Trucos nuevos para follar.
El recibimiento de las chicas está lleno de ansiedad y preocupación. No las he llamado ni siquiera, a pesar de que me han dado muchos toques al móvil. Pam y Maby me miran, con los ojos muy abiertos e implorantes, las manos apretadas.
―           ¿Qué pasa? ¿Nos ha tocado la lotería? – bromeo.
Se tiran a mi cuello. Maby llega antes y se cuelga de mí, Pam se aprieta contra mi costado, aferrándome de la cintura. Cierro la puerta con el talón. Menudo espectáculo para los vecinos…
Me piden toda clase de explicaciones, me hacen preguntas a toda velocidad, sin dejarme contestar; en una palabra, me agobian. Las callo de la mejor manera, a besos, y les cuento cuanto deben saber, ni un detalle más. Me reservo la forma en que murió Eric. Las chicas me miran, tratando de ver cuan afectado me siento, pero, la verdad, es que me siento de puta madre. Nada de remordimientos.
―           Pam, se acabó el problema, y para las otras chicas también. No pienso decirle nada a Belén, pero cuando se de cuenta de que no recibe llamadas, ni visitas de Eric, supongo que se dará cuenta de lo que sucedido – la tranquilizo aún más.
Ella asiente. Sabe que era la única opción, la más directa y lógica.
―           Espero que nunca se sepa nada – musita.
―           Contra eso no podemos hacer nada. Así que, a partir de ahora, nos olvidaremos del asunto y viviremos felices, ¿de acuerdo?
―           Si, Sergi – repiten a coro, sonriendo.
Con una carcajada, atrapo a una chica bajo cada brazo y, cargándolas como sacos, las llevo al dormitorio. Ellas ríen y patalean.
―           ¿Qué vas a hacer, tonto? – chilla mi hermana, con voz demasiado aguda.
―           Tengo que soltar toda la adrenalina acumulada. Os voy a estar follando tres horas seguidas…
Ellas gritan en falsete, adorables. No quiero aburriros con detalles reiterativos, pero apuntaré ciertos datos que os permitirán comparar mi rápido aprendizaje en las técnicas amatorias, en tan escaso tiempo. Según Rasputín, es como montar en bicicleta, una vez que aprendes, nunca se olvida. Mejoras con la práctica, simplemente. El viejo conoce cuanto haya que saber, y lo ha practicado hasta la saciedad. Inconscientemente, yo conozco todo lo que él recuerda. Es como tener una memoria táctil.
El hecho es que, para ellas, llega un momento en que sus cuerpos se vuelven tan sensibles, sus sexos tan irritados, que un solo pellizco en los pezones o sobre sus montes de Venus, desata pequeños orgasmos.
Finalmente, tras dormitar una hora, vencidos por la fatiga, decido empezar con su entrenamiento de sodomía. Saco del cajón de la cómoda los dos cinturones, con los pequeños consoladores ya insertados. Las dos me miran de reojo, algo nerviosas, pero sin ánimos de moverse lo más mínimo, tiradas de bruces. Observan como unto los dildos con crema lubricante, y, a continuación, me acerco a ellas.
Masajeo sus nalgas, alternando de una a otra chica. Estrujo los firmes glúteos de Pam, los azoto suavemente, e, incluso, los muerdo. Pam gime y agita un poco las caderas. Me inclino sobre su esfínter, abro bien las nalgas con las manos, y paso mi lengua sobre el oscuro botoncito. Intento meter la punta de la lengua. Pam se relaja, abriéndose un poco. La cabeza de Maby choca contra la mía. Quiere ver de más de cerca.
―           Sigue lamiendo tú. Ensánchala con los dedos. Usa bastante crema – le digo a la morenita. Ella asiente, sonriendo malévolamente.
Me traslado a su trasera. Si el culito de Pam es divino, apretado y perfecto, el de Maby parece esculpido. Es más pequeño y menos generoso, pero también es ideal para lucir un ceñido vestido o unos apretados pantalones. Le meto directamente la lengua, salivándolo completamente. Al minuto, ya está meneando sus caderas suavemente. Su esfínter palpita, aceptando cada vez más mi lengua.
Con el uso, esos apretados esfínteres se volverán tan tiernos como coñitos, ya verás.
Es todo un vicioso, el viejo, y a mí me encanta que lo sea.
Cuando alarga la mano para tomar el bote de crema, me doy cuenta que Maby está metiendo su segundo dedo en el ano de Pam, la cual suspira ya como una burra contra la sábana de la cama. Decido acabar con ella primero. Atrapo uno de los cinturones.
―           Si, papi… prueba esa cosa con esta putilla – jadea Maby, con los ojos muy brillantes.
El vibrador, de color celeste, apenas tiene 10 centímetros de largo y un par de ancho. Pam se queja bajito cuando entra en su recto. Apenas lo ha sentido, bien dilatada por su amiga. Paso las cinchas del cinturón por su entrepierna y las pego con las tiras de velcro. El arnés queda firme y sujeto. Ese consolador no se saldrá del culo.
La dejo que se acomode a él y continúo con Maby. Pringo mis dedos con crema y los voy metiendo en su agujerito. Sin duda, es más estrecha que mi hermana. Solo puedo meterle el índice tras haberla humedecido.
―           Relájate, Maby. No aprietes el culito – le digo.
―           ¡No me sale! Lo hago por instinto – se disculpa.
―           Déjame a mí – me empuja Pam. – Mis dedos son más finos que los tuyos, bestia.
Muy cierto. Me tumbo en la cama, mirando como se atarean esos dedos largos y blancos, llenos de lubricante. Entran y salen, cada vez más profundo, cada vez más rápido. Maby ya está jadeando de nuevo. Es el momento de meterle el vibrador. Me cuesta algo más de trabajo que con Pam, pero, finalmente, está insertado hasta el fondo, entre húmedos quejidos, y el velcro asegurado.
Se bajan de la cama con cuidado y dan algunos pasos, probando como se adaptan, en su interior, los flexibles vibradores.
―           Tenéis que llevar los cinturones toda la noche. Si necesitáis ir al baño, os los quitáis, pero después tendréis que ponéroslos otra vez. Sin duda, os tendréis que ayudar la una a la otra, pero es imprescindible que los llevéis todo ese tiempo. Los mandos de control de esos chismes, los tengo yo. No avisaré para ponerlos en marcha. Será una sorpresa – sonrió con ferocidad.
Ninguna de ellas protesta, aceptando el juego. Se ponen una bata sobre sus desnudos cuerpos, y yo me calzo mi sempiterno pantalón holgado de lino y una camiseta; la indumentaria de ir por casa.
Son las siete pasadas. Ha pasado la hora de merendar, pero tengo hambre. Decido preparar una cena merienda. Abro la nevera y empiezo a sacar ideas. Las chicas se sientan en el sofá, con las manos unidas, viendo un programa de cotilleo en la tele. De vez en cuando, remueven sus culitos o llevan una mano a sus nalgas. No sé lo que deben sentir, pero me excita pensarlo.
Preparo unos cogollos y unas tiras de rábano picante. Frío unos ajitos y unas almendras para mezclar con un caldo de carne, que, tras calentar, vierto sobre los cogollos. Las chicas giran hacia mí sus ojos al llegarles los divinos aromas.
Se levantan del sofá y se acercan. Maby me pregunta donde he aprendido a cocinar. Me encojo de hombros.
―           No tengo amigos. Madre me ha enseñado muchas cosas, sobre todo recetas caseras. Me gusta experimentar. Me he pasado muchas horas de recreo mirando por Internet, nuevas recetas.
Pongo a las chicas a cortar taquitos de salmón y palometa, para colocarlos en lonchas de jamón dulce, que después enrollan y encolan con un poco de mermelada de arándanos. Una verdadera y simple delicatessen. Mientras, pelo un gran boniato y lo corto en tiras, como patatas para freír. Las echo en la misma sartén dónde antes he hecho los ajos y las almendras y a la que he añadido un poco más de aceite. Frío el boniato con el aceite no muy caliente, para que se haga bien por dentro, y, finalmente, saco las tiras sobre un papel secante de cocina, para que escurran.
