Entró en su vida por sorpresa. Caminaba distraído por la calle, pensando en las típicas idioteces en las que piensa un hombre cuando no tiene un cigarrillo o una copa en la mano y cuando dobló la esquina se encontró con el hocico de un rottweiler a menos de cinco centímetros de su pierna. Jorge pegó un respingo y se apartó del perro que gruñó sordamente como si estuviese pidiendo espacio.

Estaba a punto de soltar un taco, pero cuando levantó la vista todos sus pensamientos se esfumaron de su mente. Frente a él, tirando de la correa, una joven menuda y hermosísima de ojos grandes y pelo negro y largo, le miró un instante y se disculpó apenas en un susurro.

—No importa, en realidad la culpa ha sido mía, el bicho solo se ha limitado a decirme que me aparte y deje de caminar por ahí como si fuese un zombi. —dijo Jorge.

—En realidad es un perro muy tranquilo. —replicó ella— Creo que se sorprendido él tanto como tú.

—Es un rottweiler, ¿No? ¿Cómo se llama? —preguntó él intentando desesperadamente alargar la conversación.

La joven asintió con la cabeza y le dijo que se llamaba Clyde. Respondió con amabilidad, con una voz dulce, pero en el fondo de su actitud había un rastro de tensión. Fue el perro el que acercándose a Jorge y olfateándole con interés abrió una grieta en el muro que la joven trataba de levantar y Jorge intentó aprovecharlo.

—Así que te llamas Clyde. ¿Sabes que es un nombre de malote? —dijo restregando la cabeza del perro que movía la cola entusiasmado—¿Dónde tienes a Bonnie?

—Todavía me acuerdo de uno como este que vi hace años. —continuó Jorge incorporándose y mirando por primera vez a los ojos de la joven— Yo iba de casa en casa, vendiendo enciclopedias y sin saber muy bien cómo acabé en una casa de las afueras. Tenían al perro atado con una cadena y habían aparcado un flamante Golf GTI a su lado. En cuanto el perro me vio se volvió loco y se lanzó sobre mi ladrando y montando un barullo increíble. Yo, instintivamente me cubrí detrás del coche. La cadena no le permitió llegar hasta mí, pero si hasta el coche, al que se subió con las patas delanteras y comenzó a arañar intentando trepar por encima de él para llegar hasta mí. Dejó la puerta del conductor y la aleta hechas un cromo. Aunque este malo decirlo estuve riéndome una semana.

La joven sonrió, una sonrisa tan amplia como efímera, que Jorge se vio intensamente tentado de besar. El tiempo se le acababa y la joven daba muestras de querer seguir su camino. No sabía qué hacer, lo único que sabía es que no quería dejarla escapar así que no se lo pensó.

—Me gustaría compensar el susto que le he pegado a Clyde. A no más de cinco minutos de aquí hay una terraza donde permiten los perros y ponen unas tapas que le van a saber a gloria.

—Lo siento, pero apenas te conozco. —dijo la joven dubitativa.

—Me llamo Jorge soy vendedor a domicilio, mensajero, reparador de electrodomésticos y periodista cuando me dejan. Por los próximos dos meses trabajo a la vuelta de la esquina e iba a tomarme un café en el descanso mañanero. Lo tomo siempre solo y la verdad es que me aburre un poco, así que me haríais un gran favor si me acompañaseis.

Verónica dudó un instante, aquel chico le atraía con su aire bohemio y desenfadado. Era alto y delgado como un esparrago y tenía una melena larga y tan rubia que parecía desteñida por el sol como la de un surfero, pero lo que más le atraía era la permanente sonrisa que tenía plasmada en su cara.

Finalmente fue Clyde el que tomó la iniciativa y se puso a caminar al lado del joven, interponiéndose protectoramente entre los dos, pero tirando suavemente de ella. Caminó en silencio dejándose llevar y escuchando a Jorge contar con un toque de humor en qué consistía su trabajo como “ayudante ejecutivo” de un cargo medio en una revista de cotilleo por una miseria.

