A tan sólo tres días para el regreso de Herman a casa, yo todavía continuaba con aquella sensación de no pertenecer al mundo que me rodeaba. Todavía sentía unas enormes ganas de salir corriendo de quel lugar hasta que un calambre me obligase a detenerme. Barajé la posibilidad de marcharme sin darle ningún tipo de explicaciones a nadie, ni a los Scholz, ni a mis superiores. Pero ya sabía lo que pasaría si lo hacía y seguramente no alcanzaría un lugar seguro antes de que se diesen cuenta de que había desertado.

Sin embargo, necesitaba un descanso. Y desafiando toda la cadena de mando y autoridades que dirigían mi vida desde una cómoda silla de piel hasta el punto de decirme con quién debía casarme, decidí “matar a mi padre” y tomarme ese descanso.
Cuando la señora Scholz llegó aquella tarde después de una fugaz visita a Berlín para trasladar parte del mobiliario por miedo a que los bombardeos alcanzasen su propiedad, me acerqué a ella y reuniendo toda la tensión que me aplastaba – que no era poca – le expliqué entre lágrimas que me habían llamado para comunicarme que mi padre había fallecido. En una casa con al menos una docena de personas dedicadas exclusivamente al trabajo del hogar, nadie estaría pendiente de que llamasen a la institutriz, así que si preguntaba si de verdad me habían llamado, no le extrañaría nada que al menos la mitad no supiese decir si yo había hablado por teléfono o no. Aunque seguramente no lo haría.
Se limitó a darme el pésame y a decirme que podía ausentarme durante una semana. Incluso se alegró cuando le dije que sólo serían cinco días. No podía estar fuera tanto tiempo o no podría entregar puntualmente el informe de la semana. Y de todos modos, sólo necesitaba el tiempo que tardase Herman en volver a Francia. Si quería ser sincera, el hecho de que mis vacaciones sirviesen para postergar mi encuentro con el Teniente Scholz, también me empujaba inevitablemente a desearlas de un modo tan desesperado como para tomármelas por mi cuenta.
La viuda entendió que me fuese aquella misma tarde, así que después de agradecerle su comprensión y el detalle de poner un chófer a mi servicio para llevarme a Berlín y recogerme a mi vuelta tan pronto como telefonease para informar de mi llegada, cogí mi maleta y el dinero que había ganado dándole clases a Berta durante todos aquellos meses, y salí hacia la capital alemana. Pasé la noche allí – en una pensión de la ciudad – y a la mañana siguiente fui a la estación de ferrocarril. Tras debatirme entre los posibles destinos, me decanté por Leipzig. Y lo hice porque la poca variedad de horarios que permitían los contratiempos propios de un país en guerra me obligaba a esperar bastante más tiempo si quería ir a otro lugar. Compré el billete y me subí al tren, pero finalmente decidí no seguir hasta la ciudad y me bajé en un pequeño pueblo a poco más de medio camino. Busqué un lugar en el que quedarme y escogí una pequeña casa de huéspedes administrada por una familia del lugar.
Fueron unos días tranquilos. Al contrario que sus noches, en las que inevitablemente, la idea de que la fácil misión que me habían encomendado se había retorcido y estrechado como una culebra alrededor de un ratón, me embargaba hasta provocarme justo esa sensación; la de que alguien me estaba apretando hasta conseguir romperme los huesos y no dejarme respirar.
Durante mi última noche en aquel pueblo que vivía pendiente de lo que pasaba más allá de sus reducidas fronteras, estudié de nuevo mi contrato. Me negaba a creer que la información a la que tendría acceso si me convertía en la nueva señora Scholz valiese de verdad aquella suma. Sin duda, era una razón por la que en otra situación hubiese aceptado. Sí, hubiese firmado sin reparo alguno aquella hoja si pudiese ver a Herman como lo que era, pero no cuando mi sensatez se difuminaba en mis sentimientos y a cómputo general, podía confundirme como el más elaborado espejismo. No era tonto, eso era algo de lo que yo partía inequívocamente. Así que esa virtud suya se convertía en una gran desventaja para mí, que era incapaz de hacer prevalecer la razón cuando le tenía cerca.
Me dormí entre confusión, siguiendo la tónica general de mi vida. Que había alcanzado un límite a partir del cual tenía la vaga sensación de poder soportarlo todo porque mi cuerpo y mi mente ya estaban saturados. Era estresante e incómodo a partes iguales tener que vivir así, sin embargo tomé el tren de vuelta con una sorprendente tranquilidad. Pero sólo me acompañó hasta Berlín, luego, mi compañera de viaje pareció tomar un camino distinto al mío y me abandonó en algún momento mientras caminaba hacia un teléfono para pedir aquel coche que me llevaría de vuelta a la casa Scholz.
Esperé pacientemente en un café ubicado al lado mismo de la estación. Uno de los pocos que por su situación lograba mantener todavía un buen número de clientes. Si la gente no tuviese que esperar para ir de un sitio a otro, estaría tan desierto como los demás. Las apacibles tardes de café se habían extinguido para los berlineses a pesar de que su ánimo crecía cada vez que los ataques sobre la ciudad dejaban un recuento de daños ridículo comparados con los que ellos causaban al “terrible enemigo”.
Mi coche no tardó en llegar, me subí y tras saludar vagamente al conductor de la familia, me dediqué a recapitular. Mis vacaciones no me habían servido en absoluto para dar con una senda sobre la que encauzar mi vida, pero al menos me habían valido para no cruzarme con Herman y evitar que él lo confundiese todo más de lo que ya estaba. Incluso llegué a sentirme casi animada por mi pequeño gran logro. Casi. Hasta que nuestro apuesto Teniente salió a recibirme a la entrada de casa cuando llegamos. Mis músculos se quedaron petrificados al lado del coche cuando sus brazos me rodearon en un cariñoso abrazo que me causó estragos emocionales. Quería llorar, y hubiese quedado de maravilla puesto que regresaba después de perder a mi padre, pero quería hacerlo porque él no tenía que estar allí, y sin embargo, lo estaba.
-¿Cómo te encuentras? – Me preguntó con suma emotividad.
-Mal. ¿Qué haces aquí? – Quise saber mientras le obligaba a sacarme las manos de encima por miedo a que alguien más que un chófer que ya procuraba mirar hacia otro lugar viese aquello.
Antes de contestarme recogió mi maleta y luego me invitó a entrar en casa con un suave gesto.
-He pedido que me adelantasen el traslado un par de semanas para no tener que volver a Francia. Aceptaron justo un día antes de que viniese – asentí con un vago sonido mientras caminábamos hacia mi dormitorio -. Mi madre me contó lo de tu padre cuando llegué, si me hubieses esperado te habría acompañado en representación de la familia.