―           Nunca he probado eso – dice Maby.
―           Pues ya es hora. Venga, poned la mesa, que vamos a cenar ya.
No ponen reparos. Cenamos mientras vemos uno de esos concursos tan de moda. La mezcla de sabores enamora a Maby. Pam, quien ya ha probado esas exquisiteces, le habla sobre la repostería de Madre. Me ofrezco a recoger y fregar. Ellas protestan, pero las convenzo de seguir viendo la tele. Antes de meter mis manos en el agua, saco los controles, los gradúo a la velocidad más lenta, y los activo, mirando a las chicas.
Dan un respingo y me miran. Yo sonrío y me pongo a fregar los platos. Cuando acabo, voy a sentarme, como siempre, entre ellas. Tienen las mejillas enrojecidas y los ojos les chispean. Apoyan sus cabecitas en mis hombros. Pam susurra: “Guarro”.
Tras una hora de ver sandeces en la tele y de mirar a mis chicas de reojo, decido aumentar el ritmo de los vibradores. Saco los controles ante sus ojos y las miro ante de seleccionar una nueva velocidad. Pam suspira y cierra los ojos, como agradecida. Maby no dice ni hace nada, pero, a los pocos minutos, comienza a rebullir sobre el sofá.
Parece tener una guindilla en el culo. No se está quieta. Mueve las caderas, cambia las piernas de posición, aferra mi brazo, frota su mejilla en mi hombro.
Pam está mucho más tranquila. Solo se estremece de vez en cuando e hinca las uñas en mi brazo. Su respiración es profunda, casi ronca.
―           ¿Un poco más rápido, niñas? – pregunto.
―           Si… si, por favor – musita Maby, con una voz que apenas le sale del cuerpo.
Pam no dice nada, solo cierra los ojos y entreabre la boca. Activo la tercera y última velocidad. Los efectos no se hacen esperar. A los pocos minutos, Maby se pone de rodillas en el sofá, poniendo su trasero en alto y apoyando su cabecita en mi pecho. Hace rotar sus nalgas en diferentes direcciones. Su bata se abre, mostrando su pecho desnudo. La escucho jadear, pero no puedo verle la cara. La beso delicadamente en la nuca, mientras llevo mi mano entre sus piernas. Es una fuente, destilando jugos por sus muslos. El cinturón deja su sexo libre gracias a una abertura de sus cierres.
―           ¿Cómo estas, Maby? – le pregunto.
―           Si me… si me tocas el coño… exploto – gime.
―           Entonces, no te lo tocaré.
―           Sergi… – suplica.
―           No – soy categórico. – Debes aguantar hasta que te lo diga.
―           Si, amor – acepta y noto que me besa en el pecho, encima de la camiseta.
Giro la vista hacia mi hermana. Continúa cerrando los ojos a momentos y ahora me aprieta el brazo con más fuerza. Su cuerpo sufre pequeños estertores.
―           ¿Y tú, hermanita?
―           Me he… corrido ya… tres veces – murmura, sin abrir los ojos.
¡Qué cabrona! ¡Sin tocarse!
Pamela debe de tener un trasero muy sensible. No es nada frecuente que una novata como ella, goce tanto de su culito.
“¡Ya ves! Los Tamión somos así.”
―           ¿Te vas a correr de nuevo? – le pregunto.
―           Pronto…
―           Ponte como Maby. Voy a hacer que os corráis a la vez.
Pam se arrodilla y alza el trasero. Llevo mis manos bajo sus batas, acariciando la parte interna de sus muslos.
―           ¿Preparadas?
Asienten, contoneando sus caderas. Les meto un dedo en el coñito. Maby suelta un pequeño gemido. Las rodillas de Pam tiemblan.
―           Podéis correros, guarras – les susurro, al mismo tiempo que les meto otro dedo a cada una.
Maby apoya sus manos en mi hombro para alzar la cabeza. Su trasero está enloquecido, agitándose espasmódicamente. Mantiene sus labios cerca de mi oreja y escucho el murmullo que sube de su garganta, mientras su coño vierte un largo chorro de lefa, cálida y aromática, sobre mi mano.
―           Gracias… me corrooo… gracias… Sergiiii… gracias, amor…
Pam es mucho más comedida en su orgasmo – el cuarto, hay que decir –, pero deja caer su mejilla sobre mi regazo, levantando el culo lo más posible, buscando tragarse mis dedos con su coño. No pronuncia palabra alguna, pero mordisquea mi polla sobre la tela del pantalón. Sus pies se tensan y algunos gases se escapan de su ajetreado culito, sin apenas más ruido que una rueda pinchada. Desconecto los controles.
De repente, Pam se levanta, con urgencia, el rostro enrojecido.
―           Tengo que cagar – murmura, y escapa, a toda prisa, hacia el baño.
Maby se ríe y mordisquea mi oreja.
―           Eres un cabronazo. Estas guarrerías no las había hecho nunca.
―           ¿Y?
―           ¡Me encantan, coño! Uuff… ¡Pam! Déjame entrar, que yo también me voy patas abajo – y se levanta, llevando una mano a sus nalgas.
Escucho sus risitas ahogadas que llegan desde el cuarto de baño, y me concentro en la tele. Esta noche, sobre las cuatro de la mañana, despierto y activo los consoladores de nuevo. Me doy la vuelta y sigo durmiendo.
Ha amanecido. Mis ojos se abren, casi por reflejo. Me siento genial, pleno de energías. Me digo que hoy es el día en que mi vida va a cambiar. Al menos, esa es la sensación que tengo. No sé que puede ocurrir, pero algo pasará. Sea lo que sea, puede esperar a que vuelva de correr.
Miro a mis chicas. Pam está de bruces y ha babeado toda la almohada. Aún mueve levemente sus nalgas, como meciéndose. No sé cuantas veces ha podido correrse mientras dormía. Maby tiene sus dos manos atrapadas entre las piernas, durmiendo de costado. Hay un gran charco debajo de ella y huele a orina. Las dos lucen una sonrisa feliz. Apago los controles. Suficiente por hoy. Esta noche seguiremos con el entrenamiento.
Mi polla llama mi atención sobre ella. Anoche dejé que las chicas disfrutaran con el entrenamiento, pero yo no me di ningún honor, parece reclamarme.
Yo de ti, le haría caso. Es muy importante tener un miembro feliz.
La risa del viejo es algo siniestra para ser tan temprano.
Empiezo a acostumbrarme a correr. Puedo adoptar un paso medio, aún algo pesado, pero que me permite recorrer una buena distancia, manteniendo una respiración controlada. De esta tarde no pasa comprarme algo de ropa deportiva. ¡Coño, parezco un ilegal corriendo de la Guardia Civil!
Me encuentro con una sorpresa en el cercano parque. Hay una clase de aerobic al aire libre. Todas mujeres, amas de casa, entre treinta y cincuenta años. Me detengo a mirarlas, sin dejar de moverme. La monitora, una chica menuda, de unos veintitantos años, me hace señas para que me una a ellas. Las señoras abren un hueco para mí. No es cuestión de decepcionarlas.
El aerobic es divertido. La monitora es buena. Tiene la música muy trillada y sabe como hacer que todos los ejercicios coincidan con los diferentes ritmos, para que sea más ameno. Su pequeño cuerpo es flexible y, por lo poco que puedo ver, musculoso. Seguramente, hace algo más que aerobic para mantener esa forma.
Me doy cuenta que muchas de las señoras que están cerca de mí, me sonríen, cuchichean entre ellas, cuando pueden, y, sobre todo, me devoran con los ojos. Devuelvo las sonrisas y sigo a lo mío, que cuesta mantener el ritmo.
Tras casi una hora, la monitora comienza a aplaudirnos y le devolvemos el gesto. La clase ha terminado. Estoy empapado en sudor. Me acerco a ella, que está guardando el pequeño equipo de música.
―           Te felicito. Nunca había hecho aerobic y me ha encantado – le digo. – Soy Sergio.
