Cuando llegué a la cabaña disminuí el paso, haciendo que el caballo caminase con sigilo entre la maleza que rodeaba el camino de acceso. Todo iba bien hasta que relinchó sin aviso previo, descubriendo mi posición a pocos metros de la casa y haciendo que mi mano derecha se deslizase ágilmente dentro de la alforja para empuñar la pistola sin sacarla a la vista. Me quedé quieta delante de la escalera que llevaba a la puerta principal, observando en todas direcciones sin bajarme del caballo y sin alcanzar a ver nada, ¿qué coño ocurría? ¿A qué estaba jugando Furhmann?

Estreché la pistola con fuerza cuando la puerta se abrió y entonces, paré en seco la maniobra de sacarla rápidamente y disparar.
-¡¿Herman?! – Exclamé con sorpresa mientras él se dirigía hacia mí y se hacía con las riendas desde abajo para amarrar a Bisendorff a la barandilla de madera – ¿qué haces aquí?
-¿Por qué te sorprendes tanto? Creí que sabrías que era yo, ¿quién iba a pedirte que vinieses aquí? – contestó con total despreocupación mientras acariciaba el caballo -. Gracias por venir pero, ¿vas a quedarte ahí arriba? – Preguntó ofreciéndome su mano para ayudarme a bajar.
Decliné la oferta y bajé sin ayuda, ni siquiera me planteé que pudiese resultar un gesto grosero hasta que tuve los pies en el suelo.
-¿por qué no anunciaste que venías? – Quise saber.
-Porque oficialmente no he venido – argumentó sonriente -. Vamos dentro, quiero hablar contigo.
Le seguí desconcertada sin entender nada. Entramos y tras colgar mi abrigo me condujo hasta el gran salón, había una chimenea enorme con unos leños apilados que parecían estar esperando que alguien les prendiese fuego. Di un pequeño rodeo observando todos los trofeos de caza que colgaban de las paredes y los animales disecados que adornaban las estanterías. Una decoración muy acertada para aquel lugar, supongo.
-Erika, ¿me habías dicho tú que te encantaban los chocolates artesanos de Notre Dame? ¿O había sido Berta? – le miré contrariada por la inesperada pregunta pero la caja que tenía en sus manos me hizo guardarme cualquier palabra que no fuese de agradecimiento.
Nos sentamos en el sofá y tras saborear un par de piezas de chocolate le ofrecí una, pero Herman la rechazó.
-¿Por qué te quedas en la cabaña en lugar de ir a casa? Tu madre ni siquiera está, se ha ido a Berlín con Berta…
-Ya, pero la casa está llena de gente… gente con ojos y boca… – apostilló de un modo gracioso mientras cogía un cigarrillo y me ofrecía uno.
-Vale, yo también tengo ojos y boca.
-Me fío de ti, me lo debes por lo del chocolate – dijo tras darle la primera calada a su cigarro.
Me reí de nuevo sin llegar a entender por qué no iba a casa “oficialmente”.
-Bueno, está bien. Pero entonces dime qué demonios haces aquí, por qué me has mandado esa carta tan formal para pedirme que viniese y por qué no vas a casa.
-He venido porque me han dado unos días de permiso pero no voy a casa porque me apetece descansar, no quiero tener que aguantar a mi madre ni cruzarme con el gilipollas de Furhmann, y te he llamado porque quiero preguntarte una par de cosas y porque te he traído los chocolates para te sientas en la obligación de contestarme sinceramente. La carta era tan formal porque tuve que dictársela a una señorita a través de un teléfono, no quería parecer poco correcto – confesó con una enorme sonrisa.
-Muy bien, ¿qué quieres saber?
-¿Qué tal van las cosas en casa? ¿Qué tal mi madre y Berta? ¿Cómo están llevando lo de mi padre? Un poco de todo…
-Pues las cosas están como siempre. Tu madre ya está mejor, este verano ha aprovechado para cambiar la decoración de la casa de BerchstesgadenDijo que tu padre no le había dejado hacerlo el año anterior, pero que ahora que no puede verlo, no le parecerá mal. Y Berta, también se va sobreponiendo…
-¿Y Furhmann? ¿Va mucho por casa?
Casi me atraganto con el humo del cigarrillo al escuchar su pregunta, pero me recompuse lo mejor que pude y contesté.
-Sí. Se deja caer a menudo, para ver cómo está tu madre y todo eso…
-Ya… ¿Y nada más?
-No.
-¿Te molesta Furhmann?
-¿A mí? – Pregunté con un tono que pretendía indicarle que su anterior pregunta era una tontería – ¿por qué iba a molestarme que vaya a ver a tu madre?
-Claro, claro… – admitió mientras dejaba escapar el humo de sus labios al mismo tiempo que me fulminaba con la siguiente pregunta – no te pregunto si te molesta que vaya a ver a mi madre, te pregunto si Furhmann te incordia.
Tragué saliva antes de negar con la cabeza.
-¿Cuántos chocolates necesitas para contármelo, Erika? – Le miré preguntándome a qué se refería y él mismo me dio la respuesta casi de inmediato –. Verás, me han contado que hace unas semanas Furhmann apareció con Bisendorff en pésimas condiciones. Lo curioso es que tú habías pedido que lo ensillasen para ti esa tarde. Es más, el caballo tenía las monturas que usas tú cuando Furhmann lo dejó en la cuadra, el muy subnormal ni siquiera ajustó los estribos a su altura. Cuando se le preguntó al respecto dijo que le habías dado permiso para llevártelo pero sin embargo acudiste a la cuadra hecha una furia en cuanto él se fue y además, te vieron gritándole de todo cuando se llevó al caballo. ¿Vas a contarme qué pasa con el capullo de Furhmann o voy a volver a Francia con la intriga?
Estuve a punto de derrumbarme al recordar aquel día y por primera vez pensé en lo terriblemente estúpida que había sido. Si alguien le estaba enviando información a Herman de lo que pasaba en casa, una poderosa razón para hacer que alguien como él abandonase su puesto durante algunos días, era el descubrir que una espía le enseñaba francés a su hermana. Y de haber sido esa la razón que le había traído de vuelta, ahora tendría una bala en el cerebro, porque me había metido sin preocupación ni precaución alguna en una cabaña en medio de la nada con un oficial de las SS. Intenté no reprocharme nada, no era el momento. No tenía una bala en la mollera, tenía chocolate francés y Herman sólo quería saber lo de Furhmann. No podía contárselo pero tenía que decirle algo, me obligaba la sola forma que sus pupilas tenían de acribillarme.