-Gracias, pero no era necesario. Sólo fue un sencillo acto de despedida.
-Ya, pero me hubiese gustado apoyarte. Tú estuviste ahí en todo momento cuando murió mi padre – sus palabras me obligaron a dibujar una sarcástica sonrisa que escondí de su vista fingiendo mirar hacia otro lugar.
“…En todo momento cuando murió el Coronel…” no tenía ni idea de lo acertado que estaba.
-No te preocupes, he estado con mi hermano y mi cuñada.
Me pasó un brazo alrededor de los hombros cuando terminamos de subir las escaleras y me dio un beso en la sien sin que yo hiciese nada por impedirlo. No tenía fuerzas para rebatir ese comportamiento.
-Vine a tu habitación pero la cerraste con llave… – me comentó con curiosidad a pocos metros de la puerta como si no fuese lo normal dejar las intimidades a buen recaudo. Sobre todo si entre tus intimidades figuran una cámara fotográfica de sospechoso tamaño, una pistola y una docena de objetos que podrían ser armas potenciales.
-¿Y para qué viniste? – Le exigí con la misma curiosidad intentando no mostrar desconfianza.
-Porque esperaba que guardases algún número de teléfono o alguna dirección que me sirviese para poder dar contigo.
Suspiré mientras abría la puerta y opté por no decir nada. Herman me acompañó para dejar mi maleta sobre la cama y luego me examinó con aquellos inquietantes ojos azules a los que no se les podía negar nada.
-Bueno, será mejor que descanses antes de la cena, ¿de acuerdo? – Asentí mientras volvía a abrazarme y dejé que mi cuerpo se relajase en contacto con el suyo. Rindiéndome ante la aplastante obviedad de que resistirme estaba ya lejos de mis posibilidades – ¿quieres que me quede? – Negué sin pensarlo, como si se tratase de un ejercicio de disciplina -. Está bien, si necesitas compañía ya sabes dónde encontrarme – concluyó frotándome la espalda y dejando un leve beso sobre mi mejilla antes de retirarse.
Las siguientes semanas fueron extrañas. Herman seguía con sus habituales muestras de afecto entre sus idas y venidas a Oranienburg – donde ahora desempeñaba su nuevo trabajo -. Pero parecía haberme concedido una tregua a raíz de mi pobre estado de ánimo. Causado por la anómala situación de mi vida y por el hecho de cavilar sin rumbo sobre todo en general sin llegar nunca a ninguna determinación en concreto, e interpretado por él como el duelo que yo mostraba por la reciente pérdida de mi padre.
Debería haber aprovechado aquel tiempo para decidir lo que iba a hacer. Pero dejarlo para otro momento siempre se me antojaba una opción demasiado atractiva ante la imposibilidad de verme capaz de tomar una decisión y seguirla firmemente.
Las cosas siguieron así hasta casi mediados de diciembre, cuando una visita rompió la rutina diaria de la residencia Scholz. Anna Gersten era la invitada y se quedaría un par de días con la familia porque estaba de camino a Müritz y deseaba fervientemente compartir un tiempo con nosotros –al menos, eso era lo que decía su carta -. Supuse por la alegría de la señora Scholz y el hastío de Herman cuando se conoció la noticia, que era una de esas señoras envueltas en pieles y coronada de joyas con las que tanto le gustaba charlar a la viuda de la casa. Pero dos días más tarde, Anna Gersten me abofeteó la cara con su perfecta imagen de joven de buena familia.
Y no sólo con eso. La señorita Gersten llegó mientras yo me hallaba en el salón, sentada al pie de la chimenea ayudando a Berta con un puzzle en el que una vez ordenado, tenía que verse un paisaje. Miré por la ventana cuando la señora llamó a Herman a través de las escaleras para que bajase a recibirla con ella y mis ojos captaron el preciso instante en el que la rubísima mujer con pinta de adentrarse poco más allá de la veintena se colgaba fervientemente del cuello del Teniente Scholz.
-¿Conoces a Anna Gersten? – Le pregunté a Berta mientras regresaba a mi sitio con un leve retortijón.
-Sí. Claro que sí. Es idiota – me informó sin que yo se lo hubiese pedido.
-¿De qué la conoce tu familia? – Indagué con mucho tacto.
-Nuestras madres son amigas desde niñas. Vivían antes en el pueblo y era la novia de Herman hasta que se fue a Dresden con sus padres.
El retortijón de mi estómago creció hasta convertirse en una bola que parecía querer romperme el tronco desde dentro.
-¿Es muy idiota?
No sabía exactamente por qué la niña le atribuía ese adjetivo. Podía ser que lo fuese de verdad o que simplemente no le cayese bien por algo en especial.
-De los pies a la cabeza, señorita Kaestner – me reiteró mientras se levantaba -. Si usted se queja de mí, intente enseñarle a ella la tabla del uno.
-¿A dónde vas? – Le pregunté extrañada.
-A mi habitación. No quiero que me deje sus labios en la cara, siempre los lleva pintados de un rojo asqueroso que no se borra con nada – dijo sin detenerse.
Recogí el puzzle mientras intentaba no exagerar las cosas. Sólo estaría un par de días. Era un tiempo demasiado corto como para temer aquello que no quería reconocer que temía. Además, a Herman no le agradaba demasiado su visita y no había correspondido con demasiado ímpetu el fogoso saludo de la joven.
-¿Dónde está Berta, señorita Kaestner? – Me preguntó la voz de la señora Scholz.
Al levantar la mirada me encontré con ella y con Herman escoltando a la invitada. Berta tenía razón respecto al carmín, al Teniente se le podía divisar una mejilla más roja que la otra desde kilómetros de distancia. Pero era demasiado guapa. De esas mujeres que parecen no dedicarse a otra cosa que a ser guapas, a decir verdad.
-En su habitación – contesté escuetamente.
La viuda salió bufando hacia las escaleras mientras que el Teniente Scholz invitó educadamente a la señorita Gersten a que tomase asiento al mismo tiempo que seguía frotándose disimuladamente la mejilla. Ralenticé mi labor para escuchar un retal de su conversación. O más bien, del monólogo de Anna, porque Herman sólo se dedicaba a asentir una y otra vez. Incluso cuando le dijo que seguía tan guapo como siempre. Y eso descubrió su cómoda posición de; “estoy en otro lugar mientras me hablas” porque nadie en su sano juicio asiente cuando se le dice algo así. No obstante, a ella pareció no molestarle en absoluto y yo notaba cómo el germen de la envidia crecía imparable por mis adentros, consumiendo cada célula de mi cuerpo hasta llegar al cerebro. Y entonces, reconocí en mi fuero interno que odiaba a Anna Gersten, justo al mismo tiempo que Herman me llamaba para presentármela.
 