Ella me sonríe. De cerca, es más rubia que castaña, con una graciosa y corta trenza atrás.
―           Pepi, mucho gusto. Pues, apúntate al gimnasio Stetonic. Está muy cerca de aquí. Celebramos varias clases al aire libre como publicidad y gancho.
―           Buena idea. Me pasaré en cuanto tenga tiempo.
―           Toma una tarjeta – me ofrece, sacándola de una monada de mini cartera deportiva. – Pásate cuando quieras y pregunta por mí. Te enseñaré las instalaciones y te explicaré las opciones, modalidades y tarifas.
―           Así lo haré – digo, despidiéndome.
Las amas de casa gimnastas se han repartido como el agua de mayo, cada una para su hogar o sus obligaciones. Delante de mí, una de ellas parece llevar el mismo camino que yo. Por lo que puedo ver, desde atrás, parece en forma y no puedo deducir su edad. Tiene un culo prieto y mediano, que su pantalón anaranjado pone en evidencia. Medirá un metro sesenta y cinco, y tiene una buena figura. Me pongo a su nivel, ella sobre la acera, yo en la calzada. Sigo siendo más alto.
―           Una buena clase, ¿verdad? – le digo, como saludo.
―           ¿Disculpe? Oh, si, por supuesto – contesta, al reconocerme como el chico invitado. – Pepi es muy buena y divertida.
―           Así que todas ustedes pertenecen al gimnasio Tetoni…
Se lleva una mano a la boca para contener la carcajada.
―           Stetonic, por Dios, jajajjaa…
―           Coño, que torpe – me regaño yo mismo, con una sonrisa.
Tiene el pelo castaño claro, con mechas más rubias, pero no sé si lo tiene largo o es una melenita, porque lleva la cabeza cubierta con una especie de pañuelo turbante, con un gran nudo en el lado derecho, que deja caer las largas puntas sobre su hombro. No tengo ni idea de que función puede tener una cosa así para hacer deporte, pero parece ser que es así. Sus ojos me examinan de arriba abajo. Su sonrisa se amplia. Esos ojos son casi del mismo color que su pelo, marrones y claritos. Yo no le calculo más de treinta y cinco años, y, aunque no es una belleza, tiene algo que atrae en ella, en su rostro. Tardo algunos minutos en ver qué es.
―           ¿Y os reunís muchas veces así, en el parque?
―           ¡No, que va! Una vez cada dos meses o así. Animamos a los vecinos a que pasen por el gimnasio y nosotras nos exhibimos un poco. Para airearnos – agita la mano, de bellas uñas pintadas de bermellón, como un abanico ante su cara.
Tiene un buen sentido del humor.
―           Pues ha sido una sorpresa muy agradable para mí. Estaba un poco aburrido de salir solo a correr, cada mañana. Por cierto, soy Sergio.
―           Encantada, Sergio. Yo me llamo Almudena, pero todo el mundo me llama Dena – responde, y me ofrece una de sus bellas manos.
Retén su mano y mírala a los ojos. Clava tu mirada, como si fuera una flecha, con intensidad.
A ver, que alguien me explique como cojones se hace eso. “Como una flecha.” ¡No te jode! De todas formas, lo intento. Mi cuerpo debe de tener más conocimientos que yo, o quizás ciertos recuerdos del viejo. El hecho es que cuando aprieto aquella mano, nuestros ojos coinciden y ella parece quedarse prendida de mis celestes y pálidas pupilas.
―           Vaya, Sergio, tienes unos ojos imponentes.
―           ¿Si?
―           Si, algo tristes, diría yo, pero muy bonitos – no me suelta la mano. – No te había visto antes por el barrio.
Nos hemos quedado parados, desconectados del ruido de la calle, con las manos apretadas aún.
Tienes que aprovechar este momento de indefensión. El clavar la mirada te permite bajar las defensas adquiridas de una persona. Durante algunos segundos, volverá a ser la persona ingenua e inocente que era cuando niño, cuando confiaba en todos los adultos, y aceptará casi cualquier cosa que le propongas. Pero debes actuar rápidamente.
No estoy preparado para eso. El viejo me ha tomado por sorpresa. Así que me dejo llevar por las palabras de Almudena.
―           Es que he venido a visitar a mi hermana. Soy de Salamanca.
―           Ah, bonita ciudad. Mi marido estudió allí.
Cruzamos por un paso de peatones. Seguimos caminando por una de las amplias aceras. Ahora, con más perspectiva – le saco más de treinta centímetros –, puedo observar que solo lleva un suave brillo en los labios y ningún otro maquillaje. Sus dientes, cuando sonríe, están algo inclinados hacia el interior de la boca. Esta mujer nunca ha tenido corrector, pero se ven fuertes, sanos y blancos. Todo natural, me digo.
―           Así que está usted casada – no sé por donde seguir; no tengo mucha experiencia en esto.
“Ayúdame, viejo.”
―           Ya no. Me separé a principios de año – me cometa ella, sin ninguna pena en su tono.
―           Lo siento.
―           Yo no – sonríe. – Estaba harta de cuernos.
―           ¡No me diga! Me resulta increíble que a una criatura como vos puedan someterla a semejante escarnio, ¿acaso su esposo no tenía ojos?
Almudena alza la cabeza con viveza, enarcando una delgada ceja. Me he limitado a repetir lo que me sopla Rasputín.
―           ¿Es que eres poeta?
―           Es una cualidad espontánea que me embarga solo ante los ojos de las criaturas más bellas de la creación.
―           ¡Oh, que bonito! Pero, por favor, tutéame. No soy tan vieja. A propósito, ¿cuántos años tienes tú?
―           Diecisiete – musito, apartando la mirada. Otro consejo del viejo.
―           ¿Por qué te avergüenzas? Es una edad magnífica – dice, acercándose a mí y buscando mis ojos.
―           ¿Si? – comprendo lo que está intentando hacer Rasputín.
―           Si, no eres un niño. No lo pareces, bien lo sabe Dios. ¿Cuánto mides?
―           Uno noventa y ocho.
―           ¡Dios santo! Debo parecer una enanita a tu lado.
―           Nada de eso, Dena. Tienes un cuerpo realmente proporcionado.
―           Gracias, lo mío me cuesta – se ríe, colocando una mano sobre mi brazo. – Me acostumbré a ejercitarme después de tener a mi hija…
―           ¿Hija? ¿Tienes una hija? ¡No puede ser! – exclamo, deteniéndome bruscamente.
―           ¿Por qué? ¿Qué pasa?
―           ¡Si no puedes tener más de veinticinco años!
―           Aah, que adulador – se cuelga de mi brazo, con total confianza, mientras seguimos caminando. – No, jovencito, voy a cumplir treinta y tres años. Mi hija, Carola, tiene ya catorce.
―           Entonces… — hago la pantomima de contar con los dedos.
―           Exactamente. Quedé embarazada con dieciocho años. Por eso te decía que era una buena edad la tuya. La suficiente para tomar decisiones importantes. Yo me casé y tuve una hija. Solo me arrepiento de lo primero – me guiña el ojo.
Me río con fuerza. Llegamos ante el edificio donde se ubica el piso de las chicas.
―           De verdad, Dena, ha sido un placer conocerte, pero, desgraciadamente, me quedo aquí, en el ático – señalo.
―           ¿Qué dices? ¡Vaya coincidencia! – coloca sus brazos en jarra, las manos sobre sus potentes caderas. – Yo vivo en el tercero B.
―           ¡Coño! – si que es toda una coincidencia.
―           ¿Tu hermana es una de las modelos?
―           Si, Pamela, la pelirroja.
―           ¡Joder! Os parecéis poco…
―           Ya, siempre decimos que ella fue cambiada en el nido – bromeo. – Es la única de la familia que ha salido a un tío abuelo con sangre irlandesa.
―           No es que las conozca mucho, apenas coincidimos, pero toda la comunidad se saluda, ya sabes. Oye, ya que estamos…
―           ¿Si?
―           Carmelo, el conserje ha dicho algo sobre una pelea…
―           Vaya. Los chismes viajan rápidos.