Se sentaron en la terraza, el sol otoñal había acabado con los últimos jirones de niebla y calentaba sus cuerpos produciéndoles una agradable sensación de bienestar. El café era bueno y Clyde recibió un cuenco con agua y medio sándwich de jamón y queso que duró apenas unas centésimas de segundo en su boca.

Charlaron un rato, fue agradable aunque aun no se sentía del todo cómoda en presencia de un hombre. Si no hubiese sido por el perro probablemente no se hubiese atrevido a intercambiar una sola palabra con el desconocido.

Jorge no quería irse pero tenía cientos de fotocopias pendientes así que tenía despedirse y aun no sabía el nombre de la chica, que se mostraba anormalmente esquiva con él. La verdad es que no estaba acostumbrado a que las mujeres se le resistiesen tanto y eso solo hizo que aumentase su interés.

—Bueno, —dijo mirando al reloj— me temo que se me ha acabado el tiempo. Todos los días vengo aquí a tomar el café media hora más o menos, así que si quieres acercarte por aquí podré invitar a Clyde a tomar un piscolabis. Todavía no me ha contado ninguna de sus travesuras. —dijo golpeando suavemente la cabeza del perro y levantándose tras dejar unas cuantas monedas en la mesa.

Verónica se levantó a la vez aliviada y a la vez apenada por tener que separarse de él. Clyde se estiró y se dispuso a dar el paseo de vuelta a casa cuando ella armándose de valor se puso frente a él.

—A propósito me llamo Verónica, pero mis amigos me llaman Vero.

— Encantada Vero. —dijo él acercándose y dándole un par de besos en ambas mejillas.

***

Vero se miró frente al espejo. El jersey holgado y la gabardina eran efectivos ocultando sus curvas. Se giró y le preguntó a Clyde.

—¿Qué te parece?

Clyde se limitó a girar la cabeza y soltar un pequeño gañido de disgusto.

—Sí, ya lo sé. Estoy haciendo el gilipollas. —respondió al perro y a si misma desnudándose de nuevo.

Cuando se quitó la ropa ante el espejo no pudo evitar ver la fea cicatriz que tenía en el abdomen. Unos flashes asaltaron su cerebro y un escalofrío recorrió su columna. Sacudió la cabeza exorcizando los terribles recuerdos y cogió algo más adecuado. Un vestido de lana gris, discreto pero que se ajustaba a su cuerpo y realzaba su figura era lo único que tenía que resultase apropiado. Se lo puso rápidamente junto con unos tacones y la gabardina y poniéndole la correa a Clyde salió a la calle.

La indecisión la había dominado aquellos tres días. El hombre había llamado su atención. Era guapo, atento y le hacía reír. No recordaba la última vez que había reído. Pero seguía siendo un hombre y en su presencia, como en presencia de cualquier otro, se sentía insegura y de no ser por la presencia de Clyde hasta tendría momentos de pánico.

Finalmente el deseo de volver a verle se impuso y el veranillo de San Martin ayudó. El sol y los casi veinte grados la animaron y la obligaron a quitarse la gabardina y colgarla del brazo. Durante un segundo vaciló sintiéndose el centro de atención con el ajustado vestido y los tacones.

—¡A la mierda! —se dijo mientras aceleraba el paso y se dirigía a la cafetería.

Con un suspiro de alivio vio a Jorge sentado cómodamente en la silla metálica con un café humeante y el As en la mano.

En cuanto oyó el sonido de los tacones levantó la cabeza y allí estaba. Por fin se había decidido a venir. Llevaba un vestido de punto de falda corta que permitía ver unas piernas esbeltas y morenas y que se ajustaba deliciosamente a su cuerpo revelando una cintura estrecha y unos pechos firmes del tamaño justo, ni grandes ni pequeños.

Intentando no ponerla demasiado nerviosa con su mirada inquisitiva bajó los ojos y llamó a Clyde. El perro respondió con un corto ladrido y se acercó corriendo y meneando la cola alegremente. Jorge le rascó la orejas dejando que Vero se pusiese cómoda frente a él.