Me pidieron que les acompañarles en aquella interesante conversación pero decliné la oferta y me retiré en vista de que el monólogo de la invitada parecía girar en torno a anécdotas de la infancia de ambos, y yo no tenía nada que pudiese añadir al respecto. Mientras me dirigía a mi habitación pude escuchar la acalorada discusión que mantenía Berta con su madre porque la niña se negaba a bajar. Pude haberle echado una mano a la señora Scholz, después de todo, la educación de Berta era mi trabajo. Pero era la primera vez que estaba de acuerdo con ella y consideré que un acto de rebeldía de vez en cuando también le serviría para no dejar que la pisoteasen en el arduo sendero de la vida.

El par de días que Anna Gersten estuvo en casa fueron una especie de castigo divino por negarme a reconocer lo evidente y para obligarme a admitir que Herman jamás me sería indiferente. La invitada resultó no ser tan idiota, aunque sí tenía detalles que rebasaban la frontera del sentido común. De cualquier forma, mi opinión sería desestimada en un juicio objetivo porque ella siempre estaba con Herman. A todas horas, desde que éste llegaba a casa hasta que se iba a cama. Incluso se levantaba para desayunar con él y cuando se iba, volvía a su dormitorio. Y eso no sólo me molestaba, también me aniquilaba y me condenaba a desear arrastrarla escaleras abajo agarrando su rubia cabellera ondulada.
Pero un par de días es sólo un par de días, e inevitablemente llegó la esperada tarde en la que se iba. Opté por no quedarme para ver aquella despedida que seguramente le procuraría al Teniente unos labios rojos grabados a fuego sobre su mejilla y me vestí para salir a dar una vuelta a caballo – algo que no hacía prácticamente desde que “mi padre había muerto” -. Estuve a punto de dar media vuelta cuando me encontré a Anna en las puertas de las caballerizas sin ninguna ocupación aparente más que la de dar cuenta de un cigarrillo, pero seguí andando con curiosidad al antojárseme aquél un sitio demasiado rebuscado como para ir a hacer solamente eso.
-Erika, ¿va a entrar ahí? – Me preguntó esperanzada desatendiendo un montoncito de nieve que estaba juntando con sus zapatos de tacón. Asentí extrañada -. ¡Qué bien! ¿Podría decirle a Herman que salga?
-Sí pero, ¿por qué no lo hace usted?
-Oh, es que me voy a ir en breve y no quisiera oler a caballo en el coche.
Intenté no mostrar mi asombro ante aquella respuesta y accedí a lo que me pedía atravesando el umbral que separaba un mundo de olores para Anna Gersten. Lo primero que hice fue buscar un mozo de cuadra para encargarle que me ensillase el caballo y después me dispuse a cumplir con mi recado mientras pensaba que Herman también “olería a caballo” y seguro que no le importaba lo más mínimo abrazarle bien fuerte.
-Herman, ¿puedes salir afuera un momento? – Le pregunté cuando le encontré. Estaba con el veterinario en la cuadra de una yegua que había dado a luz la semana pasada.
-Claro – contestó con amabilidad mientras salía al pasillo central – ¿qué tal todo? No he tenido mucho tiempo estos días y no hemos hablado nada.
-Ya me he dado cuenta – admití con aire de indiferencia para salvaguardar mi orgullo mientras caminaba hacia la cuadra de Bisendorff.
-Bueno, ¿qué querías? – Inquirió con una tenue sonrisa.
-Nada. Te he pedido que salieses afuera porque Anna está esperándote en la puerta, no quiere entrar por si luego huele a caballo y me ha pedido que te avisase.
-Creí que ya se habría ido… – reflexionó un poco descolocado.
-No creo que se vaya sin despedirse de ti después del perfecto anfitrión que has sido – solté mientras me subía al caballo.
Juraría que lo dije con la naturalidad más pura. Sin embargo Herman ahogó una risa mientras caminaba hacia la puerta.
-¿Puedes esperarme? Yo también iba a salir a dar un paseo – me pidió casi llegando al final del pasillo.
Asentí de buena gana, pero apenas un par de segundos después ya estaba arrepintiéndome y al final salí por la puerta que daba al campo sin esperar a Herman. Me sentí estúpida mientras cabalgaba entre la nieve. Que le quería resultaba tan trivial como mirar aquella extensión blanca y deducir que era invierno. Sin embargo, admitirlo abiertamente como él me había propuesto, suponía dar un paso más hacia aquella misión que no quería aceptar.
Si aquella mierda de conflicto bélico no existiese y las cosas entre nosotros hubiesen surgido de la misma manera, pero siendo yo una simple institutriz y él un militar de un país en tiempos de paz, me casaría con él sin dudarlo. A cambio de nada, sólo de estar con él. Pero ahí estaba esa guerra complicándolo todo. Haciendo de él un hombre sin escrúpulos y de mí una espía que tenía que engañarle y mentirle a todas horas, y a la que sólo le importaba el dinero que obtendría por cumplir su cometido.
Regresé a casa cuando me di cuenta de que no iba a llegar a ninguna conclusión a la que no hubiese llegado con anterioridad y no vi a Herman hasta la hora de la cena. Parecía estar de buen humor pese a haberme ido sin él. No hizo referencia alguna al detalle y hasta se ocupó de que Berta se terminase la cena antes de irse a cama después de un largo día. Así que yo simplemente me limité a cenar, a seguir la conversación y a levantarme de la mesa cuando lo hizo todo el mundo.
-¡Erika! – Me llamó su voz a pocos pasos de la puerta de mi dormitorio. Fruncí el ceño cuando le vi acercarse, parecía que acabase de subir las escaleras de dos en dos – ¿pasarás las Navidades con nosotros?
-Sí. Supongo que sí, ya te he dicho que mi hermano y mi cuñada se han ido a Norteamérica, nadie me está esperando en casa. Esperaba que tu madre me lo preguntase… – contesté extrañada por el sprint que se había marcado sólo para preguntarme algo que podía haberme preguntado durante la cena.
-Bueno, me ha pedido que lo haga yo – asentí por cortesía mientras abría la puerta y me quedé apoyada en el marco mirándole fijamente a la espera de algo más, porque no mostraba intención de irse – ¿un cigarrillo?
Resoplé braceando al aire en un desdeñoso gesto mientras entraba en la habitación dejando la puerta abierta para él. Entró riéndose y cerró tras de sí.
-Erika, créeme, no es lo que estás pensando… es que no me queda tabaco… – se disculpó entre risas.
-¡Encima! – Protesté intentando no reírme para no restar dramatismo a mi réplica. Pero mi voluntad me falló justo cuando le lancé la cajetilla de tabaco que tenía sobre la mesilla auxiliar.
-Mañana te lo devolveré, te lo prometo – dijo convencido mientras sacaba un pitillo y lo sostenía entre sus labios para devolver la cajetilla a su lugar -. ¡Bueno, cuéntame! Hoy por la tarde quería hablar contigo para saber qué tal estabas y esas cosas, pero te fuiste sin mí – dijo remarcando esa última frase de una forma que hizo que me riese.
-No creo que te molestase, te dejé en buena compañía… – me excusé vagamente mientras encendía un cigarrillo para mí.
-No, al principio no me molestó porque di por hecho que te cogería si salía rápido. Pero cuando regresé a las cuadras sin tener rastro de ti estuve a punto de decirle a Frank que a partir de ahora sólo montarías el poni de Berta, no llegarás muy lejos con él… – su fingido tono de amenaza me causó una carcajada.
-Lo siento, pero tardaste tanto que decidí irme…
-Discrepo en eso, pero no voy a rebatirlo, no tengo ganas – manifestó mientras daba una calada y se tumbaba en cama tras descalzarse -. Bueno, ¿y qué tal llevas lo de tu padre? ¿Estás mejor?
-Sí. No es que le haya visto mucho durante estos últimos años, pero era mi padre… – dije mientras observaba la total confianza con la que se apropiaba de mi lecho. Casi la misma con la que se había adueñado de mí.
-Cierto, ¡hasta yo lloré la pérdida del mío! – Ese extraño tono de auténtica indiferencia me dejó descolocada. Al Coronel siempre se le iluminaban cuando hablaba de Herman. Y él… bueno, a él no había más que verle cumplir con ese sino para el que su padre le había educado -. No quiero que me malinterpretes, para mí fue un padre estupendo. Pero como persona, admito que dejaba mucho que desear…
-¿Por qué? – La respuesta a mi pregunta era evidente pero me intrigaba sobremanera qué le hacía a él pensar de aquel modo.
-¡Bah! No me hagas demasiado caso… es que ahora me encuentro sumido en una crisis afectiva hacia mi difunto padre – me acerqué a la cama mirándole con curiosidad y apagué el cigarrillo en el cenicero de la mesilla de noche. Iba a preguntarle el motivo de esa crisis afectiva mientras me sentaba al borde del colchón pero él interpretó mis gestos y me contestó por adelantado -. No me gusta mi nuevo trabajo. Creo que ya te dije que no me iba a gustar, ¿verdad? Bien, pues es lo peor a lo que podían destinarme. En París estaba de maravilla comparado con esto. Rellenaba informes acerca de la situación de los distintos distritos de la ciudad, llevaba papeles de un órgano a otro, organizaba las tropas de guardia o de intervención… y he metido la pata hasta el fondo al pedir el traslado, ¡la he metido muy bien!
 

-¿Qué haces? – Pregunté casi con miedo al recordar aquellas fotografías de barracones en medio de una zona de campo completamente cercada.

