer lo que yo creyese conveniente. Y yo me moría por aquella sensación de que todo iba a derrumbarse.
-No te corras – le susurré cerca de su oído cuando sus gestos acusaron que iba exactamente por el mismo camino que yo.
-Imposible, querida… me pides demasiado… – contestó entrecortadamente mientras erguía su cabeza para besarme con intensidad.

Sonreí entre sus besos al comprobar que no era la única que estaba a las puertas de sobrepasar un punto a partir del cual no habría retorno sin el éxtasis del orgasmo. Pero reivindiqué mi petición, insegura acerca del por qué, y sin embargo, más firme a causa de su negación. Como si fuese un reto ver cuánto me costaba moldear su voluntad a la mía.
-No quiero que lo hagas.

Sonó casi como una imposición al salir atropelladamente entre el frenético ritmo que mis piernas me imprimían al galopar sobre él. Y la única respuesta que obtuve fue un resignado alarido acompañado por el leve dolor que las yemas de sus dedos causaban al apretarme con más fuerza, acrecentando mi deseo con ello y con la manera con la que sus brazos rodearon mi cintura en un abrir y cerrar de ojos, al mismo tiempo que su torso se inclinaba hacia delante, encontrándose con el mío y arrastrándolo hasta una posición vertical para mirarme desde un plano inferior, haciendo que me estremeciese bajo aquellos ojos que jamás pestañeaban mientras se posaban sobre mí.

Le miré durante unos segundos sin reparar en su imagen, centrándome solamente en recuperar el ritmo en esa nueva postura que me hacía sentirle todavía más adentro de una manera más intensa. Entrecerré los ojos completamente poseída por la placentera sensación que recorrió mi espalda como una oleada de corriente que anunciaba la meta, y dejé caer mi cara para besarle, para agradecerle con ello la más sublime de las satisfacciones que acababa de regalarme una vez más mientras mi sexo envolvía el suyo con coléricas palpitaciones, como si desease engullirlo y no devolvérselo jamás. Pero mis labios encontraron su pelo y entonces me di cuenta de que su cara reposaba sobre mi pecho, besando mi piel mientras yo trataba de capturar una última retahíla de gratificantes sensaciones, escondiéndose durante el último derroche de una infinita recreación que siempre – por más que uno se lo proponga – dura menos de lo deseado.
Y poco a poco fui dejando que mis temblorosas piernas descansasen por fin, permitiendo que mi pelvis anidase tranquilamente sobre la suya. Completamente segura de que Herman no había podido resistirse y había tenido el mismo final que yo. Segura también de que había sido la imposibilidad de atender mi petición la que le había hecho refugiarse en mi torso, disculpándose de antemano por no poder hacerlo. Algo que no encajaba con un Teniente, pero sí con el hombre con el que iba a casarme.
-Te dije que no terminases… – le susurré conteniendo la risa. Tenía que parecer mínimamente seria para cuando le dijese que estaba muy enfadada por aquella falta de disciplina.
-¡Y no lo he hecho! – Protestó interrumpiéndome antes de que yo pudiese añadir nada.
-¿No?
-No. Te lo juro.
-¿Por qué no? – Pregunté sin pensar. Estaba demasiado sorprendida de que finalmente mi percepción hubiera errado.
-Porque me lo pediste – me respondió con obviedad antes de abrir los labios para atrapar uno de mis pezones con ellos.
Sus palabras me hicieron gracia. He ahí todo lo que me hacía falta para moldear su voluntad a la mía. La respuesta a mi pequeño reto personal completamente improvisado mientras mi lógica estaba en algún otro lugar, holgazaneando entre que mi cuerpo disfrutaba del placer de un hombre que según las leyes de la moral no podía tener todavía. Una norma que nos saltábamos una y otra vez sin ningún tipo de remordimiento, seguros de que ambos estábamos adjudicados al otro, porque en el fondo, nosotros mismos nos habíamos vendido.
-Bueno, ¿y ahora qué? – Inquirió de un modo juguetón mientras estiraba el cuello para morderme cariñosamente el mentón al mismo tiempo que me pedía con sus manos que moviese mis caderas.
-¿Qué? – Pregunté abrazándole con una sonrisa que no lograba reprimir al saber que finalmente me había complacido también en esa pequeña locura que me había asaltado en un momento dado.
Me sentí mimada. Mucho más que cuando él mimaba descaradamente a Berta comprándole cualquier cosa que se le antojase o llevándola a donde ella quisiera ir. Muchísimo más que eso. Consentida hasta un extremo que jamás le concedería a nadie más que a mí. Y eso me desató un irrefrenable sentimiento de adoración.
-Pues que me imagino que habrá una recompensa por tan heroico esfuerzo… – dijo haciendo que se me escapase una débil carcajada.
-La hay. Claro que la hay – le confirmé sensualmente a la vez que me levantaba con cuidado.
Me observó mientras me incorporaba y me ponía de pie frente a él. Se fió de mi palabra de la misma manera que lo había hecho antes, esperando pacientemente a que yo determinase la recompensa por un acto que le había impuesto bajo unas condiciones que ni siquiera sabría describir.
 