El perro gruñía de satisfacción y le lamía las manos mientras la joven le observaba entre sorprendida y divertida. Con la mayoría de la gente su perro se mostraba prudente y desconfiado, pero con Jorge era distinto, parecía sentirse tan atraído por él como lo estaba ella.

No hubo reproches ni malas caras por la tardanza. Él solo se limitó a llamar al camarero y a decirle lo contento que estaba de que hubiese aceptado su invitación. En cuestión de minutos estaban enfrascados en una animada conversación… o algo parecido. Como la vez anterior era él el que llevaba la voz cantante y ella se limitaba a responder escuetamente. Aunque la vio más relajada que el primer día seguía habiendo algo que nublaba sus pensamientos y le impedía disfrutar completamente del momento.

Durante uno minutos charlaron sobre el buen tiempo y lo poco que iba a durar. Jorge fue dirigiendo hábilmente la conversación hasta que finalmente se decidió a preguntar:

—Mañana tengo el día libre ¿Qué te parece si vamos a La Alameda de picnic? Yo me encargo de todo, tu solo tienes que hacer el postre y traer a Clyde.

Vero se quedó callada. Podía sentir como la indecisión y algo que parecía… miedo la atenazaban, impidiéndola tomar una decisión. Jorge esperó pacientemente sin tratar de presionarla, sonriendo tranquilizador y dejando que fuese ella la que tomase la decisión.

Tras lo que le pareció una eternidad la joven le miró con aquellos ojos color miel grandes y dulces y asintió tímidamente. Solo puso una condición. Que no fuese a buscarla. Quedarían allí directamente.

Tras un par de minutos Jorge se vio obligado a despedirse. Mientras caminaba por la acera distraídamente no paraba de imaginar que podía haberle pasado a aquella mujer para que se sintiese tan insegura en su presencia. Cada vez que recordaba esa mirada sentía una irresistible necesidad de abrazarla y protegerla intentando borrar la tristeza y el miedo de su hermoso rostro.

—Jorge, ¿Aun acabas de llegar? —le preguntó su jefe devolviéndole a la realidad— ¿Dónde están mis fotocopias?

—Lo siento jefe ahora mismo se las llevo. —dijo olvidando por un momento a la mujer que ocupaba todos sus pensamientos.

El día amaneció radiante. Apenas unos pocos borreguitos surcaban el cielo azul, empujados por una suave brisa procedente del sur. El sol hizo que la temperatura subiese rápidamente y las doce del mediodía ya había unos agradables dieciocho grados.

Jorge salió de casa con el tiempo justo. Se había entretenido preparando la ensalada de pasta y la tortilla de patatas y se le había echado el tiempo encima. Corriendo por la calle vio un taxi y se subió a él de un salto.

En cuestión de diez minutos el taxi le dejó en la entrada sur de La Alameda. El parque era una mancha verde y alargada que discurría por la orilla del río algo más de kilometro y medio. El césped corto y verde y los árboles centenarios que lo salpicaban, hacían de él uno de los lugares favoritos de los habitantes de la ciudad para dar un paseo, correr o merendar en una de las mesas que salpicaban el lugar.

Miró el reloj. Llegaba diez minutos tarde. Se dirigió al quiosco que ocupaba una pequeña glorieta más o menos en el centro del parque. Cuando llegó, ella ya le estaba esperando. La vio de espaldas, pero la reconoció al instante. su larga melena negra y suavemente ondulada era inconfundible.

Se paró un momento y la observó con atención llevaba un vestido negro floreado, ceñido en el torso y con una falda de vuelo. Por encima, para combatir el fresco de la mañana, llevaba una fina chaqueta de lana negra. Jorge no pudo evitar echar una mirada a las esbeltas piernas de la joven realzadas por unas sandalias de cuña.

Fue Clyde el primero en darse cuenta de su llegada. Andaba merodeando y olfateando los alrededores y cuando le vio se lanzó a la carrera hacia él.

