Elke, la noruega.
 
Aspiro con fruición el aire de Madrid, antes de meterme en el portal del inmueble. Regreso de correr diez kilómetros y el frío casi congela el sudor sobre mi rostro. Hace tanto que hasta yo lo noto. Pero estoy contento de estar de nuevo aquí.
Le mando un mensaje a Dena. “Estoy ahí en ½ hora. Quítatelo todo.”
Mis maletas están en medio del vestidor, donde las solté anoche, antes de meternos los tres en la cama. Tengo que acabar el vestidor y así poder dejar la poca ropa que he traído. Tengo que renovar vestuario, pero no quiero hacerlo demasiado pronto. ¿Qué pasa si aún pierdo diez kilos? He traído conmigo lo que he creído que echaría de menos. Esta semana ha sido como una despedida. Me da en la nariz que no volveré por la granja en una buena temporada.
Prometo solemnemente que hoy haré tres cosas esenciales. Romperle el culo a Dena, la primera. Acabar el vestidor, la segunda, y pasarme por el gimnasio Stetonic, para ver que puedo escoger como actividad desgastadora. Me meto en la ducha y, después, cuando me estoy quitando tres pelos de la barbilla, Pam aparece reflejada en el espejo.
Lleva una de las mantas echada sobre los hombros, pues está desnuda.
―           Vas a bajar a follártela, ¿no? – pregunta suavemente.
La miro un buen rato a través del espejo. Ella baja la mirada. Entonces contesto:
―           Si, Pam. Prometí que la encularía a mi regreso.
―           Quiero conocerla.
Lo dice tan bajito que no estoy seguro de haberlo escuchado realmente. Me giro y la abrazo. Yo también estoy desnudo.
―           No es como nuestro amor. Es amistad, simplemente, pero quiero dominarla.
Pam asiente. Lo sabe, pero aún así, le duele. No se le puede poner fronteras al amor… ¿o era puertas al campo? No importa.
―           Vuelve a la cama, amor mío. Pronto estaré de vuelta, para preparar el desayuno.
Me besa y se mete en el dormitorio. Me visto en un santiamén. Hoy no habrá desayuno en casa de Dena, solo sexo.
La puerta se abre al primer golpe de nudillo. No he querido llamar al timbre, seguramente Patricia está durmiendo. Dena aparece, totalmente desnuda y las mejillas encendidas. Mira a los lados por si algún vecino apareciera. Es raro, porque el matrimonio octogenario que comparte la planta con ella, no salen jamás de casa. Pero, aún así, lo comprueba.
Tiene los pezones tan erectos que creo que van a despegar de las aureolas. Su sexo está pulcramente rasurado. Ha debido hacerlo ayer mismo, por si me pasaba a mi llegada.
Pellizco sus pezones mientras la beso suavemente en los labios.
―           Muy bien, esclava. Me alegro de verte tan obediente.
―           Gracias, Amo Sergio. Te he echado mucho de menos…
Le doy una palmada en las nalgas y cierro la puerta detrás de mí.
―           ¿Patricia duerme?
―           Si, mi Dueño. En vacaciones se acuesta tarde y se levanta aún más tarde.
―           Está bien. A partir de mañana, vendré más tarde, para hacerle el desayuno a ella.
―           Como desees, Señor.
―           ¿Has usado el cinturón todos los días?
Sonríe, como si recordara algo gracioso.
―           Si, Amo, todas las noches. Me cabe el puño en el culo…
―           Veo que te ha gustado el cinturón.
―           Mucho, mi Señor, muchísimas gracias por hacerme descubrir todas estas maravillas – me dice, echándome los brazos al cuello y llenándome el rostro de besitos.
―           Compórtate, zorra – le doy otra palmada en los glúteos.
Estamos los dos de pie, en mitad del comedor cocina, ella desnuda, sin importarle lo más mínimo. Ella sonríe, más pícara aún, y agita sus nalgas, como incitándome a golpearla más fuerte. La ignoro, no estoy de humor para causar daño.
―           ¡A la cama! ¡De rodillas, cara sobre el colchón! – le digo, en un duro tono.
Ella sale corriendo, bamboleando sus senos y ese culazo. No estoy seguro pero creo que ha soltado una risita. ¡Ay, que cruz! Saco de mi bolsillo las dos esposas que he hecho con dos pedazos de cuerda del tenderete de la azotea. Otra cosa que tengo que arreglar…
Examino el esfínter de Dena al reunirme con ella en el dormitorio. Tiene razón, lo tiene muy blandito. Creo que ha jugado demasiadas horas con él. Mejor para ella. Se sorprende cuando paso los lazos por sus muñecas, apretándolos. Llevo sus manos hasta los tobillos, y paso el lazo del otro extremo por sus pies, apretándolos igualmente por encima del talón.
―           ¿Amo Sergio…?
―           Es para que no te muevas de ese sitio.
―           No me moveré, Señor.
Veo la crema lubricante sobre una de las mesitas de noche. Le pongo un poco en el culo, haciendo entrar fácilmente mi dedo y luego otro más. Me arrodillo sobre la pequeña alfombra que tiene al lado de la cama y meto mi lengua en el coño. Ella suspira y relaja su cuerpo. No tarda mucho en correrse; parece que me echaba de menos.
La dejo recuperar el aliento. Mientras, me quito la ropa. Dedico un buen rato a masajearle el ano, abriendo todo lo que puedo el agujero. Dena ya está babeando sobre la cama, y, de vez en cuando, tironea de las cuerdas, como si no se acordara de que están ahí.
Restriego mi glande contra su hinchado clítoris. Solo puede mover sus nalgas que, en ese momento, son totalmente mías, aplastadas por mis grandes manos.
―           Amo… — suplica.
Le meto una parte del manubrio en el coño, justo la suficiente para abrirla, pero no para dañarla. Gime, las nalgas temblorosas. Culeo rápido, dos, tres, cinco veces, y se la saco como si tuviera avispas en su interior. Inmediatamente, sin pausa, le meto todo el glande en el culo, de una sola vez. Ahoga el grito contra el colchón. Se la saco y el esfínter palpita, como reclamando más de ese cuerpo invasor.
Vuelvo a empezar. Se la meto en el coño, otros cinco embistes, quizás un poco más profundos, y se la saco. Esta vez gruñe, como regañándome por sacarla, pero, a continuación, le meto algo más que el glande en el culo.
―           ¡Diosss! – emite desde el colchón.
Realizo esta operación hasta seis veces, ahondando más en cada una de ellas, hasta que consigo meterla entera, tanto por la vagina como por el ano. Mi perra doblemente taladrada.
Dena jadea tras un fuerte orgasmo que la ha tomado por sorpresa, al llegar la polla a su cerviz. Siente calambres en las ingles por la posición. Lo sé porque intenta incorporarse para aliviar la tensión, pero no brota ni una sola queja de sus labios. ¡Que bien las conoce Rasputín! Echo de menos las palabras del viejo monje…
Ahora que la he desfondado, es hora de follarme su culazo. Le quito las esposas de cuerda y dejo que se estirase sobre la cama. Suspira cuando lo hace. Le meto un dedo en la boca, que succiona con cariño y gratitud.
―           ¿Estás preparada, zorra mía, para que te folle el culo?
―           Es tuyo, mi Dueño.