-Todavía me dedico a ir de aquí para allá con el Comandante para que ver cómo funciona todo ese entramado de campos de prisioneros… – me contó mientras mantenía la mirada perdida en algún punto de techo – creo que me asignarán el subcampo que fabrica armamento después de las Navidades. Pero ahora no quiero hablar de eso. Prefiero olvidarme en cuanto salgo de allí…
-¿No puedes volver a Francia? – Quise saber. Mi pregunta le arrancó una mueca de preocupación.
-No, ahora no puedo dar marcha atrás. Es complicado. El General Berg me ha procurado este puesto porque, al parecer, mi padre estaba muy interesado en que lo consiguiese. Así que me ha concedido un trato de favor a la hora de dármelo y se supone que tengo que estar contento, porque es un puesto sin riesgo, con muchos “grados de libertad” y bien remunerado. Una ganga que no me gusta una mierda. Pero es que encima está el favor que Berg me ha hecho con Furhmann… ¡estoy vendido, Erika!
Le miré con cierta compasión cuando mencionó lo de Furhmann, pensando que técnicamente yo no le había pedido nada, pero indirectamente, el favor que debía por lo de aquel impresentable era gracias a mí. Así que terminé acariciando cariñosamente el dorso de la mano que tenía apoyada sobre su abdomen.
-¿Puedo dormir contigo esta noche? – Me preguntó con una tenue sonrisa mientras cogía mi mano entre las suyas.
-¡Herman! – Exclamé en tono de protesta por su pregunta. No estaba molesta, me hizo gracia su tierna espontaneidad – ya eres mayorcito para andar buscando con quien dormir como si tuvieses miedo – añadí conteniendo la risa.
 
sabrina-rose-desire-digital-9437_3_big

-No tengo miedo, pero mi edad es idónea para andar buscando con quien dormir – me contestó divertido mientras tiraba de mi brazo hasta hacerme recostar a su lado. Podía haberme levantado o buscar alguna forma de resistirme pero no quise hacerlo. Preferí dejarme arrastrar y recostarme a su lado, dejando que él me abrazase como si fuese normal que lo hiciese, pero dándole la espalda como única medida preventiva. Una que era del todo inservible cuando había accedido a recostarme, pero que quizás me permitiese pensar con claridad en caso de que lo necesitase – estoy en edad casadera, ¿no estarás interesada en dormir conmigo el resto de mi vida?

-No – contesté alegremente a la vez que pensaba que a mí ya se me había olvidado eso de pensar con claridad cuando se trataba de Herman Scholz.
-Me lo tomaré como un “probablemente sí” – tergiversó de una graciosa manera mientras me estrechaba entre sus brazos y comenzaba a besarme por debajo del lóbulo de mi oreja haciendo que mi cuello se crispase agradablemente al sentir el calor que exhalaban sus labios.
Le dejé hacer, poniendo a su plena disposición cada parte que sus cariñosos besos reclamaban. Su cuerpo se arrimó todavía más al mío, dejándome percibir algo duro a la altura de nuestras caderas al mismo tiempo que una pionera mano tiraba de mi blusa para colarse por debajo de ella y mientras el aire de su respiración seguía acariciándome allá por donde su boca se deslizaba, acercándose a la mía. Achaqué aquella superficie rígida que me rozaba las nalgas a lo primero que se le ocurriría a cualquiera que estuviese en una situación similar, pero de pronto, reparé en su perfecta forma geométrica.
-Herman Scholz… ¡¿tienes una cajetilla de tabaco en el bolsillo del pantalón?! – Pregunté como si acabase de descubrirle en algo mucho peor.
-No, mujer… ya te he dicho que no tengo tabaco. Es que me “alegro” de verte… – me contestó con naturalidad y elocuencia mientras se reía sobre mi mejilla.

Pude protestar, o por lo menos hacerme un poco la ofendida. Sin embargo, para mí estaba tan claro que aunque retrasase lo que iba a suceder, acabaría sucediendo – y en parte porque yo lo quería tanto como él -, que lo único que hice fue deslizar la mano dentro de su bolsillo y sacar la cajetilla para dejar claro que sabía distinguir un cilindro en alza de un rectángulo sólido, mientras que él parecía no poder controlar su risa al verme abrir la caja de cartón para comprobar que le quedaban más de la mitad de los cigarrillos. Supongo que me tomé su respuesta como un inusual “piropo” que solamente un ínfimo grupo de personas – constituido actualmente por él y nadie más – podía decirme sin hacer que me molestase.

Sobre todo si lo hacía con aquella melosa voz que parecía imposible para alguien con un día a día como tenía que ser el suyo.

-¡Menuda pieza estás hecha! – dije en un resignado suspiro mientras dejaba que el tabaco se cayese al suelo antes de darme la vuelta y mirarle a la cara.
-El protocolo exige que pida disculpas, ¿verdad? – Asentí esperándolas, pero no las recibí – pues no me disculpo, en el amor y en la guerra todo vale… – concluyó antes de besarme en los labios con decisión.
<> pensé al encontrarme de nuevo con el foco de todo mi desorden mental haciendo que se acabase el plazo de tiempo para pensar en las consecuencias de mis actos. Por norma general, es molesto que te priven de tu parte racional. Pero cuando tu mente es un estéril hervidero de ideas, situaciones ficticias que podrían llegar a ser reales y situaciones reales que podrían pasar a ser recuerdos según el rumbo de mis decisiones, se agradece enormemente un bálsamo como el que sus labios me proporcionaban. Quizás esa fue la razón por la que no desaproveché la ocasión de besarle, o quizás lo hice porque necesitaba hacerlo y esa necesidad era la que me impedía centrarme en algo más que no fuese él.
-Erika, ¿has pensado en lo que te dije la última vez? – Me preguntó su voz cerca de mi cuello mientras su mano abría un par de botones de mi blusa para deslizarse sobre mi busto hasta llegar a mis senos.
Su dedo girando lentamente sobre mi pezón me produjo un cosquilleo que descentró mis pensamientos. Ni siquiera recordaba a qué última vez se refería.
-¿Qué?
-Que si has pensado en lo que te dije la última vez… – repitió alargando la última palabra como si yo fuese un niño que no le escuchaba. Mantuve la mirada perdida, pensando que lo más lógico era que se refiriese a la última vez que había estado en mi cama conmigo. Porque aunque esa no era la última vez que me había hablado, en otras conversaciones no veía qué más podía darme para pensar en su ausencia. Y en ese caso, ¿a qué se refería? ¿A eso de casarme con él? ¿O a hacer público una relación que yo no tenía clara? – Erika, ¿me escuchas? – Inquirió apoyando su cara sobre mis pechos y dirigiéndome una inocente mirada desde allí abajo mientras su mano se movía ahora a ras de mi muslo, arrastrando la falda hacia arriba a su paso.
-Sí, pero no he pensado en nada – dije finalmente.
-Bueno, es mejor que un “no” rotundo como los anteriores.
No sé por qué dejé que me contagiase una sonrisa cuando dijo aquello. Estaba claro que visto así él tenía motivos para sonreír, pero yo… yo apenas tenía claro a lo que estaba contestando. Creo que me hizo gracia verle arremolinar mi falda cuidadosamente, dejándola alrededor de la cintura.
-¿Te lo pensarás? – Insistió incorporándose levemente para moverse hacia abajo hasta dejar su cabeza a la altura de mi vientre y desabrochar los últimos botones de la blusa antes de introducir su mano bajo mi ropa interior.
-¿El qué? – Pregunté inconscientemente cuando su mano comenzó a acariciar mis labios vaginales, deslizándose sobre ellos con gracia y llevándose mi atención con su roce. No me parecía una buena idea mantener una conversación de aquella forma.
-¿Me estás vacilando? ¿No? – Preguntó entre risas mirándome de nuevo desde abajo.
-No. Es que tengo muchas cosas que pensar, Herman. A ver, ¿de qué me estás hablando ahora? – Exigí ligeramente molesta conmigo misma al comprobar que me estaba dejando llevar demasiado.
-¿Cómo que de qué te hablo? ¡De que te cases conmigo! – Exclamó con naturalidad –. Ya sé que con lo de tu padre, al final no ha resultado ser el mejor momento para pedírtelo. Pero no te habrás olvidado de que te lo pedí, ¿verdad?
-No – respondí en medio de un suspiro cuando sus dedos me penetraron con cuidado mientras que la palma de su mano arrastraba mi clítoris. Todo aquello en conjunto me excitaba demasiado -. Pero no me casaré contigo… – añadí tras unos segundos que dediqué a centrarme exclusivamente en aquella mano que me hacía temblar de cintura para abajo.
-Ya – aceptó mientras se incorporaba de nuevo. Le observé coger mis bragas con la otra mano y comenzar a tirar de ellas hacia abajo. Creí que por fin se había terminado el diálogo, pero continuó hablando mientras utilizaba ahora las dos manos para deshacerme de la pieza de ropa -. Veamos, me has dicho que porque no me quieres y porque estamos en guerra, ¿no?
-Sí, más o menos… – acepté al mismo tiempo que él volvía a dejarse caer a mi lado.
-¿Alguna tontería más que añadir a la lista? – Preguntó mientras tiraba de mi sujetador hacia abajo, dejando que mis pechos se sobrepusiesen a la prenda. Guardé silencio, concentrándome en él cuando bajó su cuello y comenzó a juguetear con mi pezón entre sus labios. Cerré los ojos y simplemente dejé de pensar mientras disfrutaba de cómo el deseo comenzaba a propagarse por mi cuerpo, erizándolo con un agradable cosquilleo por donde iba pasando -. ¿No tienes ninguna? – Perseveró haciendo una parada para mirarme –. Bueno, entonces dame una razón coherente y no insistiré más.
-¿No podemos hablar de esto después? – Dije finalmente.
 