Jorge lo saludó intentando apartar las bolsas del inquisitivo hocico del rottweiler. Pocos segundos después Vero estaba a su lado ordenando a Clyde que se estuviese quieto. La joven estaba espectacular, apenas unos toques de maquillaje habían transformado sus facciones haciendo su belleza aun más espectacular.

—Hola Vero. Estás preciosa. —dijo él sin poder evitarlo.

—Gracias, —dijo ella cohibida y a la vez convencida de que había sido buena idea renovar todo su vestuario la tarde anterior— tú también estás…

—¿Muy elegante? —replicó Jorge dando una vuelta sobre sí mismo para que ella pudiese admirar los vaqueros rotos y la gastada camiseta del Hard Rock Café.

—Eres un estúpido —dijo ella con una sonrisa.

Deambularon unos minutos por el parque hasta que encontraron una mesa libre cerca del río y donde no daba el sol demasiado directamente.

Clyde había olido la tortilla de patata y no paraba de dar vueltas en torno a ellos gimiendo y salivando. Se sentaron uno al lado del otro, de cara al río y Jorge sacó los tapers de la bolsa y unos platos y unos cubiertos de plástico. Vero no se quejó y comió con apetito, alabando al cocinero a pesar de que la tortilla le había quedado poco hecha.

Terminaron con unos deliciosos Brownies que había hecho Vero y que tanto Clyde como él se zamparon en breves instantes. Cuando terminaron el último bocado, Jorge insistió en recoger todo. En cinco minutos había tirado todo a la basura y los tapers estaban de nuevo en la bolsa.

Los bancos estaban bien para comer, pero eran bastante incómodos así que Jorge sacó una manta y le propuso sentarse sobre el césped. Encontraron un gran roble y se sentaron con Clyde siempre entre ellos. Charlaron de todo un poco y admiraron como la luz de sol se reflejaba en el agua. Los insectos y las motas de polvo pasaban ante su ojos arrastrados por el viento.

Jorge observó a Vero un momento, su cara parecía por fin relajada en su presencia. Sin poder evitarlo alargó un brazo y acarició suavemente su mejilla. Verónica se sobresaltó y se apartó con un gesto defensivo haciendo que Clyde gruñera inquieto.

—Lo siento —se disculpó ella nerviosa—pero no puedo.

—No pretendo ser un entrometido, ni presionarte de ningún modo. —dijo Jorge agarrando la mano de la joven para evitar que escapase corriendo— Pero creo que tienes un problema y me gustaría ayudarte de alguna manera.

—¡Ojalá pudieras! —replicó ella a punto de llorar de desesperación.

—A veces hablar de ello ayuda bastante.

—Es que es tan… vergonzoso.

—Creo tener una idea más o menos aproximada de tu problema y créeme si te digo que no eres tú la que debería sentirse avergonzada. —dijo estrechando su mano temblorosa.

Verónica dudo de nuevo, pero Jorge insistió un poco más y finalmente se lo contó todo. Como había conocido a Jero y se había enamorado inmediatamente de él. Al principio se había mostrado atento aunque un poco celoso. Tras dos años de noviazgo se casaron y todo cambió. La fue aislando poco a poco de sus amigos y su familia hasta que se vio sola y totalmente dependiente de él, pero lo peor estaba por llegar.

Un día Jero estaba intentando reparar un tubería en el garaje. Vero estaba allí y le dijo que no debía usar el destornillador de aquella manera, que podía hacerse daño. Jero no la hizo caso y al final el destornillador salido disparado y le hizo un corte en la mano. En vez de admitir que se había equivocado, él le echó la culpa de lo sucedido y en un arrebato le dio un bofetón. A partir de ese momento comenzó un infierno de insultos y palizas. Llegó un momento que empezó a creer que ella era la que tenía la culpa de todo y se merecía como la trataba.