Trato ese culo como si no existieran más partes de su cuerpo, solo esas nalgas prietas, esa mojada entrepierna, el rojizo agujero de su ano, y el remonte de la espalda para apoyarme. Me apodero de las nalgas, apretándolas con saña, arañándolas, pellizcándolas, y golpeándolas, mientras mi polla la penetra y profundiza en sus tripas, cada vez más lejos de la luz.
Bombeo fuerte al meter más de la mitad de mi miembro. Con cada embate, hundo un poco más de carne, mientras sigo apretando sus nalgas. Dena empieza a gemir fuerte, los ojos cerrados, las aletas de la nariz vibrando. Llevo los dedos de mi mano izquierda a su clítoris, pasando por delante de su pubis. Lo pellizco con rabia y ella aúlla, corriéndose una vez más. Cae sobre la cama, incapaz de soportar ni mi peso, ni mi empuje.
No la dejo descansar. Me sitúo sobre ella, hundiendo más mi polla, mis dos manos como garras sobre sus nalgas, izándome sobre ella, imponiendo un ritmo infernal. No es más que un pedazo de carne abierto para mí, donde clavo mi polla como una espada de matador.
Estoy por acabar. Le levanto la cabeza, asiéndola por el pelo. Vuelve a apoyarse sobre sus manos, quedando a cuatro patas. Mantiene un gemido constante, algo entrecortado. Los dos nos movemos con urgencia, buscando ese orgasmo intenso que no deja de anunciarse. Ni ella, ni yo nos acordamos de Patricia, inmersos en nuestra lujuria.
Entonces, ella descubre, en un vistazo relampagueante, el rostro de su hija reflejado en el espejo del comodín, espiando nuestro acto.
―           Amo… ¡Amo! ¡Está… mirando… Sergiooo…! – intenta decir.
Pero yo no la escucho. No escucharía ni la casa cayéndose, atrapado por el placer que me recorre.
―           Mi hija… Patri… aaah… ¡Patricia! Aaaaahh… ¡Jodeeer! ¡PATRICIAAAAAA!
Dena se corre en cuando mi semen riega su culo ardiente, con el nombre de su hija en la boca, como el augurio de un oráculo. La jovencita ha debido correr a su cuarto porque, cuando miro, no hay rastro de ella.
Mientras desayunamos, les cuento a mis chicas lo que ha ocurrido con Dena. Pam, a pesar de su celoso malestar, se preocupa por Patricia. “¿Y si se ha traumatizado?”. La tranquilizo, solo es curiosidad. Les cuento que lo que Dena desea es compartir su hija conmigo, pero que aún no sé como tomarme eso. “Sin prisas”, es el consejo de Maby, siempre más práctica, y creo que está en lo cierto.
Mi morenita me comunica que tiene que hacer unas cuantas llamadas para buscarme un trabajo digno. A media mañana, se marcha, diciéndonos que no volverá para almorzar.
Me pongo con el vestidor. Pam me ayuda. Me alarga herramientas, sujeta las tablas que tengo que aserrar, y recoge el polvo que cae al hacer los agujeros. Entre faena, me da besitos y achuchones cariñosos. Es una buena manera de trabajar… ¡Que aprendan los patronos!
Termino el vestidor después de almorzar. Contemplo mi pequeña obra y Pam bate palmas. Ha quedado genial. He dividido la habitación en dos, mitad para cada chica, con el gran espejo de pared en el centro y otro más pequeño en la pared contraria, para que puedan verse por detrás y por delante. Hay colgadores para los trajes, repisas para camisetas y suéteres, y barras bajeras para zapatos, en ambas mitades del vestidor. Dos pequeños muebles con cajones – aún sin pintar – contienen ropa interior y calcetines. La tapa superior de estos muebles se alza, revelando pulseras, pendientes, anillos y collares de mis niñas. Guantes, gorros y bufandas, tienen un sitio propio en el altillo del vestidor. Bueno, al menos, así lo ha diseñado Pam. Ahora queda colocar todo, pero de eso, se ocupan ellas.
Mi ropa ocupa un ínfimo espacio a la derecha, según se entra, en territorio de mi hermana. No necesito más.
A las cinco, me pongo ropa deportiva y busco el gimnasio Stetonic. No es difícil de encontrar y está cerquita. Hay una chica de tetas masivas en recepción. Tiene unos ojos muy bonitos, pero seguro que nadie se los mira. Parece decepcionada cuando pregunto por Pepi. Tarda cinco minutos en aparecer, sudorosa y moviendo su saltarina trenza.
―           Hola – me saluda, una ceja enarcada. – ¿Me recuerdas?
Creo que reconoce mi voz, sobre todo.
―           El chico del aerobic del parque, ¿no?
―           Exacto. Sergio.
―           ¿Has adelgazado?
―           Si, un poco – me río.
―           ¿Un poco? ¿Estás de coña? Has entrado en quirófano, ¿no?
―           Si. – es una explicación como otra cualquiera.
―           Menudo cambio, tío. ¿Y ahora qué?
―           Busco fortalecer músculos, definir y endurecer. Corro cada día y hago flexiones, pero ya no consigo nada. Espero que no te haya interrumpido en algo.
―           Oh, no te preocupes, solo estaba calentando en una clase de spinning.
―           ¿Spi qué?
―           Jajaja… bicicletas estáticas, con música inspiradora.
―           Ah, yo es que soy de pueblo, ¿sabes?
Se vuelve a reír. Me coge del brazo y palpa el músculo.
―           Pues muy débil no está, que digamos. ¿Te enseño el gimnasio?
―           Vale, guapa.
―           Aiiins, eso de lo dirás a todas, seguro – dice, arrastrándome del brazo.
Son unas buenas instalaciones, grandes y bien acondicionadas. Buenas duchas, muchos espejos, buena climatización, aparatos modernos y, sobre todo, buenos monitores. Según Pepi, en los meses fuertes, o sea, antes y después del verano, suelen tener hasta trescientos socios, que luego se quedan en la mitad.
Me complace, sobre todo, los aparatos de musculación. Uno de los monitores, que debe de tener sobre los cincuenta años, un curtido veterano de los circuitos de fitness, me dice que tengo mucho potencial por mi estatura y mi peso. Habrá que hacerle caso. Le pregunto a Pepi sobre los horarios. Por lo visto, el gimnasio abre a las ocho y cierra a las diez. Los cursos tienen un horario reducido, buscando el compendio general, pero van rotando para que no acaparen una franja horaria permanente.
En un tablón de anuncios leo que comienza un nuevo curso de karate rinoshukan, un arte marcial típicamente japonesa. Pienso que eso si debe ser todo lo dinámico que busco. Pregunto por ello a Pepi.
―           Bien. Puedo apuntarte a esa clase. Se da tres veces en semana, en clases de dos horas. Empezará el día dos de enero. El dojo está en la parte de atrás del gimnasio, al pasar las duchas. Hay entrada también por el otro lado. Necesitaras un karategi blanco, de algodón. Si no tienes, puedes comprar uno de tu talla en nuestra tienda.
―           Je, tenéis de todo, ¿no?
―           Por supuesto, hasta vitaminas, esteroides legales, y cositas para desayunar – se ríe ella.
―           Está bien. Apúntame. También me pasaré otros días para hacer bancos de pesas
He ojeado el periódico. Las ofertas de trabajo que vienen en su interior son pésimas. La mayoría busca comerciales a comisión, o bien putas en todos los formatos. Por el momento, paso de buscar puerta a puerta. Tengo esperanza en las amistades de Maby que, aunque no sean muy legales, manejan dinero contante y sonante.
