A media tarde de este viernes en la cabaña. Te quiero.
Es todo cuanto ponía la carta que Frank me entregó dentro de un sobre sin abrir que llevaba mi nombre. Estaba escrita a mano y llegó tres semanas después de que Herman regresase a Francia, tras su última aparición en casa para anunciar su nuevo rango.
Pero cuando él no estaba cerca, pensar con claridad era más fácil y tres semanas era demasiado tiempo como para hacerlo y no darse cuenta de que me gustaba demasiado, de que lo aquello solamente iba a acarrearme complicaciones, porque él era mi objetivo y yo tendría que desaparecer de allí en cuanto me lo ordenasen. Y si ese día llegaba en un periodo de tiempo relativamente corto, todavía estaba en mi mano escoger si prefería pasarlo como uno más o como el más negro de mi vida. Así que escogí lo más sensato, elaboré un millón de teorías, estrategias y planes de acción de los que no salirme a pesar de lo que me pidiese el cuerpo cuando me plantase frente a Herman. No podía ceder, no podía flaquear a pesar del enorme favor que me había hecho al mandar a Furhmann a Rusia, o aunque me mirase con aquellos ojos y me dijese que me quería. Estaba claro que parecía un buen tipo, pero no lo era. No podía serlo cuando era teniente de las SS, eran cosas incompatibles. Cuanto más rango ostentase uno dentro de aquel cuerpo, más hijo puta tenía que ser. Así que Herman tenía que ser uno muy grande, a pesar de que disimulase muy bien. Y una no se enamora de un hombre así cuando tiene un mínimo de lucidez.
Sí, me lo repetí hasta la saciedad. Y aun con todo el tiempo que había tenido para pensar, aún con toda la incertidumbre que lo impregnaba todo en aquel ambiente de conflicto que se palpaba en cualquier lugar y que te quitaba las ganas de todo, mi corazón se aceleró cuando desdoblé aquel el papel y leí su letra.
Iría hasta la cabaña, ya que objetivamente no había motivo alguno para que yo no asistiese a nuestro lugar de encuentro. La última vez que habíamos estado juntos, la idea de separarnos me desagradaba tanto como parecía desagradarle a él. No obstante, lo que tenía que hacer era darle a entender que ya no me gustaba tanto la idea de seguir con nuestros encuentros, incluso corriendo el riesgo de dificultarme las cosas cuando él regresase y tuviese que reportar cada uno de sus movimientos. Y para argumentar mi nueva postura tenía un montón de posibilidades, desde el clásico; “no estamos hechos el uno para el otro”, hasta; “tu familia jamás lo aceptará” y pasando por; “esto no está bien” o; “prefiero no involucrarme demasiado”. La excusa podía ser la que yo quisiera, pero tenía que ser alguna y el jueves me dormí plenamente convencida de que al día siguiente hablaría con él sobre todo aquello.
El viernes a media mañana la viuda del Coronel recibió un correo urgente de las SS en el que se le comunicaba que su hijo, el Teniente Scholz, llegaría el sábado por la mañana. Y eso pareció alegrarle un poco el día. Andaba alicaída desde que su maquiavélica versión de “Romeo” había tenido que acudir a la línea fronteriza con Rusia, y por más que lo intentaba, no lograba hacer que alguien lo llevase de vuelta a su lado. Tal y como Herman me había prometido.
Por la tarde, después de leer un poco y fingir tomarme el postre en la mesa de juguete de Berta con ella y un par de muñecas, fui a la cabaña. El humo de la chimenea me mostró antes de llegar a ver la casa que ya me estaban esperando y ralenticé el paso del caballo para pensar bien qué iba a hacer mientras mi corazón parecía querer salirse del pecho. Me prometí a mí misma no llamar a aquella puerta hasta que no tuviese claro lo que iba a decir, pero él se adelantó a mis pensamientos y en cuanto avancé un poco más le vi sentado en las escaleras de la entrada, con aquel macabro abrigo de su uniforme que destacaba sobre el blanco de la nieve que lo cubría todo. Un depredador en medio de un mar de blanca tranquilidad, una metáfora tan cruel como la vida misma.
-Te he echado de menos – dijo levantándose para sujetar las riendas de Bisendorff. Su tono barrió cualquier rescoldo de maldad que mi mente pudiese atribuirle. A pesar de que luciese con orgullo aquel uniforme.
Le sonreí deseando decirle que yo también le había echado de menos a él, porque en cuanto vi aquella cara mirándome desde abajo mientras llevaba el caballo hacia las cuadras, supe que analizar una y otra vez lo que había ocurrido entre nosotros no era más que la excusa para seguir pensando en él de forma que no pudiese reprocharme nada.
-¿Tanto como para esperarme fuera? – pregunté evitando de todos modos lo que yo quería decirle. Había llegado el momento de ceñirse a las normas.
-Exacto. Tanto como para venir desde Francia y esperarte sentado en unas escaleras bajo la nieve mientras me fumaba un cigarrillo – admitió mientras me bajaba del caballo para que él lo guardase en una de las cuadras – ¿qué tal todo?
-Como siempre. Mañana lo verás… – le informé con despreocupación provocándole una sonrisa mientras se dirigía a mí tras acomodar el animal.
-Vas a tener que darme una fotografía tuya – me dijo con suavidad mientras sujetaba el óvalo de mi cara con sus manos – porque cuando te tengo delante me aturdes tanto que después me resulta imposible recordarte al detalle.
-Me temo que no tengo ninguna – alegué abrazándole para evitar el beso que casi logra depositar sobre mis labios.
-Bueno, nos sacaremos algunas durante estos días – contestó devolviéndome el abrazo y conformándose con besarme la coronilla.
-¿Hasta cuándo te quedas?
-Hasta el miércoles. Pero el lunes y el martes tendré que ir a Berlín. Aunque no me hace demasiada gracia, se rumorea que la fuerza aérea británica va a probar suerte de nuevo… ¿Vamos dentro? He encendido la chimenea y te he traído chocolate.
No accedí abiertamente, pero Herman me pasó un brazo sobre los hombros y yo le acompañé cuando echó a andar mientras intentaba encontrar el momento idóneo para sacar el tema a colación. Pero no terminaba de encontrarlo, ni el momento, ni tampoco la excusa. Me atraía demasiado. Sus palabras resonaban en algún lugar de mi cabeza, pero mi cerebro no llegaba a procesarlas porque estaba completamente entretenido contemplándole, así que tampoco podía pensar con claridad. Sólo me recordaba una y otra vez lo que se sentía entre sus brazos.
-Herman, tenemos que hablar sobre esto – le interrumpí de forma atropellada al comprobar el efecto que su presencia me causaba.
-¿Sobre qué? – me preguntó con curiosidad parándose en el último escalón de la entrada a la cabaña y mirándome de frente.
-Sobre esto… lo que estamos haciendo… lo de vernos a escondidas de todo el mundo… – balbuceé intentando esquivar aquellos ojos azules que volvían a clavarse en mí de aquel modo que me desarmaba.
-Ah, entiendo… – aceptó sin demasiada intriga – bueno, estoy de acuerdo. Luego hablaremos de ello, ¿te parece bien?
-Preferiría no dejarlo para “luego”, si no te importa… – protesté sutilmente mientras volvía a dejarle con la boca suspendida en el aire.
-¿Por qué? – Inquirió alargando la última palabra a la vez que volvía a sujetarme la cara para que le mirase – acabo de llegar de Francia para estar contigo unas horas antes de tener que ir a casa, ¿no puedes darme un beso antes?
Suspiré derrotada. Un beso me suponía mucho más de lo que tenía pensado. Pero por otra parte, era casi insignificante comparado con haber venido desde Francia un día antes sólo por estar conmigo a solas, y era sólo un simple beso. Fallé a su favor. Decidí que lo que pedía era muy poco a cambio de lo que había hecho y elevé mi cara para concederle su petición.