Pero un día Jero llegó borracho a casa y cuando ella se lo recriminó cogió un cuchillo y se lo clavo en el vientre, Vero totalmente indefensa optó por hacerse la muerta y Jero borracho y desorientado se fue de casa. A partir de ese momento todo se volvía brumoso. No sabía muy bien cómo, pero logró llamar a emergencias. Cuando despertó estaba en un hospital con una agente de policía sentada a la cabecera de la cama y un aparatoso vendaje en el vientre.

Cuando terminó de contarlo las lágrimas corrían libremente por la mejillas de Verónica.

—¿Y Jero?

—Lo detuvieron y lo acusaron de homicidio. Pasó seis meses en la cárcel pero lo liberaron en espera del juicio con una orden de alejamiento. No puede acercarse a menos de trescientos metros de mí.

Jorge no dijo nada y estrechó su mano de nuevo. La miró. Parecía más tranquila. Los churretones de maquillaje la hacían parecer aun más vulnerable y no pudo evitarlo, necesitaba demostrarle su afecto. Intentando parecer lo menos agresivo posible se acercó y le dio un suave beso en los labios.

El contacto fue como una chispa. Los labios de Jorge despertaron en ella sensaciones que creía olvidadas y que creía que nunca volvería a experimentar. Instintivamente abrió los labios para responder al beso, pero solo tocó el aire, Jorge ya se había retirado y la observaba, no con pena o compasión sino con adoración.

Por un momento, mientras contaba su historia, las palabras que le decía Jero una y otra vez habían cruzado su mente: “no vales nada” “¿Quién te va a querer más que yo?”

Jorge alargó la mano y con un pañuelo le limpió los restos de rímel y aquellas estúpidas frases de su mente para siempre. Esta vez Vero no se apartó. Ante la atenta mirada de Clyde, Jorge la cogió por la nuca y la besó de nuevo, un beso largo y suave. La joven sintió como todo su cuerpo despertaba y deseaba a aquel hombre guapo y dulce. Desde que había despertado de aquella pesadilla nadie la había tratado con tanta sensibilidad y naturalidad. Sentía ganas de gritar y llorar a la vez y como tenía la boca ocupada optó por la segunda alternativa.

—Creo que vamos a tener que hacer algo con esta actitud —dijo Jorge volviendo a secar las lagrimas, esta vez con sus besos— Necesitas reír hasta que te duelan las mandíbulas.

—Ah ¿Sí? —preguntó ella apoyando la cabeza en su pecho.

—Estoy seguro. Y tengo el remedio perfecto. ¿Qué tal si vamos al cine? Aun está en la cartelera ocho apellidos catalanes. Estoy seguro de que te divertirás.

***

Verónica salió de la ducha y se dirigió a la habitación para buscar algo que ponerse. Cuando se acercó al armario, el espejo le devolvió la imagen de su cuerpo desnudo. Hacía años Jero la había obligado a depilarse todo el cuerpo y a aumentarse los pechos. Afortunadamente entre ella y el cirujano plástico consiguieron convencerle de que las tetas de Pamela Anderson no le pegaban, aunque con la depilación no pudo hacer nada, el laser recorrió todos sus recovecos y solo le dejó el pelo de las cejas, las pestañas y el de la cabeza, el resto había desaparecido para siempre y cada vez que se miraba las ingles echaba de menos tener un poco que cubriese sus zonas más íntimas.

En cuanto a las tetas, hubiese preferido dejarse las suyas, pero no podía estar totalmente descontenta con el resultado. Las cicatrices apenas se veían y el resultado eran dos pechos del tamaño de pomelos grandes, perfectamente tiesos y de aspecto y tacto casi natural. Aun recordaba como Jero la había obligado a pasearse por casa, únicamente vestida con unos tacones, durante más de un mes. Como la asaltaba y la follaba en cualquier momento le apeteciese o no. La única vez que intentó negarse recibió una paliza y no se volvió a atrever.