Sus pupilas me siguieron de nuevo cuando descendí, esta vez arrodillándome entre sus piernas y arrancándole una sonrisa a medias que perdí de vista cuando mi mano sujetó la base de su miembro y mi lengua se posó un par de milímetros más arriba para barrerlo hasta el extremo opuesto. Aprecié mi propio sabor, incrustado en su piel tal y como él se había incrustado en mi cuerpo hacía unos minutos, pero se disolvió rápidamente en mi saliva cuando abrí mis labios para introducir su sexo hasta mi garganta.

Visto de una manera objetiva, se supone que yo no recibía ninguna satisfacción al realizar aquello. Sin embargo, me excitaba. Me gustaba escucharle gemir a merced de mi lengua, que tanteaba su piel a medida que yo la dejaba resbalar dentro de mi boca una y otra vez. Afanándome por recompensar su esfuerzo, acompañando la humedad que había al otro lado de mis labios con el movimiento de mi mano y dejando caer mi cara hasta su pelvis cuando sus manos se posaron sobre mi cabeza, hundiéndose y enredándose cariñosamente entre mi pelo mientras él acomodaba sus caderas al tiempo que se recostaba de nuevo sobre el respaldo.
Le miré de nuevo, embelesada por la hipnótica masculinidad de su cuerpo entregado, concentrado en un solo punto sobre el que yo estaba actuando y abducida por los tenues sonidos que daban fe de su placer. Aceleré el ritmo casi de una manera inconsciente, ansiando un final que se merecía y que no había tenido.
-Erika, basta… – dijo casi quejándose después de que mi boca diese cabida a todo su sexo un par de veces más.
No contesté. Me limité a seguir con mi ocupación, dispuesta a llegar hasta el final. Motivada por cada uno de sus gestos, que me mostraban a alguien completamente rendido que aún se resistía a dar el último paso.
-Ya, Erika… apártate, por favor… – susurró antes de inclinarse de nuevo hacia delante e intentar que alejase mi boca de su pelvis.
Sujeté sus manos para que no siguiese en su empeño por incordiarme. Sólo quería que me dejase hacer y que disfrutase, porque verle sucumbir a lo que yo le hacía era algo incomparable para mí en términos emocionales. Quería hacérselo hasta el final, hasta que se vaciase sobre mi lengua. Algo que no suponía una de mis prácticas favoritas y que sin embargo, estaba deseando probar con él, albergando la esperanza de que quizás fuese distinto. Quizás su sabor me resultase incluso agradable.
Y sí que lo fue. Fue distinto aunque el sabor de aquel primer borbotón de semen que se estrelló en mi boca no resultó ser muy diferente a los demás. Pero sí fue incomprensiblemente gratificante sentir sus dedos enroscándose en mi pelo, apretando algún mechón mientras sus caderas temblaban con cada uno de los espasmos de aquel miembro que seguía escupiendo sobre mi saliva o mientras escuchaba las profundas exhalaciones en las que morían sus gemidos.
Tragué antes de liberar su cuerpo de mi boca, despidiéndome de él con un lametón que recorrió toda la extensión de su verga, que todavía guardaba una última sacudida con la que depositó una minúscula gota de aquel cálido líquido cerca de la comisura de mis labios. Y a pesar de que acababa de ingerir el resto, me quedé petrificada al ver cómo Herman se sacaba la camisa, imaginándome un gesto imposible que finalmente ocurrió.
-Te he manchado, lo siento… – dijo mientras deslizaba una parte de su prenda sobre el lugar exacto en el que aquella rezagada dosis me había sorprendido – …no he podido evitarlo, a veces eres demasiado obstinada.