-Aquella tarde iba a salir a pasear pero Furhmann llegó y comenzó a hacerme preguntas sobre el caballo… si tú estabas al tanto de que yo montaba a Bisendorff y esas cosas…
-¿Le dijiste que tenías mi consentimiento? – asentí mientras dejaba escapar el humo entre mis labios – ¿y qué te dijo? – pensé en las palabras de Furhmann y me asombré de la habilidad de Herman para meter el dedo en la llaga. Al parecer conocía demasiado bien al amante de su madre.
-Me dijo; “bájese del puñetero caballo, señorita Kaestner…” y luego amenazó con pegarle un tiro al animal, así que me bajé – mentí esperando que quien quiera que le hubiese dicho lo que había pasado no le hubiese descrito la situación al detalle – y Furhmann salió galopando como un loco en dirección al bosque.
-¿Y ya está? – Asentí de nuevo tras pensarlo durante algunos segundos. Ya no podía contarle más -. Es decir, ese imbécil fue a casa sólo para coger un caballo que estabas montando tú… – recapituló de un modo pensativo mientras yo movía la cabeza con un gesto afirmativo – tenía casi treinta caballos en las cuadras y sin embargo tuvo que escoger precisamente el que tú tenías… repito la pregunta, Erika, ¿te incordia Furhmann? Porque a mí sí me incordiaría que me hiciera eso.
-Bueno, supongo que le molestó no encontrar a tu madre y al verme salir a caballo se le antojó dar una vuelta. Es como un niño pequeño… – dije tratando de esconder mi nerviosismo mientras apagaba el cigarrillo.
-Furhmann está en pleno conocimiento de las idas y venidas de mi madre. Ni siquiera pretendía tocar el tema de por qué había aparecido allí cuando solamente estabas tú, ¿lo hace a menudo?
Suspiré acorralada, a lo mejor ya sabía la respuesta, porque estaba claro que eso se lo tenía que haber contado alguien del servicio, y el servicio sabía perfectamente que Furhmann se presentaba más de lo que yo quisiera cuando estaba sola. Me levanté dispuesta a enfilar el camino hacia la puerta. Lo último que quería en aquel momento era hablar de aquel bastardo.
-¿Te vas?
-Claro que me voy. Ya te he dicho de mil formas que Furhmann no me incordia. No sé qué pretendes que diga, ¿qué no me cae bien? ¡Claro que no! Yo también sé que a ti tampoco te entusiasma su presencia pero todos le aguantamos, ¿no?
-Vale, no pasa nada con Furhmann. Ven, siéntate por favor… ya que estás aquí, hazme compañía.
Me acerqué de nuevo y me apoyé sobre el respaldo del sofá, sin dejarme seducir demasiado por la idea de quedarme. Conocía a Herman lo suficiente como para saber que sometería mis gestos a un exhaustivo escrutinio y que intentaría sonsacarme algo en cuanto le fuese posible.
-¿Cuántos días vas a estar aquí? – pregunté sin mucho entusiasmo.
-Una semana – arqueé las cejas en señal de sorpresa. No me creía que fuese a estar siete días refugiado de su propia familia -. Mi madre recibirá mañana a primera hora la carta que le comunica que llegaré el lunes para la comida. Necesitaba un descanso, pero no puedo irme de aquí sin verlas.
La idea de tenerle en casa una semana me tranquilizó un poco. Furhmann evitaba a Herman, era de dominio público que había asperezas entre ellos que resultaban imposibles de limar.
-¿Has pedido el traslado?
-Sí. Por eso se supone que he venido… – fruncí el ceño con curiosidad, había dicho que sólo estaba de permiso – van a ascenderme por mi impecable labor en la campaña del “nuevo estado dentro del estado”. Los amigos de mi padre dicen que sería el superior perfecto para un puesto cerca de aquí. No sé… tampoco me han contado demasiado ni he preguntado mucho, me basta con que me saquen de allí y pueda volver a casa – me informó con desgana, no debía hacerle demasiada ilusión el ascenso -. No digas nada, se supone que es una sorpresa.
-No, claro… ¿qué serás a partir de ahora?
-El lunes me presentaré como el Teniente Scholz…
¡¿Teniente?! ¡Era impensable encontrar un teniente que no llegase a la treintena! Mi cara debió delatar mi sorpresa porque Herman me dedicó una tenue sonrisa.
-¿Por qué no te hace ilusión? Tu padre estaría orgulloso, eres muy joven para ser teniente.
-Me hace muchísima ilusión, créeme.
-Muy bien – dije ante su evidente falta de entusiasmo -. ¿Y después de la visita, cuándo tendremos al Teniente Scholz en casa?
-Supongo que regresaré para Navidad y ya me quedaré.
-Todavía quedan un par de meses… – reflexioné en voz alta mientras hacía cábalas.
-¿Te parece mucho? – preguntó con curiosidad. No supe qué contestar, simplemente me encogí de hombros – Tendré que asistir un tiempo a la escuela de oficiales. Vendé a Berlín de vez en cuando y pasaré algún fin de semana en casa. O en la cabaña, depende de la tranquilidad que necesite…
Nos quedamos en silencio durante un buen rato, sin saber qué decir. La idea fugaz de confesarle lo de Furhmann invadió mis pensamientos. Pero si se lo contaba y él empezaba a tirar del hilo, era inevitable que llegásemos a la parte que concernía a su difunto padre, de modo que determiné que mi silencio era una opción más prudente.
-Creo que va a llover, Erika, deberías irte antes de que empiece… – miré hacia afuera a través de la ventana. Tenía razón – ¿tienes planes para mañana?
-No, ¿quieres que venga?
Herman dudó durante unos instantes y finalmente me dio una respuesta.
-Si no es ninguna molestia, sería agradable. ¿Te importaría traerme un caballo? Podríamos salir a dar una vuelta.
-Claro, ¿necesitas algo más? Comida, algún libro, ropa… – mi interés le provocó una de sus arrebatadoras sonrisas.
-Trae lo que creas necesario – me contestó entre risas -. Sólo una cosa, el caballo pídeselo a Frank. Él sabe que estoy aquí.
Asentí antes de que se levantase y me acompañase gentilmente hasta el caballo. Así que el viejo Frank -el encargado de las cuadras- sabía que Herman estaba allí. Entonces debía ser él quien le informaba de lo que pasaba en casa. No tenía ni idea de que tuviese soplones entre el servicio, a su padre no le tragaban. Llegué a la cuadra justo antes de que la primera llovizna se precipitase y tras guardarme la pistola bajo la cazadora busqué a Frank. Le encontré enseñándole a un mozo en qué dirección tenía que cepillar a los caballos.
-Frank – le llamé -, ¿podría venir un momento para ayudarme con Bisendorff?
 