Según ella, ha dejado todo su terreno sembrado y abonado, ahora hay que esperar. Se ha puesto tan contenta con el vestidor que me ha echado un polvo sobre la moqueta con la que he revestido el suelo del mismo. Pam nos ha estado mirando mientras vigilaba la cena.
Son las diez de la mañana cuando llamo a la puerta de Dena. Viste una larga bata de seda, roja, con dos grandes rosas negras en la espalda. Como siempre, tiene bien alta la calefacción del apartamento para poder estar desnuda. Inclinándose, me besa las manos, me da los buenos días, y, a continuación, me besa en la boca.
Le pregunto sobre Patricia.
―           Estuvo todo el día encerrada en su habitación. No quise presionarla. Le deje la comida fuera, en una bandeja. Estoy muy preocupada, Amo… — puedo notar la congoja en su voz.
―           Creo que podría hablar con ella – la tranquilizo. — ¿Cuál es su desayuno favorito?
―           Crèpes con mermelada.
―           Pues nada… enséñame a hacer crèpes, putona mía.
Dena se ríe bajito, colgándose de mi brazo.
Cuando entro en el dormitorio de Patricia, bandeja en mano, sé que se está haciendo la dormida. No tengo prisa. Dejo la bandeja sobre el escritorio y me siento en el filo de la cama, mirándola. Está de costado, con las manos metidas bajo la almohada. Se le ve un hombro, recubierto de los pequeños unicornios, de diferentes colores, que plagan su infantil pijama. Su pelo forma una aureola sobre la almohada. Está surgiendo con fuerza de sus formas de niña y apunta a convertirse en una bella señorita.
―           Patricia… sé que no duermes – susurro, sin apartar mi vista de ella.
Al minuto, abre los ojos, buscando mi rostro sin girar el suyo.
―           Te he hecho el desayuno que más te gusta. ¿Quieres comer en la cama?
Se encoge de hombros, pero incorpora su torso. Meto la mano debajo de ella, subiendo y ahuecando la almohada. Después, pongo la bandeja sobre la cama. Ella le hace sitio, recogiendo sus cubiertas piernas.
―           Crèpes – musita, relamiéndose.
―           Si, y un buen cacao. Come.
La observo como unta mermelada en una de las finas tortillas, la lía como un cigarro, y la devora en un abrir y cerrar de ojos. Hace lo mismo con otra, antes de dar un sorbo a la tibia taza.
―           Tenemos que hablar, Patricia – le digo, muy suave. Ella me mira y le suben los colores.
―           No quiero hablar – me dice, sin mirarme.
―           Yo tampoco, pero tenemos que hacerlo. Eso que sientes, ahí dentro – señalo su pecho –, no puedes guardártelo. Te hará daño más tarde.
―           Os vi… a mamá y a ti – murmura, mirándome.
―           Lo sé. Yo también te vi, y en otra ocasión también, ¿verdad?
Baja la vista y asiente.
―           Sientes curiosidad, lo comprendo.
Un nuevo asentimiento.
―           Y puede que aún no comprendas nuestros juegos. ¿Te sientes molesta por eso? – aventuro.
Niega esta vez. Suspira y se come un tercer crépe. La dejo terminar de beberse el cacao y retiro la bandeja.
―           He leído sobre sexo, con mis amigas. Sé lo que estabais haciendo – no me mira, avergonzada. – Estabais follando…
―           Si, eso es. Tu madre y yo somos amigos y nos divertimos. ¿Sabes que mamá tiene derecho a divertirse también, no?
―           Si. Hacía tiempo que no la veía reírse así.
―           Entonces, ¿por qué este berrinche?
Se encoge de hombros y baja de nuevo la vista. Buff, va a ser difícil. Le alzo la barbilla con un dedo. Tiene una mancha de mermelada en el mentón. Se la quito con el dedo. De repente, Patrica aprisiona mi mano y, sin mirarme siempre, se lleva el dedo con el que la he limpiado a la boca, succionando la mermelada. Su lengua es cálida y muy suave. Acaba tan rápidamente como ha empezado. Tiene el rostro encendido.
Comprendo lo que siente. Son celos, aunque no puede, ni se atreve a explicarlo.
Patricia se tumba de nuevo en la cama. Me da la espalda y se tapa con las mantas. Es una forma de despedirme, con la excusa de dormirse de nuevo. Me pongo en pie y sonrío.
―           Está bien, pequeñaja. Finge dormir y despídeme. Excusas de crías. Mañana volveré y te volveré a hacer un buen desayuno, solo para ti, pero, si no estás levantada y vestida, esperándome, me marcharé y no volveré. De ti depende, Patricia.
No da muestras de haberme escuchado, pero sé que lo ha hecho. Salgo de su habitación y aferro a su madre por el cabello. Me está esperando, con mirada ansiosa. La apoyo sobre el pequeño mostrador de la cocina y le meto caña en el culo, mientras le cuento lo que he hablado con su hija.
Sonríe y me pide permiso para llevarse una mano al coño.
Sin embargo, los planes cambian, de la noche a la mañana. Dena me envía un mensaje. Se marcha a Sevilla, con Patricia, al día siguiente. Su padre ha sufrido una angina de pecho y piensa pasar el Año Nuevo con su familia. No volverá hasta Reyes. Puede que sea lo mejor para hacerse entender por Patricia. Ya lo veremos cuando vuelvan.
Empiezo a entrenar en el gimnasio. Simón, el monitor cincuentón, cree que le engaño y que ya he levantado pesas anteriormente. Después de negarlo varias veces, le dejo creer lo que quiera. Me gusta esa actividad, noto como mis músculos se desperezan bajo la piel, como si despertaran tras un largo sueño. Me doy cuenta que Pepi pasa demasiadas veces por delante de mí…
Las chicas me obligan a acompañarlas de compras. Hay que vestirse para la fiesta de Año Nuevo. Ni siquiera sé lo que vamos a hacer, pero, sin duda, ellas si.
Finalmente, me entero que Begoña ha conseguido que su amante le deje usar su casa de campo en las sierras de Madrid, para celebrar una fiesta de fin de año.
―           Básicamente amigos – me dice Pam.
―           Si… una treintena de modelos, sus novios o amantes, y algunos compromisos – se ríe Maby al ver mi cara.
―           Joder… habrá que engalanarse – digo.
―           ¿Por qué te crees que estamos de compras?
Como mucha otra gente de Madrid, en veladas comola Noche Vieja, debemos reunirnos con amigos más o menos íntimos, ya que nuestras familias están lejos. Este es el primer Año Nuevo que voy a pasar sin mis padres… Al menos, tengo a Pam y ella me tiene a mí. Maby está acostumbrada a estar sola, bueno, todo lo sola que ella puede estar, claro.
Así que Begoña nos ha invitado a cenar con ella en el chalé, junto con Elke. Al parecer, Sara ha decidido visitar a su gran familia gitana, a Barcelona, y Zaíma vendrá más tarde, con un nuevo novio que se ha agenciado. La casa de campo es grandiosa y enorme, con magníficos jardines formando pequeñas terrazas. Claro que nadie va a salir a esos jardines con la temperatura que hace, pero lucen elegantes desde los ventanales del gran salón.
Cuando hablo de un gran salón, es un salón enorme, como para meter cien invitados, junto con los muebles. Ya está todo decorado y preparado. Bego ha trabajo en ello toda la semana, con la ayuda de Elke. La bella noruega nos comenta que, por el momento, no se lleva demasiado bien con su padre, sobre todo después de su nueva y última boda. Así que prefiere pasar estos días en España, con sus amigas, y, con estas palabras, abraza impulsivamente a Pam.