Pero eso no volvería a pasar, Jero ya era historia. Debía pasar página y por primera vez parecía que estaba preparada para ello. Aunque estaba terriblemente asustada también estaba emocionada y excitada. Cogió un sujetador negro y se lo puso. Bastó el contacto de la tela para que sus pezones oscuros y grandes se erizaran. Vero se estrujó los pechos con fuerza, una súbita necesidad de sexo la asaltó como no la asaltaba desde hacía años. Sintió la tentación de masturbarse, pero se contuvo. Quería que esa necesidad le ayudase a superar sus miedos.

Escogió un tanga a juego y se lo puso empleando una eternidad para ajustarlo. Cuando estuvo satisfecha, eligió una minifalda de tubo gris que le llegaba un poco por encima de la rodilla y una blusa blanca que había comprado con el vestido el día anterior, con un escote en v espectacular que le llegaba casi hasta el ombligo y por encima, para combatir el frío de la noche y disimular la profundidad del escote, se puso una chaqueta de paño que se ciñó a la cintura.

Antes de ponerse los tacones, se acercó a Clyde y dándole un abrazo le dijo que se portase bien. Era la primera vez que salía a la calle sin él y se sentía desnuda mientras esperaba en el portal a que llegase Jorge.

Afortunadamente no le hizo esperar porque no sabía cuánto hubiese aguantado allí sola y desprotegida. Jorge la saludó con naturalidad. Los dos besos que le dio en la mejillas no le causaron ni malestar ni rechazo, fueron más bien la promesa de algo mejor.

El cine estaba a rebosar y se tuvieron que conformar con unas butacas al final y en uno de los laterales de la sala, pero dio igual. La peli, aun sin ser nada del otro mundo, fue divertida y les hizo reír. Vero no recordaba haberse reído tanto en su vida, quizás animada por las desinhibidas carcajadas de Jorge, al que todo le hacía gracia.

Cuando salieron del cine, Jorge le invitó a cenar una hamburguesa en un restaurante cercano. Durante toda la velada estuvo deseando y temiendo el momento en que Jorge intentase un nuevo acercamiento. Estaba pensando que no iba a llegar nunca cuando cogió una servilleta de papel y le limpió una pequeña mancha de mostaza del labio. Sus dedos se entretuvieron rodeando sus labios y sus miradas se cruzaron. El deseo en ellas era inconfundible.

Jorge la besó con suavidad saboreando el tabasco y la Coca Cola. Sintiendo como la lengua de Vero se debatía entre devolver el beso y gritar pidiendo auxilio.

En ese instante todo se difuminó alrededor. Solo estaba Jorge acariciando amorosamente su pelo mientras alargaba el beso haciendo que fuese casi eterno. Finalmente se separaron para respirar.

—Vamos a mi casa —dijo Vero con un suspiro ahogado.

Se besaron a la salida del local, se besaron en el taxi, se besaron en el portal y en el ascensor. Mientras más le besaba más hambre tenía. Los brazos de Jorge envolvían su cintura y la atraían hacia él con suavidad, permitiéndole apartarse si en algún momento se sentía agobiada.

Contarle su historia fue un acierto, cuando ella decidía tomarse una pausa el esperaba con una sonrisa consciente de que de vez en cuando Vero necesitaba un poco de espacio.

Cuando entraron en casa, Clyde les saludó moviendo el rabo con alegría, pero rápidamente se retiró consciente de que su ama necesitaba intimidad.

Vero cogió a Jorge de la mano y lo llevó hasta su habitación. Desde que se había mudado allí ningún hombre, aparte de el de la mudanza había entrado en su santuario. Jorge detectó sus dudas y acarició el rostro de Vero besándola de nuevo y acariciando su espalda.

Sus manos se deslizaron con suavidad sobre su ropa bajando cremalleras y soltando cierres hasta que estuvo totalmente desnuda. Vero se puso rígida un instante, pero Jorge fijó la mirada en sus ojos hasta que ella se sintió cómoda. Fue entonces cuando la bajó y recorrió su cuerpo con ella.

—Eres preciosa —dijo él acercando su mano y rozando su piel con los dedos.