 
 

-Claro.

Dio las últimas instrucciones al muchacho y me acompañó amablemente.
-¿Quiere que lo desensille? – preguntó al llegar donde el caballo.
-Bueno, ayúdeme si es tan amable, pero puedo hacerlo yo – le dije mientras comenzaba a recoger los estribos -. Quería pedirle que me ensillase a Bisendorff mañana después de desayunar y a otro caballo más, si no es demasiada molestia. Póngales alforjas, necesito llevar cosas.
-Muy bien, señorita Kaestner. ¿Algún caballo en especial a parte de Bisendorff?
-No lo sé, es para Herman – le dejé caer con naturalidad provocándole una mueca asustada, como si acabase de descubrirle haciendo algo indebido -. Él me dijo que se lo pidiese a usted, no me dijo nada más.
Frank asintió y se dedicó a partir de ese momento a echarme una mano en el más estricto silencio, pensando seguramente sobre lo que podía y no podía decir. Un gesto que delataba demasiada complicidad.
-Frank, ¿fue usted quien le contó a Herman el incidente de Furhmann? Ya sabe, cuando se llevó a Bisendorff hace unas semanas…
-Sí – admitió en voz baja -. Tengo órdenes de comunicarle al señorito Scholz cualquier percance que ocurra con los animales. La cría de caballos es uno de los negocios más lucrativos de la familia y él es quién se ocupa de ello… – Me explicó como si hubiese guardado una intrínseca disculpa en sus palabras -. Mi lealtad hacia él es total y Bisendorff es ahora mismo uno de los mejores sementales de nuestras cuadras, ¿ha saltado usted con él? – Negué sin preocupación -. Pues hágalo, merece la pena. Superó sin esfuerzo el 1,65 en el campeonato nacional de salto de altura del año pasado – tras escuchar las palabras de Frank miré al animal con infinito respeto, después de todo, acababa de decirme que era capaz de saltar a una mujer de estatura media -. Sale usted a pasear a lomos de un campeón, señorita Kaestner – añadió de un modo bonachón.
Le observé mientras lo metía en la cuadra, tratando de hacerme una idea aproximada del dinero que aquel animal podía llegar a mover. Si Frank hubiese visto cómo Furhmann lo había encañonado sin miramientos, Herman se hubiese presentado en casa mucho antes. De repente me sentí aplastantemente culpable por el riesgo que había corrido mi precioso amigo equino.
-Muchas gracias, Frank – le dije educadamente antes de retirarme.
Di una vuelta por las cuadras antes de entrar en la casa, temiendo la posibilidad de una visita inesperada. Pero regresé cuando la noche comenzaba a caer, cené algo por mi cuenta para no importunar a la cocinera y me fui a cama. Mis últimos pensamientos giraron en torno a Herman “refugiándose” en aquella cabaña del bosque de algo que sólo él sabía, porque desde luego, nunca me imaginé que fuese alguien que necesitase la soledad de ese modo. Adoraba a Berta y si era capaz de hacer eso, entonces era una especie de superdotado para las relaciones sociales.
El día siguiente no amaneció de una manera espectacularmente buena, las nubes no daban tregua y la lluvia amenazaba con convertirse en una constante, dando fe de que ya estábamos a mediados de octubre. La nieve no tardaría mucho en llegar y me sorprendí a mí misma pensando que aquel lugar tenía que ser precioso cubierto de blanco. Cuando yo había llegado ya había comenzado el deshielo. Desayuné entre mis propias ideas y después de informar de que no iba a comer en casa, llené las alforjas con una buena cantidad de comida y fruta, una baraja de póker, un par de libros que cogí en la biblioteca de la casa y un par de cajetillas de tabaco. Frank me explicó antes de salir hacia la cabaña que no me había ensillado el caballo que solía montar Herman porque él nunca quería que supieran que estaba allí cuando iba a la cabaña. Se lo agradecí ocultando mi sorpresa. Aquel detalle dejaba al descubierto que no era la primera vez que hacía aquello.
-¿Te quedas aquí hasta mañana? – Bromeó Herman cuando me ayudó a vaciar las alforjas.
-¿Acaso tiene miedo, Teniente? – Contesté en su mismo tono de voz haciendo que menease la cabeza mientras se reía – no sabía si tenías comida, ni si querrías leer algo durante la noche… me dijiste que trajese lo que considerase necesario.
-Viajar contigo tiene que ser encantador, ¿cuántos pajes necesitarías para un viaje de una semana, por ejemplo?
-Está bien – le solté en un suspiro – me lo llevaré todo de vuelta, no te preocupes.
Se rió mientras me decía que no sería necesario y me daba las gracias. Después de dejarlo todo en la cabaña, salimos a pasear durante la mañana, bajo un cielo que amenazaba con empaparnos en cualquier momento y que sin embargo no terminaba de hacerlo. Nos quedamos a comer en una pradera rodeada de pinos que no sabría ubicar y por la que discurría un arroyo y después de eso, amenizamos la sobremesa con una partida de póker. Herman me enseñó una versión americana para dos jugadores tras reírse durante un buen rato de que hubiese incluido una baraja en el equipaje y me vapuleó sin esfuerzo aunque mentir fuese una de mis grandes habilidades. Estaba demasiado entretenida escuchándole hablar sobre su campaña en Francia – nada importante, casi todo eran anécdotas personales que a mis superiores no le importarían lo más mínimo – y echando un vistazo a los caballos para que no fuesen demasiado lejos mientras pastaban. Después de lo que me había contado el viejo Frank, sentía más cariño por Bisendorff que por cualquier persona de la familia Scholz a parte de Herman. Claro que, por otro lado, él también era la única persona de la familia Scholz con más mollera que el animal. Lástima que las SS estuviesen esperándole desde que había llegado al mundo, no podía haber sido de otro modo descendiendo de los ancestros que tenía.
Regresamos cuando la densidad de las nubes se intensificó peligrosamente sobre nosotros. Apuramos el paso pero el chaparrón que había estado al acecho durante todo el día hizo una estelar aparición a medio camino de la cabaña. Durante los diez primeros minutos traté de encontrar desesperadamente algo con lo que cubrirme pero cuando aparté el pelo mojado que caía sobre mi cara como si estuviese en medio de un baño y vi que Herman mantenía el ritmo sin molestarse por la lluvia, decidí hacer lo mismo en lugar de quejarme. Aguanté estoicamente el resto del trayecto y en cuanto llegamos, dejé que él guardase los caballos en las pequeñas cuadras que había tras la cabaña para escaparme rápidamente al interior de la casa. Me senté tiritando en una de las sillas de la cocina, necesitaba entrar en calor pero no quería manchar todo con aquellas botas embarradas.
-¿Estás bien? – Me preguntó Herman extrañado.
-Sí – mentí tratando de controlar mis dientes.
-Vale, entonces no será necesario que me moleste en encender la chimenea para que puedas secarte un poco, ¿te vas ya? – Preguntó divertido mientras se apoyaba en el umbral de la puerta.
Miré hacia la ventana, estaba oscureciendo pero aquella lluvia fría como el hielo seguía cayendo a mares sobre el bosque. Le miré de nuevo dejándole ver que la idea no me atraía demasiado. Él también estaba chorreando, ¿por qué no parecía importarle?
-No. Enciende la chimenea, por favor… – susurré.
Herman se retiró riéndose. Escuché sus pasos sobre la madera yendo de un lado a otro, subiendo al piso superior y luego bajando las escaleras de nuevo hasta que por fin apareció otra vez en la cocina.
-La chimenea ya está encendida. Te he preparado una de las habitaciones, la segunda a mano derecha tras subir las escaleras – anunció dejándome una de las mantas que llevaba bajo el brazo sobre la mesa. Le miré pasmada ante el cambio de planes -. Admite que no llegarías de una pieza si volvieses a casa – añadió con condescendencia.
No lo admití pero supongo que él aplicó eso de; “el que calla, otorga” porque salió riéndose después de decirme que iba a ocuparse de los caballos. Cuando estuve sola me levanté, me quité el abrigo y me descalcé antes de caminar con impunidad sobre el suelo o las alfombras. En especial sobre la del salón, que era la piel de un gran oso pardo que seguramente habría terminado sus días durante alguna de las cacerías del Coronel. Me paré delante la cabeza del animal envuelta en mi manta, me agaché y escruté sus ojos antes de deslizar mi mano sobre su cabeza como si fuese un gato. Era lo más suave que había tocado en mi vida pero la alfombra hubiese ganado muchísimo si la cabeza no te mirase de aquel modo mientras enseñaba los dientes. Me levanté cuando un escalofrío me recorrió la espalda y estiré mi manta sobre el oso para sentarme encima mirando hacia la chimenea y recibiendo el agradable calor que irradiaba la hoguera.
 
-Erika, la manta era para ti, mujer… – dijo Herman colocando a un lado la leña que traía en brazos.
-Ya… pero el oso… no sé, prefiero no sentarme directamente encima de él -. Él se rió mientras removía el fuego.