―           Mucho, mucho – agita ella la mano con gracia. – Sube a ducharte y te invito a desayunar en mi casa. Así me amplias ese rumor, ¿te parece?
―           Como negar nada a un ser tan efímero y destellante como vos…
―           Ay, que cosas dices… — y entramos en el ascensor.
¿Qué puedo contar de esta experiencia? Solo una palabra: increíble.
Sé que, de alguna manera, estoy influyendo en el comportamiento de Dena, colándome entre sus vericuetos emocionales, desmontando sus inseguridades, sus prejuicios morales, pero no tengo ni idea de cómo lo hago. Es tan fácil, tan imperceptible, tan sutil, que ningún testigo podría advertirlo. Para la mujer, cuanto dice, cuanto escucha, cuanto piensa u ofrece, tiene una lógica aplastante, el justo final de un razonamiento correcto y equilibrado. No siente dudas sobre comportamiento, ni temor del mío.
Todo es sugestión, imposición de voluntades. Aprendí que disponía de ese don siendo un niño, y lo fui desarrollando más con cada etapa de mi vida, hasta convertirlo en un afilado y práctico instrumento de control. Ahora, tú dispones de ese don. Tu cuerpo ha aprendido a usarlo, aunque aún debes ser consciente de qué es lo que puedes realizar: imponer profundas sugerencias en todo tipo de personas, para hechizarlas completamente, para hacerlas vivir goces sin precedentes, para incrementar delirios o sensaciones… Todo depende de la inflexión de tu voz, de la autoridad que emana de todo tu ser, y, por supuesto, de tu mirada. No te preocupes, ya aprenderás.
Por el momento, no es algo que deba, ni quiera contar a las chicas. Debo experimentar mucho más y ver donde me conduce. Siguen durmiendo, pero ahora abrazadas. Se han sacado los vibradores, que están tirados en el suelo.
Bufff. Habrá que lavarlos. Apestan.
Me ducho y me visto, algo muy informal. Un vaquero y un polo de manga larga. Vaya. Me cae mejor que hace un par de semanas. He perdido barriga. Perfecto.
Bajo y llamo al timbre del tercero B. Dena me abre la puerta, vistiendo un largo albornoz rosa. Ahora lleva el pelo suelto y, entonces, caigo para que sirve ese turbante que llevaba. Así, el sudor de su cuello no impregnara su limpio cabello, no teniendo que lavarlo cada día. Las cosas que aprende uno en la ciudad. Dena tiene un pelo bonito, cortado en un redondo casquete y algo rizado en las puntas.
―           Pasa, pasa. Has sido rápido. No me ha dado tiempo de vestirme – me dice, apartándose de la puerta.
―           Hazlo. Yo haré el desayuno.
―           Oh, no, ni pensarlo…
―           Sin problemas. Cocino desde los ocho años. ¿Qué prefieres? ¿Tostadas, huevos, tortitas?
―           Ay, que cielo de chico. Tostadas con aceite y algo de fruta. El café ya está hecho.
―           ¡Marchando!
El piso es una cucada. Casi minimalista. Pocos muebles, pero todos de diseño y funcionales. Cuadros postmodernos en las paredes y algunos pósteres con mensaje. La cocina, de primera. Casi no sé usar tantos aparatos.
―           Parece que te va bien, ¿eh? – exclamo mientras tuesto el pan.
―           No me quejo – contesta desde el dormitorio.
―           ¿A qué te dedicas?
―           Trabajo desde casa. Diseño webs, algo de diseño publicitario, testeo productos… en fin, un poco de todo. No es que me haga rica, pero entre eso, y lo que me pasa mi ex, tengo de sobra para vivir.
―           Ya lo veo.
―           Jajjajaaja… No, todo lo que hay en la casa se lo saqué al pijo de mi marido. A veces, me dan ganas de venderlo todo – dice, saliendo del dormitorio.
Lleva puesto un jersey celeste de hilo, pegado al cuerpo y sin nada debajo, salvo el sujetador, y una falda vaquera, lavada a la piedra y descolorida, que le llega dos dedos por encima de la rodilla. Sobre sus pies, unas simpáticas pantuflas, de conejitos rosas. Al acercarse, huelo una esencia a coco. Descubre que he cortado varias frutas en dos pequeños tazones de cristal. He encontrado un bote de nata en el frigorífico y un pequeño bote de miel en un armarito. Cuatro tostadas de pan blanco aguardan sobre un plato, junto a una aceitera y un salero.
―           ¡Que lujo! – exclama con una risita.
―           ¿Cómo tomas el café?
―           Solo, por favor – se sienta a la mesa.
Comemos en silencio. Me observa con disimulo mientras mordisquea su segunda tostada.
―           ¿Fuiste tú el de la pelea? – pregunta de repente.
―           Si. Me vi obligado a intervenir.
―           Carmelo comentó algo sobre una chica maltratada por su novio.
―           Así es. No vine solo a visitar a mi hermana, más bien a protegerla. Apareció en Salamanca, llorando y con marcas en el cuerpo. Al parecer su novio tiene la mano muy larga, y menos educación que un huno hambriento.
―           Pppffff… perdón – le ha entrado risa por mi comentario.
―           No me había dado tiempo a instalarme cuando el sujeto, molesto porque mi hermana se fue al pueblo sin su permiso, entró en el piso, pegando ostias. No soy violento, tengo cuerpo pero no tengo experiencia, pero fue superior a mi paciencia. Le pateé un rato hasta que llegó Carmelo y me lo quitó de las manos.
―           Hiciste lo que cualquier hermano haría. Esos tipos tenían que ir directamente a la cárcel.
“Ha ido directamente a un pozo.”
―           Veremos ahora lo que pasa. Puede que me denuncie por agredirle.
―           Mal bicho – escupe ella. – Dime, Sergio, ¿estudias?
―           Ahora, no. Acabé la ESO y ayudo a mi padre. Tenemos una granja ecológica.
―           Waoh, ¡Qué bien! ¿Y no te has planteado estudiar? No sé, ¿algún oficio?
―           Aún no sé lo que quiero. Me gustaría quedarme en Madrid una temporada y ver opciones.
―           ¿No dejarás una novia atrás?
―           No. Le doy miedo a las mujeres.
―           ¿Miedo? ¡Que tontería! ¿Por qué?
―           No lo sé. Me ven así, grande, bruto, callado…
La verdad es que me encanta jugar con ella. Me desplazo de un extremo a otro, alternando posibles facetas de personalidad, y ella parece aceptarlas todas, sin rechistar. Hago de chico seguro y la noto babear; me convierto en el tímido y alienado, y desea protegerme. Seguro que si me portara como un hijo de puta…
Su mano se posa sobre la mía. Me mira largo tiempo a los ojos. Aparto la mirada, aparentando turbación. Ella sonríe, sin saber que mi polla está despertando, ansiosa. Me levanto de la mesa, recogiendo platos.
―           Quita, quita. Deja eso, tontín – me empuja con la cadera, quitándome las cosas de las manos.
Me doy una vuelta por el comedor y miro las fotos de los portarretratos. Una jovencita muy mona aparece en la mayoría.
―           ¿Tu hija? – pregunto.
―           Si. Patricia.
La foto que parece más reciente, muestra una niña de pelo pajizo, con una gran trenza, y ojos color de mar. Tiene una sonrisa muy franca y alegre, en la que brilla el metal del corrector. Parece una chiquilla alta para su edad.
―           Es muy guapa. Pronto tendrás yerno en casa – bromeo.
―           Bufff. No me hables de eso. No quiero ni pensarlo – contesta, mientras guarda la nata en el frigorífico.
―           Pues deberías, porque el chico se hará un lío.
―           ¿Por? – no sabe a qué me refiero.
―           Porque no sabrá a quien declararse, si a su novia o a su suegra.
―           Tontooo – se ruboriza y agita una mano.
―           Que si, mujer. Eres una de esas madres con las que todos los chicos soñamos. ¡Poder tener una aventura con la madre de tu chica!