Sus cálidos labios presionaron los míos con suavidad antes de que sus manos volviesen a sujetar mi cara y su boca dejase paso a su lengua en medio del vaho que desprendíamos. ; me repetí mientras mis brazos le rodeaban y mi lengua comenzaba a tantear la suya aprovechando ese margen que me había impuesto. Un beso. Uno que por mí, podía durar hasta que el sol se pusiese y volviese a salir de nuevo. Pero Herman puso fin a lo que yo había bautizado como mi “último desliz”, y en esa ocasión fui yo la que me quedé con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante y con la boca entreabierta mientras le miraba.
-Muy bien, querida. Ahora entraremos, nos pondremos cómodos y hablaremos de lo que tú quieras-pensé justo en el mismo momento en el que mi cuerpo desobedecía deliberadamente las órdenes preestablecidas y se lanzaba de nuevo a sus brazos para que me diese sólo un beso más. Y solamente un par de minutos después entramos en la cabaña como dos locos sin rumbo aparente, abrazándonos y besándonos sin tregua de camino a las habitaciones mientras sembrábamos las prendas que nos cubrían hasta llegar casi desnudos a uno de los dormitorios.
Herman caminó de espaldas hacia la cama, arrastrándome con él mientras nos besábamos como si fuera imprescindible para mantenernos con vida y causando justo el efecto contrario al dificultarnos la respiración. Me obligó a caer sobre él cuando estuvimos al borde del colchón y nos desmoronamos sobre él, riéndonos antes de retomar el beso que ya nos había dejado los labios rozando un color carmesí que todavía pensábamos colorear un poco más. Me dejé caer entre sus piernas, dejando que mi lengua dibujase un camino que llevaba desde su mandíbula a su pubis y una vez allí abajo, cuando mis rodillas tocaron el suelo, recorrí su erección con la boca del mismo modo. Despacio, para poder escuchar aquellas motivadoras exhalaciones que se le escapaban de vez en cuando.
Intenté probar cada milímetro cuadrado, deslizando mi lengua sobre su sexo una y otra vez hasta que sus caderas me buscaban inocentemente, como si no lo hiciesen contando con su permiso y eso le provocase cierto pudor. Entonces abrí los labios y los dejé caer sobre el extremo, contrayéndolos sobre su diámetro mientras comenzaba a bajar lentamente para subir de nuevo cuando rebasaba el glande, centrándome sólo en aquella parte y haciendo que Herman comenzase a dar rienda suelta al aire que se escapaba de su garganta. Avancé un poco más, aventurándome a través del tronco, y tras repetirlo un par de veces, noté que se incorporaba para sentarse al borde de la cama.
-Erika, me gusta demasiado – dijo con una débil voz mirándome desde el otro extremo de su torso.
-Ni siquiera he empezado, Herman… – le susurré antes de dejar caer mi boca hasta el final, encantada de hacerlo al escuchar el gemido que le arranqué con ello.
-Bueno, pues tendrás que dejarlo para otra ocasión… ven aquí – me dijo de forma atropellada.
Creí que bromeaba pero sus manos me interrumpieron antes de ayudarme a incorporarme y luego me arrastró hacia sí. Separé mis piernas y las flexioné a ambos lados de su cuerpo, quedándome a horcajadas sobre él. No se tumbó de nuevo, permaneció sentado mientras acomodaba nuestras respectivas caderas y apresaba uno de mis pezones con su boca al tiempo que me sujetaba con firmeza para dejarme caer sobre su entrepierna. Accedí sin miedo y con ganas, avanzando hacia abajo mientras él se deslizaba hacia arriba dentro de mi cuerpo, con sutileza y buscando de nuevo la postura más cómoda cuando logró llegar a lo más profundo. En ese momento elevó su cara hacia la mía, estimulando placenteramente cada nervio de mi cuerpo al dejarme ver aquel gesto de completa rendición antes de que reclamase otra vez mis labios y me invitase con sus manos a moverme sobre él.

Me hubiese quedado allí durante el resto de mi vida. Besándole, abrazándole y deslizándome a lo largo de aquella verticalidad que entraba y salía de mí con cada uno de los trémulos movimientos de mis piernas. Siguiendo el rumbo marcado por sus manos, que me sujetaban en el muslo y la cadera para dictarme los tiempos de nuestro particular e íntimo concierto. Pero estaba mal. Aunque mi cuerpo ahogó aquel pensamiento como si sólo hubiese sido un resbalón sin importancia.

Ni siquiera experimentaba un ápice de culpabilidad a pesar de tres semanas de profunda reflexión al respecto. Herman era mi dulce placebo, no había lugar para la realidad cuando me acunaba desnuda entre sus brazos, haciendo que nuestros cuerpos se confundiesen en aquel festival de movimientos que – aunque en aquella ocasión habían dejado a un lado la suavidad para parecer los de dos personas desbocadas – todavía podían transmitirme el mismo cuidado y el mismo cariño de nuestra primera vez mientras me sujetaba o me besaba de un modo intenso, atrapando mi labio inferior de vez en cuando o escondiendo la cabeza entre mis pechos para respirar profundamente a través de su boca. Y siempre aderezando todo eso con su aroma. Podía beber, fumar, mojarse, correr por el campo o dejarse caer sobre la hierba, pero siempre olía a Herman, y aquel particular olor que estaba inexorablemente ligado a él estaba convirtiéndose en una de mis grandes debilidades. Una en la que me encantaba regocijarme, sobre todo cuando escuchaba cómo respiraba con dificultad mientras me penetraba.
Pasé mis brazos alrededor de sus hombros y le sujeté con fuerza mientras seguía ciegamente sus manos, desahogándome de la sensación de deseo insaciable que me embargaba al mirarle y verle allí abajo, retorciéndose poéticamente en el placer que yo le proporcionaba.
Le besé apasionadamente cuando sentí que no era dueña de mi cuerpo y seguí cabalgando atropelladamente entre sus brazos al mismo tiempo que mis entrañas se contraían en violentos e involuntarios temblores que me impidieron seguir moviéndome mientras Herman apretaba mi cuerpo contra el suyo y me seguía en mi glorioso final. Dejándome percibirlo a través de la presión que sus manos ejercían sobre mí o dejándome ver aquella cara cuyo gesto transmitía el éxtasis más absoluto que yo también estaba experimentando.
Permanecimos quietos, besándonos despacio y en silencio mientras intentábamos restablecer nuestras respectivas pulsaciones. Y después de eso, él se tumbó hacia atrás, abrazándome para que cayese con su cuerpo. Abrió la cama torpemente mientras me besaba y me empujó cariñosamente hacia el lugar que había dejado con las sábanas al descubierto. Le abandoné con cierta amargura, sin acomodarme hasta que se tumbó a mi lado, y cuando lo hizo me subí a su cuerpo de nuevo. Me recosté sobre su pecho después de que él aovillase la almohada bajo sus omóplatos para inclinarse ligeramente y respiré sin preocupación alguna mientras su mano surcaba una y otra vez mi espalda tras cubrirme con la ropa de cama.
Lo había vuelto a hacer. Había conseguido que me olvidase de todo una vez más para dejar de tener una percepción real de quienes éramos ambos y disfrutar de la serenidad más profunda que jamás había conocido.
-Erika, querida, ¿no irás a dormirte? – me preguntó después de un buen rato rompiendo el silencio de la habitación.
-Me encantaría – susurré sin fuerzas antes de pensar si era realmente conveniente ser sincera.
-A mí también, pero tienes que volver – dijo antes de tomar una de mis manos para besar la yema de mis dedos – ¿no querías hablarme de algo?
Emití un lastimero alarido cuando él mismo me devolvió a la realidad al recordarme la conversación pendiente y me esforcé por olvidarlo para permanecer un poco más envuelta en aquella calma que sólo conocía después de hacer el amor con él.
-Sí, pero puede esperar… – concluí finalmente.
Herman se rió un poco y me besó la coronilla antes de arroparme de nuevo y abrazarme.
-Está bien, hablaré yo. Creo que sé lo que querías decirme. Yo también he pensado en lo nuestro y he llegado a la conclusión de que seguir así es una tontería, no veo por qué no hacerlo público.
Mis párpados se recogieron como una goma liberada repentinamente tras haber sido sometida a un esfuerzo. <> fue la única palabra que mi mente evocó antes de que mi cabeza se elevase para mirarle.
-¿Qué? – pregunté sin creerme lo que acababa de escuchar.