Verlas a las dos juntas, es una delicia. Una, pelirroja, y la otra, con ese rubio tan intenso, que solo los escandinavos pueden tener. Elke es algo más alta que mi hermana, pero más esbelta. El mini vestido de lamé que viste deja patente sus perfectas y larguísimas piernas. Lleva el pelo recogido en un alto moño, del que brotan rizadas guedejas rubias, que se reparten graciosamente en su expuesta nuca y en sus sienes. Sus ojos se parecen bastante a los míos, algo menos grises, y más azules, pero igualmente claros. Elke es una de esas personas que tienen una mirada franca y sincera, incapaz de ocultar malos sentimientos. Eso, unido a la simetría perfecta de sus facciones, la convierte en una de las modelos más contratadas de la agencia. Es como una bella estatua que hubiera cobrado vida.
Cenamos los cinco entre buenos deseos, continuados brindis y suaves besos. Tomamos las uvas en el momento indicado y reparto piquitos en los labios de todas. La verdad es que las chicas me han vestido que me salgo esta noche. Camisa de seda, roja y negra, un pantalón de fina mezclilla, gris perla, con una caída perfecta que el sastre de Massimo Dutti arregló personalmente. Cinturón y zapatos a juego, imitación a charol. Vamos, pa comerme…
Bego se cuelga del brazo que Maby deja libre, y nos lleva al salón. Hay que celebrarlo con más champán. Pam llama a la granja para desear un feliz año a toda la familia, y me pasa el móvil para que haga lo mismo. Maby consigue contactar con su madre en Maui y charla con ella unos minutos. Bego, que no tiene familia a quien llamar, manifiesta con alegría, que su jefe se va a escapar pronto de su esposa e hijos, y vendrá al chalé.
―           Hay que empezar el año follando, ¿no? – dice, con una carcajada.
―           Claro que sí. Pienso hacer lo mismo, al final de la noche – itero alzando mi copa de champán.
―           Cuidado con el alcohol, peque. No estás acostumbrado – me sopla Pam, sobre mi hombro.
Es cierto. No he bebido nunca, pero me siento especialmente sediento esta noche. Empiezan a llegar los primeros invitados. Elke no se separa de Pam. Supone que, siendo las dos chicas que están solas, es lo más propio. Maby, embutida en su vestido tubular y blanco inmaculado, se cuelga de mi brazo, repitiendo el numerito del baile de Navidad. Me siento orgulloso de mi chica. Pam me sonríe, también aferrada a uno de los marfileños brazos de Elke, y me anima a seguir la velada. Mi hermana viste un flotante y nebuloso traje negro, que destaca poderosamente su pálida piel y el color de su cabello.
Zaíma llega con su novio, un tipo de más de treinta años, cuyo pelo rubio está en franca retirada. Está algo bebido y se cree el más gracioso del mundo mundial. ¡Pobrecito! Zaíma nos besa a todos, deseándonos un buen año, aunque ella, particularmente, no tenga esa creencia. Es musulmana.
En un impulso, que aún no he conseguido descifrar, atrapo una botella de vodka “Absolut”, sin empezar. Maby me mira, con el ceño fruncido.
―           ¡Hoy me siento ruso! – le digo, guiándole un ojo. Me mira con asombro, cuando me bebo el transparente licor sin mezclar y sin hielo.
En menos de una hora, me ventilo la botella, yo solo. Me hace adoptar una sonrisa floja y algo cínica, y, al contemplarme en uno de los espejos, tomo nota que mis ojos brillan con algo a caballo entre la lujuria y la travesura. Sin embargo, no me siento borracho, solo relajado.
Me paso buena parte de la velada en pie, apoyado en el respaldo de un alto sillón orejero, en el que se sienta Maby. Apoyo mis codos en lo más alto, y dejo caer una de mis manos hacia delante, jugando con la oscura cabellera de mi “novia”, la cual no deja de llevarse uno de mis dedos a la boca. Desde esa percha, me dedico a observar a cuanto pasa ante mí.
Muchas de sus amigas y conocidas, todas compañeras de profesión, se detienen ante nosotros. La saludan, se interesan por mí, acaban besándome las mejillas y sugiriendo los más dispares temas de conversación, mientras noto sus ojos analizarme y catalogarme. Algunas van más allá, y, en cuanto se quedan a solas, deslizan su número de móvil en mi bolsillo, o se insinúan descaradamente, olvidando su mano sobre mi brazo. Me hubiera gustado llevarme a alguna de ellas a los dormitorios del piso superior y haberlas follado a gusto, pero no es el momento.
―           ¡Putitas descaradas! – masculla Maby, aferrando mi mano.
―           No las muerdas aún – me río.
Contemplo a mi hermana. Está sentada en otro sillón, hermano del que nos sostiene, pero ella sujeta a Elke sobre sus rodillas. Parecen muy animadas, charlando con los rostros muy pegados. La noruega muestra su ropa interior, sin pudor alguno, la cortísima falda arremangada casi del todo.
―           Voy a buscar algo más de beber – le digo a Maby, besándole la parte superior de la cabeza. — ¿Te traigo algo?
―           No deberías beber más, amorcito.
―           No me siento raro, aún.
―           Está bien, mi dueño, ¿Me podrías traer unos pocos bombones de esos tan ricos?
Me sirvo otro “Absolut” bien generoso, en la mesa de las bebidas, y entro en la cocina, buscando los bombones. Bego está dentro, de espaldas a la puerta, las manos apoyadas en la encimera, ante la ventana. Se seca los ojos cuando me escucha.
―           ¿Estás llorando? – le pregunto.
No quiere girarse y sigue intentando contener sus lágrimas. Dejo el vaso a su lado, y la abrazo, desde atrás. Ella reclina su cabeza hacia atrás, apoyándola en mi pecho, y cruza sus brazos sobre mis manos. La escucho suspirar.
―           Deja que adivine… Tu jefe no ha podido darle esquinazo a su familia…
Begoña asiente y se ríe flojito.
―           ¿Tenías un número de telepatía en la granja?
―           Si, así pasamos las veladas cuando se pone el sol – sigo con la broma.
―           Tenía ilusión por empezar el año sintiéndome algo más que la “otra” – se seca las lágrimas, con dos dedos.
―           Bueno, la “otra” recibe las ingratitudes del secretismo, pero, en compensación, recibe los mejores trabajitos de su amante, ¿o no?
―           ¡Jajaja! ¡Tienes razón, Sergio! ¡Su esposa no se puede imaginar las sesiones de Viagra que su Antoñito me regala! – Bego se gira en mis brazos y me echa los suyos al cuello.
―           Para animarte, no puedo ofrecerte más que la posibilidad de reunirte dentro de un rato con nosotros, en una de las habitaciones – le ofrezco, con toda sinceridad.
―           ¿Contigo y con Maby? – se asombra ella.
―           Si.
―           Te lo agradezco, de veras…
―           Pero… — la animo a continuar la frase.
―           Pero lo preferiría sin Maby.
Asiento y la beso en la frente.
―           Eso es algo que no debo ofrecerte – le digo.
―           Lo sé y te admiro por ello, Sergio. No creí que quedaran hombres como tú y menos con tu edad – me devuelve el beso, pero en una mejilla. – Anda, vuelve con Maby.