―           ¡Que guarros sois los chicos! ¡Que cosas pensáis!
―           Dices que Patricia tiene catorce años, ¿verdad? – bajo el tono mientras me acerco a ella.
―           Si.
―           Calculo que en tres años más, tendrá serios pretendientes si desarrolla tu belleza. Tú tendrías entonces…
―           Treinta y seis…
―           Al igual que yo, sabes que los adolescentes nos sentimos atraídos por las mujeres cuarentonas, y tú ni siquiera habrás llegado a esa edad – estoy tan cerca de ella, que capto su aliento. Ella tiene clavados sus ojos en mí, la cabeza hacia atrás. La arteria de su cuello palpita con fuerza.
Eso es. La has atrapado, como la araña a la mosca.
―           Dime, Dena, ¿te tirarías el novio de tu hijo si te gustara?
Jadea, apoyando las manos sobre mi amplio pecho.
―           Si fuera como yo – repito suavemente.
―           Ssi – contesta muy bajito.
―           ¿Y si llegaran a casarse? ¿Te convertirías en su amante?
―           Si.
―           Entonces, tendré que tirarle los tejos a tu hija, Dena – digo mientras me inclino sobre ella y rozo sus labios con los míos.
―           Cerdo… — susurra, antes de besarme.
Le doy un buen morreo, metiéndole la lengua hasta la faringe, pero mis manos no se mueven de sus mejillas. Las suyas, en cambio, arañan mi pecho sobre la camiseta, recorren mi vientre, pero se detienen antes de llegar al pantalón. Cuando me aparto de ella, sigue con los ojos cerrados y jadea.
―           No debemos precipitarnos – digo, como si hubiera recobrado la razón. – Es mejor que vuelva al piso de mi hermana.
―           Si… si – se apoya en el fregadero, pasando una mano por su cabello.
Abro la puerta. Ella me llama. Me detengo y la miro.
―           Ven a desayunar mañana – musita, con fuego en los ojos.
Preparo el desayuno de las chicas. No las despierto, pero lo hacen ellas solas cuando huelen a tortitas y café. Me abrazan, mimosas, mientras le doy la vuelta a la última de las tortitas.
―           No puedes hacernos estos desayunos a diario, Sergi. Nos engordaras como vacas – se queja Pam.
―           Os querré igual.
―           Pero tenemos que currar – ríe Maby, devorando una tortita.
―           ¿No comes, Sergi? – se preocupa Pam.
―           Ya lo he hecho. Me levanté al amanecer. Tomaré un café. ¿Cómo os encontráis esta mañana, chicas?
―           Un poco cansada. Siento escozor en el culo – responde la morenita.
―           Si, y como un poco embotado – puntualiza Pam.
―           Pero fue una pasada. ¿Tenemos que llevarlo hoy también? – Maby engulle con ganas, esta mañana.
―           Esta noche y mañana noche, también.
Las dos asienten, dispuestas a llegar al final. Sorbo mi café y miró por la ventana, inmerso en mis cosas.
―           ¿Qué te pasa, Sergi? ¿Es por lo de Eric?
Niego con la cabeza y apuro el café. Las miro alternativamente. Están igualmente bellas, recién levantadas y sin maquillaje.
―           No quiero regresar a la granja. Quiero quedarme aquí, con vosotras – suelto de sopetón.
Las chicas me miran y se miran ellas. Pam se muerde el labio inferior. Sé lo que me va a decir.
―           Y a nosotras nos encantaría, de verdad, pero sabes que es imposible, al menos por ahora. Eres indispensable para papá.
―           No quiero ser toda mi vida un granjero – doy un palmetazo sobre la mesa que suena como un disparo.
Maby se sobresalta y, enseguida, se echa en mis brazos y se sube en mis rodillas, besándome, calmándome.
―           Necesito encontrar un trabajo aquí, en Madrid – insisto.
―           Cariño – me coge Maby por la barbilla. – Conozco gente; gente con negocios, con necesidad de gente que sepa hacer cosas como tú. Puedo hablar con algunos, a ver qué pasa.
―           Gracias, Maby, te lo agradezco. Cualquier cosa me vendrá bien. No tengo estudios superiores, pero no soy tonto. Puedo realizar cualquier tarea que un obrero haga…
“Y otras que no haría nadie.”
―           Lo sabemos, Sergi – me abraza Pam por detrás. – Eres un mago con las herramientas, pero debes tener paciencia. Hay que hacer las cosas bien.
―           Lo sé, lo sé – me miman con sus labios y dejo de pensar en el asunto.
―           ¿Sabes lo que vamos a hacer esta tarde? – Maby me coge de las sienes, de repente, mirándome a los ojos.
―           No.
―           ¿Recuerdas que dijimos que había que quitarle esos cuatro pelos del cuerpo? – esta vez mira a mi hermana.
―           ¿Estás hablando de ir al Kappilar?
―           ¡Si! ¡Los tres! Un retoque completo para la Navidad, ¿hace?
Pam asiente, sonriente. Yo no tengo ni idea de donde me estoy metiendo, pero les digo que también tengo que comprar alguna ropa deportiva.
―           ¡Belleza y compras! ¡Genial! – exclaman a dúo.
No sé si algunos de ustedes han estado en uno de sus complejos de belleza tan modernos, en los que una mujer entra por la puerta, netamente desmejorada, y sale brutalmente cambiada. Desde el cabello hasta las uñas de los pies, literalmente.
El Kappilar parece enorme, con todos esos espejos, columnas y salones anexos. Todo el personal lleva unos cortos batines negros, con el nombre del local bordado en la espalda, sobre unas mallas moradas que cubren sus piernas, lo que les da, junto con los suecos blancos, aspecto de extraños duendes.
Mis chicas parecen ser conocidas allí. Pam me cuenta que la mayoría de las agencias de Madrid son clientes del Kappilar y hacen buenos descuentos a todas las modelos. Hay que tener en cuenta que una modelo debe cuidar mucho de su imagen. Cejas, cutis, depilación, uñas, cuidado del cabello…
Maby pregunta por Michu y la chica que atienda la recepción toma un teléfono interior. Dos minutos después, un chico delgado y bajito aparece, contoneándose. Lleva el corto batín oscuro abierto. Debajo, lleva una camiseta rosa, con la leyenda “Michu Star”.
“¡Dios, como pierde aceite!”
Se detiene ante nosotros, sonríe a las chicas y las besa sonoramente en las mejillas. Después, clava sus ojos verdosos en mí, recorriendo todo mi cuerpo muy despacio, manteniendo sus brazos cruzados contra el pecho y una mano en la barbilla. Me pregunto si se darán clases de poses para gays.
―           Michu, querido, pongo a mi hermano en tus manos – le comenta Pam, tomándole de una mano.
―           ¿Tu hermano? ¿Dónde le tenías escondido? – bromea, con una voz casi de chica, aterciopelada.
―           En la granja. Tenemos que limar sus maneras de pueblerino, ¿comprendes?
―           Creo que sí, guapísima. Me encantan estos retos – comenta, rondándome y observándome.
Yo no abro la boca y Rasputín se ríe, muy bajito.
―           ¿Completo? – pregunta Michu.
―           Completo – responde Pam.
―           Estaremos en la sauna, seguramente – indica Maby.
―           Ya os llamaré antes de tocar su pelo. Será lo último – puntualiza Michu.
―           Chao, guapos – se despiden las chicas, entrando por una puerta con el rótulo de Vestuarios.
―           Acompáñame, hombretón – me hace una seña con el dedo el joven gay, antes de ondular sus caderas, pasillo adelante.
El chico apenas tiene cuatro o cinco años más que yo, pero es todo un experto en estética. Mientras dos chicas me hacen la manicura en manos y pies, él se ocupa de empezar por mis cejas, los pelillos de la nariz, máscara facial para limpiar los poros y no se qué para las bolsas de los párpados, como si yo necesitara eso.
Después, con unas largas pinzas, me repasa torso y espalda, quitando pelo tras pelo, hasta asegurarse que estoy completamente limpio de vello. En esas entremedias, las chicas acaban con mis uñas, y nos dejan solos.