Le miré mientras concluía que probablemente ya no había palabras o acciones en el mundo que pudiesen hacer que yo le viese como el malvado Teniente que jugaba con la vida de inocentes a diario. Porque aunque él me había explicado a grandes rasgos en qué consistía su trabajo y yo misma había visto lo que era capaz de hacer en un ataque de ira, supongo que si descubriera algo mucho peor que todo eso, me limitaría a informar de ello y luego – quizás con algún dramatismo de por medio – se lo perdonaría. Porque para mí no era malo. Incluso a pesar de que no esperaba de él el mismo trato si descubriese alguna vez que acabé en su casa gracias a lo que ahora conformaba la resistencia francesa. Y también comprendería que no fuese capaz de perdonarme algo así. Estaba comenzando a desarrollar una peligrosa empatía con él que, sólo si lo pensaba demasiado, me hacía sentirme ciertamente mal por no ser sincera.
Aquella noche me planteé por primera vez contarle toda la verdad. Pero la iniciativa me duró apenas un par de minutos, lo justo para que mi juicio regresase a poner las ideas en su sitio antes de que me durmiese. Estábamos en medio de una guerra, la mentira y el engaño eran sólo parte del proceso. Y yo tampoco le engañaba, propiamente dicho. Solamente había una parte de mí que no podía mostrarle. Y esa parte se extinguiría con la guerra, así que sólo tenía que sobrellevar mi identidad oculta hasta que toda aquella locura terminase y después nada me impediría ser la mujer que ya soñaba con ser. Una completamente normal.
Después de las Navidades las cosas en la casa continuaban igual de tensas. La señora Scholz solía pasar semanas enteras en Berlín a pesar de las advertencias de Herman. Se rumoreaba que los ingleses no tirarían la toalla, y menos cuando la idea de que Alemania se preparaba para atacar en la frontera soviética estaba empezando a sonar con demasiada fuerza, así que ya casi era un secreto a voces que el ejército se concentraba en aquella parte aunque para ello tuviese que reducir los bombardeos a las islas británicas. Pero a ella parecía no importarle lo más mínimo. Iba y venía a su antojo, llevándose con ella a Berta o dejándola con nosotros según lo creyese conveniente y esforzándose por aparentar que seguía con su vida normal de viuda cuando en realidad cargaba con una “doble viudedad” que le impedía ser con su hijo la misma madre que había sido siempre.
A Herman tampoco parecía preocuparle demasiado lo que ella hiciese. Quizás sí las primeras veces que desatendió sus consejos, pero nada más. De hecho, la señora Scholz anunció que se mudaría a Berchstesgaden con Berta después de nuestra boda, que Herman anunció a mediados de Febrero para la primavera. La viuda propuso esperar un poco, objetando que no había tiempo para prepararlo todo. Pero ambos pusieron una guinda a sus diferencias cuando su hijo manifestó nuestra intención de contraer matrimonio en una sencilla ceremonia en la que no hubiese más presentes que aquellos que los estrictamente necesarios. Acogiéndose a una intimidad con la que pretendíamos expresar el respeto por la ausencia de nuestros respectivos padres en un día como aquel. Yo, simplemente acepté la decisión de Herman porque en el fondo, no me apetecía nada una gran fiesta que terminaría pareciéndose a una reunión cualquiera que los Scholz organizaban, ya que mi lista de invitados estaba en blanco.
Por mi parte, emití toda la información que caía en mis manos, incluida la relativa a mi boda para que me remitiesen a tiempo los papeles necesarios, tal y como había acordado con aquel hombre que probablemente nunca fuese a ver más. Y tampoco era que me importase, pero sentía cierta curiosidad por saber qué sería de él, o qué sería de la chica que me habían enviado para decirme que París había caído. Me hubiera gustado saber algo de ellos, aunque ya no les envidiase si es que estaban en una posición más cómoda que la mía. Yo ya me había acostumbrado a estar donde estaba, en una casa que también sería mía y a la que ya le tenía cierto apego.

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