-Que si estás de acuerdo, anunciaré formalmente nuestra relación. No tenemos por qué ocultar que nos queremos. Aunque nuestra vida sexual tendrá que parecer nula hasta que nos casemos… ya sabes que…
-¡Herman, por el amor de Dios! ¡¿De qué hablas?! – exclamé escandalizada mientras me incorporaba sobre él.
-De ti y de mí – contestó con una elocuencia desproporcionada mientras elevaba los brazos para apoyarlos detrás de su nuca -. ¿No quieres que todo el mundo sepa que tú y yo somos pareja?
-¡Es que no somos nada, Herman! – disparé sin pensar.
-¿Ah, no? – Inquirió riéndose – ¡qué moderna, Erika! Me hablaron de estas cosas en Francia, de la gente que tiene sexo asiduamente sin ningún sentimiento ni relación de por medio… me hizo gracia. Pero no creo que sea nuestro caso – concluyó sin darle importancia -. No. No lo es porque yo te quiero, y tú me quieres a mí…
-¡No digas eso! – le reproché.
-¿Por qué? – Por su tono de voz parecía estar divirtiéndose – ¿No me quieres? ¿Es eso?
¿Por qué me lo preguntaba riéndose? No entendía qué demonios le hacía tanta gracia cuando yo podía decirle que no le quería y limpiar el suelo con su ego masculino.
-No es eso – confesé -. Te quiero cuando estás pero luego me repito que no podemos querernos… porque… no está bien que hagamos esto…
-¿En serio? ¡Me gustaría escuchar cómo te dices que no podemos querernos! – Exclamó entre carcajadas. Su actitud comenzaba a incomodarme, y mi cara debió delatarlo porque hizo un esfuerzo por calmarse y continuó hablando tras sentarse de nuevo en cama y sujetarme la cara para torturarme con sus ojos – Erika, ya nos queremos. No se va a pasar por mucho que te lo repitas, y tampoco es nada malo. Así que lo diremos y punto.
-No. No lo diremos – atajé evitando sus labios una vez más -. No te quiero y no vamos a volver a hacer esto – afirmé mientras recogía sus manos y las ponía sobre su pecho, evitando en todo momento cruzarme con su mirada.
-¿De verdad? – Asentí sin mirarle -. Bueno, se te pasará en un mes… creo que podré soportarlo… – dijo con seguridad haciendo que yo le mirase con avivada curiosidad –. Has dicho que me quieres cuando estoy, así que dentro de un mes, cuando regrese a casa y me quieras todos los días, retomaremos esta conversación.
-¿Por qué no te lo tomas en serio? – Le pregunté molesta.
-Porque no creo ni que tú misma creas lo que estás diciendo – me dijo suavemente -. Dentro de un mes estaré aquí otra vez, en la misma casa que tú, ¿y entonces qué? ¿Cuánto tiempo vas a evitarme en caso de que decidas seguir con esta tontería? ¿O cuánto tiempo vas a aguantar teniéndome a escondidas? Los dos queremos más. Pero a mí no me da miedo reconocerlo.
Su seguridad y sus argumentos me noquearon al instante. Sólo me había quedado sin palabras una vez; cuando él me había dicho que estaba enamorado de mí. Y en aquella ocasión no me había molestado pero ahora, el mismo hecho comenzaba a resultarme tan sumamente irritante que me negaba a reconocerlo.
 
-¡Aguantaré lo que sea necesario! – Exclamé dejando que el orgullo hablase por mí – ¡No tienes ni idea de lo que puedo aguantar, Herman Scholz! – Le dije mientras salía de cama y comenzaba a recoger mi ropa – ¡Ni idea! ¡Estás loco si crees que tú y yo podemos anunciar que somos una pareja de enamorados y vivir felices para siempre! ¡Loco de atar, ¿entiendes?! No tienes más que echar un vistazo a tu alrededor, tú deberías saber mejor que nadie en qué situación estamos, ¡deberías centrarte en tu labor como teniente y olvidarte de las mujeres hasta que termine la guerra!
Herman me miró sonriente desde cama y golpeó levemente el colchón con la palma de su mano invitándome a volver con él. No lo hice. En lugar de eso, comencé a vestirme.
-Yo no te he dicho que vayamos a vivir felices, Erika… te he dicho que lo hagamos público, ¿qué tiene de malo? Te quiero, ¿por qué no puedo admitirlo y dejar que los demás lo sepan? ¿Porque estamos en guerra? Es la tontería más grande que me has dicho nunca, así que no te va a funcionar si quieres convencerme de que no podemos seguir con esto… – salí de la habitación a medio vestir, dispuesta a recoger el resto de mi ropa y ponérmela encima para marcharme mientras Herman me seguía hablando. Ahora se había levantado y me hablaba desnudo desde la puerta de la habitación –. Por lo menos déjame decirte que mi labor como teniente mejoraría notablemente contigo a mi lado. Me motivas mucho, en serio… – le miré con una mirada fulminante, completamente cegada por el tono alegre que seguían teniendo sus palabras -. No me estoy riendo de ti, es que me hace mucha gracia que de verdad creas que puedes dejar de querer a alguien sólo por repetírtelo…
-¡¡No te quiero!! – Repetí furiosa mientras me calzaba las botas, sentada sobre el último escalón.
-Vale… pero entonces, ¿por qué no rehúyes mis caricias o mis besos si no me quieres? – Su pregunta me cayó como un chaparrón. Por un momento dejé la bota y le miré completamente encendida desde el piso de abajo – o mejor aún, ¿por qué me acaricias y me besas tú?– Insistió. Iba a gritarle otra vez pero decidí continuar con la tarea de calzarme para salir de allí cuanto antes -. ¿Por qué te quedas siempre entre mis brazos después de entregarte a mí?
Esa última pregunta aplastó mi vanidad y mi orgullo de una manera tan contundente como una de mis botas aplastaría a un frágil insecto.
-Ahora sí que no siento ni el más mínimo afecto por ti – le dije tratando de controlar mi cólera mientras me levantaba y caminaba hacia la puerta.
-¡Erika! – me llamó cuando abrí la puerta de la entrada. Permanecí quieta bajo el umbral, concediéndole la última oportunidad a esa parte de mí que me decía que todavía no me fuese aunque quería desaparecer – ¡Te quiero! – Me gritó de nuevo – ¡Te quiero y mañana se lo diré a todo el mundo! – Añadió de nuevo con aquel tono desenfadado que me irritaba todavía más.
Me abroché la cazadora, salí y me despedí con un portazo mientras caminaba apresuradamente hacia las cuadras pensando en quién de los dos tendría razón. Estaba muy seguro de que lo que yo sentía por él me impediría mantenerme firme en mi decisión, pero se equivocaba. En aquel momento hubiese sido capaz de dispararle a un pie si hubiese tenido una pistola a mano.
-¡Erika! – escuché otra vez al rebasar la cabaña a lomos de Bisendorff. Eché un vistazo y le encontré sentado en la ventana. Un escalofrío de solidaridad hizo que me subiese instintivamente el cuello de la cazadora hasta taparme por debajo de la nariz al verle allí cubierto sólo con su ropa interior. Todavía le odiaba ligeramente, pero la sonrisa que me dedicaba desde aquella ventana minaba mi mal humor hasta lograr que yo también retorciese sin pensar las comisuras de mis labios por debajo de la prenda que me tapaba -. Recuerda esto – dijo mientras encendía un cigarrillo aún con aquella sonrisa en su boca – mucho antes de que termine la guerra, yo diría que incluso en menos de un año, o año y medio como mucho, tú serás la señora del Teniente Scholz.
Mi sonrisa se desdibujó a medida que mis mandíbulas se apretaban y mi respiración aumentaba su ritmo al verse influenciada por la ira que me recorría de pies a cabeza. ¡¿Su señora?! ¡Ahora sí que el pobre había perdido el norte!
-Métete dentro, vas a resfriarte, Scholz… – le grité mientras emprendía el camino.