Entonces, el tal Michu se emplea a fondo. Reparte crema depilatoria por mis axilas, mi pubis y las piernas, sin olvidar el ano. Dice que mi vello no es muy fuerte, quizás debido a la gruesa capa de grasa pegada a mi epidermis, y con la crema bastará. No os cuento el sobeo que le da a mis nalgas y polla. Tampoco quiero contaros, el soponcio que le embarga cuando me desnudo y me ve el aparato. Parece un devoto santero ante su altar preferido. Gracias a que es todo un profesional y se recupera rápidamente de la impresión, pero no deja de mirar de reojo.
 Tras un tiempo de espera, retira la crema, que se ha degradado un tanto, como jabón, y la mayoría de vello queda en los paños. Después, repasa las áreas con las pinzas, dejándolo todo como la patena.
Me pongo en pie, completamente desnudo, y me lleva ante un gran espejo que hay en una de las paredes. Me contemplo entero. Las chicas tienen razón. Es mucho mejor así. También echo un vistazo a las estrías que Michu me ha señalado al examinar mi piel. Estoy perdiendo peso rápidamente. Tengo que controlarme.
Me conduce nuevamente fuera y me sienta en uno de lo sillones de la grandiosa peluquería. Pam y Maby están esperando, con la piel luminosa y algo enrojecida del vapor de la sauna, o puede que de algo más.
―           Según la estructura del rostro de Sergio, y de su voluminoso cuello, yo me decantaría por un corte de pelo a navaja, por capas, y hacia atrás. Así su frente se despejaría, cuadraría la simetría de su cráneo y volcaríamos sobre la nuca algo más de volumen – explica Michu a las chicas mientras se acercan.
―           ¿Cómo una pequeña crin? – pregunta Pam.
―           Si, exacto.
―           Me gusta – confiesa Maby.
Y manos a la obra de nuevo. Michu parece saber de todas las artes cosméticas. Cuando acaba, debo reconocer que Michu tiene buenas manos y buen ojo. Me gusta. Maby y Pam se acercan y también quedan encantadas. Me contemplo en el espejo a placer. Cada vez va quedando menos del niño introvertido y gordo del desván.
Estoy haciendo la cena. Hoy toca espárragos con huevos y atún, con toque de mayonesa. Las chicas aún están mirando lo que han comprado en el Decatlón, después de salir de Kappilar.
Pam saca cuanto hay en mi bolsa. Un chándal nuevo, rojo, azul y blanco. Un poco más y voy a parecer el Capitán América. También he comprado unas Reebok para correr. Un par de pantalones cortos para correr cuando haga bueno, calcetas, tres camisetas de tejido en red, para transpirar, y un contador de pasos.
Pam ha comprado regalos útiles para la familia. Guantes, gorros, un anorak para Gaby, ropa cómoda y térmica para toda la familia. Siempre ha sido una chica práctica. Maby, por el contrario, mientras comprábamos en la gran tienda deportiva, se despistó y se gastó la mitad del sueldo en Victoria’s Secret. Bueno, es algo que yo disfrutaré.
Cuando Maby está a punto de sacar la lencería que ha comprado, las llamo para cenar. No es el momento para eso. Pienso en que hay que continuar el entrenamiento anal esta noche.
Aún estoy fregando los platos cuando las chicas tosen a mi espalda, para llamar mi atención. Están desnudas y con los cinturones anales en la mano. Sonríen con picardía, las cachos perras.
―           ¡A la cama! – exclamo, salpicándolas con agua. Ellas corren al dormitorio, lanzando grititos.
“Vamos, Sergio. Toca trabajar”, me digo.
Que no falte nunca ese trabajo.
Las chicas están a cuatro patas en la cama, esperando. Ya han lubricado tanto los vibradores como sus culitos. Mojo en la crema lubricante mis dos dedos corazón y las penetró a la vez. Las perras agitan las nalgas, queriendo más dedos. Parece funcionar el ensanchamiento. Añado los dedos índices. Necesito un poco de tiempo y vaivén, pero acaban suspirando, los dedos metidos hasta el fondo.
Es el momento de los cinturones. Maby no tiene que hacer demasiado esfuerzo para que entre entero. Conecto la primera velocidad y les indicó que es hora de jugar a despertar mi colita. Me tumbo en la cama y ellas me desnudan. Después, se tumban ellas, una a cada lado, de bruces, las nalgas temblorosas. Comparten y se disputan mi polla, la cual no tarda en mantenerse erguida para ellas.
Pam trepa sobre mi cuerpo, deseosa de meterse una buena tranca, y Maby la ayuda con el trance. La sujeta y le acaricia los senos a la par que Pam va dejándose caer, de cuclillas sobre mí. Observo el rostro de mi hermana. Se muerde los labios y las venas de su cuello se le marcan. Me mira a los ojos, demostrándome su pasión y su amor. Noto la vibración del consolador en su ano. La pared vaginal transmite el suave temblor a mi pene. Maby se da cuenta que su amiga me está follando, prendida de mis ojos y no quiere cortar ese nexo, así que se aparta de mi cara, donde ha hecho un amago de sentarse, y se dirige a mis pies. Comprueba la manicura que me han hecho, y se mete un dedo gordo en el coño. Comienza a agitarse dulcemente, rozando el dedo por todo su coño, succionándolo con sus músculos vaginales, los ojos clavados en el trasero de Pam.
Cada día descubrimos cosas nuevas en el sexo, en el amor, en la convivencia. Mis chicas se prestan a todo, sin quejas, sin protestas. Pam deja de enfocar la vista durante unos segundos, rindiéndose al orgasmo que estaba buscando. Me detengo y la tumbo sobre la cama, subiéndome a ella, sin sacarla.
Ahora, entra más adentro, y gime largamente. De nuevo, me mira, con esos ojos verdes y avellana, que parecen querer decirme que se entrega completamente. La follo duramente y, en apenas un minuto, está gritando como una loca, sus piernas enlazando mis caderas, los talones apretando mis nalgas.
―           ¡Aaahh… Ser… gi… me llega… al estoma… goooo…!
―           ¡Te voy a sacar la leche por la boca! – mascullo.
―           Si… si… ¡Perfórame, mi vida!
Deja de pronunciar coherencias con su segundo y más poderoso orgasmo, que la deja completamente lacia. Sigo machacándola, moviéndola como si fuese una muñeca sin voluntad, hasta que me corro dentro.
Me derrumbo sobre ella, aplastando sus bellos pechos, y la beso una y mil veces, sobre los labios, en la barbilla, la nariz, el cuello y los párpados.
―           Oh, Sergio… ¿qué vamos a hacer? – gime, con los ojos cerrados.
―           ¿A qué te refieres? – pregunto, rodando a su lado.
―           A esto, a lo que siento por ti. Cada día te quiero más y más. ¿Dónde nos conducirá? – gira la cabeza para seguir mirándome.
―           No lo sé. Me preocuparé de eso en su momento. Es una tontería comerse el coco ahora.
Me doy cuenta de que estamos solos sobre la gran cama.
―           ¿Y Maby? – pregunto.
―           No sé. estaba aquí hace un instante.
Escucho ruidos y una maldición apagada. Me asomo. Maby trae, con mucho esfuerzo, el gran espejo del vestidor.
―           ¿Qué haces?
―           Yo también quiero verte, como ha hecho Pam. Quiero vernos follando.
―           Trae, loca – le quito el espejo y lo introduzco en la habitación.
―           Aquí, ponlo contra esta pared – me indica. – Así, perfecto. ahora, siéntate en el filo de la cama. Eso es.
Se sube a horcajadas sobre mí y me echa los brazos al cuello. Me mordisquea una oreja.
―           Me encanta como te queda el peinado – me susurra. – Pareces un chulo total… mi chulo…
Su entrepierna no para de rozarse contra mi rabo morcillón, humedeciéndole a cada pasada. Empieza a levantar cabeza, buscando el coño transgresor y provocador.