―           Si… oye, ¿quedan bombones?
Queda poco para que amanezca cuando Maby y yo subimos las escaleras, entre risitas.
―           ¿Qué dijo Pam, primera a la derecha? – le pregunto.
―           No, amorcito, a la izquierda – me responde, señalando una de las puertas.
―           Sssshhh… sin ruidos – tengo la voz un tanto estropajosa por el vodka, pero mi mente está clara. O el “Absolut” es muy flojo, o yo he bebido, anteriormente, más vodka del que recuerdo. — ¿Estarán liadas?
―           Seguramente. No han subido aquí a jugar al parchis – susurra Maby, empujando la puerta.
Tanto el dormitorio como la cama son grandes, y las paredes, empapeladas con curiosos motivos egipcios, están decoradas con arte africano, en su mayoría. Puedo ver todo eso a la luz de las lamparitas de las mesitas de noche. Elke está tumbada boca arriba, desnuda y con las manos aferrando la almohada. Tiembla bajo la lengua de Pamela, quien le está comiendo todo el coño, con voracidad.
Maby sofoca una risita y tira de mi mano, hacia la cama. La noruega no se ha dado cuenta de nuestra presencia, inmersa en lo que siente más debajo de su ombligo. Ondula su cintura como una bailarina exótica, al compás de la lengua de Pam. Maby, tan traviesa como siempre, se inclina lentamente sobre la rubia y lame sus labios.
Elke abre los ojos, con lógica sorpresa, y contempla, sin comprender, a su joven compañera. De repente, me ve y baja sus manos para tocar, con urgencia, la cabeza de Pam.
―           Hola, hermanito – me sonríe, al levantar la cabeza.
―           Vaya, os lo teníais muy calladito – comenta Maby, irónicamente.
―           Ha surgido esta noche – se encoge de hombros Pam.
―           ¿Podemos unirnos? – pregunto, desabrochando el pantalón.
―           Yo… no sé… hay más habitaciones – murmura Elke, muy cortada.
―           Es que estamos acostumbradas a compartir, querida – le dice Maby, tumbándose a su lado y besándola de nuevo.
Con los ojos muy abiertos, Elke observa, a pesar de que Maby la esté besando, como me bajo los boxers y enseño mi gran miembro.
―           ¡Waaoo! – exclama, realmente impresionada, despegándose de la morena. Pero vuelve a callarse cuando ve como Pam atrapa mi polla con una mano, para llevársela a la boca.
Pam se atarea con alegría sobre su preciado tesoro, buscando que alcance una dureza ideal.
―           ¡Son… son hermanos! – musita Elke.
―           Así es. Se aman muchísimo, tanto que no pueden dejar de follar juntos – le susurra Maby, metiéndole la lengua en la oreja. – Nos amamos los tres y compartimos piso…
―           Entonces, ¿no es novio tuyo?
―           Es el novio de las dos, pero, ante la gente que les conoce, que saben que son hermanos, deben disimular. Entonces, yo soy su novia… una tapadera, jijiji… ¿Te molesta?
―           ¡Brutal! ¡No, es un amor lindo!
―           ¿Te gusta Pamela? – le pregunto, en pie, mientras mi hermana sigue atareada.
―           Es buena amiga y hoy me ha hecho feliz. No me ha dejado sola – dice, tras asentir con la cabeza. se la nota confusa, abrumada por cuanto está sucediendo tan deprisa.
―           ¿Y yo? ¿No te gusto? – le dice Maby, aferrándole un pecho, un poco mayor que los suyos propios, pero no mucho más.
―           Siempre, Maby, siempre gustarme. Eres muy, muy guapa. Pero eras pequeña y no me atrevo a decirte nada – contesta Elke, mirándola a los ojos.
―           ¿Eres lesbiana? – le pregunto, gateando sobre la cama mientras que Pam me sigue con la boca, como puede.
Elke se encoge de hombros, como si no supiera la respuesta.
―           Me gustan amigas modelos… — y se abandona a la presión de la lengua de Maby, que no deja de buscar sus labios.
Pam pasa mi polla de su boca a su coño, casi sin interrupción. Quiere follar ya. La tumbo al lado de Elke y ésta no deja de mirar de reojo la potencia y tamaño del manubrio hundiéndose en el coñito de mi hermana. Creo que eso es lo que la pone muy caliente, el morbo de pensar que somos hermanos. El incesto es un poderoso incentivo. Empuja la cabecita de Maby hacia su rubio coño, muy recortado, y se estremece cuando se lo empieza a chupar.
―           ¿Te gusta… el pollón… de mi hermano? – jadea Pam, girando el rostro y mirándola.
―           Muy grande…
―           Enorme, Elke… me abre toda… ahora después, la probaras tú…
―           No sé… da miedo… ooooooh… ¡Maby… Maby! – casi grita, apartando la cabeza de la morena de su coño.
―           ¿Si, qué? – pregunta Maby, creyendo que ha hecho algo mal.
―           Casi correrme…
―           De eso se trata, tonta, de que te corras una y otra vez…
―           No sé… nunca hecho más de una vez… — sus ojos me miran, casi con vergüenza.
Paro de embestir a Pam, que se queja bajito. Maby y yo nos miramos.
―           ¿Estás diciendo que solo te corres una sola vez y ya está? – le pregunto y ella asiente.
―           No serás virgen, ¿verdad? – le insta Maby.
―           No.
―           ¿Entonces?
Se encoge de nuevo de hombros. Veo miedo y pena en sus ojos. ¿Qué secreto oculta la noruega? Se muerde un labio y decide contestar.
―           Una mujer mayor me enseñó. Antigua jefa. Ella solo hacía correrme una vez. Después a dormir.
―           Así que tenías que refrenarte para no acabar enseguida, ¿no? – comprende Maby.
―           Si.
―           ¿Y no has estado con nadie más desde entonces? – indago.
―           No. Hoy primera vez en España – dice, apartando la mirada.
―           Uff, que triste – dice mi hermana, haciendo que me salga de ella. Se impulsa hasta su amiga para besarla en la mejilla.
Al otro lado, Maby le pellizca suavemente un pezón, y yo me inclino para besarla, muy suavemente en los labios. Algo me dice que Elke no se lleva demasiado bien con los hombres. Sin embargo, sus labios responden a mi caricia, con suaves besitos; sus dedos acarician mi pecho, mi vientre, y acaban descendiendo hasta mi verga, con cierta curiosidad. Palpan y recorren toda su longitud, pero no es suficiente. Quiere verla.
Las tres chicas se rehacen en la cama para permitirme tumbarme en el centro de la cama. Entonces, colocando mis manos tras la nuca, me dejo explorar. Las chicas animan constantemente a Elke, diciendo donde debe tocar, cómo debe hacerlo, y cuando debe parar. La noruega no parece haber visto muchas pollas, ni de este, ni de otro tamaño. Juega con el glande mucho tiempo, pasa sus dedos por el escroto, y frota fuertemente mi pene. Su tez casi albina se ha puesto roja, por la emoción. Sonríe como una tonta, cada vez que mis chicas la animan.
―           ¿Quieres que mi hermano te la meta, cariño? No te hará daño, ya lo verás…
Elke se niega cada vez que se lo preguntan. Acepta palparla, menearla, y hasta succionarla, pero no quiere ir más allá. Cuando empiezo a culear a Maby, se tumba a nuestro lado, mirando muy atentamente como se la meto por detrás, en el coño. Abre sus piernas y deja que Pam la masturbe largamente, corriéndose en silencio. Le digo a Pam que no la deje, que la haga excitarse de nuevo. Esta vez, mi hermana lame tanto su culito como su sexo. Maby me hace girarme para poder besar la boca de la noruega.