Volvió a desaparecer y al cabo de poco tiempo regresó con un par de mantas más. ¿Cuántas mantas había en aquella casa? Acepté mi nuevo abrigo y me envolví en él mientras Herman se sentaba a mi lado justo al tiempo que un rayo caía en algún lugar del campo iluminando el salón.
-¿Te dan miedo las tormentas? – Me preguntó.
-No -. Era cierto, los rayos nunca me han alterado lo más mínimo pero me dio la sensación de que no me creía.
-¿Un trago para entrar en calor? – Torcí la cara para mirarle y reparé en la botella de ginebra que había traído.
-Claro – acepté cogiendo la botella y sacudiendo la cabeza tras la primera toma de contacto con el líquido – ¿me das uno? – Le pregunté al verle sacar la pitillera.
El frío de mi cuerpo fue menguando a medida que la botella de ginebra iba bajando entre risas, cigarrillos y una agradable conversación, de forma que para cuando Herman se levantó a echar al fuego un par de leños más, lo hizo tambaleándose ligeramente.
-¡Creo que es hora de guardar la botella! – Exclamé con una carcajada mientras me dejaba caer sobre la manta que cubría la alfombra.
-¿En serio? Tiene gracia, yo pensé lo mismo hace una hora… – me contestó haciéndome reír todavía más mientras se sentaba a mis pies – ¡Levanta! Estás encima de mi manta…
-Venga, Herman, estoy demasiado cómoda…
-Muy bien, muy bien… – se quejó mientras elevaba mis piernas y las colocaba sobre su regazo para taparse con parte de mi manta.
Alcanzó una cajetilla de tabaco, encendió un cigarrillo y me lo pasó antes de encenderse otro para él.
-Háblame de esa novia que me mencionaste – le pedí con diversión.
Me había hablado de una chica con la que había estado un par de años y todo parecía indicar que era una de esas jóvenes de sociedad, educada desde la infancia para casarse con alguien como él. Me picaba la curiosidad por saber más acerca de ese romance.
-Pues lo cierto es que ahora no me acuerdo de mucho… – admitió riéndose – si querías saber más cosas sobre ella, no debiste dejarme beber tanto…
-Tampoco estás tan borracho, Herman – alegué tras observarle dar un par de caladas a su cigarrillo. Ni siquiera se le había caído la ceniza fuera del cenicero -. Venga, ¿la querías mucho?
-¡Claro! fue la primera mujer con la que me acosté – me soltó con aplastante obviedad haciendo que me retorciese de risa.
-¡Herman! ¡Un caballero no dice esas cosas! – le reprendí casi por obligación.
Lo cierto es que me había parecido graciosísimo. Quizás porque me resultó un razonamiento demasiado tierno que no me esperaba. Había admitido que la quería mucho haciendo referencia a que ella había sido la primera, como si eso fuese algo inherente. ¡¿Qué coño hacía aquel hombre en las SS?! La primera vez que yo me había acostado voluntariamente con alguien, amor, cariño o afecto eran tan sólo palabras del diccionario.
-¿Por qué no? Sólo lo he dicho aquí, entre nosotros dos… no vayas pregonándolo y punto. A mí no me importa que lo sepas – admitió sin tapujos -. ¿Y qué hay de ti?
-Yo tampoco soy virgen – admití correspondiendo su sinceridad.
Herman cerró los ojos y acto seguido estalló de risa mientras se dejaba caer en la alfombra. Me pregunté qué le hacía tanta gracia pero no me atreví a entonar la pregunta, esperé a que dejase de reírse, segura de que él mismo lo haría.
-Vale, supongo que las damas sí dicen esas cosas… de cualquier manera, sólo te estaba preguntando si habías tenido alguna relación seria.
Me sonrojé un poco pero no fui capaz de contener las carcajadas cuando se explicó. Comenzamos a reírnos de un modo enfermizo y cuando conseguí calmarme lo suficiente, le di una respuesta.
-Claro. Tuve un par de “relaciones serias” –. De repente me asustó la idea de defraudarle así que me sentí casi obligada a darle a entender que yo también me había entregado por amor -. Bueno, ¿y qué pasó luego? ¿Por qué lo dejasteis?
-Porque le dije que quería tener al menos ocho hijos y se escandalizó – dijo de una forma muy seria. Quería reírme, me parecía ridículo pero me aguantaba la risa porque era la historia de su ruptura -. Es broma – dijo su voz liberándome de la barrera que contenía mis carcajadas – no te rías tanto, ¡habría que ver tu cara si un hombre te dijese eso!
-Bueno, en ese caso sería yo la que me riese de él porque no puedo tener descendencia -. Herman se incorporó sobre sus codos y tras apagar el cigarro en el cenicero me miró fijamente.
No se lo creía pero yo no estaba bromeando. Me habían violado brutalmente con trece años. El hombre que lo hizo me había llegado a dar por muerta, así que considerando los daños internos que aquello me causó, quedarme estéril era casi lo más leve que podía haberme pasado.
-¿En serio? – Me preguntó – pues no parece que te importe mucho, creí que te encantaría tener niños, eres institutriz.
-Es que me así con trece años, ni siquiera tuve la oportunidad de plantearme seriamente si querría descendencia.
-¡Venga, Erika! ¡Sé que me estás tomando el pelo! – Exclamó tras unos minutos de silencio.
Me reí. Pero lo hice de su incredulidad. Le insistí en que era verdad, le solté la historia de siempre; que me había ocurrido a raíz de que varios doctores no hubiesen sabido tratarme correctamente una rara enfermedad que casi me manda al otro barrio.
-Bueno, si es así, lo siento de verdad. Pero si es una broma, te acordarás de ésta…
-Me parece bien – admití sin darle importancia -. ¡Así que el Teniente Herman Scholz estuvo locamente enamorado…! – dejé caer en un suspiro para desviar la atención.
-Yo no diría tanto. Creí que lo estaba pero luego me di cuenta de que no.
Me quedé un rato mirando hacia el fuego, que se empeñaba en sobrevivir a base de quemar los restos de la leña que había consumido. Pensé en aquella novia de Herman y casi sentí envidia. Aquella mujer había tenido suerte, aparte de ser guapísimo y atractivo, seguramente la habría tratado bien. Sonreí al vacío y me aclaré la voz antes de retomar la conversación, que había ido decayendo un poco.
-Eso lo dices porque seguramente fue ella la que te dejó – dije con una voz débil. El furor del alcohol comenzaba a pasarse y ahora casi me costaba entonar -. Sé un hombre y admite que te enamoraste de ella, es más fácil.
-No, no es verdad – solté un vago quejido al escuchar de nuevo su negación pero siguió hablando –. Creí que estaba enamorado, pero después de que todo eso terminase, me enamoré. Por eso sé que antes no lo había estado.
-¿En serio? ¡Vaya! ¿Y quién era la otra? – Pregunté con curiosidad, me estaba empezando a interesar demasiado la vida amorosa de Herman.
-No hables en pasado, aún están las dos vivas… – protestó con cierta gracia.
-Perdona, lo hago inconscientemente al referirme sólo al espacio temporal que compartisteis juntos.
-Bueno, con esta última no he tenido nada. Me enamoré, nada más.
-¡¿Te dio calabazas?! – Exclamé riéndome de nuevo.
-No. Tampoco eso. No le dije nada.
-¡¿Por qué?! – Le exigí casi ofendida.
-No sé… – hizo una pausa para pensar algo y luego continuó hablando – supongo que porque las cosas no se me pusieron como yo esperaba. Además, ahora estoy muy enfadado con ella – añadió riéndose de algo que sólo él sabía y alargando la mano para coger la botella y terminarse la poca ginebra que quedaba.
-¿En serio? O sea, que aún estás enamorado de ella… – reflexioné mirando al techo sin que mi propia conclusión me hiciese demasiada gracia. Pero ahora tenía que seguir preguntando, si me callaba parecería una idiota y en el fondo, quería saber quién era la muy puñetera – ¿por qué estás tan enfadado con ella?
Herman se rió de nuevo y tras dejar la botella en su sitio para dejarse caer de nuevo sobre la alfombra me contestó.
-Porque hay algo que me preocupa muchísimo. Le he preguntado acerca de ello y sé que no me ha dicho la verdad.
No entendí nada. Tampoco me esforcé demasiado, desconecté en cuanto me dijo que “había algo que le preocupaba muchísimo”, eso significaba que tampoco iba a decir qué era lo que le preocupaba, así que al darme cuenta de que iba a encriptarlo todo, sus palabras dejaron de resultarme interesantes.
-Pues para empezar, tú tampoco le has dicho que estás enamorado de ella, así que no te enfades tanto. A lo mejor si se lo dices, se siente un poco obligada a decirte eso .Y si no, llévale chocolates, como haces conmigo… por cierto, ¿y mi caja?
-¿En serio crees que si se lo digo se sentirá “obligada” a ser sincera? – Preguntó con incredulidad.
-Te he dicho que pruebes, ¿dónde pusiste mi caja de chocolates?
-Vale, probaré. Tus chocolates están allí, en la mesa de comedor – dijo señalando hacia la mesa que había en la parte del salón destinada para el comedor – ¿voy a por ellos?
-No. Sólo quería saber dónde estaban.
Nos quedamos un rato en silencio, mirando al techo sin hacer nada más, sólo escuchando la lluvia y los débiles petardazos que el fuego provocaba sobre la leña de vez en cuando. Empezaba a creer que Herman se había quedado dormido, pero entonces me habló.
-Erika – me costó escucharle porque me llamó casi en un susurro. No contesté, sólo ladeé la cabeza para verle allí, mirándome desde más abajo, tumbados de forma que mis piernas quedasen apoyadas sobre su regazo formando un ángulo recto. Creí que me estaba vacilando porque no decía nada, pero de repente continuó hablando – ya he probado con los chocolates… – volvió a hacer una pausa. Juraría que estuvo a punto de reírse pero aguantó el tipo – me sentí un poco idiota cuando me di cuenta de que ni siquiera te los habías llevado – susurró sin apartar sus ojos de los míos.
Mi reacción fue nula. Me sentí como uno de aquellos animales disecados, con una expresión congelada e inamovible hasta el fin de los tiempos. Incapaz de apartar mis pupilas de aquellos ojos azules que seguían mirándome bajo la luz del fuego. Y aun con aquel rictus inducido por sus palabras, barajaba la opción de ir allí y besarle pero, ¿por qué habría de hacerlo? ¿Qué conseguiría yo a cambio? Quizás adelantar un poco el trabajo, ya que cuando volviese a casa, él sería mi nuevo objeto de marcaje. Pero todavía no lo era. Sin embargo, en un completo silencio que sólo se rompía con los atropellados latidos de mi propio corazón, sentí por primera vez en mi vida la necesidad de hacerlo desinteresadamente.
-¿Te molesta Furhmann? – Me preguntó despacio – dime la verdad, por favor.
-Sí – contesté tras mirarle un poco más en silencio.
Supongo que pensó que estaba debatiéndome entre si decirle la verdad o intentar mantener mi respuesta del día anterior. Pero sólo estaba mirándole, ya era consciente de que no sería capaz de mentirle después de que me hubiese dicho aquello. Mi corazón empezó a latir aceleradamente cuando Herman se incorporó mientras dejaba escapar un suspiro y se acercó para tumbarse a mi lado. Podría haber hecho miles de cosas, pero lo único que mi atrofiado cerebro me permitió hacer fue cederle un poco de manta para que se tapase. Lo hizo, se cubrió un poco y tras apoyar su cabeza sobre su brazo flexionado, volvió a mirarme de esa forma.
-¿Qué te hace?
-Nada – contesté. Su repentina declaración me había descolocado, pero no tanto como para contarle lo de Furhmann.
 