Toda su piel se erizó y una intensa sensación de deseo recorrió su cuerpo haciéndola estremecerse. Jorge era consciente de que cualquier paso en falso podía llevarle al desastre así que se lo tomó con tranquilidad y apenas echó un fugaz vistazo a su cicatriz. Posó las manos sobre sus caderas y comenzó a recorrer sus costados, sintiendo en las yemas de sus dedos su agitada respiración. Besándola de nuevo, adelantó las manos y envolvió con ellas sus pechos presionándolos suavemente sintiendo como sus pezones erectos se le clavaban en las palmas. Verónica gimió mientras él la empujaba con suavidad hasta sentarla sobre la cama.

Sentada en el borde de la cama vio como Jorge se quitaba apresuradamente la ropa hasta quedar totalmente desnudo frente a ella. Observó su cuerpo delgado y sin poder evitarlo bajó la mirada hacia su entrepierna donde un pene sobresalía semierecto de una maraña de pelos oscuros. Acercó su mano a aquel órgano que en otro tiempo había sido un arma agresiva destinada a someterla y lo acarició con suavidad. Estaba caliente y palpitaba deseoso de calor y caricias. Jorge gimió un instante y agachándose se acercó a ella y la besó invitándola a tumbarse.

El joven en vez de tumbarse sobre ella y penetrarla inmediatamente se tumbó a su lado y se dedicó a recorrer su cuerpo con los dedos, besándola aquí y allá, aumentando su deseo y su urgencia hasta límites casi intolerables.

Cuando pensó que el momento no iba a llegar nunca Jorge enterró la cara entre sus piernas, mordisqueó y lamió unos instantes el interior de sus muslos antes de besar su pubis rasurado y ardiente. Con suavidad separó los labios de su sexo recogiendo con su boca los flujos que inundaban su interior. El contacto con su lengua fue delicioso, no fue capaz de contener un largo gemido de satisfacción que incluso llamó la atención de Clyde, que asomó su cabeza un instante dispuesto a protegerla si era necesario.

Vero le lanzó una almohada para echarlo mientras abría sus piernas para hacer su sexo más accesible. Los besos de Jorge se hicieron más largos e intensos a la vez que sus manos se movían acariciando sus piernas y su vientre volviéndola loca de placer.

El orgasmo no tardó en llegar colmándola de placer y obligándola a retorcerse atravesada por miles de relámpagos mientras Jorge se agarraba a ella y seguía acariciándola incansable.

Vero no aguantaba más deseaba tenerle dentro de ella, quería que su polla le colmase con su calor. Cogiéndole por el pelo tiró de él y el obligó a ponerse a su altura. Mirándole a los ojos le cogió la polla y alzando ligeramente su pubis la guió hasta su interior.

La sensación de plenitud fue inconmensurable. Jorge se sumergió en su mirada y comenzó a moverse con suavidad mientras Vero ceñía sus piernas a sus flancos y se mordía inconscientemente los labios.

Aun debajo de él, con su miembro apuñalando con fuerza su sexo, Vero se sentía liberada. Volvía a sentirse una mujer normal, deseada y deseosa. Con un giro Jorge se colocó bajo ella y dejó que llevase el ritmo. Apoyó sus manos en el pecho de él y comenzó a moverse, lentamente, alternando el mete saca con movimientos circulares. Jorge acariciaba sus pechos y ella sabiendo lo que deseaba, se inclinó poniéndolos a la altura de su boca. Jorge besó y chupó sus pezones disfrutando de su sabor y jugando con ellos, multiplicando su placer.

Jadeante, se irguió de nuevo y Jorge, cambiando de postura, hizo lo mismo, abrazándola amorosamente mientras ella seguía moviendo sus caderas y se sumergía en su mirada. Se sentía tan amada y tan completa que no pudo evitarlo, unas lágrimas de emoción escaparon de sus preciosos ojos color miel.

—Se que no soy un gran amante, —dijo Jorge entre beso y beso— pero hasta ahora nunca había dado pena.