Admito que sonó un poco desesperado, pero es que sus caricias habían dejado una incómoda inquietud entre mis piernas difícil de calmar. Jamás había experimentado esa sensación de echar de menos a alguien en la entrepierna, pero era abrasadora cuando ese alguien estaba a tu lado y no volvía a tocarte de aquella manera aun sabiendo que lo necesitabas.

-¿Después de qué? – Preguntó con despreocupación – puede que no pase nada si no aclaramos esto, querida… es una crisis prematrimonial.
-No vas a dejarme así – afirmé acompañando mi suplicante voz con un movimiento de mis manos que me permitió desabrochar su pantalón para colarlas bajo su calzoncillo y masajear suavemente su sexo contenido bajo la ropa.
-Está bien – cedió en un susurro colocándose a mi altura para besarme mientras su mano se posaba de nuevo entre mis muslos -. Hablaremos después. Pero sólo porque me lo pides con esta insistencia…
Desconozco si quería seguir hablando o no, pero no le dejé. Me estaba poniendo de los nervios con aquel parloteo perfectamente estudiado para provocar exactamente eso. Lo sabía, porque yo antes solía hacer lo mismo. Claro que yo también solía pensar en un soldado francés que había visto en Besançon, y ahora ni siquiera me acordaba de la cara de aquel hombre que me había ayudado todos aquellos años en mi trabajo. El soldado ya no era francés, era alemán y yo estaba devorando su boca para evitar que continuase moldeándome a su antojo con sus palabras.
Era infinitamente mejor que lo hiciese con su cuerpo porque así yo podía disculparme más fácilmente por sucumbir de nuevo. Aunque esta vez ni siquiera intentaba excusarme, había asumido que en mi situación era perfectamente normal dejarse llevar, y aunque me repitiese que esta vez “sí que era la última”, sabía que no lo sería. Quizás por eso mi cabeza tampoco se molestó en recordármelo. Y no es que no supiese de sobra que acostumbrarse a él no era lo mejor, pero sí que era tan fascinantemente cómodo que hacía que mereciese la pena hasta el punto de olvidarme de cualquier dificultad o impedimento que me echase hacia atrás a la hora de no decantarme directamente por él. Con contrato o sin contrato, Herman era el único hombre con el que no me importaría hacer lo que estaba haciendo hasta el fin de mis días.
De pronto me sentí ligeramente mal al pensar en él como alguien completamente ajeno al negocio que yo podía hacer a costa de sus sentimientos. Y me hundí un poco más al descubrirme por primera vez pensando completamente en serio en otros sentimientos que no fuesen los míos. Eso significaba que lo que yo sentía iba por delante de lo que yo pensaba.
-¿Estás bien? – Me preguntó su voz con cierta curiosidad.
Al principio no entendí qué le había hecho pensar que pudiese no estarlo, pero luego descubrí que me había quedado completamente quieta mientras mi cabeza no hacía más que darle vueltas a lo mismo una y otra vez.
-Podemos dejarlo para otro momento – insistió antes de besarme la frente.
-No. Estoy bien – contesté con una sonrisa ante su repentina preocupación y volví a besarle.
Esta vez concentrándome en lo que hacía, sintiendo los carnosos labios de Herman moviéndose al compás de los míos mientras nuestras manos buscaban nuestros respectivos cuerpos, colándose por debajo de la ropa o simplemente deslizándose libremente sobre la superficie de la piel.
Flexioné mis rodillas y abrí las piernas sin dejar de acariciar su miembro enhiesto que asomaba sobre la ropa que yo misma había colocado por debajo. Tenerlo entre mis manos me excitaba. Hacía que mi deseo creciese a la vez que yo deslizaba mis manos sobre él, aumentando suavemente la presión de vez en cuando para recrearme en la homogénea firmeza que ofrecía a mi tacto, e intensificando de esa manera lo que su mano podía hacer entre mis piernas mientras ambos jugábamos con el sexo del otro. Haciéndonos catar un jugoso preámbulo que a mí, personalmente, me hacía anhelar el momento de tener dentro aquello que tanto prometía entre mis manos.
Dirigí mi boca hacia su oído mientras mi cuello era el objeto de las atenciones de sus labios y tras aspirar el aroma de su pelo, ahora revuelto y sin rastro del fijador que hacía que cada mañana abandonase la casa sin que ni un solo pelo osase elevarse por encima del perfil de su cráneo, sentí la tentación de despeinarle todavía un poco más, así que lo hice. Dirigí una de mis manos hacia su nuca y la acaricié hundiendo mis dedos en su cabello mientras elevaba mis caderas inconscientemente para facilitar su refinada manipulación.
-Desnúdate – le susurré con la voz que el poco aire que era capaz de retener me permitía articular.
Por norma general, si una piensa que le está susurrando a un Teniente de las SS que se desnude, eso suele ser suficiente para que la recorra un escalofrío de tensión en el segundo exacto en el que termina de hacer la petición. Pero cuando se trata del Teniente Scholz en concreto, el escalofrío se produce en el instante en el que éste te atraviesa con sus ojos antes de besarte e incorporarse con decisión para complacerte. Y mientras ves cómo lo hace delante de ti, sin apartar los ojos de los tuyos, lo que resulta imposible es no retorcerte en la creciente necesidad de tenerle.
-Ahora tú – me pidió en un cautivador tono mientras dejaba adivinar una sonrisa al final de las comisuras de su boca.
Obedecí. Aunque mi proceder fue más accidentado al hallarme tumbada en el colchón y con prácticamente todas mis prendas descolocadas, pero todavía sobre mí. Sin embargo, me desnudé ante su atenta mirada, hice oídos sordos a un par de carcajadas que retuvo como pudo cuando alguna que otra cosa me dio más problemas de los esperados, y me dejé caer donde estaba, contando con tenerle sobre mi cuerpo en breve.
No me equivoqué. Regresó sobre mí, besándome mientras una de sus manos recorría con los dedos la aureola de uno de mis pechos antes de caer hacia mis caderas e instarme con firme cuidado para que rodase hasta quedarme sobre uno de mis costados, dándole la espalda. Su cuerpo se acopló al mío casi en el acto, cubriendo mis omóplatos con el calor de su pecho y deslizando su mano a través de mi vientre para abrazarme mientras su boca llegaba desde atrás, besando mi mejilla.
Sujeté su nuca con mi mano cuando el ardiente aguijón que sobresalía de su entrepierna se hizo un hueco entre mis muslos y rozó los labios de mi sexo, resbalando en la humedad que impregnaba la zona y elevando mi libido hasta hacer que arquease mi espalda para ofrecerle una pronta entrada. Supongo que interpretó perfectamente lo que yo le pedía, pero lo desatendió con elegancia, dejando que su mano cayese hasta mi pubis y colocando sus dedos sobre la hendidura que diferenciaba las dos partes en las que se abría mi cuerpo en ese punto para dejar al descubierto mi clítoris. Una zona que respondió fiel a su tacto, haciéndome gemir cuando comenzó a frotarlo suavemente mientras su verga continuaba deslizándose entre mis muslos. Rozándolo todo a su paso, restregándome las inmensas ganas que yo tenía de que en uno de sus movimientos entrase en mi cuerpo y se moviese allí. Pero no lo hacía. No lo hacía aunque yo no paraba de elevar mis caderas hacia atrás, sintiendo su vientre empujando mis nalgas y temblando al final de cada movimiento.
Dejé la parte alta de su cuello hacia la que se había caído mi mano, llevándola ahora hacia mis posaderas mientras alzaba las caderas un poco más, dispuesta a penetrarme con su miembro en vista de que él se había propuesto provocarme un orgasmo valiéndose de una extraña mezcla de fricción y desesperación que no obstante, le estaba funcionando. Pero yo no tenía tanta paciencia ni tanto autocontrol cuando se trataba de una situación como aquella.
Su mano agarró mi muñeca con seguridad en cuanto mis dedos rozaron su vello púbico y me obligó a posarla sobre el colchón a la altura de mi pecho. Ahora no le tenía masturbándome, pero podía notar igualmente cómo el deseo que generaba su sexo alojado bajo el mío se extendía por mi cuerpo de un modo insufrible, sin encontrar frontera capaz de detenerlo.
-Dime que me quieres y yo te lo hago – me susurró tras el lóbulo de mi oreja haciéndome estremecer con su cálido aliento.
-Te quiero – ni siquiera me planteé la posibilidad de no decirlo. Abrí la boca y las palabras brotaron al mismo tiempo que mi cara se acomodaba sobre la almohada y él me besaba el cuello, dejándome percibir sus comisuras curvadas en una sonrisa mientras su mano soltaba la mía para cumplir con su palabra -. Te quiero, Herman – repetí con exasperación volviendo a sujetar su cuello con mi mano recién liberada y solicitando más besos.
 