-Erika… – canturreó con los ojos cerrados, exigiendo de nuevo la respuesta – si no me lo cuentas tú, seguramente pensaré en cosas mucho peores. Anda, ¿qué te hace?

Suspiré pensando que eso ya era imposible, pero le solté una versión muy light sobre la manera que tenía Furhmann de molestarme. Omití cualquier contacto físico y armé para él una especie de “acoso” que se limitaba a alguna frase grosera de vez en cuando por parte del capullo de Furhmann. Decidí no incluir nada más en vista de que eso ya había sido suficiente para endurecer el gesto de su cara.
-Vale – dijo cuando terminé de narrarle mi escueta versión de los hechos -. Haré que le manden a otra parte, ¿quieres? – Abrí los ojos con incredulidad, ¿de verdad era así de fácil? ¿Contárselo a Herman y perderle de vista?
-¿Y tu madre? – Inquirí.
-Probablemente mi madre me pida que medie, o intentará mediar ella misma hablando con algún amigo de mi padre, pero nadie le librará. Te lo aseguro.
Justo en ese momento un relámpago iluminó de nuevo la habitación. Miré hacia la ventana y pude ver cómo la lluvia azotaba sin piedad los árboles que rodeaban la cabaña.
-Sabes que antes, cuando te pregunté si te daban miedo las tormentas, esperaba que me dijeras que sí para poder abrazarte… – me confesó con dejadez.
Giré para quedarme tumbada de lado, mirando hacia él. Y tras intentar controlar mi propia respiración o escuchar más allá de mis latidos, tomé el brazo sobre el que no estaba apoyándose y lo pasé alrededor de mi cintura tímidamente. Esperaba que fuese suficiente para que hiciese algo pero solamente me sonrió, así que mi siguiente paso fue arrimarme a su pecho y esconder mi cabeza bajo la suya. Olía bien a pesar de haber pasado un día al aire libre, haber regresado empapado y haberse secado encima de un oso bebiendo ginebra. Apoyé mis manos sobre su pecho, medio aturdida por la forma en la que mi sangre corría por mis venas, tan rápido que mis órganos apenas podían coger el oxígeno que necesitaban.
-Herman – le llamé con miedo. Su respuesta fue un vago sonido – lo de que estabas enamorado de mí… no sería una broma, ¿verdad?
-Depende – contestó después de reírse – ¿qué estás haciendo tú exactamente?
La pregunta me desconcertó pero el brazo que yo había colocado alrededor de mi cintura se estrechó suavemente para abrazarme, así que analicé mi comportamiento y contesté lo que me pareció más lógico.
-Intento que hagas algo.
-Bueno, entonces no. Para ser sincero, yo quería besarte pero me lo has puesto sustancialmente difícil al esconderte ahí. Creí que este abrazo era mi premio de consolación.
Sujeté una risa nerviosa hasta convertirla en una sonrisa invisible y separé mi cara de la parte baja de su cuello para elevarla hacia arriba y verle todavía apoyado sobre su mano. No dijo nada, estiró el brazo que sujetaba su cara y coló el antebrazo bajo mi nuca. Dejó que mi cabeza descansase sobre él mientras me volvía a dejar cuidadosamente boca arriba, al abrigo de aquel torso que me incapacitaba por completo para determinar qué hacer con mis temblorosas piernas, o para hacer que mis pulmones retomasen la misma frecuencia de trabajo de siempre. Pero yo no culpaba a mi cuerpo, reconocía la insalvable dificultad de hacer todo aquello mientras los ojos de Herman me miraban a menos de un palmo de distancia. Como también reconocía que suficiente hacía mi corazón al no pararse cuando aquellos labios comenzaron a descender sobre mí. Cortándome la respiración justo antes de establecer un dulce contacto, como si el aire que me mantenía con vida hubiese podido enturbiar un momento tan crucial.

Me besó con conmovedora inseguridad, moviendo los labios lentamente y abandonando mi cintura tras un par de segundos para sujetar mi cara, como si yo fuese a cometer la tontería de apartarla. No lo hubiese hecho por nada del mundo, lo que sentí cuando mi boca empezó a moverse guiada por la suya marcó la diferencia desde el primer momento. Podía repetirme que Herman era sólo un trabajo más, uno agradable que no me costaba hacer o que disfrutaba haciendo, pero estaba lejos de ser “uno más”. Y en el fondo lo sabía perfectamente, porque resultaba imposible obviar lo que le hacía diferente. Él hacía que todo cambiase, el ruido de la lluvia cayendo a mares allí fuera me pareció el ruido más sugerente del mundo, porque yo estaba al abrigo, a menos de un par de metros de un fuego casi extinto que seguía regalándonos sus últimos esfuerzos por mantener una agradable temperatura. Todo era inmejorable entre unos brazos que echaría de menos en el mismo instante en que me abandonasen, al igual que los labios que estaba besando o la cara que de repente rodeaba una de mis manos mientras la otra tanteaba un pecho tan firme como el antebrazo que soportaba mi cabeza.