―           ¿Qué me dices del depilado? – muerdo la piel de su cuello, levemente, para no dejarle marcas.
―           Me excita. Eres suave como un bebé… y tu polla parece aún más grande…
Pam se coloca a mi espalda, apoyándose en mis hombros. Pasa su cabeza por encima de uno de ellos, ofreciendo sus labios a su amiga. Las miro besándose a centímetros de mis ojos, escucho como sus alientos se mezclan, como sus salivas salpican. Creo que es lo más erótico del mundo, labios femeninos besándose. Mi polla está preparada de nuevo. Maby la nota golpearle las nalgas.
Se gira, dando la cara al espejo, y se empala con toda intención. Se abre el coñito ella misma, tensando con sus dedos los labios mayores. Apoya sus pies en el suelo, para controlar su descenso. Reflejadas en el espejo, nuestras cabezas quedan a la misma altura, pero ella aún no contempla el reflejo. Está demasiado ocupada en tragar centímetros de polla. Lo quiere bien adentro, según ella, para poder observar cuanto entra y sale en su coñito de Barbie.
Pam se arrodilla ante ella, entre sus piernas. Me soba los cojones con una mano y apoya la otra en una rodilla. Se inclina y lame el clítoris de Pam, ayudándola a lubricar más, a atenuar el dolor y la presión.
―           Suficiente, niña mía. Queda muy poco. Voy a empezar a moverte. Ya irá entrando lo demás con el ritmo – le digo al oído. Ella asiente varias veces, incapaz de hablar.
Respira con dificultad. La dejo que se calme, que recupere el control.
―           Se ha corrido mientras se la metía, Sergi – me indica Pam, la boca llena de su flujo. – Como si fuera su primera vez…
―           Si – sonríe Maby, reclinándose sobre mi pecho. – Me corro cada vez que me la metes… creo que es una reacción de mi coño al ensanchar tanto. ¡Me encanta!
―           Putón – le dice mi hermana antes de mordisquearle el clítoris.
―           Venga, Sergi, vamos a follar – me dice y me da un beso en la comisura, girando lo que puede la cabeza.
Maby tiene razón. Es todo un morbazo mirarnos follar en el espejo. Nuestros ojos están enganchados, recorriendo nuestros cuerpos, atentos a nuestras expresiones, a los pequeños rictus de placer.
―           Es como una serpiente en mi coño – susurra al alzarse tanto como para que el glande esté a punto de salirse de su vagina, para, enseguida, dejarse caer y tragarla entera. – ¡Es enorme, gigantesca!
―           Es toda tuya – le digo al oído y ella sonríe, orgullosa.
Pam está tumbada a nuestro lado, también mirándose en el espejo. Ha tomado su propio mando de control y está gozando de la tercera velocidad. Descubre que, aunque las expresiones de Maby son más viciosas y provocativas, las suyas son, sin duda, las más hermosas. El rubor de sus mejillas salpicadas de pecas, cuando se corre, es digno de un Botticelli.
―           Cariño… ya estoy a punto de… — le digo al espejo.
―           Espera… espera, Sergi. Pam, dale caña a mi control… por favor… a tope – pide, sin alterar el ritmo de sus caderas. – Quiero correrme por el culo… Sergi, córrete en mi vientre… en mis tetitas…
No puedo seguir escuchándola. La saco de un tirón y la dejo descansar sobre su vientrecito tan sensual y tan tierno. Sus manos jalan la polla, frotándola contra su piel. Los chorros de esperma manchan sus pechitos y su ombligo. Siento como se acelera el cinturón, contra mi regazo.
―           Oooohhh… ¡Por los clavos de Cristo! Pam… Pam… es tal como dijiste… ¡Ahora lo noto!
Ella misma tira de sus pezones, con fuerza, agitándose con furor. Se ha puesto en pie y la sujeto del cuello, echando su cabeza hacia atrás. Maby todavía aferra mi polla.
―           Quiero ver… quiero ver mi org… orgasmo…
Y se deja caer de rodilla ante el espejo, los ojos vidriados por el placer, las nalgas convulsas. Maby se contempla en pleno éxtasis y se desploma en el suelo. Pam se ocupa de ella y la sube a la cama. Yo me voy a la ducha. Cuando salgo, limpio y fresco, las dos están dormidas, cogidas de la mano. Pongo los cinturones en la primera velocidad y los enciendo. Pienso dejarlos encendidos toda la noche.
A la mañana siguiente, puedo comprobar la diferencia de correr con un buen equipo deportivo. Las zancadas son más dinámicas y más controladas con las Reebok que con las botas. Estreno chándal también, con una de las nuevas camisetas. Calculo un recorrido de cuatro kilómetros. Al regresar al inmueble, alguien me chista desde arriba, Dena está asomada a una de sus ventanas. También viste ropas deportivas. Tomo el ascensor y me detengo en el tercero. Ella me espera, con una sonrisa, la puerta abierta a sus espaldas.
―           Me ducho y bajo a desayunar – le digo.
Agita las manos, negando, y sin una palabra, me atrae hasta su apartamento. Sonrío ante su comportamiento. Cierra la puerta y se me encara.
―           Buenos días, Sergio. Yo también he estado haciendo ejercicio esta mañana y quiero seguir haciendo…
Me echa los brazos al cuello y me besa suave, pero largo y profundo. Un auténtico beso de hembra caliente y necesitada, al menos, eso creo.
―           Creo que este es un magnífico desayuno – murmuro al separarnos.
―           Anda, vamos a la ducha – se ríe.
Sin dejar de besarme, me introduce en el cuarto de baño y me quita la chaquetilla y la camiseta. Le doy el mismo trato y me encuentro con un sujetador deportivo, de la marca Nike. Ella misma lo saca por encima de la cabeza. Me bajo el pantalón. Ella echa mano al boxer y tras un tanteo de su mano, se aparta y me mira. Se ha quedado seria.
―           ¿Qué pasa? – le pregunto.
―           No puede ser verdad – murmura. Me baja los boxers de un tirón.
Se topa con una estaca que empieza a ponerse tiesa, aunque aún tiene un ángulo corto.
―           No estarás quebrado o algo de eso, ¿no?
―           No. Todo está sano y funcionando.
―           Madre de Dios, Sergio, has dejado Salamanca huérfana – me mira y se ríe.
―           Mejor para ti, ¿no?
―           Claro que si, guapo – se cuelga de mi cuello y me acaricia el pelo de la nuca. — ¿Has seguido los consejos de las modelos?
―           Algunos.
―           Pues han acertado. Estás muy bien – me besa, apretándose contra mi polla.
Deslizo mis dedos por su espalda, hasta llegar a sus duras nalgas. Las aprieto con fuerza. Ella gime en mi boca. Cuando nos separamos, le bajo el pantalón de un tirón. Un culotte de algodón, también de Nike, me saluda. Nos despojamos de las zapatillas y de la ropa que tenemos en los tobillos. Dena abre el chorro de la ducha. Contemplo su pubis. Tiene un buen matojo de vello púbico, eso si, recortado en las ingles.
―           ¿Qué miras? – pregunta con un puchero.
―           Ese matorral. Creo que voy a podarlo en la ducha.
―           Uuy, nunca me lo he quitado. Solo recortar – se mordisquea un dedo. – Me da como corte…
―           Si, un corte es lo que le voy a dar, no te preocupes.
Ella se ríe, provocativa, y me empuja bajo el chorro de agua caliente. Más besos y caricias entre el vapor y el agua. Ella se aferra como una desesperada a mi polla, murmurando palabras por lo bajito, como “increíble”, “sota de bastos”, y “la madre de todas las pollas”. Tiene los pezones que deben de dolerle, de tan inflamados que están. Las aureolas son grandes y oscuras, así como los pezones. Os juro que, al menos, miden tres centímetros de alzado.
Le meto un dedo en el coño. Es como si una boca me lo aspirara. Está muy mojada. Se frota contra mi mano. Su jadeo se hace más ronco.
―           ¿Cuánto hace, Almudena? – le pregunto.