No sabría decir si me contestó o no, porque en ese preciso instante sus dedos me penetraron desde atrás. Y tras un par de vaivenes que se produjeron sin el más mínimo rozamiento, dejaron paso al plato fuerte. Momento que concentró toda mi atención desde que su glande tanteó levemente mi orificio de entrada con la ayuda de su mano, hasta que entró majestuosamente impulsado por sus caderas, que lo incrustaron en mis entrañas con un exquisito movimiento que terminó cuando éstas dieron de nuevo con mis nalgas. Haciendo que yo intentase ahogar mis gemidos con la almohada y que Herman hiciese lo propio con mi cuello.

Dejé que mi pierna se elevase sin resistencia cuando él la sujetó y tras deleitarme con unas cuantas idas y venidas desde mi retaguardia que me hacían culebrear en busca de sus labios, volvió a dejarla con cuidado sobre la otra para rodear mi cuerpo a la altura de mis costillas, sujetando mis pechos de vez en cuando y haciendo que mis ganas de él se viesen correspondidas con cada uno de sus movimientos.
Experimenté una vez más esa sensación que me obligaba a entregarme a él aun cuando mi voluntad parecía mucho más firme que aquella noche. Una estado indescriptible proporcionado por cada una de las cosas que le caracterizaban y que en conjunto le hacían, a mi juicio, irresistible e incomparable. Sonreí contra la almohada, completamente avasallada por su aliento y pensando que era una imbécil mientras me recreaba sintiendo los músculos de su abdomen rozando mi espalda al tiempo que forcejeaban por hacer posible una penetración tras otra. Si de verdad quería creer que no quería tener nada más con él, era una imbécil consumada, porque lo que de verdad quería era que él fuese el único que me hiciera aquello. Y si no era él, el sexo volvería a ser sólo sexo. Un trabajo tras otro. Trabajos en los que a partir de ahora, mi cabeza me llevaría de vuelta a aquellos brazos en cuanto dejase caer mis párpados en compañía de cualquier otro hombre. Y entonces, volvería a llamarme imbécil por no haberme quedado a su lado.
Un jadeo bastante más fuerte que el resto me sacó de mis cavilaciones, haciendo que me descubriese a mí misma inclinándome hacia delante para ofrecer una entrada más fácil desde la parte posterior de mi cuerpo. Elevé ligeramente la cabeza para echar un vistazo hacia abajo y me dejé caer de nuevo cuando mis ojos se encontraron con los repetidos azotes que los ilíacos de mi Teniente propinaban a la altura de mis riñones, con un movimiento excitante y sugerente que, de no ser secundario gracias a la forma que tenía de empujarme a la locura cada vez que se clavaba en algún bendito punto de mi interior, hubiese captado toda la atención de mis pupilas.
Me estaba haciendo disfrutar demasiado. Me gustaba todo: su roce, su aliento, su olor, la forma que tenía de apretar su rostro contra mi mejilla, sus frenéticas acometidas o sus penetraciones perezosas cuando alguno de los dos caminaba peligrosamente al borde del orgasmo. A Herman siempre le gustaba hacer eso, llevarme al borde y no dejarme caer hasta que él lo hiciese. Incluso cuando yo sabía que él estaba tan a punto como yo, seguía haciéndome sufrir de esa manera durante algunos segundos que luego se recompensaban con creces.
Y cuando pensé en nuestros incomparables finales, no pude resistirme a estirar una mano hacia mi sexo para masturbarme suavemente mientras él continuaba desmoronándome desde atrás. Abrí ligeramente las piernas para llegar al lugar en el que su cuerpo irrumpía placenteramente en el mío y separé un par de dedos para abarcar la penetración con ellos hasta que su mano apareció bajo la mía y comenzó a hacer lo que yo había estado haciendo antes de decidir deleitarme con las incursiones de su sexo.
Aparté mi mano y me aferré a su muñeca mientras sus dedos masajeaban mi clítoris con habilidad, justo como a mí me gustaba. Poniéndome de nuevo en la complicada posición de no poder evitar correrme en medio de todo aquel despliegue de atenciones que me envolvían y me obligaban a hacerlo. Gemí desesperadamente cuando fui consciente de que él iba a dejar que lo hiciese y apreté su mano con más fuerza todavía, hasta el punto de notar sus tendones dirigiendo sus dedos rítmicamente bajo mis yemas hasta que un atropellado gemido sobre mi sien me dio el empujón definitivo. Y entonces, los segundos que él me había robado cada vez que bajaba el ritmo para que no llegase, se compensaron con uno de esos estallidos de placer que llevaban su firma. Uno enorme que convirtió mi cuerpo en un palpitante nervio que se retorcía sin final aparente en un trémulo y placentero impulso con las embestidas de un cuerpo ajeno, dulcemente aceptado como un anexo del mío propio, que empujó con igual necesidad que la mía hasta que la sangre retomó de nuevo su camino a través de mis arterias y mis sentidos pudieron devolverme la percepción habitual que yo tenía del mundo.
Relajé mis piernas reparando en la hipersensibilidad de mi sexo cuando Herman retiró su mano y la sujeté para abrazarme con ella mientras él se acomodaba a mi espalda, apoyando su rostro ligeramente sobre mi cabeza, besándome de vez en cuando en algún lugar. Estaba bien, embargada por esa característica serenidad que necesitaba y que constituía un aliciente más para recaer una y otra vez en caso de proponerme no hacerlo. <> recordé. Aquello me lo dijo una prostituta que había conocido durante un encargo en el que había tenido que hacerme pasar por una de ellas. Y aunque mencionar la fuente pudiese desmerecer aquellas sabias palabras, siempre me pareció lo más filosófico que había escuchado en mi vida. ¡Cuánta razón llevaba!
-¿Y si nos metemos en cama? – me preguntó con una débil voz recién recuperada tras el ajetreo.
Acepté contenta de que se quedase conmigo, pero ligeramente molesta por obligarme a moverme en aquel momento. Cuando él todavía estaba dentro de mí, cubriendo por completo mis espaldas y consiguiendo con ello raptarme de aquella realidad que aplastaría a cualquiera que estuviese en mi lugar. Pero fui consecuente con mi respuesta y le desatendí durante un momento para abrir la cama y meterme bajo las sábanas.
Sonreí cuando su brazo se separó de su cuerpo conformando mi lugar de reposo favorito y le abracé en cuanto me recosté sobre él, al mismo tiempo que mis pies le hacían sitio a los suyos. Más fríos que los míos, pero bien recibidos de todos modos porque nadie me había brindado nunca antes semejante muestra de cariño.
Suspiré tras unos minutos en silencio, creyendo que mi compañero de cama estaba ya dormido, pero su tenue voz rompió el silencio indicando lo contrario.
-¿Podemos hablar ahora? – Intenté ahogar una carcajada y asentí con un vago sonido acomodándome mejor cerca de su pecho -. Seré breve, ¿te casas conmigo o todavía no?
Los dos nos reímos, aunque yo ya me lo esperaba y él lo sabía. Apenas dediqué un par de segundos a pensar la respuesta, y por segunda vez en mi vida – después de haber “matado a mi padre” hacía algunas semanas – hice lo que tenía ganas de hacer sin pensar en nadie más.
-Está bien, me caso contigo – accedí sin poder contener la risa del todo.
-¿Sí? ¿De verdad? – Preguntó tan sorprendido que dejó claro su incredulidad.
-Sí – repetí pellizcándole cariñosamente el pezón que había cerca de mi cara.
Luego me reí cuando él se incomodó por ello y frotó la zona con cierta insistencia, pero sin quejarse.
-¿Te importa que espere un poco antes de comprarte un anillo? Me gustaría asegurarme de que mañana opinas igual, y pasado mañana, y dentro de tres días…