—¡Estúpido! —exclamó ella sonriendo y enjugándose las lágrimas—sabes perfectamente que no es por eso.

Jorge iba a decir otra idiotez, pero ella no le dejó. Se abalanzó sobre él, comiéndoselo a besos sin dejar de empalarse con su miembro. Jorge respondió abrazándola aun más fuerte y explorando todo su cuerpo hasta que ella de un empujón le obligó a tumbarse de nuevo. Sin romper el contacto con su mirada, se echó hacia atrás y comenzó a mover sus caderas con tan rápido como pudo.

Jorge no aguantó más y volvió a tumbarse sobre Vero penetrándola hasta que se corrió en su interior. Vero sintió como una marea cálida inundaba su sexo. Jorge siguió empujando con fuerza unos instantes hasta producirle un brutal orgasmo. El placer le recorrió desde de la cabeza hasta la punta de los pies, obligándola a crispar todo su cuerpo mientras Jorge la acariciaba con suavidad susurrándole al oído, haciéndole la sentir la mujer más especial del mundo.

Reventados y jadeantes se tumbaron abrazados, acariciándose el uno al otro. En un momento dado Jorge repasó la cicatriz de su vientre. Verónica sintió sus dedos y durante un momento la magia de la noche pareció a punto de derrumbarse…

—Esta cicatriz no es tu vergüenza. —intervino Jorge acariciándola de nuevo— Es su vergüenza y debería ser el símbolo de tus ganas de vivir.

Sin dejar que Vero respondiese nada se inclinó sobre la cicatriz y la besó con suavidad. Era fea y rugosa, pero para él era preciosa ya que era el signo de la lucha de Verónica por sobrevivir.

Sus besos hicieron que la piel de su amante se pusiese de gallina. Jorge, de nuevo hambriento deslizó las manos por su vientre recorriendo su monte de Venus liso y brillante. Vero soltó un apagado suspiró y elevó su pubis excitada y dispuesta a hacer el amor de nuevo…

Aquellas dos semanas habían sido maravillosas. Era como si hubiese estado dormida durante años y su príncipe azul la hubiese despertado con un beso. Jorge la colmaba de atenciones y la animaba a probar cosas nuevas constantemente. Había dejado los colores oscuros y ahora la ropa ajustada y colorida le hacía sentir observada, pero no amenazada. Seguía paseando con Clyde, pero ahora no lo llevaba a todas partes como hacía antes.

Aquel día había quedado con Jorge en el barrio viejo. Le llevó a una pequeña tienda con los cristales oscurecidos. Cuando entró, una mujer con un complicado peinado tipo años cincuenta y los brazos y el escote cubiertos de tatuajes les recibió sin levantar la mirada de su sudoku.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó con curiosidad.

—Te voy a hacer un regalo. —dijo Jorge — Hola, Umbra ¿Qué tal? ¿Esta Leo?

La mujer asintió con la cabeza y señaló una puerta con el bolígrafo con el que hacía el pasatiempo. Jorge entró y saludó al tatuador con familiaridad. Vero se preguntó de que se conocerían tanto, ya que Jorge solo tenía un tatuaje pequeño en el hombro, pero no tuvo tiempo de preguntar. Con delicadeza la invitaron a sentarse y Leo le preparó la zona anterior del brazo izquierdo.

El hombre trabajaba rápido y con una precisión impresionante. No necesitó plantilla, tan solo dibujar un par de pequeñas líneas como referencia. Apretó los dientes y aguantó las pequeñas y rápidas punzadas en el brazo, le habían vendado los ojos y no podía ver lo que Leo estaba haciendo, pero confiaba en Jorge y se dejó hacer. Cuando terminaron y finalmente le dejaron verlo tenía una frase escrita en el brazo con una preciosa caligrafía. “Mis cicatrices son tu vergüenza y mi poder”

Jorge la miró con incertidumbre esperando una reacción de Vero. Ella se levantó y colgándose de su cuello le besó con los ojos arrasados en lágrimas de agradecimiento y satisfacción.

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