Comencé a desabrochar los botones de su camisa mientras su mano se enredaba en mi pelo y nuestras lenguas se encontraban tímidamente en un primer abrazo que enseguida perdió la inocencia para dejar claro lo que ambos queríamos. Mis manos llegaron al último botón visible y tiraron de la camisa hacia arriba para liberarla del perímetro del pantalón al que Herman la había sometido. Todavía quedaba un botón más, uno que me pareció insignificante porque ya podía sentir su pecho desnudo a centímetros del mío. Lo acaricié. Deslicé mis manos desde su vientre insultantemente plano hasta su amplio tórax, dirigiéndolas luego hacia una espalda perfecta a través de unos hombros que se mostraban tensos mientras Herman se posicionaba entre mis piernas sin dejar de besarme y yo recorría una y otra vez la musculatura que había dejado al descubierto su camisa.
Su boca se despidió de la mía con un tenue y sensual movimiento que aunque daba a entender que volvería, resultaba ligeramente desesperante en un momento así, cuando yo ya me había acostumbrado a ese epicentro que eran nuestros labios. Su torso también se escapó de mis manos cuando él se incorporó hasta quedarse de rodillas entre mis piernas flexionadas. Se quitó la camisa sin dejar de mirarme y apoyó sus manos en mis caderas, deslizándolas sobre la ropa hasta encontrar el cierre de mi pantalón de montar. Dejé caer los párpados cuando sus dedos lo desabrocharon sutilmente, imaginándome ya aquellas manos desnudándome de aquella forma, erizándome la piel con su simple tacto. Suspiré débilmente cuando tras deslizar mi camisa fuera del pantalón abierto, comenzó a abrir el último botón, descamisándome al revés de como yo lo había hecho con él.
-Erika… – me susurró mientras sus manos desarmaban la siguiente barrera. Abrí los ojos y le encontré ligeramente inclinado sobre mí, mirándome de esa forma tan placenteramente aplastante – aun a riesgo de que esta noche tenga que seguir soñando por mi cuenta… – dijo lentamente antes de hacer una pausa y agacharse para besarme cerca del ombligo mientras seguía abriendo botones – supongo que sería correcto preguntarte si no prefieres esperar… – mi sujetador acababa de quedar al descubierto e hizo otra pausa para besarme entre ambos pechos – y también supongo que tengo que decirte que en caso de que quisieras hacerlo, no me importaría… – me reí antes de que terminase de desabrocharme la blusa y me besase el cuello mientras volvía a tumbarse sobre mí -. Aunque puestos a ser sinceros, esto último lo digo por ser cortés, porque sí que me importaría un poco. En realidad tendría que decirte que en caso de que quisieras esperar, quizás me enfadase conmigo mismo durante un par de segundos, pero ni siquiera lo notarías, así que puedes decirme la verdad…
-Muy bien Herman, te diré la verdad – le prometí mientras volvía a rodear su cuello con mis brazos -. Si alguna vez hubiese tenido ganas de esperar, se me habrían pasado en cuanto te quitaste la camisa – mi respuesta le causó un ataque de risa que controló para darme un beso.
-A veces eres demasiado sincera para ser una dama, ¿nunca te lo han dicho? – Pensé sobre lo que acababa de preguntarme, llegando a la conclusión de que efectivamente, no me lo había dicho nadie. Iba a contestarle pero uno de sus dedos silenció mis labios – Mejor no digas nada, cuando callas eres la criatura más adorable del mundo.
Casi me enfado. Casi, pero no pude porque sus labios atraparon mi labio inferior con inmenso cariño antes de dejarse caer hacia mi busto regalándole a mi cuerpo sensuales caricias y besos mientras me despojaba de cada una de mis prendas hasta dejarme completamente desnuda en una semioscuridad truncada por la luz que emitían las brasas a las que se había reducido el montón de leña de la chimenea. Apenas podía ver su cara con claridad mientras besaba mi vientre, pero su simple roce era irresistible e incomparable a la vez. Hacía que no necesitase nada más y que sin embargo lo desease. Siempre me había preguntado cómo sería en la cama, y siempre me había gustado concluir que debía ser atento. Pero lo que nunca me había imaginado, era la especial tranquilidad que suponía ser el centro de sus atenciones, o lo bien que sentaba que sus labios te besasen, sin importar dónde, porque cualquier sitio que escogiese resultaría idóneo. Era sencillamente fantástico.
Mi ensimismamiento en sus manos y su boca se rompió cuando su lengua me arrancó un profundo suspiro al hundirse en mi sexo, recorriéndolo de una forma tan suave que en un momento dado hizo que mi cuerpo temblase levemente. Estuve a punto de reírme de mi propia reacción pero me gustaba demasiado lo que Herman me hacía y el minucioso trabajo de su boca volvió a atraparme rápidamente. Me concentré en aquello, me gustaba más que nada de lo que me habían hecho hasta el momento, y estuve a punto de decírselo pero me limité a intentar controlar mis inspiraciones y espiraciones al recordar que me había dicho que cuando callaba era la criatura más adorable del mundo. Así que preferí seguir siendo adorable para él y no permitirme más que esos gemidos que no lograba contener mientras me abandonaba por completo a una dinámica que me llevaba directa a donde tanto me costaba llegar en otras ocasiones. Y entonces, cuando mi cabeza comenzaba a apoyarse sobre el suelo haciendo tanta fuerza que casi lograba elevar mi espalda y una de mis manos se aferraba a un mechón del lomo de aquel oso enfadado, Herman paró.
Por un instante me sentí sola a pesar de sentirle allí cerca, a muy poca distancia sobre mí. Abrí los ojos y vi su cara justo antes de que se perdiese en mi cuello, dejándome sentir más besos. Pequeños y diminutos contactos de sus labios sobre mi piel mezclados con su aliento, con su respiración y con ese aroma que él mismo desprendía, un aroma masculino y agradable que no le había abandonado a pesar de las adversidades del día. Ya no llevaba ropa encima, me di cuenta cuando dejó caer sus caderas entre la confluencia de mis muslos y su dura calidez se apoyó sobre la mía, blanda e impaciente por acogerle. Impaciente por ver cómo Herman Scholz se movía dentro de una mujer, e impaciente porque aquella mujer, era yo. No me hizo esperar demasiado. Elevó su cara sobre la mía mientras dejaba que su miembro excitantemente erecto tantease la entrada a mi cuerpo a la vez que yo le abría mis piernas un poco más en mi afán por facilitárselo todo lo posible, y comenzó a entrar. Despacio, con la misma delicadeza que había puesto en cada uno de sus movimientos anteriores. Alcanzando su meta casi con pereza y alejándose de ella, de nuevo con una estudiada parsimonia que empujaba el deseo como un resorte contenido y liberado de repente. Me resultaba imposible no retorcerme bajo su cuerpo, no apretar sus tríceps cuando su pelvis encajaba lentamente en la mía o no intentar seguirla cuando retrocedía para volver a empezar otra vez. Y todo mientras me miraba desde una penumbra que sólo nos dejaba percibir lo justo, mientras me apartaba el pelo de la cara y aprovechaba para acariciarla o mientras me callaba con algún beso que lograba hacerme caminar sobre la cuerda floja, a punto de caer de cabeza a un mar de placer infinito que resultaba tan tentador cuando sentía que estaba a punto de zambullirme en él… y de nuevo Herman, echándome una mano, descansando en mi interior durante el tiempo exacto que yo necesitaba para no caer. Frustrándome durante unas décimas de segundo por sujetarme de aquella manera tan cruel y recompensándome de nuevo con sus dulces movimientos cuando el peligro había pasado.
Sujeté su cara, sonriéndole con la boca entreabierta que mi torpe forma me respirar me obligaba a mantener e intentando mantener aquella mirada que no perdía detalle de mis reacciones. Me pareció que sonreía sutilmente antes de que su cabeza bajase una vez más hasta la mía. Esperaba uno de esos besos pero sentí el roce de su nariz en mi mejilla al mismo tiempo que una de sus manos cubría mi frente y parte de mi sien, conformando un marco para mi cara mientras su cuerpo se posaba por completo sobre el mío, sin dejar de empujar en ningún momento, pero en su línea, sin acelerar más de la cuenta. Obligándome constantemente a sentir cada detalle de cada vaivén mientras mis piernas rodeaban su cintura, dispuestas a quedarse allí el tiempo que hiciese falta, aunque todo parecía indicar que no iba a ser mucho más.
Su aliento se estampó cerca de la comisura de mi boca al tiempo que un rebelde empujón parecía escaparse del guión proporcionándome una dosis extra de placer y excitación. Busqué sus labios, encontrándome con ellos sin esfuerzo tras hacer un leve movimiento que los dejó directamente sobre los de Herman, y entonces mi lengua corrió directa hacia la suya, buscándola descaradamente para que no me pusiese ningún freno, para decirle explícitamente sin ningún sonido más que el de nuestros gemidos, que necesitaba que me dejase caer y que ya no me sujetase, ni me mirase, sino que cayese conmigo.
 

Y él lo entendió, porque la mano que cubría mi frente se desplazó hasta sujetar mi nuca mientras su boca me besaba con una fogosidad marca de la casa, porque tampoco llegaba a descuidarse en lo que parecía descontrolado, y eso resultaba irresistible viniendo de él. Tan irresistible como su vientre deslizándose sobre el mío a la vez que me penetraba con una extraña mezcla de énfasis y cuidado. Siempre sin perder el control, incluso en el momento en el que el aire de su garganta se escapó dando lugar a un quejido que se coló en mi boca e hizo que mi piel se erizase bajo la suya mientras mis caderas se tensaban, arrastrando su sexo dentro de ellas y haciendo que nuestros movimientos terminasen en aquello que yo ansiaba de un modo que rozaba la desesperación. Recuerdo que me aferré con fuerza a su cuello, que cerré los ojos mientras nuestro gimoteo resonaba en mis oídos y que Herman me besaba en la yugular justo antes de que mi cuerpo se saturase y experimentase el orgasmo más intenso al que jamás me habían arrastrado. Un orgasmo que me mostró un exponente del placer que yo desconocía y que se prolongó hasta que nuestro gran final comenzó a despedirse entre espasmos cada vez más débiles y escasos en el tiempo.