Se corren casi a la vez. Las dejo abrazadas y me ocupo de mi hermana, que tiene un calentón de órdago. Más tarde, al sodomizar a mis chicas, Elke vuelve a interesarse por la técnica. Bueno, más que interesarse, a asombrarse. Estoy seguro que no lo ha visto nunca de cerca. Pregunta muchas veces si les duele. Mis chicas se ufanan de su entrenamiento y de su capacidad. Pam le hace probar con un dedito. No tenemos crema y solo podemos utilizar saliva, por lo que Pam la ensaliva muchísimo, pero, finalmente, le introduce todo su dedo índice.
Observo como toda la columna vertebral de Elke se ondula por la sensación que recibe, cuando el dedo hurga en su interior.
Finalmente, los cuatro nos quedamos dormidos, con el día ya bien avanzado, después de múltiples orgasmos. Elke no se ha atrevido a que la penetrara, pero ha descubierto que el sexo llega mucho más allá de lo que pensaba. ¡Que belleza desperdiciada! ¡Es un crimen limitar a una mujer de esa forma!
Año Nuevo ha pasado sin que nos demos cuenta. Nos hemos levantado muy tarde y vuelto a la ciudad, tras un somero almuerzo. Las chicas están destrozadas y se acuestan pronto.
Al día siguiente, empiezo mis clases de karate. El estilo rinoshukan parece hecho para mí, artes marciales basadas en la fortaleza y en la resistencia. Nada de pataditas voladoras y poses sin pies ni cabeza. El sensei es un brasileño de unos sesenta años, pequeño y compacto. Nunca alza la voz hablando, solo cuando da órdenes. Nos cuenta que este estilo, en particular, fue desarrollado para entrenar a samuráis durante las largas campañas. Entrenaban su cuerpo para soportar la carga de un enemigo y poder devolver un solo golpe, contundente y letal, en el caso de que se quedaran sin armas.
Al principio, no es más que un largo calentamiento, que permite al sensei observarnos y comprobar en qué condiciones se encuentra nuestros cuerpos. Pero tengo la sensación que he llamado su atención, ya veremos.
Dena regresa el día cuatro de enero. Su padre se ha recuperado bien, me cuenta, arrodillada desnuda ante mí. Parece que ha hecho las paces con Patricia, aunque la cosa sigue aún algo tensa y suele cambiar de rumbo a la mínima ocasión. Su hija le ha preguntado por nuestros planes, si vamos a vivir juntos, si pensamos consolidar nuestra relación, o si vamos a seguir más tiempo con el juego de dominación. Dena no sabe qué responderle, pues ella misma no acaba de decidirse.
Me cuenta que fantasea son Patricia, que se excita con ella, que sueña con ella, pero no se atreve a dar el paso definitivo. Por mi parte, no pienso influir en ninguna de ellas. Pongo mucho cuidado en no manipularlas. No es que sea moralista en esto, pero no quiero que haya remordimientos, ni acusaciones, una vez que sus cabezas se enfríen.
Dena tiene razón. Patricia ha encontrado una forma de volverla loca: las preguntas. Al principio, Dena creía que era mera curiosidad, el impulso de comprender lo que sucedía en su entorno, pero esa niña es mucho más astuta de lo que parece y, ahora, me integra a mí también en el juego. Nos hace preguntas de todo tipo, unas veces a solas, otras veces cuando estamos juntos. Preguntas sobre nosotros, sobre lo que hacemos, sobre lo que pretendemos… Preguntas que rodean, una y otra vez, lo que en verdad anhela, lo que le importa, y eso es algo que sigo esperando a que suelte.
Al día siguiente, es Patricia quien me abre la puerta, como recordándome lo último que le dije, antes de marcharse. Me recibe peinada y vestida, y con una bella sonrisa, me hace pasar. Su madre me espera detrás de ella, las manos unidas sobre su vientre, los ojos bajos, y su desnudez cubierta solo por una bata, que no deja de entreabrirse.
Patricia no parece darle importancia a que su madre vista así. Cuando escucha, de los labios de su madre, el título de Amo, enarca las cejas y pregunta, tratando de entender.
―           Es un juego de obediencia entre tu madre y yo – le respondo sencillamente.
―           ¿Puedo jugar también? – pregunta, tras pensarlo un rato.
―           No, lo siento, Patricia. Para participar, hay que aceptar todas las condiciones, y tú, por ahora, no puedes cumplir ese requisito. Quizás, dentro de poco, lo consigas.
Se encoge de hombros, como si comprendiera la escueta respuesta. Queda poco para acabar con esta situación. En un par de días empezará el colegio y tendré que cambiar los desayunos quizás por meriendas.
En la mañana de Reyes, mis chicas me dan una sorpresa. Se levantan antes que yo para hacerme el desayuno y entregarme mi regalo. Es un precioso reloj de esfera blindada en titanio, muy deportivo y elegante. Bajo la esfera, una inscripción: “De tus zorras, con sumisión”.
Todo un detalle. Las beso profusamente.
Les entrego los suyos. Dos cajitas iguales, pequeñas y forradas en paño de terciopelo rojo. Las abren con expectación, y se quedan algo confusas.
―           ¿Un solo pendiente para cada una? – pregunta Pam, al comprobar que dentro de las cajitas descansa un pequeño objeto de oro, con una forma que recuerda a un zarcillo.
―           No son pendientes. Son piercings de oro, para vuestro pezón derecho.
―           ¡Ooooh! – exclama, a la vez.
―           Tenéis cita mañana, en la tienda de tatuajes, el Gato Negro, en el paseo Suárez. ¿Os gusta?
Maby se cuelga de mi cuello enseguida, y me mete la lengua hasta la campanilla.
―           Gracias, Sergi. Siempre quise uno, pero no me decidía – me abraza Pam por el costado.
Al día siguiente, nada más entrar en casa, se quitan los suéteres y las blusas para enseñarme, con orgullo, los piercings quirúrgicos que les taladran el pezón derecho. Tardaran unos días en colocarse los que le he regalado, pero ya lucen geniales.
Una llamada de la agencia, al día siguiente, incorpora a mis chicas a sus trabajos. Se acabaron las vacaciones. Pamela debe salir de viaje, en un par de días. Empieza una gira de presentación de la colección de pieles auténticas de una famosa peletera. La idea es realizar los pases en las mejores estaciones de esquí de Europa. Elke es la otra chica escogida de la agencia. Estarán un mes fuera, al menos. La noche antes de la partida, la despedimos como se merece, Maby con lágrimas y yo con dos imponentes corridas.
Maby, por su parte, es llamada para otro asunto que no es exactamente trabajo. Los socios propietarios han decidido dinamizar a sus chicas y aquellas que, por el momento, están desocupadas, deben ponerse en manos de un preparador físico, que las entrenaran a diario. Dos horas por la mañana y dos por la tarde.
Esto hace que Maby regrese a casa bastante exaltada, cada día, y ha tomado la costumbre de enloquecerme. Está todo el día buscando nuevas formas de excitarme, de insinuarse, de calentarme, para que acabe follándomela en cualquier rincón del piso. Por las noches, se duerme, abrazada a mí con fuerza.