-¿Me cuidarías tú? – Contestó su voz desde la ventana –. Porque si lo hicieras, dormiría esta noche en la nieve…
Le dejé allí, gritando hacia el bosque mientras el caballo desandaba el camino que me había llevado hasta él y yo pensaba sin tregua en lo que acababa de ocurrir. Herman había perdido la chaveta y yo, definitivamente, no volvería a caer en sus brazos por mucho que me sedujese la idea. Ni siquiera cuando tuviese que dar parte de cada uno de sus pasos. Ya me las arreglaría, pero estaba claro que entre él y yo no iba a ocurrir nada más.

El sábado llegó, y con él, el flamante Teniente Scholz al que yo temía por su particular amenaza. Pero no la cumplió. Vino a ver a su hermana en medio de nuestras clases de lectura y tras un divertido saludo se retiró a sus quehaceres.

-¿Puedo irme con Herman, señorita Kaestner? Sólo hoy, se lo prometo.
-Vete a dónde te venga en gana… – le contesté resoplando cuando Berta me preguntó por enésima vez si podía ir con su hermano.
Recogí sus libros cuando me dejó a solas y arrastré una de las sillas a la ventana para fumarme un cigarrillo. Si la habitación donde dábamos clase hubiese mirado hacia el patio delantero me imagino que hubiese visto a la niña corretear hacia las caballerizas en busca de su hermano, pero daba hacia atrás y delante de mis ojos sólo tenía un inmenso jardín cubierto de blanco. Apuré el cigarrillo para no helarme y tras cerrar la ventana de nuevo me froté las manos para hacerlas entrar en calor mientras pensaba en cómo transcurrirían aquellos días con Herman de vuelta. Quizás pudiesen darse situaciones incómodas a pesar de que él no me había dejado entrever ningún síntoma de malestar cuando había aparecido a saludarnos. Todo lo contrario, parecía estar del mismo buen humor que el día anterior.
-Erika – me interrumpió de repente la voz de Berta.
-¿Qué? – Contesté con desgana. Ni siquiera la sermoneé por no llamarme “señorita Kaestner” como hacía siempre.
-Herman me ha dicho que subiese a decirle que la quiere mucho y que esta tarde quiere que venga con nosotros a patinar al lago porque ya está helado y me lleva todos los años – me soltó del tirón.
-¿Te ha dicho él eso? ¿Que me quería mucho? – Le pregunté descolocada. Había oído bien, la niña no podía haberse inventado una cosa así.
-Sí. Y también me dijo que no quiere usted que nadie lo sepa, así que me ha hecho prometer que les guardaría el secreto.
-Y lo vas a guardar, ¿verdad? – La apremié acariciándole el pelo con unas manos que me temblaban a causa de los nervios.
-¡Por supuesto! Él me ha prometido a cambio que podré ser la dama de honor el día de su boda…
¡Por favor! ¿Cómo había tenido la desvergüenza de decirle algo así al monstruo de su hermana?
-¡No va a haber ninguna boda, Berta! – Exclamé con firmeza.
-¿Por qué? Él no mencionó que fuese a casarse con usted, sólo se ha enamorado pero puede que se le pase y entonces se casará con otra… – argumentó con elocuencia.
Miré hacia el suelo para imaginarme los últimos trozos de mi destrozada vanidad agonizando sobre el piso, aplastada por una niña de doce años.
-Tienes razón. De hecho, ve con él y dile que será mejor que se le pase y que no puedo ir a patinar esta tarde.
-¿Por qué no?
Suspiré ante lo terriblemente cansina que podía resultar aquella criatura y le respondí como buenamente pude.
-Porque si voy no se le pasará el enamoramiento y tú no querrás que tu hermano se case conmigo, ¿verdad? – le expliqué como consideré más oportuno.
-Mire, pues lo cierto es que con quien se case mi hermano es cosa de él, y si usted quiere ser la novia, o no, es cosa suya. Yo sólo quiero ser la dama de honor y él me ha prometido que lo sería si guardo el secreto… – y acto seguido desapareció con la misma agilidad con la que había aparecido mientras yo todavía intentaba digerir su respuesta. Era obvio que tratarla como a una simple niña suponía un error.
Suspiré desbordada por un día que apenas había empezado y decidí unánimemente que evitaría al Teniente Scholz. Eso incluía declinar cualquier propuesta para pasar tiempo con él y renunciar a los paseos a caballo, pues resultaba imposible poner un pie en las cuadras sin cruzarse con él cuando estaba en casa.
Intenté hacerlo, y en términos generales, se me dio mejor de lo que pensaba. Me dediqué a matar las horas libres en mi dormitorio tras hacer alguna que otra visita a la biblioteca de la casa. Prefería leer cómodamente a estirar las piernas por los jardines, al menos con aquel frío. Por otra parte, no me quedaba más remedio que coincidir con el Teniente a la mesa, y fue durante esos momentos cuando mantuve las únicas conversaciones con él y donde escuché hablar por primera vez de que íbamos a ocupar Rusia. Estuve a punto de reírme pero aguanté al ver que Herman lo decía en serio. Aunque hubiese jurado que al principio lo decía en broma, y que luego, cuando su madre se mostró encantada con la idea, empezó a moderar el tono.
-Pues si el Führer piensa ocupar Rusia, más vale que lo haga rápido para que no le coja el invierno. Y si no que se lo digan a Napoleón…
Comenté con despreocupación al ver que la viuda del Coronel daba por sentado que Rusia sería el nuevo gran triunfo del régimen después de que París finalmente aceptase su ocupación. Herman se rió, pero yo dejé mi cubierto sobre la mesa cuando su madre me fulminó con la mirada. En aquel momento recordé que Furhmann estaba allí y que bromear sobre una posible “no victoria” cuando la misma operación sólo era un rumor, había sido un poco indiscreto.
-Bueno, esperemos que tenga en cuenta eso para elaborar una estrategia si es que finalmente se decide a llevar a cabo esa locura… – añadió Herman siguiendo el hilo de mi comentario.
-Si tu padre te escuchase, te relevaría del cargo, muchacho… – le regañó su madre como si se tratase de Berta que se negaba a comer la sopa o algo por el estilo. Pero él se limitó a reírse sin darle más importancia.
Aquella cena transcurrió sin más comentarios al respecto, y también las posteriores comidas. Nunca se volvió a hablar de aquello – por lo menos delante de mí – y tuve que conformarme con añadir a mi informe cada palabra de aquella conversación mientras los días, simplemente pasaron.
 
La cena del martes se tiñó de despedida ante la marcha de Herman al día siguiente. Pero en aquella ocasión no fue tan dramático como otras veces porque tendría que volver en menos de un par de semanas para acudir a la escuela de oficiales y se volvería a quedar unos días antes de regresar a Francia por última vez, hasta que las Navidades nos lo devolviesen de manera indefinida. Parecía no afectarme, pero por dentro temblaba sólo de pensar en jugar a evitarle un día tras otro.
Después de la cena me recogí a mi habitación, terminé un libro del que apenas me quedaban una veintena de páginas y decidí ir a la biblioteca en busca de un sucesor para evitar pensar en él. Comenzaba a creer que estaba equivocándome estrepitosamente y que quizás me diese cuenta demasiado tarde. Deambulé frente a las estanterías repletas de libros hasta que di con uno que llamó mi atención, lo cogí y regresé a mi dormitorio tranquilamente, pero me quedé quieta en medio del corredor que llevaba a mi habitación cuando divisé a Herman sentado en el pasillo al lado de mi puerta y comiendo algo. Me acerqué intentando no hacer ruido hasta que la risa brotó de mi boca cuando le escuché hablando sólo.
-¡Joder, Erika! ¡Creía que estabas dentro! – Exclamó sobresaltado.
-Fui a la biblioteca – le informé enseñándole el libro – ¿qué haces ahí?
-Vine a darte los chocolates que te había traído, te los volviste a dejar en la cabaña y estos días no te he visto nada…
-He estado ocupada – me disculpé abriendo la puerta de mi habitación.
-Ya, yo tampoco he querido molestarte, sé cuando alguien me evita – me corrigió con un tono gentil -. ¡En fin! Vi luz bajo tu puerta y pensé que estabas dentro pero que no querías hablarme, así que me senté aquí y he estado contándole al mobiliario que si tú no querías el chocolate, me lo comería yo, de modo que ahora voy a dártelos empezados, lo siento…
Me reí y cogí la caja que me ofrecía echándole un vistazo al interior para constatar que faltaban unos pocos, pero me hizo más gracia todavía.