-Querida, necesito respirar… – me susurró una voz ahogada en un agónico tono. Aflojé mis brazos para que pudiese despegar su cabeza de mi cuello y me disculpé un poco avergonzada por apretarle de aquel modo, ¿a cuántos Scholz necesitaba ahogar? – ¡Gracias! – Exclamó tras inspirar y espirar profundamente un par de veces y antes de darme un beso en la frente haciendo que me temblasen las piernas mientras las retiraba de su cintura. Nunca me habían besado en la frente -. No te molestaría si no fuese importante, pero respirar suele serlo, ¿no crees?
Asentí mientras observaba su pelo despeinado bajo la suave luz. Le quedaba bien y parecía incluso un par de años más joven. Acaricié su mandíbula en silencio, mientras notaba todavía su miembro en mi interior, comenzando a menguar. Tampoco nadie se había quedado antes tanto tiempo allí, y paradójicamente, el gesto me resultó demasiado íntimo. Me besó la palma de la mano y se incorporó despacio. Primero elevando el torso sobre sus brazos y luego haciendo lo mismo con las caderas y sus piernas. Pero no llegó a levantarse, sobrepasó una de mis piernas y se dejó caer a mi lado, ofreciéndome cobijo bajo uno de sus brazos tras alargar la mano para coger un par de cojines del sofá más cercano. Me resguardé allí, con la cabeza apoyada en el brazo que me rodeaba hasta caer sobre mis costillas y esperando a que Herman terminase de extender una de las mantas sobre nosotros. Cuando terminó de hacerlo me relajé y cerré los ojos, pensado en todo lo que acababa de ocurrir.
Lo primero que pensé fue en las caricias de Herman, que no me habían abandonado en ningún momento y todavía se resistían a hacerlo, aun cuando él casi se estaba durmiendo. Tenía que reconocer que aunque aquella firme teoría de que el sexo no tenía nada que ver con el amor siguiese en vigencia, merecía que le añadiese un apartado en el que dejase constancia de que no obstante, cuando una se siente querida el sexo es incomparable hasta el punto de ridiculizar con un polvo toda una vida de revolcones. Y si encima, el hombre que te regala todo eso es alguien como Herman Scholz… de repente reparé en algo que había olvidado por completo: estaba en brazos de un Teniente de las SS. ¡No debería haber hecho aquello! ¡Y tampoco debería quedarme allí! Debería levantarme, vestirme y dormir en la habitación que me había preparado. Acostarme con él sin ningún interés de por medio ya había sido suficiente, podía justificármelo, pero si me quedaba allí, entre sus brazos, no habría excusa posible. Abandonaría la categoría de “desliz” y entraría directamente en la de “hecatombe”.
<<¡Levántate! ¿A qué esperas?>> pensé mientras Herman apoyaba su mejilla sobre mi cabeza y me cubría un poco más con la manta, colocándola cuidadosamente bajo mi cara. Bueno, podía esperar un poco más. Quizás él también fuese a irse a cama y entonces sería más fácil.
-¿Estás dormida? – me preguntó un débil hilo de voz. Negué con una tonta sonrisa que no pude evitar -. ¿Entonces por qué no hablas?
-Porque cuando callo resulto adorable… – susurré acomodándome en su pecho.
Decidí mientras se reía que podía quedarme allí con él. Estaba de permiso, así que no estaba ejerciendo como torturador en serie y técnicamente no era “el enemigo”. Me di cuenta de que era la excusa más pobre e insostenible que me había dado jamás a mí misma, pero quería quedarme.
Erika… – levanté la cabeza un poco hasta visualizar su cara, confundida por el acento francés con el que había pronunciado mi nombre.
Oui?- pregunté con curiosidad mientras apoyaba la barbilla sobre la mano que tenía sobre su pecho.
Je t’aime – me susurró despacio. Me reí y me acomodé de nuevo sobre él, sonriendo en la semioscuridad del salón.
Moi aussi – dije finalmente después de un par de minutos. Consciente de que si antes estaba planteándome levantarme e irme, el hecho de decirle que yo también le quería no venía a cuento. Pero quería decirlo. Porque nunca me lo habían dicho y porque de todos los hombres que conocía, él era por desgracia o por fortuna, el único a quien me apetecía decírselo.
-¿Segura? Te ha costado mucho soltarlo… – su voz me hizo reír de nuevo.
-Sí, por ahora creo que sí – dije mientras me abandonaba al sueño entre sus brazos.
No sé en qué momento me dormí aquella noche, pero sí sé que dormí bien y que me desperté desnuda entre mantas, con la cabeza sobre uno de los cojines, bajo la luz del día que entraba por las ventanas y sintiendo un agradable calor. Miré hacia la chimenea, estaba encendida, la leña era nueva y todavía no se había consumido mucho así que Herman debía haberla encendido hacía poco pero, ¿dónde estaba? No había rastro de él y empezaba a pensar que quizás la noche anterior la ginebra me había ayudado a “idealizarle un poco”.
-Buenos días – escuché de repente sobre mi cabeza.
Giré sobre mí misma para ponerme boca abajo y al mirar hacia el lugar del que procedía la voz le encontré allí, sentado en el suelo con una manta echada sobre los hombros y ataviado sólo con sus pantalones mientras sujetaba una taza humeante. La visión de su torso me dejó claro que, al menos el físico, no lo había idealizado.
-¿Qué haces?
-Te miro – contestó con sinceridad.
-¿Por qué?
-Porque he hecho café y me estaba preguntando si preferirías dormir un poco más o tomarte el café caliente – me informó con una sonrisa antes de dar un sorbo -. Además, tengo que darte una noticia buena y una mala, ¿cuál prefieres primero?
-La mala -. Mi elección no debió gustarle demasiado a juzgar por la forma en que torció la boca.
-La mala es que los bollos de desayuno que me trajiste ayer se han puesto duros y la buena es que quedan bollos – fruncí el ceño creyendo que había escuchado mal -. Lo sé, no tiene sentido, pero es que tenías que haberme pedido primero la buena. ¿Café?
Acepté enrollando la manta alrededor de mi cuerpo y me desplacé caminando de rodillas hacia él. Iba a coger mi taza y sentarme en frente pero me hizo un sitio entre sus piernas y abrió sus brazos esperando que aceptase el lugar. Lo hice y avancé un poco más para sentarme entre sus piernas de forma que mi espalda se apoyase en su pecho. Me pasó la taza tras arroparme un poco y desayunamos mientras hablábamos. Decidí quedarme el resto del día y regresar por la tarde, antes de que Berta y su madre volviesen de Berlín. No hicimos nada, dormir a ratos, mirar la chimenea desde el sofá y dejar que el tiempo volase inevitablemente mientras nos regalábamos besos y muestras de cariño. Un derroche de afecto que llegué a interpretar como el pago atrasado que la vida me debía. Y entonces, cuando empezaba a sopesar la idea de regresar a la casa para decir que me ausentaría aquella noche, Herman me recordó que a pesar de lo poco que le entusiasmaba la idea, tenía que irme.
-Erika, ¿no te olvidas de algo? – me preguntó antes de que me subiese al caballo. Sonreí como una idiota y me acerqué de nuevo para besarle -. Está bien, pero me refería a los chocolates. Empiezo a creer que no te gustan tanto como dices… – me susurró antes de guardar la caja en las alforjas y volver a besarme.
Cabalgué riéndome sin saber de qué mientras los cascos de Bisendorff recorrían el camino sin interrumpirse. Cuando llegué a las cuadras Frank estaba esperándome.
-Señorita Kaestner, la señora ya ha llegado. Quería hablar con usted, al parecer le han mencionado que no durmió aquí anoche… – me anunció compungido mientras recogía el caballo de Herman. ¡Mierda! No supe qué decir ni qué cara poner, estaba pensando en una excusa cuando él siguió hablando -. Me he tomado la libertad de decirle que uno de los caballos había sufrido un cólico y que se había quedado a dormir en las cuadras para ayudarme por si pasaba algo… – la mandíbula inferior se me cayó en gesto de sorpresa. Se lo agradecí de todo corazón pero parecía tener algo más que decirme -. Mire, Furhmann vino ayer por la tarde. También quería verla pero nadie supo decirle a dónde había ido. Anduvo por aquí un buen rato, me pidió un caballo pero le dije que tenía órdenes expresas del señorito Scholz de no dejar salir ningún caballo con mal tiempo y acabó marchándose. Parecía enfadado.
-Está bien, muchas gracias por todo, Frank.
-Tenga cuidado con Furhmann. Me temo que no se creyó lo que le dije, se quedó mirando la cuadra vacía de Bisendorff con curiosidad.
Bueno, eso sí era un problema. La próxima vez que tuviese que verme las caras con él estaría de un humor de perros. Pero por lo menos, Herman estaría en casa. Me despedí de Frank agradeciéndole todo de nuevo y me retiré a la casa. La señora no parecía molesta, me dio las gracias por ocuparme de los caballos de su hijo en mi tiempo libre y me pidió que las acompañase durante la cena. Estaba contenta porque Herman iba a visitarnos. Tuve que hacer un esfuerzo titánico para no estallar de risa cuando me lo dijo como si me lo estuviese anunciando en primicia.
Al día siguiente, el Teniente Scholz se presentó en casa como tal, y tras un par de días recibiendo visitas y llamadas de amigos de la familia que se querían felicitarle por el ascenso o por su impecable carrera y labor en el cuerpo, encontró una ocasión para proponerme un paseo a caballo que terminó inevitablemente en la cabaña. Aunque Berta estuvo a punto de estropearlo porque nos pilló justo cuando salíamos hacia las caballerizas vestidos con ropa de montar. Finalmente Herman le prometió que al día siguiente, aprovechando que su madre se iría por la mañana para pasar el día en Berlín con un grupo de amigas petulantes, nos iríamos los tres a pasear. El monstruo aceptó con tal de saltarse nuestras clases.
Los días transcurrieron con normalidad, quizás con más rapidez de la que me gustaría, pero con tranquilidad. Y eso era algo que no venía nada mal en un sitio como aquel de vez en cuando. A veces resultaba difícil compartir mesa delante de su madre y del demonio de Berta, o estar pendiente del servicio cuando nos cruzábamos a solas. Pero incluso tenía su punto cómico, porque luego nos reíamos de ello durante horas cuando salíamos a pasear. El día que viajé a Berlín para enviar mi informe caí en la cuenta de que apenas había conseguido información que remitir. Mencioné el ascenso de Herman y lo poco que sabía acerca de aquel cargo que le esperaba, pero sonreí cuando dejé el sobre en aquella trastienda al pensar que podría haber añadido una posdata diciendo que había sido la mejor semana de mi vida, pero me largué en cuanto la idea me tentó demasiado. Pensarían que había perdido irremediablemente la cordura. Aproveché el viaje para hacer un par de compras en la ciudad y al regresar a casa me encontré a Berta leyendo un libro en voz alta sentada en medio del salón. Sí, era cierto que la niña me importaba bien poco, pero incluso para ella era un comportamiento demasiado extraño. Me paré en la puerta y decidí echar un vistazo. Lamentablemente, me arrepentí en cuando di el primer paso hacia el interior de la estancia.
-¡Señorita Kaestner! ¡Qué alegría! – Exclamó la voz de Furhmann con una sarcástica inocencia – quédese escuchando esta magnífica historia que me está leyendo Berta.
-Tengo cosas que hacer – le espeté de un modo cortante.
-En ese caso, deje que la ayude… – dijo levantándose.
-No, no es necesario. Supongo que todo eso puede esperar – cedí cambiando de opinión en el mismo momento en el que aquel capullo se había levantado. Berta me miró extrañada mientras me acercaba a la ventana – ¿dónde está tu madre? – Le pregunté.
-Ha ido un momento a casa de los Fischer. Dijo que no tardaría.
-¿Y tu hermano? – La niña se encogió de hombros haciendo que el aire de mis pulmones saliese despedido de una forma sonora mientras Furhmann me dedicaba una asquerosa sonrisa – está bien, sigue leyendo.
Berta obedeció. Siguió leyendo al mismo tiempo que yo buscaba desesperadamente un indicio de que Herman andaba cerca, pero no lo encontré. Y las cosas se pusieron feas porque Furhmann caminó lentamente por la estancia en dirección a la misma ventana que yo estaba a punto de abrir para salir si era necesario.