―           ¿A qué te refieres? – me mira, los ojos medio cerrados.
―           ¿Cuánto hace que no te follan bien follada?
―           Sergiiii… demasiado, amor… no sigas, vas a hacer que me corra…
―           Quiero que te corras. Estás demasiado ansiosa y no disfrutarás – la aconsejo. – Déjate ir con mi dedo… así… muy bien…
La sujeto por la cintura mientras un tremendo escalofrío la recorre, de abajo arriba. Corto el agua y alargo la mano para coger una gran toalla. La seco mientras ella se recupera, y se pone muy mimosa. No le hago caso, apartando sus manos de mi polla.
―           Dena, trae unas tijeras, el gel y una cuchilla. No quiero pelos cuando te coma ese coño – le doy un azote en el trasero para que obedezca.
Ella da un gritito y sale pitando, desnuda. Cuando regresa con lo que le he pedido, la siento en el inodoro, y pelo ese montón de vello oscuro y rizado, con las tijeras. Embadurno bien de jabón y comienzo a rasurar, lentamente. Ella no deja de mirarme, de recorrer todo mi cuerpo.
―           ¡No tienes ni un pelo en el cuerpo! – descubre finalmente, ahora que está más calmada.
―           Ajá. Ayer me depiló completamente un mariquita encantador, en un salón llamado Kappilar.
―           ¡Joder! Es el mejor centro de belleza de Madrid.
―           Sip, eso dicen todas las modelos.
―           ¡Míralo! ¡Y parecía tonto! – se ríe de nuevo.
―           ¡Et voilá! – digo al acabar.
Dena inclina la cabeza y se abre el coño con las manos.
―           Tienes razón. Queda cuco y muy despejado. Me quita años.
―           Y más higiénico.
―           ¡Oye! Que yo me lavo todos los días… — me da un suave puñetazo en el hombro.
―           Y ahora, a la cama – la levanto en volandas y la llevo al dormitorio.
Cuando la dejó sobre la cama, Dena alarga las manos, como invitándome a subirme sobre ella. Me atrae hasta que quedo sentado sobre sus senos, la polla en su surco pectoral. Atrapa la polla con sus manos y le da tiernos besitos en el glande, hasta metérsela en la boca. Quizás habrá chupado pollas anteriormente, pero ninguna de ese calibre y, además, está desentrenada.
Cuando aprieta con los dientes, le doy un suave cachete y la amonesto con un dedo. Ella sonríe de forma pícara y vuelve a morderme. Esta vez el cachete se convierte en una bofetada. Parpadea y me mira, el ceño fruncido. Le meto la polla en la boca, casi media de golpe. Se atraganta, tose y casi vomita. La saco y ella escupe.
―           ¡Estás lo…!
Se la vuelvo a meter. Ahora soy yo el que sonríe, escuchando lo que me susurra Rasputín. Es alucinante como cala el alma de una mujer. La saco. Dena intenta quitarme de encima.
―           ¡Sergio!
No la dejo acabar. De nuevo la polla en la boca. Sujeto sus muñecas con mis manos y peso demasiado como para que pueda desmontarme. Retiro la polla de su boca. Me mira con malos ojos, pero esta vez no protesta verbalmente. Restriego mi nabo por sus labios, su cuello, las mejillas. Le doy pequeños toques con ella sobre la frente, en los pómulos, sobre la boca.
Dena intenta atraparla, lamerla, chuparla, pero sigo jugando, hasta que se la vuelvo a meter de golpe, profunda. Esta vez no hay queja alguna, ni siquiera una arcada. Aspira como una arpía furiosa, usando la garganta para aferrarse, para gozarme. Coloco sus manos sobre mi pene. Ella pasa un dedo por todo el tallo, varias veces, de forma sensual y delicada. Con la otra mano, sopesa mis testículos.
Quito mi peso de su pecho y la ayudo a incorporarse. Los regueros de saliva que no dejan de manar de su boca, resbalan por el canal de sus pechos. Mi polla queda ante sus ojos, subiendo por encima de su cabeza. Lo que tiene al alcance de su boca son mis huevos, y no duda en apoderarse de ellos.
La dejo caer de nuevo sobre la cama y froto mi polla sobre toda esa baba que tiene entre los pechos. La miro a los ojos y sabe lo que deseo. Ella misma acopla bien la polla, y sujeta sus pletóricos senos con sus manos, envolviendo el tieso mástil de carne. Escupe sobre él unas cuantas veces, para lubricar aún más el paso. Culeo sobre ella lentamente, frotando la polla dulcemente contra sus pechos.
Una buena cubana, eso es lo que Dena me está haciendo, y pienso correrme sobre ella, antes de pasar a mayores.
Al cabo de unos minutos de vaivén, le pellizco los pezones fuertemente. Ella gime y frunce el ceño. Le duele, pero no protesta. Tras varios pellizcos de ese tipo, sus pechos están muy sensibles y yo a punto de correrme. Ella lo sabe, lo ve en mis ojos, lo nota en mi agitación.
―           Hazlo en mi boca, cariño… hace tanto tiempo – sus ojos prácticamente me imploran.
Me dejo ir con un gruñido, apoyando el glande sobre sus labios. Ella aferra la polla con las manos, ordeñándome literalmente. Noto como estremece sus caderas, seguramente corriéndose ella también. Arrebaña y limpia todo el semen que surge de mi pene, relamiéndose y mirándome fijamente.
Me bajo de su pecho y ella me acoge entre sus brazos. Me besa en la boca y yo saboreo mi propio semen. No me importa en absoluto.
―           ¿Qué tal? – le pregunto.
―           No eres ningún novato, ¿verdad?
―           Algo he aprendido – sonrío. — ¿Estás preparada?
―           ¿Preparada para qué?
―           Para gozar de verdad. Para aullar de locura. Estás a punto de despegar hacia las estrellas – le digo, besándola en la nariz.
―           Contigo si… cuando me lo pidas…
Me deslizo por su cuerpo hasta toparme con ese coño recién rasurado. Para haber sido madre, está bastante cerrado, quizás poco usado, se podría decir. Meto un dedo y aplico la lengua. Sus caderas empujan. La lengua busca el mejor lugar por instinto. El clítoris se hincha, enrojece, y, finalmente, surge de su escondite, ansioso por sentir más y más. Paralelamente a este hecho, Dena suspira, gime, y finalmente grita. Yo no me detengo. Tengo dos dedos pistoneando en su vagina y otro en su apretado culo. Dos orgasmos la asaltan, sin pausa, provenientes de distintos lugares.
Dena aferra mi pelo, tironeando con fuerza.
―           ¡Sergi… no sigas… para… quieto! ¡Me voy a mear vivaaaa!
―           Quiero ver como te meas… ¡Hazlo!
Dena cierra los ojos y sus caderas se agitan por última vez. Después, de un golpe, su cuerpo se relaja, sus muslos se abren, sus rodillas se alzan. Me aparto justo a tiempo. Un espectacular chorro surge de su vagina, cálido y oloroso, rociando la parte más inferior de la cama. Los dedos de Dena me acarician el pelo, con dulzura.
―           Cabrón… la mejor corrida de mi vida – murmura, cansada.
―           Pero, Dena, aún no hemos follado – le digo con burla.
―           ¡Ni soñarlo! ¡Hoy no! Estoy molida…
―           ¿Seguro? – la miro a los ojos.
―           Mañana, Sergio, ¿te importa? Hacía mucho tiempo que no sentía esto y me has dejado baldada.
―           Por supuesto, solo bromeaba. He gozado mucho con tu cubana. Podemos dejar ciertos juegos para otro día – le digo, besándola suavemente.
―           Gracias, cariño… — sus ojos se abren como platos e intenta levantarse.
―           ¿Qué pasa?
―           ¡Que aún no hemos desayunado!
Me río a carcajadas. Ella me sigue. Estamos riéndonos un buen rato, rodando por la cama.
―           Déjalo. Tengo que hacer el desayuno de las chicas, así que ya desayunaré con ellas. Y me ducharé otra vez, claro.
                                     CONTINUARÁ.
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