-¿Un cigarrillo? – Torcí la boca ante su pregunta e hice ademán de cerrar la puerta pero él me detuvo – prometo solemnemente no intentar nada. Quería disculparme por lo que ocurrió el viernes.
Nunca lo hubiera hecho si se tratase de otra persona, pero viniendo de él, sentí curiosidad por saber qué quería decirme exactamente. Abrí la puerta de nuevo y le invité a entrar tras cerciorarme de que nadie veía aquello.
-Verás – comenzó a decir mientras tomaba asiento a los pies de mi cama –, me gustaría que aceptases mis disculpas si el viernes dije algo que te pareciese mal. Yo estaba muy seguro de mí mismo y no consideré lo que me dijiste como era debido.
-¿Y ahora? – le pregunté mientras encendía mi cigarro.
-Sí, ahora me lo tomo un poco más en serio – aceptó tras inhalar una bocanada de humo -. Incluso me tienes preocupado, ¿no vas a olvidarte de esta tontería? No sé por qué no quieres que lo nuestro sea oficial.
-Dijiste que no venías a intentar nada.
-Sí, lo dije. Tú también dices que no me quieres – dijo esbozando una sonrisa a medias.
-Déjalo, Herman – le pedí mientras abría la ventana un poco para que el ambiente no se cargase excesivamente.
-Está bien. Pero volveré a intentarlo, recuerda que a mí no me da miedo quererte – me advirtió con seguridad mientras me miraba desde cama.
-Muy bien… – acepté sin reparar demasiado en sus palabras -. Bueno, ¿y qué tal estos días en la escuela de oficiales? ¿Te han hablado de ese cargo tan importante que te está esperando?
-Ligeramente – admitió -. Berg me ha dicho que mi padre había hablado con él para que me tuviesen en cuenta para el puesto. Creo que no me va a gustar, pero ya no puedo decir que no.
Su voz parecía sincera.
-¿Por qué sigues en el cuerpo? Está claro que no te entusiasma la idea.
-Está claro para ti porque no me importa sincerarme contigo, pero jamás diría en público ni la cuarta parte de lo que digo cuando hablamos a solas – dijo riéndose de sus propias palabras -. El cuerpo de las SS siempre ha sido la meta de mi vida. Mi abuelo todavía es recordado en el ejército por su labor en la Guerra Mundial, mi padre asistió a la creación de las SA y fue de los primeros reclutados para las SS. Ninguno querría menos para mí, soy su viva imagen…
Cualquier otro lo habría dicho desbordando orgullo por cada poro de su piel, pero Herman se veía casi resignado.
-Ya, pero los dos están muertos. Dedícate a los caballos o a cualquier otro negocio de tu familia – su risa resonó en la habitación incluso antes de que terminase la frase.
-¿Me lo dices en serio? No te ofendas, pero te creía más espabilada – sí que me sentí ofendida, pero no lo exterioricé porque sabía exactamente a qué se refería. Sus negocios funcionaban tan bien porque el apellido Scholz estaba intrínsecamente ligado a la organización con más poder del país por detrás del mismísimo Führer -. En el momento en el que yo abandonase el cargo que tengo dentro del cuerpo, los negocios de mi familia caerían en picado, ya no sería ningún honor trabajar con nosotros…
Barajé la posibilidad de explicarle que yo me refería a que su familia ya tenía dinero de sobra para seguir llevando aquella vida durante unas cuantas generaciones más. Podían utilizarlo para salir de allí y empezar en cualquier otro lugar. Pero me callé al pensar que probablemente me diría que gracias a la fama que se había granjeado el nacionalsocialismo alemán, difícilmente podría salir adelante en otro lugar que no fuese Alemania u otros países afines a su política. Y éstos, por cortesía y fidelidad al Führer, no dejarían que un Teniente de las SS que renunciaba a su cargo campase a sus anchas a lo largo de su territorio. Encima, si eso de por sí ya parecía bastante tedioso, ni siquiera quería imaginarme cuál sería la reacción de su madre si tal cosa ocurriese.
– Entonces no te queda más remedio, Teniente Scholz – le comuniqué fingiendo un gran pesar.
-Lo sé, Erika… ya lo sé… – su “gran pesar” fue mucho más sincero que el mío. De hecho, casi me conmueve.
Apagué mi cigarrillo en el cenicero de mi mesilla auxiliar que había monopolizado Herman para sí y me senté en cama a su lado, guardando una distancia prudente. Iba a decirle que me dejase sola, pero no me molestaba demasiado.
-Te veo algo perdido, ¿me equivoco? – Dije con la única finalidad de incordiarle un poco. Lo del viernes todavía estaba demasiado candente.
-No, no mucho… – me reconoció entre un suspiro.
Permanecimos un buen rato en silencio, mirando hacia el vacío completamente inmóviles. No quería decir nada porque sabía que cualquier cosa que dijese sería interpretada por Herman como una sutil petición de intimidad y en el fondo, estaba cómoda con él. Era extrañamente agradable tenerle allí.
-Bueno, señorita Kaestner – me dijo repentinamente como si yo acabase de hacer todas aquellas reflexiones en voz alta – tendré que dejarla dormir – anunció cogiéndome la mano cariñosamente y arrancándome una sonrisa -. Ha sido un cigarrillo apasionante y espero sinceramente que disfrute de los chocolates.
Me reí al recordar que le había encontrado tirado en el pasillo y me levanté con él para acompañarle a la puerta.
-¿Te veré mañana antes de que te vayas? – Le pregunté por curiosidad.
-Podrías si te lo propusieses, pero es bastante improbable porque al alba ya estaré de camino.
-Bueno, pues que tenga un buen viaje, Teniente.
No era mi intención abrazarle pero tampoco me resistí cuando él lo hizo y terminamos estrechándonos mutuamente. Fue un abrazo largo, de ésos que aíslan de cualquier desventura que haya más allá del cuerpo que te acoge, y yo no hice nada para separarme de él. Permanecí allí, respirando tranquilamente sobre su pecho mientras él apoyaba su barbilla en mi cabeza, y dejé caer mis párpados sin decir nada cuando sus labios me besaron la parte alta de la frente, porque no quería decir nada que le hiciese retroceder. No quería que interrumpiese el rosario de besos que estaba depositando cuidadosamente hacia mi sien, cabeceando de un modo casi juguetón para abrirse camino hacia mi mejilla y mi cuello.
-Erika, mírame -. Me pidió sujetando mi espinazo firmemente mientras posaba una de sus manos cerca de mi boca. Abrí mis ojos para encontrármelo a una distancia demasiado corta, casi apoyando su cara sobre la mía y mirándome otra vez de aquella forma que me atravesaba -. Te quiero – me susurró sin mover sus pupilas y dejó caer su cara un poco más, creí que iba a besarme y yo no iba a hacer nada por impedirlo, pero se paró a milímetros de mí -. Te quiero y tú lo sabes, ¿verdad? – Repitió en un siseo que estremeció todo mi cuerpo.

Asentí débilmente mientras preparaba mis labios para recibir a los suyos y entonces me besó con aquella parsimonia que me condenaba a rendirme y a guardar silencio mientras durase el beso mismo y todo lo que estaba por venir. Todo eso que me hacía tambalearme ante el hecho de pensar que iba a cometer otro desliz y que me iba a gustar cometerlo.

Un paso me arrastró sutilmente hacia atrás mientras Herman se hundía en mi cuello con inquebrantable seguridad, colmándolo con el roce de su aliento a la vez que lo besaba sin freno, provocándome la irrevocable necesidad de querer tenerle sólo una vez más. la misma frase que acudía a mi cabeza cada vez que me rendía, como si fuese una especie de ritual que me excusaba por hacerlo o una burlona forma con la que mi parte emocional pedía disculpas a mi raciocinio antes de sucumbir por completo. ¿Pero qué más daba lo que fuese? No necesitaba saberlo en aquel preciso momento.