-Berta, ¿qué tal las clases de francés con la señorita Kaestner? ¿Te gustan? – preguntó la voz de Furhmann a escasa distancia de mi espalda.

-No mucho – reconoció la niña.
-¿De verdad? Pues a mí me han dicho que la señorita Kaestner domina el “francés” a la perfección… – cerré los ojos tratando de respirar a un ritmo normal mientras una mano se posaba sobre mi hombro -. De hecho, me encantaría poder tener la oportunidad de que me enseñase ese amplio dominio que tiene…
-¡Furhmann! – Exclamó la voz de Herman desde el umbral de la puerta, haciendo que aquella mano se retractase y guardase las distancias al instante – ¿qué está haciendo aquí?
-¡Herman! Me alegro de…
-Teniente Scholz, si no le importa – le interrumpió Herman mientras yo caminaba hacia Berta y le pedía que se fuese a la habitación.
-Tiene que cuadrarse, le han ascendido – dijo la niña antes de levantarse con el libro.
-Preciosa, esas cosas no se hacen entre amigos. Tu padre tenía un rango mucho más alto y nunca me exigió tal cosa… – le explicó con seguridad. Berta suspiró airosa y se retiró -. Estaba cuidando de tu hermana. Tu madre ha ido a…
 -No me importa lo que tenga que decirme – le espetó Herman interrumpiéndole de nuevo -. Y tampoco me importa lo que mi padre le exigía o no le exigía. La manera de proceder que tenía usted con él se la guarda para cuando visite su tumba, si es que hace tal cosa. Por lo que a mí respecta, tendrá que guardarme el debido respeto. Y más si está en mi casa. Así que si algún día le tengo delante y usted no se cuadra, sepa que mi queja llegará al comité de regulación interna antes de que salga por esa puerta.
Me quedé en el salón lo justo para ver cómo Furhmann se enderezaba ante Herman y después abandoné la estancia. Aunque me quedé al lado de las escaleras para escucharles.
-Sí, mi Teniente – contestó aquel cabrón con mucho menos entusiasmo del que ponía al manejar el doble sentido cuando hablaba de mi francés delante de Berta.
-Bien, ahora déjeme que le diga algunas cosas. Lo primero es que si vuelvo a encontrarle diciéndole gilipolleces de semejante calibre a una niña de doce años, me ocuparé personalmente de que se aburra usted del “francés”. Lo segundo es que si vuelve a molestar a Erika o a cualquier empleado de esta familia, y voy a enterarme si lo hace, también me ocuparé de que no le queden ganas de volver a hacerlo. Y lo tercero que quiero mencionarle es que si tiene usted la soberbia cara de volver a coger un caballo de las cuadras Scholz sin mi expreso consentimiento, también me ocuparé de que no quiera volver a tener un caballo cerca en lo que le resta de vida. ¿Me ha entendido?
-Sí, mi teniente – repitió con una voz castrada.
-Bien. Por último, sólo quería desearle suerte en la campaña del Frente Oriental.
-¡¿Qué?! – Exclamó de repente.
-¿Todavía no le han informado? – Le preguntó Herman.
-No, ¿de qué?
-Se va a Rusia el lunes de la semana que viene. Me lo mencionó el General Berg cuando me llamó ayer. Él también le desea suerte – le soltó haciendo que yo casi me desmayase en las escaleras a causa del tremendo alivio que sentí al escuchar aquello. Si Furhmann tenía la oportunidad de dejarse caer por casa después de lo que acababa de pasar, tendría que matarle o sería él quien me matase a mí -. Luche con dignidad y haga méritos. Le están dando la oportunidad de formar parte de la historia.
-¡Hijo de la grandísima puta! ¡Esto es cosa tuya, ¿verdad?! ¡Hablaré con tu madre! ¡Ella también tiene amigos, ¿pero quién coño te has creído?! – Gritó Furhmann. Su voz me sobresaltó. Creí que después de aquello llegarían a las manos, al fin y al cabo, yo conocía en primera persona lo tremendamente fácil que le resultaba a Furhmann sacar el puño a paseo.
-Dentro de un par de días recibirá la sanción correspondiente a tan gravísima falta de respeto y disciplina – le informó Herman con la mayor de las tranquilidades -. Espere a mi madre fuera, no le gusta que fumen aquí.
Me escondí de la puerta del salón en el entrante que dibujaban las escaleras pero Herman se dio de bruces conmigo cuando tomó la misma dirección. Me agarró suavemente el brazo y me obligó a subir con él.
-¿Estás bien? – me preguntó en el segundo piso mientras caminábamos a través del pasillo.
-Sí. ¿De dónde saliste? ¿De verdad le mandan a Rusia?
-Estaba en el despacho de mi padre, hablando por teléfono con Berg. ¡Ya lo creo que le mandan a Rusia! Sabía que todavía no le habrían informado porque acababan de confirmarme por teléfono que finalmente le llamaban al frente. Pero cuando bajé y me lo encontré allí, no pude esperar para decírselo – me contó con una sonrisa mientras abría la puerta de su dormitorio.
Me quedé en el pasillo, dispuesta a esperarle allí mientras hacía lo que tuviese que hacer.
-Vamos, pasa – me pidió.
Obedecí su voz y le seguí a la estancia, era la primera vez que entraba allí, parecía más amplia desde dentro pero apenas pude apreciarla. Herman cerró la puerta y me condujo a cama mientras sujetaba mi cara y me besaba sin tregua.
 

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