Sin embargo, todo eso no me parece una reacción lógica por quedarse a solas conmigo, sino, más bien, una forma de compensar que Pam no está con nosotros. No se muestra sumisa, sino más bien desafiante, provocativa, como pretendiendo irritarme para que la castigue. Es lo que creo, pues ha conseguido que la azote en dos ocasiones.
La primera vez por desobedecerme. Se empeñó en conocer a Dena, y, aprovechando una de mis ausencias, bajó a su piso para pedirle una bandeja para hornear. Cuando Dena me dijo que había estado allí, me cabreé y subí. Mientras la pregonaba, Maby mantenía los ojos bajos, pero sonreía. Me irritó tanto que le dí una buena azotaína sobre mis rodillas, con mi mano.
La dejé sobre la cama, de bruces, tras aplicarle crema. No le permití masturbarse, pero yo tuve que bajar a toda prisa y desahogarme con Dena.
La segunda vez, una semana después, fue ella la que trajo una fusta. La compró en el sexshop y, tras entregarmela, me confesó que había sentido la tentación de follarse a su entrenador, así que debía castigarla.
Yo no quería. Le expliqué que las tentaciones son algo humano, que ella también debía sentirlas. Que tenía suficiente con que me lo hubiera confesado. Que había sabido reprimirse.
No me hizo caso. Maby argumentó que me pertenecía, que no debía sentir nada por otra persona que no fuera yo, o quien le designara. Era deber mío, como Amo, castigarla, demostrarle cuanto la quería procurándole dolor.
Una parte de mí, le daba la razón. Sabía que tenía hacerlo… pero al inocente y enamorado Sergio aún le cuesta trabajo hacer sufrir a quien más ama. Finalmente, la instalé de bruces sobre la mesa del comedor, desnuda, y le puse el móvil en la mano. Pam nos llama todas las noches y nos cuenta todo sobre su trabajo, sus compañeras, y los sitios que visita. Ordené a Maby que llamara a Pam y le confesara su pecado mientras la azotaba con la fusta.
Acabó llorando y masturbándose como una loca, compartiendo su orgasmo con Pam, casi a tres mil kilómetros.
No sé como analizar la mente de Maby. Debería ser una adolescente alocada y vanidosa, dada su educación, su despego familiar, y su trabajo. Una chiquilla que solo debería pensar en si misma, en divertirse, en los chicos que la pueden adorar, y en fiestas fastuosas. Sin embargo, se ha olvidado de todo eso, y solo está entregada a mi persona. Me ronda, me acecha, me vigila; está atenta a cualquiera de mis necesidades, para satisfacerlas de alguna forma. Yo no la llamaría una esclava, más bien una joven y hermosísima vestal, entregada a mi culto y adoración.
Eso es. Exactamente eso.
He tomado la costumbre, cada tarde, de bajar y preparar la merienda que Patricia elige. Un día crèpes, otro, tostadas americanas, o bien tortilla al gusto, o un simple bol de cereales. Me siento a su lado, viéndola comer, hablando del colegio, de sus amigas, o de lo que ella prefiera. Su madre lo hace frente a ella. Según su humor, permite que su madre comparta su merienda.
A veces, se ha negado, en esos días malos en que la odia. Me pide que ordene que su madre se arrodille a su lado, y le tira galletas al suelo, o pedazos de su propio plato, para que su madre se los coma, sin usar las manos. Es terriblemente excitante.
En esos momentos, le pregunto por qué actúa así, por qué castiga a su madre, que solo hace quererla. Patricia me mira, con esa mirada huidiza, preñada de fantasiosos deseos. Solo susurra, “por ti” y sigue atormentando a su madre.
En el fondo, sé que me desea, que le gustaría entregarse como su madre, pero se niega a que yo la venza en ese juego. Creo que para su edad, para esos catorce años que ya ha dejado atrás, es demasiado madura, o puede que demasiado orgullosa.
Después de merendar y charlar, suelo llevarme a Dena al dormitorio, y no cerramos la puerta. ¿Para qué? Patricia ya nos ha espiado en todas las posturas. Así mismo, cuando la jovencita se encierra en su habitación, tomo a su madre en la sala, sin ocultarme. Dena ya no sofoca sus gemidos, ni sus gritos. Noto su tremenda excitación, después de que su hija la haya humillado, y, habitualmente, me pide que la haga sufrir, sea con azotes, sea penetrándola.
A mediados de mes, Pamela nos visita por sorpresa, todo un fin de semana. Tiene el rostro aún más moteado de pecas, debido al sol que se refleja en las cumbres nevadas.
―           Bronceado de rica – le dice Maby, sobándole el trasero, tras abrazarla.
Tomando un café en la cocina, nos explica que el lunes parten para Austria; que la campaña va muy bien y que se está hablando de hacer una parecida en Estados Unidos y Canadá. Aún está por ver si utilizaran modelos europeas o americanas.
Me alegro mucho por ella, pero Pam no quiere felicitaciones. La noto titubeante, desde que ha abierto la puerta. Se muerde insistentemente el labio, y sus ojos evitan cruzarse con los míos. Finalmente, se decide.
―           Hermanito… mi dueño y señor… tengo algo que confesar. A ti también, cariño – le dice a Maby.
―           Uy, suena a algo serio – sonríe Maby.
―           ¡Alto! Confesar es un acto serio y responsable. Se merece un pequeño ritual propio – propongo, divertido en el fondo.
―           Amo, ¿usamos la mesa? – Maby se refiere a la posición que le hice asumir en su último castigo.
―           Está bien. Prepárala tú.
Maby pone mano a la obra con energía. Desnuda completamente a Pam, que está temblando, totalmente entregada. Parece demasiado pensativa y, entonces, me preocupo verdaderamente por lo que puede ser eso que quiere confesarnos. No ha traído maleta, salvo una liviana bolsa de mano.
Su recia parka multicolor queda en el suelo, junto con un grueso suéter de lana marrón y azul. Al quitarle la camiseta térmica, vemos que no lleva sujetador. Finalmente, Maby le quita las botas de montaña y la ajusta malla de esquí, rosa y celeste, que cubre sus preciosas piernas.
Pamela queda de bruces sobre la gran mesa, vistiendo, tan solo, unas estrechas braguitas de talle alto, color salmón. Mantenemos la temperatura del piso alta para poder hacer eso mismo. Maby le indica que se agarre a los bordes de la mesa con las manos, y que separe las piernas.
―           A ver, mi zorra hermana, ¿qué tienes que confesarnos?
―           Me acuso de haber… quebrantado la confianza de mi Amo y Señor, durante mi ausencia…
―           ¿De qué forma, guarra? – le pregunta Maby.
―           Elke y yo… nos hemos… enamorado – musita, temblando. – Hemos estado durmiendo juntas, durante todo el viaje.
Nos quedamos todos callados. Eso es serio. Puede significar el fin de todo.
―           ¿Puedo? – me pregunta Maby, alzando su mano.
Asiento y su mano abierta baja velozmente para golpear fuertemente una de las nalgas de Pam. Contiene el grito, apretando los labios, pero el glúteo enrojece rápidamente.
―           ¡Traidora! – la reprende y Pam solo asiente, sin palabras.
―           ¿Qué pretendes hacer ahora? – le pregunto.