-Muy bien – acepté sin nada que objetar.

Estaba de acuerdo con él en que podía retractarme a corto plazo. Aunque algo me decía que no lo hiciese ahora que había dado ese paso cuya infructuosa premeditación me había prvocado tantas jaquecas.
-Entonces, si te parece bien, haré pública nuestra relación. Porque no seguirás empeñada en que no hay relación… – inquirió acariciándome el pelo. Negué con la cabeza, luchando por no quedarme dormida mientras hablaba. Sabía que aquel momento me daría pánico, pero estaba demasiado bien como para preocuparme por aquello justo en aquel instante -. Bien, pues lo haré oficial esta semana, ¿te parece bien? – Asentí sin fuerzas para objetar nada -. Y después esperaremos algunos meses para anunciar el compromiso, ¿vale?
-Sí – repetí de nuevo.
-Si mañana no me quieres, te juro que te despido – me amenazó entre risas antes de besarme la frente.
Quise decir algo que demostrase que también estaba de acuerdo con eso último, pero no llegué a saber si pude hacerlo. El sueño me venció antes.
“Erika, querida” fueron las palabras que me despertaron al día siguiente. Y cuando abrí los ojos me encontré a Herman vestido con su uniforme y sentado al borde de la cama. Miré el reloj al verle listo para irse y comprobé que faltaban unos diez minutos para que viniesen a recogerle.
-Dime que sigue en pie lo que me dijiste anoche – me pidió con una divertida solemnidad.
Mi primera reacción fue sonreír ante su insistencia que – una vez dado el fatídico paso de rendirme a lo que sentía – me resultaba entrañable. Lo segundo que hice fue reafirmarme en mi decisión, haciendo que él se inclinase para besarme.
-Estupendo, porque Marie me ha dicho mientras me servía el desayuno que debieron escucharnos desde Múnich – me informó con tranquilidad -. Supongo que nadie más se atreve a decirme algo así, pero sí que tienen oídos, ya me entiendes… – añadió alegremente.
Aunque a mí no me divertía lo más mínimo. Si lo de Marie – aquella señora de bondad infinita con pintas de tirolesa entrada en kilos que le había cambiado los pañales a Herman y que todavía seguía vanagloriándose de ello – ya me daba suficiente vergüenza, ni siquiera quería plantearme que su madre hubiese escuchado ni el más leve suspiro. Aunque seguramente no lo habría hecho.
-¡En fin! Tengo que irme, te veré a la hora de la comida. ¿Me das un beso?
Suspiré antes de incorporarme y le besé en los labios. Él simplemente me miró con una sonrisa y abandonó la estancia sigilosamente tras rebuscar en el bolsillo interior de su abrigo y sacar un cigarrillo que dejó sobre la mesilla.
 
 

Bueno, no podía quedarme en cama todo el día, pero sí podía retrasarme un poco. De modo que me cubrí con algo de ropa, cogí el cigarrillo que acababa de dejarme y rescaté del fondo del cajón aquel contrato que me habían dado. Había decidido casarme con Herman. Ahora la siguiente pregunta era si firmaba aquello o no.