 
Sólo necesitaba que nada se interpusiese entre ambos y por eso agarré con decisión su suéter, para arrastrarlo hacia su cuello junto con su camisa. Levantó sus brazos adelantándose a mis movimientos y él mismo dejó su torso al descubierto cuando mis manos rebasaron sus omóplatos. No dijo ni una sola palabra después de eso, dejando pasar el momento ideal para restregarme que él estaba en lo cierto. Simplemente volvió a rodearme y a besarme mientras me empujaba con su cuerpo hacia la cama y yo desabrochaba sus pantalones, retrocediendo hacia el inevitable lugar en el que acabaríamos.
Me bajé de mis zapatos cuando mis piernas rozaron la ropa de cama que cubría el colchón y dejé que me desnudase sin renunciar a su boca más que cuando era absolutamente imprescindible, pero siempre volvía, y siempre con esa arrolladora sutileza que sabía poner en cada uno de sus movimientos y que yo también intentaba tener al despojarle de sus pantalones y su ropa interior. Pero él me privó de mi oportunidad volviendo a terminar el trabajo por mí antes de abrir la cama y llevarme entre las sábanas, a remolque de su cuerpo. Hizo una fugaz parada para cubrirnos con las sábanas y la colcha y acudió de nuevo a mi lado para inclinarse sobre mí y besarme levemente antes de mirarme otra vez. Esperaba su voz de un momento a otro, diciéndome que finalmente se había cumplido su vaticinio, pero no llegó, y empezaba a descolocarme que no llegase nada más que el escrutinio constante de aquellos ojos. Elevé mi cabeza y le besé sin decir nada. Me correspondió con la misma intensidad y poco después, una de sus manos surcaba la parte interna de mis muslos, invitándome con refinada elegancia a ahuecar el acceso a mi entrepierna mientras sus labios resbalaban imparables sobre mi clavícula.
Mi cuerpo se estremeció cuando sus dedos comenzaron a masajear tenuemente mi clítoris, cayendo de vez en cuando a lo largo de todo mi sexo y retomando su tarea con maestría allí donde el placer se mostraba más intenso bajo su tacto. Abrí las piernas un poco más, dejando que uno de mis muslos rozase una pronunciada erección al mismo tiempo que su lengua se arremolinaba sobre uno de mis pezones y el aire se escapaba atropelladamente a través de mi garganta. Me retorcí mientras rodeaba su cara con mis manos para probar aquellos labios de nuevo y él me dejó hacerlo a la vez que uno de sus maravillosos dedos se atrevía a adentrarse tímidamente en mi cuerpo, provocando que mi piel se erizase cuando su falange externa se deslizó fluidamente a través de un umbral perlado de placenteras sensaciones. Dejé caer mi cabeza sobre la almohada, capturada por el deseo que aunque por ahora parecía satisfecho, pronto reclamaría más. Porque era inevitable no querer más de él cuando me provocaba aquel torrente de sensaciones con su mano mientras acariciaba mi frente con la otra y apoyaba su cara sobre la mía, que parecía no ser ni siquiera dueña de su expresión, condenada a reflejar con unos músculos completamente relajados todo lo que en aquel momento me excitaba. Permitiéndose sólo de vez en cuando cerrar los labios y los párpados con fuerza cuando un gemido amenazaba con romper el silencioso clima que quería mantener para que nadie más fuese testigo indirecto de aquella gran indiscreción. Y casi no lo consigo cuando Herman comenzó a acariciarme la yugular con su boca, despertándome un sensual cosquilleo al juguetear también con el lóbulo de mi oreja, pero finalmente no solté más que un mínimo quejido en comparación con lo que podía haber sido.
Sobrevolé mi propio cuerpo con una mano para sujetar con firmeza su muñeca cuando sentía que me iba de un momento a otro y él cedió atentamente, entrelazando sus dedos con los míos para apoyar nuestras manos atadas cerca de mi cara. Dejándome percibir mi propia humedad que se secaba entre nuestros nudillos concediéndole al tacto una extraña y estimulante sensación mientras Herman se desplazaba con cuidado sobre mi pelvis para posarse entre mis piernas. Las mismas que yo abría, esperando recibirle dentro de un momento a otro, anhelándole ya a causa de los segundos que perdía mientras recorría uno de mis costados con su mano para terminar colándola bajo el puente de mi espalda y elevar mis caderas suavemente.
Cerré los ojos con el primer toque de aquel suave mástil que tanteaba con leves empujones la puerta que sus dedos habían cruzado hacía apenas unos minutos, y estiré la cabeza hacia atrás esperando el toque de gracia cuando mis labios vaginales cedieron ante un extremo que suponía un deseado principio. Pero la irrupción que yo esperaba no llegó. En su lugar disfruté de una lenta penetración que me obligó a tensar mi cuello hasta el punto de ahogar las arterias que llevaban el riego a mi cerebro, mientras el aliento de Herman me rozaba de nuevo durante todo aquel trayecto de ensueño.
Rodeé su cuerpo con mis brazos y mis piernas cuando comenzó una lenta maniobra de retroceso, para rogarle que no se fuese muy lejos de mí. Solamente lo justo para que volviese a entrar hasta el final con esa voluntad de hierro que le permitía controlarse de un modo que estaba fuera de mi alcance. Yo sólo me afanaba en permanecer quieta por miedo a estropear sus cuidadosas acometidas, incapacitada para hacer cualquier otra cosa que no fuese sentirle moverse deliciosamente entre mis muslos.
Me besó fervientemente mientras aumentaba la rapidez de sus vaivenes, impregnándolos de una autoridad que me resignaba a dejarle hacer, a no llevar a cabo nada que no naciese de su voluntad porque él se las arreglaba perfectamente solo para hacer que mi cuerpo palpitase al unísono siguiendo el ritmo que marcaba el suyo. Y dejarle hacer era un placer sin precedentes para mí, un placer que crecía con sus engatusadores labios ensamblados a la perfección con los míos mientras subían y bajaban con el resto de su cuerpo. Todo lo que hacía tenía ese halo de ternura que sabía tender estratégicamente sobre mí para hacer que desease ese orgasmo que me elevaría y que lo temiese a la vez por el fin que suponía, porque después tendría que irse y me quedaría a solas con un remordimiento infernal que suplantaría la plena satisfacción que me estaba dando.
Pero de momento nada me impedía disfrutar de la manera en su cuerpo ocupaba el mío una y otra vez, llegando más lejos en alguna ocasión y quedándose más rezagado en otras. Dominando esos cambios de ritmo que me hacían aferrarme a él de un modo casi desesperado, hasta que su cabeza cayó al lado de la mía entre jadeos reprimidos que lograban abrirse camino de todos modos y que me hacían todavía más vulnerable al frenesí con el que penetraba a la vez que sujetaba mis caderas firmemente con ambas manos, apretando nuestras respectivas pelvis en un acompasado movimiento que nos abrió las puertas de un orgasmo compartido en pocos segundos. Un orgasmo que me sacudió y me llevó muy lejos de allí mientras su miembro palpitaba dentro de mi sexo y él pugnaba por propiciarme las últimas embestidas de un dulce encuentro a medida que se derrumbaba sobre mí.
Busqué su cara con mis ojos, ladeando la cabeza para verle a mi lado, respirando con la boca entreabierta, y le besé mientras liberaba una de sus manos para acariciar el óvalo de mi cara. Me hubiese gustado devolverle la caricia, pero mis entumecidas extremidades cayeron con inerte flacidez sobre el colchón, como si no perteneciesen al resto de mi cuerpo o como si éste ya tuviese suficiente con intentar coger aire como para ocuparse de ellas.
 
-Es la última vez que hacemos esto, ¿no? – me susurró entre besos mientras se incorporaba para apoyarse sobre sus brazos. Asentí intentando mostrarme todo lo convencida que podía y él se rió antes de besarme de nuevo -. Está bien, entonces me quedaré esta noche, si no te importa – añadió haciéndose a un lado y abrazándome.
Tenía que haberle dicho que no, pero no pude. Me gustaba demasiado el amparo de su cuerpo como para renunciar a esa <<última vez>> que podía tenerlo de aquella manera. Así que apoyé mi cara sobre su pecho y cerré los ojos para concentrarme en aquellas caricias que recorrían mi espalda o en los besos que caían constantemente sobre mi frente y mi coronilla.
-Te quiero – dije sin pensar con una débil vocecilla que para mi propio desconsuelo, no le pasó desapercibida. Pero él se rió despreocupadamente mientras acariciaba mi cara.
-Cásate conmigo – yo también me reí al escuchar el vago susurro con el que dijo aquello. Creí que me estaba tomando el pelo, pero su voz me interrumpió de manera más creíble -. Hablo en serio. Podemos esperar un poco si quieres, pero no veo la necesidad de perder el tiempo – añadió -.
-Deberías irte – le contesté pasados unos minutos durante los cuales intenté valorar su propuesta infructuosamente. Necesitaba un estado de ánimo mucho más estable para llegar a la conclusión de que planteármelo ya era una locura.
-Probablemente sí, pero voy a quedarme hasta que me respondas.
-No.
-¿No qué…? No te casas, no me contestas… – inquirió casi con un deje burlón.
-No me caso.
-Porque no me quieres, supongo… – dijo a modo de inciso.
-Sí, por eso.
-Me parece una decisión muy consecuente, querida – aceptó con una amable sonrisa antes de besarme la sien y abrazarme fuertemente.
-¿Te quedas aquí? – pregunté con curiosidad cuando sus piernas se hicieron hueco entre las mías cariñosamente.
-Por supuesto. No me perdería nuestra “última noche” por nada del mundo.
Iba a protestar por haberme dicho eso con el mismo tono de seguridad que había utilizado el viernes hasta hacer que mis nervios se saturasen. Pero no me quedó más remedio que reírme mientras me acomodaba, y contra todo pronóstico, me dormí rápidamente en brazos del Teniente Scholz.
-Erika… – su voz se coló en mi sueño algunas horas después hasta lograr despertarme, aunque no de un modo brusco, sino todo lo contrario -. Tengo que irme – me susurró cuando abrí los ojos. Estaba fuera de cama, vestido y acuclillado a mi lado.
-Vale… – acepté vagamente.
-¿Me das un beso? – Me apoyé sobre uno de mis costados y estiré el cuello para besar sus labios sin pensarlo. Inmediatamente después de hacerlo me dejé caer de nuevo sobre la almohada al pensar en lo poco que le hacía falta para hacerme meter la pata una y otra vez. Él se reía mientras sujetaba una de mis manos entre las suyas -. Te veré cuando vuelva, ¿puedo pedirte algo? – Asentí sin reparar en toda la gama de tonterías que podía pedirme, pero la petición no fue nada que me esperase en aquel momento -. No vayas a Berlín sola. Puedes darle las cartas para tu familia a Frank, él tiene que ir a menudo y sabes que es de fiar.
-Está bien – contesté sin intención alguna de cumplir su petición.
-Te quiero – dijo incorporándose antes de besarme en los labios.
No dije nada. Me limité a quedarme en cama mientras él se iba, y cuando estuve sola rodé hacia el lado en el que él había dormido para aspirar el olor que había dejado entre las sábanas mientras me maldecía por cometer la soberana tontería de quererle a pesar de la insensatez que suponía.
Tan sólo un par de días después estaba caminando entre las calles de Berlín, camino a ese cuchitril en el que dejaba constancia de toda mi labor desde que había llegado. Pero esta vez, mi corazón latía aceleradamente, y no era por las constantes amenazas de una lluvia de explosivos por parte de los ingleses – al fin y al cabo, ¿qué iban a hacer ellos después de que los alemanes hubiesen hecho lo mismo con Londres? -. Mi nerviosismo se debía a que en el sobre, junto con el informe de la semana, estaba mi dimisión y una petición formal para que se me proporcionase todo lo necesario para salir de allí. Sabía que sería difícil para mis superiores retirarme de un modo tan precipitado, pero adjuntaba un par de hojas en las que redactaba cuidadosamente que la situación con el Teniente Scholz se me había escapado de las manos y que éste, en un ataque de locura, me había pedido sin premeditación alguna que me casase con él. Junto con unas cuantas anécdotas más que dejaban entrever que comenzaba a “encariñarme” con él, tendría que ser suficiente como para que me procurasen una vía de escape.
La semana siguiente transcurrió para mí con implacable lentitud mientras me imaginaba lejos de allí en un corto periodo de tiempo. Me consumía la idea de no volver a ver a Herman y ahora me lo reconocía a mí misma sin ningún problema porque pronto desaparecería de aquel lugar para siempre y me olvidaría de él.
El día que tenía que volver a Berlín para dejar el informe de la semana, ni siquiera redacté tal informe. Daba por hecho que me estarían esperando para sacarme de allí o darme los papeles necesarios para hacerlo. De modo que metí en una maleta lo único que tenía que llevarme de la casa y salí hacia la ciudad convencida de que jamás volvería a pisar aquella casa.
Al llegar a la trastienda, me alegré al ver a un hombre de mediana edad. Casi se me saltan las lágrimas cuando me preguntó en francés si era Erika Kaestner y contesté nerviosamente lo que debía, dispuesta a volver a empezar donde hiciese falta. Lejos de Herman, por mucho que me doliese.
 
-Tenía muchas ganas de conocerla, señorita Kaestner – me dijo aquel hombre mientras recogía mi maleta y me acercaba una silla que sacó de la oscuridad.
-¿Por qué? – Quise saber emocionada mientras tomaba asiento y le observaba rebuscando en una carpeta de piel.
-¡Porque le ha robado usted el corazón a alguien que no lo tiene! – Me contestó entre risas pasándome unos papeles.
-¿Qué demonios es esto? – Pregunté escandalizada al comprobar que no era nada que me sirviese para poner pies en polvorosa.
-Me envían para negociar – me adelantó el hombre -. La situación es la siguiente. A lo que queda de Francia no le queda ni un solo franco, de modo que el servicio de inteligencia francés subsiste con suministro británico – su información me dejó helada, ¿cuánto tiempo llevaba yo trabajando para los británicos sin saber absolutamente nada? – No nos controlan ni nada parecido, sólo nos ayudan a mantenernos activos a cambio de proporcionarles los resultados de nuestras operaciones… usted ni siquiera tendría que ser puesta al tanto de algo así. Pero claro, su caso es especial…
-¿Qué quiere decir?
-Mire el contrato que le he facilitado y léalo con atención.
Obedecí y comencé a leer, arrepintiéndome inmediatamente de haber enviado aquellas hojas que justificaban mi dimisión. Esperaba una manera de salir de allí y en lugar de eso, me habían enviado un nuevo contrato. Uno en el que se establecía que yo sería objeto de prioridad absoluta para el departamento de inteligencia británico y para el francés. Eso supuestamente tenía que tranquilizarme si algo salía mal. Pero no lo hacía en absoluto, porque aquellos papeles recogían una cuestión comercial y yo sólo intentaba poner a buen recaudo mi vida personal, que nada tenía que ver con todo aquello a pesar de que se me recompensaría con una abultada suma de dinero por parte del Estado Británico y percibiría una sustanciosa pensión vitalicia por parte del Estado Francés en cuanto terminase la guerra a cambio de casarme con Herman.
-No voy a aceptar esto – le informé devolviéndole los papeles con mis temblorosas manos.
-¿Ha visto las cifras? – Me preguntó extrañado devolviéndomelos.
-Sí, pero no puedo aceptarlo porque no es cuestión de dinero… – dije intentando no derramar ninguna lágrima.
-¿Por qué? ¿Tiene idea de la gente que está pendiente de usted? Es una operación sin precedentes, podría hacer historia. Y eso sin mencionar su jubilación de lujo, no tendrá que volver a trabajar jamás…
-No me entiende – le interrumpí tratando de controlar mis nervios al comprobar que no iban a llevarme a ningún lugar – ¡necesito que me saquen de aquí porque me he enamorado de él!
El silencio invadió la estancia después de mi atropellada confesión. Esperé unos minutos más, a la espera de que me dijese algo y por fin se pronunció.
-Entiendo. Pero piénselo bien, no pueden sacarla de aquí de un modo seguro. Aunque hubiesen cedido a su petición, tardarían en sacarla de ahí una buena temporada, tal y como están las cosas -. Me levanté furiosa tirando las hojas al suelo y caminando de un lugar a otro para calmarme mientras el hombre seguía hablando -. Usted tiene la oportunidad de llegar más lejos de lo que nadie ha llegado jamás en su oficio.
-¡Gracias por su sinceridad! – Exclamé con sarcasmo mientras rebuscaba en mi bolso buscando mi pitillera – ¡Gracias por tener la bondad de reconocer que no pueden sacarme de aquí, pero en cambio, sí pueden darme dinero suficiente como para fundar mi propio país cuando termine la guerra!
-En un período de un año tras el final de la guerra – me corrigió.
-¿Y si ellos ganan la guerra? ¿Vendrán allí y me sacarán de todos modos?
-Sí, si usted así lo solicitase.
-¿Se cree usted que soy idiota? ¿Pretende que me crea que en ese caso van a venir a por mí para pagarme una estratosférica suma de dinero cuando no quede ni una sola libra después del capital que se está poniendo en juego con todo esto?
-Usted saldrá ganando de cualquier manera, Kaestner – admitió visiblemente tocado -. Si ganamos, tendrá su dinero. Y si ganan ellos, acaba de confesarme que está enamorada del Teniente Scholz. Usted ya estaría asentada en una familia adinerada y el caos para la parte derrotada será tan tremendo que en ese caso, usted sería libre para hacer con su vida lo que le viniese en gana.
Traduje su irritante contestación como una burda invitación para que me quedase en Alemania con Herman y con toda aquella alta sociedad asociada al partido. Eso sí que era congruente, ¡pasarme al enemigo como quien no quiere la cosa!
-No voy a hacer esta locura – protesté nuevamente recogiendo los papeles del suelo y echándoles un último vistazo -. ¿Qué coño significa esto de que seré objetivo de máxima prioridad en cuanto a seguridad, observación y seguimiento? ¿De qué va a servirme si él se entera de algo y me pega un tiro mientras duermo?
-No se le ofrece una suma de dinero de tal magnitud por decir “sí, quiero” y dedicarse a una vida conyugal normal. Todos sabemos que se juega usted el pescuezo de una manera bastante importante.
Curiosamente, lo que me podría pasar si Herman me descubría, era casi la que menos me importaba. Estaba irracionalmente convencida de que ni siquiera me pondría la mano encima si eso ocurriese. Aunque si me entregaba a las autoridades en lugar de ocuparse él mismo, sí que tendría que preocuparme. Sólo pensaba que si algo salía mal en ese sentido, no querría volver a verme jamás y eso sí que me aplastaba, porque estaría decepcionado y dolido conmigo. No sería como si yo desapareciese antes de que volviese, como tenía pensado hacer. Me odiaría durante el resto de su vida.
-Mire. Mientras no le explique todo con detalle, no puedo moverme de esta ciudad. Y no me gusta demasiado porque la Royal Air Force va a bombardearla en un par de días, así que tome asiento y escuche con atención – me senté solamente para que él pudiese irse, y porque después de todo, no había que ser muy avispada para reconocer que aquél no era un buen momento para pensar -. Se llevará el contrato y lo sopesará debidamente. Tómese el tiempo que considere necesario y si va a hacerlo, sólo tiene que firmarlo y llamar al teléfono que figura en la hoja número tres. Identifíquese y diga que necesita la documentación para una operación especial de la que ya están pendientes. Nadie le preguntará nada, simplemente se le remitirán los papeles necesarios para contraer matrimonio. Deberá recogerlos en esta dirección y dejar allí el contrato firmado – dijo sacando un papel del bolsillo interior de su abrigo –. A partir de ahora, éste es el nuevo punto de encuentro, ya que el actual quedará inutilizado después del bombardeo previsto…
-¿La semana que viene debo ir aquí? – Le pregunté recogiendo la dirección.
-Sí. Se trata de un taller que cerró hace un par de meses, debe entrar por la puerta trasera y dejar los informes en una taquilla que encontrará en una de las oficinas – asentí y él continuó hablando -. Si no firma, sus órdenes son las mismas hasta nuevo aviso y si firma, debe adjuntar un informe con todos los datos de la boda en el sobre de la correspondiente semana. Su padre morirá un par de meses antes del enlace y su hermano y su cuñada emigrarán a Norteamérica. Eso debería ser suficiente para excusar a su familia.
-Norteamérica amenaza con entrar en la guerra en contra de Alemania, ¿no pueden ir a otro lugar?
-Pretendemos que se olviden de sus familiares. Si se van a un país que se haya declarado no beligerante o afín al régimen, podrían estar interesados en visitarles, ¿a dónde quiere llevarles en ese caso?
Me reí despreocupadamente pensando que de todas las locuras que me habían sucedido a lo largo de mi vida, aquella era sin duda la más inverosímil. El hombre rebuscó de nuevo en su carpeta de piel y me dio unas fotografías que parecían tomadas desde un avión.
-Es el nuevo proyecto de la Nueva Alemania – me informó con una voz opaca – pretenden agrupar en estos campamentos rurales a los prisioneros de guerra o a todo aquel que se interponga en la depuración racial del Führer. Les someterán a cualquier tipo de trabajo del que puedan sacar provecho para ayudar a financiar la guerra. Pero no nos engañemos, las condiciones que esperan a esa gente aceleran la necesidad de terminar con todo esto, señorita Kaestner. Su amigo va a formar parte de la dirección de uno de ésos, y ya se sabe que las esposas acuden al lugar de trabajo de sus maridos en algunas ocasiones y que tienen acceso a innumerables secretos de alcoba.
-Pues que no le extrañe si en ese campamento en concreto se les concede incluso una hora de rigor para comer…
-¿Perdón?
-Oiga, ya sé que después de lo que le he dicho va usted a cuestionar lo que voy a decirle, pero Herman Scholz no es como los demás – tenía pensado argumentarle un poco mi afirmación mencionándole algún detalle o comentario de Furhmann o de cualquiera de los amigos del difunto Coronel que se dejaban caer por la casa, pero la carcajada de mi interlocutor inundó la habitación -. No le estoy disculpando, sólo le estoy diciendo que no es tan radical como los demás. Independientemente de lo que se haya visto obligado a hacer al hallarse en una guerra, como todos los demás. ¿O es que los ingleses lanzan flores desde sus aviones?
-¿Me está hablando así para que la saque de aquí? Porque sabe que si reporto lo que acaba de decirme probablemente lo hagan.
-Esperaré ansiosa – le respondí sarcásticamente a sabiendas de que no se iba a tomar la molestia mientras le devolvía las fotografías -. Tengo claro cuál es mi bando, por eso he presentado mi dimisión y solicitado mi retirada.
-En ese caso ya sabe usted que tanto su dimisión como su petición de retirada han sido rechazadas. Y tiene suerte de que todavía puedan enviar a alguien para negociar con usted – me dijo casi restregándomelo -. Yo ya le he dicho lo que tenía que decirle. Si acepta un consejo, déjeme decirle que es mucho dinero y que valdrá más después del conflicto. Esto es un negocio, no se quede sin su parte. Y si finalmente lo hace, no cometa la tontería de fiarse de alguien como él, por mucho cariño que le tenga. Le deseo mucha suerte, señorita Kaestner.
-Tómese un té mi salud cuando llegue a Inglaterra… – susurré cuando perdí de vista la silueta de aquel hombre.
Me levanté lentamente, recogí mi maleta del suelo, guardé el contrato que me evitaría cualquier problema económico hasta el fin de mis días si me casaba con Herman y salí de nuevo a la calle, resignada a volver a la casa de los Scholz.
Una semana, tenía una semana antes de volver a ver a Herman, lo que suponía una semana para pensar con claridad. Sólo que ahora, el mismo tiempo que me había pasado tan lentamente desde que había remitido una dimisión que había terminado en saco roto, se me antojaba un espacio de tiempo sumamente escaso para sopesar debidamente todos los factores que tenía que barajar para decidir qué cojones iba a hacer. Me sentí tan sumamente perdida que no me hubiese importado en absoluto que uno de aquellos anunciados proyectiles ingleses me impactase de lleno desde el cielo y me barriese del mapa. Pero nada parecía ponerse de mi lado, y lo único que había en el cielo era un montón de nubes densas.

 

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