―           No lo sé… ¡lo juro! No pretendía que esto ocurriera. Estaba muy a gusto con nuestra vida. Empezó como un juego, ya sabéis, en Noche Vieja, pero Elke es tan… tan…
―           Oh, claro. También decías eso de mí. ¡Clac! – resuena el nuevo cachetazo. Esta vez, Pam se queja.
―           Deja que se explique, Maby – le digo.
―           ¿Para qué? ¡Ya ha confesado que nos ha puesto los cuernos!
―           Sé que te duele, Maby – contesto, mientras inclino mi cabeza para atrapar la mirada de mi hermana. – A mí también me jode, pero es importante que nos diga por qué.
―           ¡Es diferente a lo que siento por ti, Sergi! O incluso por ti, Maby… Con vosotros es como un pacto, un misterio vital, algo que perdura en el alma… ¡como una comunión! Pero con Elke siento otras cosas, quizás más mundanas, pero igual de vitales.
―           Sentimientos que no tienen porque ser escondidos, ¿verdad? – digo, comprendiendo su propia tentación.
―           Si. No tengo que ocultarme…
―           ¡Conmigo tampoco tenías que esconderte! – exclama Maby.
―           No, pero si con Sergio, y eso me mata – sollozó Pam – pero ya no importa. Os he fallado…
Maby la golpea nuevamente, un par de veces.
―           ¡Basta! – la reprendo. – Pam no merece más azotes. Ha confesado por remordimiento. Ha sido débil, lejos de nosotros, pero también es valiente y ha demostrado que nos ama aún.
―           Pero…
―           ¡Ni pero, ni ostias! ¿Qué clase de amo sería si no supiera mantener a mis sumisas? No es más doloroso el castigo, sino la falta de él. Pamela ha venido en busca de perdón, lo necesita y lo tendrá. Ya habrá tiempo para recriminarle su falta.
―           Eres más sabio que yo, mi amor – agacha la cabeza Maby, dando un paso atrás.
Ayudo a mi hermana a sentarse en la mesa. Se abraza a mí e inunda mi pecho de besitos, humedeciendo la camisa con sus lágrimas. Acaricio sus adorados rizos rojizos.
―           Sergi, te juro que, cada día, al levantarme, pensaba llamarte y decírtelo… pero iba perdiendo voluntad al pasar las horas. Al anochecer, solo quería que Elke me abrazara, y volvía a caer. Maby, te juro que pensaba en todo eso cuando me confesaste lo de tu preparador, solo que tú resististe.
―           Yo amo realmente a tu hermano, Pamela. No son solo palabras. Jamás amaré a otra persona.
―           Bueno, ahora solo importa lo que piensas hacer – corto la escenita.
―           Lo he estado hablando con ella. Al final, solo le vemos una salida sensata. Elke conoce parte de nuestra relación. Comprende nuestro incesto, y nuestra unión a tres bandas. Le he ofrecido vivir con nosotros… pero no se atreve…
―           ¿Por qué? – Maby no comprende.
―           Elke es técnicamente lesbiana, algo le sucedió en su adolescencia, que le hace tener miedo de los hombres. Se dejó llevar en Noche Vieja, porque confiaba en nosotras, había bebido y estaba muy impresionada por lo que estaba descubriendo. Reconoce que Sergio fue muy atento y amable con ella, y que tocó y palpó su pene a conciencia, pero, ahora, en frío, no se atreve a vivir en una especie de comuna gallinero. Le he prometido que nadie la presionará. Que hará lo que le plazca, que separaríamos las camas…
―           Me parece perfecto – digo. — ¿Qué ha contestado?
―           Me ha pedido un tiempo para pensarlo. Su compañera de piso deja el país en tres meses. Mientras saldremos como pareja, como novias, y veremos qué pasa…
―           ¿Qué pasará con nosotros? – pregunta sutilmente Maby.
―           No lo sé. No quiero dejaros tampoco. Sergio es mi dueño y tú eres mi cariñito – Pam abre sus brazos para que su joven amante la abrace. – Lo siento muchísimo, Maby… mucho… mucho…
―           Lo sé. Ya te hemos perdonado, tranquila – Maby intenta besar cada linda peca de su rostro.
Las abarco a las dos con mis brazos. Pam me mira, esperando una respuesta.
―           Pam, aunque te declaraste mi sumisa, no soy nadie para interponerme en tu corazón. Mejor que cualquiera, sé que es perfectamente posible que el corazón se divida entre diversos amores, aunque nunca son iguales. Te quiero a ti como hermana y como amante, a Maby como mi primera novia, y posiblemente, querré a otras más adelante, por otros motivos, que pueden ser más o menos tan válidos como los primeros.
―           ¿Entonces? – me pregunta, esperanzada.
―           No tengo las respuestas, pero creo que lo más sensato sería, como bien has dicho, pasar un tiempo de prueba. Yo tampoco quiero perderte, aunque deberemos frenar un poco para dejarte espacio para esa nueva relación. Sal con tu novia, Pam, experimenta y disfruta. No la mientas sobre lo que sucede aquí, cuéntaselo todo, desde el principio; que entienda nuestro amor. Ella decidirá por sí sola, y lo que decida será bienvenido.
Maby asiente.
―           Pero quiero que seas mía y de Maby, al menos una vez a la semana. Le dirás a Elke que puede poner las reglas que ella desee, si se quiere quedar con nosotros, sea por una noche, o para siempre. La respetaré por lo que es, tu pareja, pero también puedes decirle que le ofrezco el mismo amor que comparto contigo y con Maby, y creo que hablo también por ti, ¿no? – miro a mi morenita, quien tiene las lágrimas saltadas, escuchándome.
―           Si, Amo, por supuesto. ¡Joder, que labia tienes…!
Mi hermana salta sobre mí, abrazándome muy fuerte. Es una noche para la emoción. Tengo que esforzarme al máximo para contentarlas a las dos. Pamela lleva unas semanas sin ser sodomizada y no puedo permitir que ese culazo se cierre lo más mínimo. Maby, por otra parte, se enardece con nuestra pasión y relata las guarrerías que hemos estado haciendo a solas, mientras Pam y yo follamos como conejos. El morbo está asegurado.
―           He bajado a conocer a Dena – le cuenta Maby, tumbada sobre ella, en la cama. Por mi parte, alterno mis embistes entre sus vaginas cada tres o cuatro minutos.
―           ¿Si? Cuenta… — Pam le echa los brazos al cuello y mordisquea su barbilla.
―           Me gané unos buenos azotes, pero debo decir que así, de cerca, está muy buena. No es tan vieja como creía – dice Maby, con una sonrisa.
―           ¿Te dio unos azotes? – se asombra Pam.
―           No, tonta, Sergi me atizó en el culo por desobedecerle.
―           Como los que tú me has dado… — saca de nuevo la lengua.
―           Creo que te gustaron demasiado… así no es castigo… — Maby intenta atrapar la esquiva lengua.
Asisto a esa excitante conversación, mientras sigo follando uno y otro coñito. Espero que la solución que hemos buscado a este nuevo problema, dé sus frutos cuanto antes. ¿Se convertirá el trío en una doble pareja? Lo espero y lo deseo. Elke me cae bien, aunque no siento por ella nada definido por ahora. Sin embargo, si mi hermana es feliz, yo lo seré también. No quiero perder a Pam y no soy tan hijo de puta para obligarla a terminar con alguien a quien ama, aunque pueda hacerlo.
¿Qué hubiera hecho Rasputín?
                                       CONTINUARÁ
Comentarios extensos a: janis.estigma@hotmail.es
 
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!/

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