Si hubiese estado en otra situación, hubiese estampado allí mi rúbrica sin ningún tipo de reparo. Pero estando enamorada de él, estaba aquella incómoda moral que me repetía lo rastrero que era aceptar dinero por eso. Un matrimonio, o bien era una farsa desde el principio, o bien iba en serio. Pero las dos cosas no, porque entonces uno no tenía claro por qué demonios hacía aquello, y yo sí que lo tenía. Lo hacía por él. Aunque tuviese que espiarle e informar de su vida mientras durase la guerra.
<>. Una horrible sensación de haber metido la pata hasta el fondo me recorrió en cuanto lo menté. Si las cosas salían bien para el mundo, el fin de la guerra nos separaría. ¿O quizás no? ¿Qué haría yo si fuese él? Obviamente, huiría. Huiría como seguramente harían el resto de familias bien posicionadas que constituían un pilar social demasiado importante para el régimen y que estaban directamente implicadas con él, justo como lo era la familia Scholz. Y yo huiría con él. Ya no tendría que trabajar más y podría seguirle a donde fuese si Alemania no vencía y era necesario abandonar el país.
No sé en qué momento exacto ocurrió, pero de repente tuve claro lo que iba a hacer.
Durante los días siguientes tuve que armarme de valor para hacer vida normal mientras el servicio al completo hablaba de nosotros en cada esquina de la casa. Seguí las instrucciones de Herman al respecto e hice caso omiso. Aunque Marie también se atrevió a bromear conmigo al respecto. Cosa que para mi sorpresa, no me importó. Era demasiado buena como para que molestase algo de aquella mujer. Además, gracias a ella supe que la madre de Herman no sabía nada.
Un par de días después, me inventé una excusa para ir a Berlín y dejar mi informe en la oficina de aquel taller. Adjunté también unas hojas en las que solicitaba que me enviasen a alguien con urgencia para renegociar algunos términos del contrato y me aseguré de que no la desatenderían manifestando que estaba decidida a firmar si llegábamos a un acuerdo.
Esperé una semana más. Una que transcurrió rápidamente entre mañanas con Berta y tardes y noches con Herman, que insistió en hacer público lo nuestro a pesar de que yo intenté retrasarlo el máximo tiempo posible. Finalmente, lo anunció tres días antes de la cena de Navidad, durante una comida. Creí que su madre moriría asfixiada con algo, pero me sorprendió tomándoselo de una manera demasiado natural y llegando incluso a bromear con una boda temprana para evitar “vivir en pecado”, ya que ambos compartíamos techo.
-¡En fin! Esas cosas ya no se llevan entre los jóvenes de ahora… supongo que podréis evitar el pecado si no compartís cama antes de uniros en matrimonio – concluyó a modo de severo aviso.
Yo logré aguantarme por puro respeto, pero Herman respondió a su seriedad con una risa que me hizo pasarlo realmente mal para lograr controlarme.
-Creo que ya me esperan en el infierno, Madre. Pero descuida, no pecaré más de lo necesario. Quizás así me rebajen el castigo…
Creí notar como los ojos de la viuda me fulminaban, pero me equivoqué, le fulminaban a él.
-Espero que tengas esas ganas de bromear cuando te llegue la hora de rendir cuentas por tus actos – le espetó de una profética manera que inundó la mesa de incomodidadg.
-¿Mis actos? – Preguntó retóricamente Herman con una cara que seguramente utilizaba cuando se metía en el papel de Teniente –. Cuando rinda cuenta de mis actos, lo último que va a importarle a quien tenga que rendirle cuentas, es en qué situación llegue a mi noche de bodas – dijo con un inquietante tono de voz -. Pero gracias por preocuparte – añadió más relajado mientras el servicio disponía los postres.
La conversación se zanjó allí. Y el pequeño cruce de opiniones entre madre e hijo no hizo que la señora Scholz viese lo nuestro con malos ojos. De hecho, a partir de aquella comida, pasó a tutearme y a prestarme más atención de la necesaria. Interesándose por mis gustos y dándome algún consejo sin importancia que yo agradecía por cortesía. Podía decirse que las cosas iban bien, aunque Herman y yo pasamos a autodenominarnos en privado “los pecadores más salientables del mundo conocido”, algo que nos hacía reírnos de la pobre viuda durante un buen rato antes de pecar siempre que podíamos. Y aunque yo temía su reacción si se enteraba de que su hijo no dormía en su cuarto desde hacía días, si estaba al tanto, nunca dio muestras de estar molesta.
El día antes de Navidad me desperté con cierta inquietud. Por la tarde tenía que ir a Berlín y seguramente me estaría esperando alguien en el mohoso taller que ahora era mi punto de encuentro. La mañana pasó rápidamente con Berta y por la tarde, después de la comida, Herman me pidió que le acompañase al despacho de su padre del que ahora se había apropiado él.
Entré en la estancia, impregnándome de la extraña familiaridad que me despertó aquel espacio. Estaba cambiado. Sólo había sobrevivido la foto de su padre estrechando la mano del Führer y una de él mismo posando de un modo amistoso con una condecoración que le estaba entregando el hijo puta de Himmler. A parte de eso, ya no había lugar para las águilas sujetando orgullosas esvásticas y en lugar de medallas de guerra, lo que ahora colgaba de las paredes eran premios o distinciones concedidas a la familia Scholz en calidad de reconocimiento por su labor en la cría de ejemplares Pura Raza Hannoveriano.
-Furhmann ha vuelto, supongo que no tardará en dejarse caer por casa – dijo su voz tras cerrar la puerta y haciendo que mi corazón se parase al escucharle -. He hecho un par de llamadas cuando me enteré de que había vuelto. Sólo ha conseguido unos días de permiso para pasar las Navidades en casa, así que se irá antes de una semana. Pero vendrá por aquí, seguro. ¿Te preocupa demasiado?
-No – mentí.
-No creo que se atreva a ponerte una mano encima en cuanto mi madre le diga que tú y yo estamos juntos. Y me juego el cuello a que es lo primero que va a decirle. Ya sabes que nos da por casados.
Intenté poner una cara que le agradeciese sus palabras. Aunque no me cabía ninguna duda de que en cuanto Furhmann lo supiese, empeoraría la situación. Primero, porque tenía claro que estaba en Rusia gracias a Herman. Y segundo, porque irreparablemente, me culparía a mí de que él hubiese decidido tirar de sus contactos para enviarle allí. Eso incluiría en su venganza la petición de favores sexuales a cambio de su silencio. Consciente de que yo no podía rechazar ninguna oferta por su parte – por muy descabellada que fuese – debido a la información que poseía y que de no estar guardándose para algo así, ya hubiera soltado. Además, de seguro me caerían algunas hostias que tendría que aguantar solemnemente.
Intenté respirar hondo para tranquilizarme. Sólo serían unos días y Herman estaría en casa, disfrutando también sus días de permiso que le habían concedido por Navidad. Si no me separaba de él, quizás no encontrase ocasión de atormentarme. O quizás fuese peor y terminase proclamando a los cuatro vientos que me tiraba al Coronel. No. Tenía la plena seguridad de que no se gastaría ese cartucho sin intentar sacar algo a cambio primero.
-Supongo que evitarle será lo más sabio – concluí con resignación.
-Supones bien. De todos modos, yo estaré en casa o en las cuadras. No voy a dejar que te haga nada, ¿de acuerdo?
Asentí mientras me abrazaba, consciente de que Furhmann no buscaría un ataque directo, como Herman esperaba. Sino que se procuraría la manera de hacer que yo me enterase pacíficamente de que si no obedecía sus órdenes, todo se terminaba. Y entonces, tendría que entrar de nuevo en su juego.
-Voy a ir a Berlín para comprarle un regalo de Navidad a Berta – dije finalmente.
-¿Quieres que vaya contigo?
Insistí hasta la saciedad para que no me acompañase. Me sería imposible hacer lo que tenía que hacer si él venía conmigo. Al final lo conseguí y tras algunos besos al abrigo de aquel despacho redecorado, puse rumbo a la ciudad.
Mis superiores no me defraudaron. Al llegar al taller me esperaba el mismo hombre que me habían enviado para “negociar”. Sonreí con un aire irónico al verle y prescindimos de formalidades mientras tomaba asiento y rompía el contrato en pequeños pedazos que cayeron sobre la mesa de oficina.
-Sepa que quizás haya cometido usted una tontería – me informó -. Bien, terminemos con esto. ¿Cuánto quiere?
-Renuncio a la prima del Estado Británico a cambio de protección, visados y una vía de escape segura en caso de que ellos ganen la guerra. Francia está demasiado tocada como para proporcionármela, pero por si acaso, también quiero esa garantía por su parte. Con respecto al dinero, he decidido que me las apañaré con ese sueldo vitalicio. En cambio, si Alemania gana, renuncio a todo a cambio de que mantengan mi identidad en activo y se olviden de mí.
Mi interlocutor se rió abiertamente.
-¿Está usted bien de la azotea? ¡En el contrato ya figuraba que se le proporcionaría todo eso! Mire – dijo sacando una copia de su carpeta de piel y señalándome el punto exacto en el que se recogía.
No lo miré. Le devolví la hoja mirándole fijamente a los ojos y le aclaré mi petición.
-Ya sé lo que pone, me lo habré leído unas cien veces. Pero ahí sólo se habla de mí. Y yo quiero lo mismo para él.
-¿Para él? – Me preguntó atónito. Asentí mientras él se sentaba, y tras pensárselo durante un par de minutos me habló de nuevo – ¿qué demonios quiere exactamente para él?
-Inmunidad y protección. Independientemente de lo que tengan que hacer para dársela. Visados, papeles, asilo político o refugio… llámenlo como quieran, pero sólo me casaré con él si ustedes me prometen que en cuanto todo esto acabe, me sacarán de ahí con el que, por ley, será mi marido. Él no necesita dinero, su familia tiene más que Francia e Inglaterra en estos momentos.
-Me está pidiendo amparo para alguien que muy posiblemente sea declarado criminal de guerra si esto se cae a nuestro favor. Lo sabe, ¿verdad?
-Lo sé. Y me da igual. En ese caso tendrían millones de criminales de guerra mucho más interesantes que Herman Scholz sólo en la ciudad de Berlín. Si no pueden renunciar a uno, entonces tendrá que ir usted y conseguir casarse con él si quieren ver esos campos de prisioneros desde dentro.
-Está bien. Inmunidad para Herman Scholz -. Accedió tras unos minutos -. Redactaré un contrato con estas condiciones y se lo entregaré la semana que viene. Si usted está de acuerdo, como dice, me hará el favor de firmarlo en mi presencia para ahorrarnos algo de tiempo.
-Si recoge claramente y sin ningún tipo de trampa legal lo que acabamos de acordar, se lo llevará usted firmado. Le doy mi palabra – acepté estrechando la mano que me ofrecía.
Después de aquello, me vi en la obligación de conseguir un regalo de Navidad para Berta. Así que me adentré en la ciudad antes de regresar. Me sentía extrañamente relajada, y no porque ingleses y alemanes hubiesen acordado una tregua de bombardeos por motivo de las fechas que se atravesaban, sino porque tenía la vaga sensación de haber hecho lo correcto.
Puede que estuviese en lo cierto, o puede que fuese incapaz de ver más allá de quién era él conmigo. Olvidándome de que era la misma persona que cada mañana acudía a un campo de prisioneros para ejercer como Teniente de uno de los cuerpos de seguridad más agresivos y dictatoriales que el mundo había conocido.
Mas relatos míos en:
 
 
 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *