Cuando toda la perversa escena hubo llegado a su aparente fin los jóvenes quedaron todos extenuados.  Y yo también.  Mareo, alcohol, drogas y cansancio consti
tuían un cóctel difícil de aguantar tanto para mí como para ellos, aun cuando debían estar más acostumbrados que yo.  Al rato dos de ellos dormitaban… o tal vez dormían, no lo sé.  El flaco y el pendejito se mostraron cansados pero no a tal punto de abatimiento.  En un momento se dedicaron a jugar con una playstation.  Yo seguía en el piso como si me hubiera pasado un tren por encima.  Estaba abatida, tanto física como psicológicamente: ni en mi más remota y perversa fantasía podría haber imaginado vivir una locura así.  E increíblemente, en ese momento volví a pensar en Franco: ¿qué sería de él?  ¿Seguiría con la maldita turrita de la tienda?  Me invadieron unas incontrolables ganas de llamarlo: era un delirio desde ya, pero estimulaba mi idea el hecho de saber que su número estaba registrado en mi celular ya que me había llamado en la tarde previa, justo antes de que fuéramos a comprar la lencería.  Traté de no llamar demasiado la atención y marché a cuatro patas hacia el rincón de la sala de estar en el cual, hecho un bollo en el piso, se hallaba mi guardapolvo dentro de uno de cuyos bolsillos se hallaba el celular.  Ni el flaco ni el pendejito parecieron percatarse de nada; estaban muy absortos con su jueguito.

              Llegué hasta el guardapolvo, hurgué en el bolsillo y manoteé el celular.  Touché.  Había tres llamadas perdidas y un mensaje.  Por un segundo se me iluminó el rostro pensando que pudieran ser de Franco pero pronto me di cuenta de la realidad, que por cierto era más lógica.  Tanto los tres llamados como el mensaje tenían un mismo remitente: Damián… La culpa me volvió: ni siquiera me había acordado de él.  Si había gateado en busca del teléfono no había sido por él sino por Franco.  Y ahora me hallaba en la encrucijada: ¿a quién de ambos llamaba?  En la pulseada entre la razón humana y la conducta animal ganó claramente la segunda.  Marqué el número de Franco y llamé… y llamé… Nadie contestó.  Era de pensar que estaba aún con la jovencita de la tienda de lencería.  Una profunda desilusión se apoderó de mí.  El siguiente paso era llamarlo a Damián, pero… no, no podía arriesgarme a hacerlo en el contexto en que me encontraba.  Cierto era que ya la música hacía rato que había cesado y que los dos jugadores de playstation casi no emitían palabra; sólo se escuchaba el audio del juego.  Pero no, no podía arriesgarme: era preferible un mensaje de texto: “Perdón, amor, tuve una noche terrible.  La señora falleció y tuve que hacer algunos trámites por haber sido yo el último médico que la atendió.  Luego me quedé a acompañar a la familia en el velatorio y tenía el teléfono en silencio; no escuché tus llamados.  Beso.  Te quiero.”  De paso, el mensaje de texto era la mejor forma de no ser oída por los que jugaban con la play, los cuales al parecer ni siquiera se habían percatado de mis movimientos.  Me equivoqué:

                “Qué buen culo tiene la puta”
                 La voz era la del flaco, claramente.  Para colmo de males, en efecto, hallándome a cuatro patas como me hallaba y mirando mi celular, yo les estaba mostrando mi retaguardia a ellos.  Me giré despaciosamente, aunque siempre gateando.   Ni siquiera me miraban; era obvio que había sido un comentario hecho al mirarme de reojo.  Ambos seguían muy entretenidos con la playstation y no daban visos de plan alguno de interrumpir su actividad.  Eché un vistazo a la hora en el reloj: dos y media de la madrugada.  ¿Se podía considerar que la “fiesta” estaba terminada?  ¿Sería ya mi hora de irme?  De ser así, ¿cómo lo plantearía?  ¿Pedirles permiso?  ¿Aprovechar un momento de distracción y escabullirme?  En ese caso, ¿considerarían que ya estaba pagado el precio de su reserva con respecto al video?  Y aun suponiendo que así fuese, ¿hasta qué punto era fiable tal reserva a la vista de la imagen de irresponsabilidad que daban aquellos chiquillos, entre los cuales había un pendejito alzado y quinceañero?  En eso estaba cuando, de repente…, sonó mi celular.  Estúpida de mí; no había tenido el cuidado de ponerlo en silencio luego de enviar el mensaje a mi esposo; ahora cabían dos posibilidades: o era él o era Franco, quien posiblemente hubiera encontrado una llamada perdida mía.  Nerviosa y casi sin poder manipular el aparato, que se me patinaba entre los dedos, eché un vistazo al número y descubrí que no era el de Damián…, pero tampoco coincidía con el que había utilizado Franco y al cual yo había llamado un par de minutos antes.  Era otro… Dudé un instante con el celular en mano; finalmente decidí que debía contestar o de lo contrario pondría demasiado en alerta a los “sobrevivientes de la fiesta” en la medida en que el teléfono siguiera sonando.  Así que contesté y dije “hola” en un susurro apenas audible.  No les puedo describir lo congelada que quedé en cuanto oí la voz del otro lado:
              

   “Por favor, Franco, ¿puede usted hacerme el culo como la puta que soy?”

                 La mano me tembló.  Toda yo temblé en realidad.  Giré una vez más la vista para observar al resto.  Nada había cambiado: los dos que jugaban con la playstation seguían haciéndolo y en cuanto a Sebastián y el gordo, continuaban dormitando como si nada.  No era ninguno de ellos.  Por otra parte esta vez ni siquiera había sido un mensaje de voz: era una grabación y se notaba que había alguien que me la estaba haciendo escuchar desde el otro lado.  Intenté abrir la boca para preguntar quién era, quién hablaba, pero no me dio tiempo.  Cortó. 
                  Yo no podía sentirme más abatida.  Alguien seguía jugando conmigo y, al parecer, no tenía vinculación con ninguno de aquellos cuatro pendejos.  De hecho, no había nada que indicase que ellos hubiesen accedido a esa grabación ya que esas palabras yo las había pronunciado durante mi segundo encuentro con Franco en el colegio y lo que ellos me habían mostrado en el video correspondía al primero.  En eso el más pendejito maldijo a viva voz y lanzó al aire una serie de insultos a la vez que se ponía de pie.  El flaco emitió una estruendosa carcajada  y se mofó del chiquillo a quien aparentemente acababa de derrotar en lo que fuera que estaban jugando.   Mala noticia para mí: si el juego había terminado, ello los dejaba a ambos disponibles para volver a prestarme atención.

                  Dicho y hecho: pude ver de reojo como el pendejito, tal vez ofuscado o dolido por su derrota, venía hacia mí.  No tenía los pantalones puestos, cosa que yo no había percibido un rato antes cuando los viera jugando con la playstation.  Me tomó por la cintura en cuatro patas como yo estaba:

 

                 “Hora de romperle el culo a la doctora putita” – anunció, en tono jovial.
               El horror me invadió.  Parecía increíble que después de tantas vejaciones sufridas en esa noche todavía fuera a faltar una, pero no era sólo eso sino el hecho de que planeara penetrarme por la cola.  De algún modo, yo consideraba que esa parte de mi cuerpo ya había sido entregada a Franco y que, desde ese momento él, en condición de macho, era quien tenía derecho a poseerla.  Había decidido, en lo íntimo, jamás entregarla a ningún otro hombre.
           “N… no, por favor, por ahí no” – balbuceé.
           “No estás en condiciones de decidir” – intervino el flaco quien, súbitamente, apareció junto a mí y me acarició la cabeza con gesto tranquilizador.   Giré la vista y le eché una mirada sufrida e implorante.  No necesitaba hablar: mi cara de pánico lo decía todo.
             “No te preocupes, trolita – me siguió diciendo -.  Si ya te aguantaste ahí adentro la verga de Franco, es difícil que el manicito del pendejo éste pueda siquiera hacerte algo.  ¡Ni lo vas a sentir! Jaja… Más de una vez le habrá dicho eso a un paciente antes de pincharlo con una jeringa, ¿no? Jeje… Bueno, esto es lo mismo…”
            El flaco recibió un escupitajo en pleno rostro y era obvio que el agresor había sido el pendejito.  En respuesta, le aplicó un puñetazo aunque, a decir verdad, no llegaba yo a determinar si estaban peleando en serio o en broma.  Más bien parecía un manoseo de entrecasa, aun cuando daba la impresión de que el pendejito se tomara la cosa menos a la ligera que el flaco: era lógico, tanto por su edad como por el hecho de haber sido vencido en el juego unos instantes antes.
          “Dale, ja… – reía el flaco -.  Rompele el culo de una vez.  Es lo único que podés hacer; en el PES te lo rompo siempre yo, jajaja”
            Una nueva lluvia de golpes cayó sobre él aunque más que nada pareció una andanada de manotazos sin sentido.  El flaco se cubría con las manos y echaba un poco su cuerpo hacia atrás para salir del alcance del ataque pero no paraba de reír y mofarse.  Una vez que el pendejito hubo conseguido su objetivo de alejarlo un poco me tanteó el orificio: hurgó primero con su dedo y luego me enterró la verga; por cierto, no era la de Franco pero tampoco era tan pequeña como había dicho el flaco, posiblemente sólo por burlarse.  El problema fue que el chiquillo, inexperto e idiota, ni siquiera tuvo el reparo de lubricarme un poco con algo y, por lo tanto, puedo asegurarles que vi las estrellas.  No pude contener un aullido de dolor.
               “Sos un animal – le decía el flaco, aunque siempre en tono de juerga y de burla -.  Tenés que lubricarla, pedazo de bestia”
                El pendejito hizo caso omiso; en todo caso pareció arrojar un insulto que se hizo ininteligible entre sus exagerados jadeos y su respiración entrecortada.  Ya estaba en pleno proceso de darme la cogida animal y torpe que lo caracterizaba, pero esta vez por el culo.  Traté de pensar en Franco pero la realidad era que el dolor estaba en ese momento por encima de cualquier intento por sentir placer.  Por suerte yo sabía que las eyaculaciones del jovencito eran bastante precoces y supuse que ésta no sería la excepción: no lo fue, aunque tardó más que en las anteriores; era lógico ya que estaba más cansado.  Cuando la retiró de mi orificio tampoco mostró la más mínima delicadeza.  Alcé un poco la vista con incertidumbre y terror por lo que se venía.  En ese momento pude ver al flaco calzándose un profiláctico en su verga que ya había quedado enhiesta tras el espectáculo presenciado.  En parte agradecí que así fuera, aun cuando lo más posible era que se estuviera cuidando a sí mismo antes que a mí, pues no querría introducir su miembro en mi culo que estaba lleno con la leche del pendejito (¿por qué no habría tomado también tal cuidado antes?); pero en parte maldije para mis adentros ya que quedaba claro que los malditos cretinos estaban equipados con forros y, sin embargo, no los habían hasta allí utilizado en toda la noche: no tenía mucho sentido, viéndolo así, el porqué de tan repentino arrebato de higiene.  Tanteó con su pene en mi entrada y, como no podía ser de otra manera, recomenzaron los insultos:
             “A ver puta, abrí bien ese culito porque ahora vas a sentir una verga de verdad y no un manicito.  Ese pendejo pelotudo ni siquiera fue capaz de dejártelo bien abierto… Eso sí, lo dejó bien lubricadito, jaja… – casi de inmediato sentí la cabeza del pito entrando por entre mis plexos: trazaba unas especies de círculos para abrirse camino y ello me produjo una excitación que no había sentido en la cogida previa – Eso… – me decía – eso, así, putita… Te voy a meter la caquita para adentro, jajaja”
             Tengo que admitir que me montó magistralmente.  De todas las experiencias vividas esa noche era la que más se acercaba a Franco: se acercaba, sólo eso: Franco es único…  Pero se notaba que el flaco tenía una cierta experiencia y que, al parecer, ya le había hecho la cola a unas cuantas: sorprendente, si se consideraba que no era nada lindo.  Pero, en fin, si hay algo que una no ve cuando es penetrada por la cola es la cara de quien te lo está haciendo…  Una vez más busqué, por supuesto, pensar en Franco, pero como ya lo dije antes, en el caso del flaco se hacía difícil el ejercicio de reemplazo mental debido a los insultos y ordinarieces que profería todo el tiempo.  No es que Franco no fuera humillante con sus palabras, pero… lo era de otro modo: menos guarro si se quiere.  Y menos agresivo aunque, paradójicamente, más macho…  La cogida que el flaco me dio por la cola fue, por cierto, la más extendida que recibí esa noche, ya fuera de índole vaginal o anal.  A veces se detenía y parecía haberlo hecho definitivamente; luego retomaba en el momento más inesperado y, cuando eso ocurría, una excitación inenarrable me hacía soltar un alarido de involuntario placer.  Él sabía y gozaba eso.  Gustaba de llevarme al terreno en el cual yo me degradaba y terminaba no sólo aceptando ser cogida por el culo sino además deseándolo y sufriendo cada vez que él se detenía.  Aguanté en cuatro patas cuanto pude pero llegó un momento en que ni mis brazos ni mis rodillas dieron más: codos y piernas se vencieron y caí al piso exhausta, aunque siempre con la verga del flaco dentro de mi culo.  De hecho, él cayó sobre mí, enterrándomela aun más adentro.  No era su estilo besarme en el cuello o en la oreja, ninguna de esas cosas que hacía Franco o incluso Sebastián.  Yo suponía que me iba a instar a levantar mi cuerpo para ponerme nuevamente a cuatro patas pero me equivoqué.  Sin quitar la verga de mi culo manoteó un par de almohadones que, en algún momento de la alocada noche, habían caído de los sillones y andaban desparramados por el piso.  Y ahora sí, cruzando un brazo por debajo de mi vientre me izó prácticamente y, con sorprendente rapidez y habilidad (repito: daba la sensación de saber bien lo que hacía y de haberlo hecho muchas veces antes) depositó los dos almohadones bajo mi estómago y así quedé, con mi mentón en el piso pero con mi cola levantada y en pompa, además de empalada.
           Y la anal embestida arreció nuevamente, llevando mi excitación a niveles nuevos, posiblemente por lo degradante de la posición en que había sido colocada.  De pronto mi celular comenzó a sonar: el peor momento para atender.  Eché un rápido y aterrorizado vistazo: el aparato estaba en el piso a escasos centímetros y al alcance de mi mano.  La melodía del ringtone sonaba insistentemente y la pantalla iluminada mostraba el nombre “Damián”.
            ¿Y ahora?  No contestar sería un problema pero hacerlo también.
            “Tu marido, ¿no? – preguntó el flaco con tono divertido -.  Dale, contestale al cornudo”
               No.  De ninguna manera.  No podía yo responder a ese llamado y permitir que mi esposo volviera a escuchar mi respiración agitada y entrecortada.  Ya no podía seguir sosteniendo la burda excusa de las escaleras.
              “Contestá” – me urgió el flaco enterrándome aún más la verga.  Lancé un lastimero quejido en el cual se conjugaban dolor, placer y pánico.
               “No” – dije tajantemente, sorprendiéndome a mí misma por la seguridad en la negativa.
           

   El flaco no dijo nada pero resopló como quien pierde la paciencia.  Se dejó caer encima de mí provocando con ello una nueva marca dentro de mi culo.  Su acto, en realidad, tuvo más que nada por objetivo estirarse para alcanzar mi celular.  Para mi espanto, lo hizo.  Sin sacar en ningún momento su pija de mi orificio se incorporó un poco y al girar mi cabeza lo más que pude, logré ver que se llevaba el aparato a la oreja.  No, no podía permitirlo de ningún modo.  En un esfuerzo sobrehumano arqueé mi espalda y el movimiento hizo que, una vez más, la verga del joven siguiera avanzando dentro de mi ano.  Pero por fortuna el esfuerzo sirvió: estirando el brazo hacia atrás hasta que el hombro me dolió, conseguí con un veloz manotazo arrancarle el celular de la mano y arrojarlo a lo lejos lejos; se estrelló contra el zócalo de la habitación y luego quedó en el piso, a unos tres metros de nosotros.

              Mi reacción, obviamente,  lo enloqueció.
               “Pero… pedazo de puta… ¿qué hacés? – me abofeteó la cara sin piedad un par de veces -.  ¿Qué hacés?”
              No fue a buscar el celular ya que, al parecer, no estaba dispuesto a desalojar mi culo ni siquiera por un momento.  Tradujo su furia en la peor arremetida que hubiera yo tenido que soportar hasta el momento.  Como una perforadora entró una vez… y otra… y otra, en tanto que yo, desgarrándome y bifurcándome entre el dolor y el placer, no pude hacer nada… salvo aullar.  Estaba yo agitadísima; sentía que por mucho que fuera el aire que llevaba a los pulmones, era poco.  Entreabrí los ojos en algún momento para volver a mirar al celular y me encontré con la imagen del pendejito levantándolo del piso y escudriñando la pantallita.
             “N… no, ¡Nooo!  ¡Por favor, no cont…”
             Una nueva bofetada por parte del flaco me hizo dejar inconcluso mi ruego, sobre todo considerando que esta vez la mano se estrelló en mi rostro abarcando tanto mejilla como trompa.  Mi cola seguía siendo penetrada y mis jadeos daban lugar a sollozos.  Impotente y vencida, volví a girar la vista hacia el pendejito.  Para mi sorpresa, no estaba contestando el llamado ( de hecho, el ringtone había dejado de sonar) sino que lo dirigía hacia mí… y me estaba tomando una foto.  Volví a amagar decir un “no” pero otra vez recibí una bofetada y noté que la fuerza del golpe se iba incrementando en la medida en que me mostraba renuente a la sumisión y al silencio.  Opté entonces por quedarme callada; prácticamente no había otra opción.  El pendejito seguía tomando fotos con mi celular.  Para esa altura yo ya no sabía si el hecho de que no hubiera contestado el llamado de mi esposo constituía un alivio o una condena aún peor.   Yo lo seguía oteando; cada tanto me veía forzada, sin embargo, a cerrar mis ojos por la intensidad de la embestida dentro de mi cola.  Aun así, pude ver cómo se dedicaba a recorrer las fotos una por una e incluso me dio la impresión de que miraba más de las que había tomado, como si estuviera fisgoneando dentro de mis fotos privadas.  Se me cruzó por la cabeza una vez más la posibilidad de decirle algo pero el temor a recibir una nueva bofetada restallando en mi rostro me hizo abstenerme.  Alcancé a distinguir que tomaba otro celular, presumiblemente el suyo y que comparaba los dos, como cotejando algo.  Cabía y era esperable, por supuesto, la posibilidad de que se estuviera enviando la foto a sí mismo pero además me dio la impresión de estar revisando algún número dentro de su directorio.

             “Ja… ahí le envié la foto a  Franco” – anunció tras unos segundos, luciendo una sonrisa que de tan triunfal terminaba por verse estúpida.

             Claro.  Eso era lo que estaba haciendo: fijándose el número de Franco ya que desconocía que yo lo tenía registrado desde la tarde y, de hecho, jamás puse su nombre en el directorio.  Me sentí desfallecer.  Caí de bruces al suelo mientras el flaco no paraba de penetrarme por la cola.  De todas las personas en el mundo ante las cuales podía darme vergüenza ser expuesta en esa situación, creo que Franco se llevaba sin dudarlo el primer lugar.  Era una ironía, sí, y una locura, pero me golpeaba más hondo eso que si le hubieran enviado la foto a Damián.
             Creo que no pasaron ni treinta segundos y un celular sonó.  Pero no era mi ringtone: era el del pendejito. 
              “Eeeh Fran… – saludó festivamente y visiblemente excitado -. ¡Qué fotito te mandó papá eh!  ¿Te llegó, trolazo?”
               Durante un rato hubo silencio.  Era obvio que era Franco quien hablaba y su alocución sólo se veía cortada, cada tanto, por alguna risotada o carcajada estentórea del chiquillo.  Luego éste se acercó y le pasó el teléfono al flaco.
                  “Quiere hablar con vos” – anunció.
                 El flaco tomó el celular sin dejar de bombearme por el culo en ningún momento.  Hasta habló con una inusitada serenidad y sin siquiera muestras de agitación en la voz.
                “Fran querido, ¿todo bien por ahí?… Y, acá estamos, jeje… Rompiéndole el culo un poco a la doctora…  Te llegó la foto, ¿no?  Jeje… y sí… se ve que la dejaste bien preparada porque le entra como por un tubo, jaja – no podía creer las palabras que estaba oyendo; el modo en que hablaban de mí.  ¡Cuánta vergüenza!  Quería morir… y encima el bombeo del flaco no se detenía y me vi obligada a soltar un par de aullidos que más que seguramente fueron oídos por Franco; las palabras del flaco así lo confirmaron apenas un instante después -.  Jeje,¡seeeee! ¿La escuchaste?  Igual te digo una cosa, eh…  Vos se la habrás estrenado pero yo le voy a agrandar el agujero eh, jaja… Grita, grita mucho la puta, jeje… Así que lo siento Fran… usted será muy minero pero acá me parece que salió perdiendo eh, jajajaja… Y, no sé, no sé – el tono siempre era de jarana; no daban la impresión de estar discutiendo en serio -, yo creo que hoy me la llevo a casa clavada por el orto eh, jajaja… Así se lo dejamos bien grande… Cosa que cuando esté dura de vientre pueda hacer caquita bien, jajaja”
               La humillación hacia mí parecía encontrar siempre un nivel superior y, de manera concomitante, arrojarme a un pozo cada vez más profundo.  La andanada de barbaridades que decía el flaco iba alternada, por supuesto, con pausas de silencio en las cuales seguramente estaría hablando Franco.  Yo albergaba, ilusamente, la esperanza de que Franco los llamara al orden.  Él había sido el primero en tomarme detrás y desde ese momento se había convertido en mi macho.  ¿Por qué permitía que sus amigos jugaran conmigo e invadieran lo que por legítimo derecho era suyo?  ¿Tan poca era la importancia que me otorgaba entre sus posesiones personales?
                “Che, ¿y vos cómo la estás pasando con la de la tienda?… Jeje, ¿se porta bien la muchacha?… Jaja… ¿ah sí?”
                 Un nudo en la garganta.  Un puño abriéndose en el medio de mi pecho.  Y todo eso al mismo tiempo que era penetrada por la cola.  De pronto se produjo una pausa un poco más larga en el diálogo telefónico que estaban sosteniendo.  El flaco me acercó el celular al rostro:
                “Quiere hablar con vos” – dijo.
              

   Tomé el celular temblando; de modo extraño se produjo en mí una cierta emoción al saber que Franco quería hablar conmigo.  El flaco, momentáneamente, interrumpió el bombeo; interpreté el gesto como una forma de dejarme hablar más tranquila por teléfono.

                 “F… Franco…” – tartamudeé; el corazón me saltaba en el pecho.
                 “¿Cómo le va, doc? – resonó la voz al otro lado de la línea satelital – ¿Cómo la está pasando?  ¿La tratan bien?  Recién vi una fotito y se la veía muy bien, doc, eh…”
                 Touché.  Otra vez me quería morir.  Ni del tono ni de sus palabras se desprendía que estuviera molesto por el hecho de que sus amigos decidieran entrarme por atrás.
                   “F… Franco… – balbuceé, al borde de las lágrimas -.  Por favor te lo pido, ¿podés parar esto?”
                  “Eeeeepaaaaa… ¿Qué pasa,doc?  Está en una fiesta, piense eso… Póngale onda…”

                 Yo ya no sabía ni qué palabra decir…; cada vez que alguna parecía estar acudiendo a mis labios, cuando lograba salir lo hacía en forma de gimoteo o de sollozo.  ¿Cómo podía decirle algo como “Franco, mi cola es tuya, sólo tuya”.  Sonaría no sólo degradante sino además burdamente ridículo, casi como una frase rosa de una telenovela pero puesta en formato porno

 

                 “Franco…” – musité.
                 “Ah, acá hay alguien que quiere hablar con vos” – me interrumpió con brusquedad y dando la impresión de ni siquiera haberme escuchado.
                  Rápidamente escuché como si el celular cambiara de manos y, casi al instante, percibí una risita juvenil que me hizo tener el peor de los presentimientos.
                  “¡Holaaaaa!  ¿Cómo estás, mi amor?  ¿Cómo te quedó la ropita?  Por lo que vi en la foto, me parece que bien… Bah, jaja, al menos lo que te dejaron puesto”
                   En efecto: era la voz de la odiosa vendedora.  Aun si no se tuvieran en cuenta sus obvias referencias a la lencería que ella misma me había elegido, era a esa altura para mí imposible no reconocerla.  Odié esa voz durante buena parte de la tarde.  La detesté cada vez que la escuchaba cuchicheando con Franco o cada vez que, en el probador, me decía al oído todas las frases hirientes que se pudiesen llegar a imaginar.  Hice una larga pausa antes de contestar; finalmente lo hice, dolida, vencida…
                    “S… sí, me queda bien”
                    “¿Les gustó a los chicos?”
                     Tono falsamente simpático.  Tono mordaz.  Tono hiriente.  Mina de mierda…
                       “Sí… les gustó mucho”
                      Tierra, trágame, por favor.  No me reconozco.
                        “Aparte vi que te estaban haciendo la colita… Esa ropita que te di es genial para eso porque deja la cola bastante descubierta y no hace falta sacar nada.  ¡Es ideal!  ¿No???”
                      Qué ganas de asesinarla.  Esa chica sólo zafaba de ello por estar al otro lado de una línea satelital.
                      “Sí – respondí con voz apagada -, es ideal, sí”
                     “¿Y cómo se dice???” – atronó la voz de Franco, quien pareció acercarse al teléfono para hablar.
                      Demás está decir que yo sabía sobradamente qué era lo que Franco quería que yo dijese.  Me lo pedía él; imposible decir que no, aunque doliese al alma y a la dignidad.
                     “G… gracias” – balbuceé.
                      “Ja, no, de nada, mi amor… Ya te dije: cuando tengas otra fiestita le decís a Franco que te traiga y te visto de vuelta… ¿Sí, linda?  ¡Me alegra en el alma que la estés pasando bien!  Yo la estoy pasando muuuy bien acá con Fran, así que también te tengo que dar las gracias porque lo conocí gracias a vos… Te digo una cosa eh – su voz adoptó un tono serio que sonó fingido; luego bajó al nivel de un susurro como buscando que Farnco no la oyera, pero era todo más bien un efecto histriónico, parte de una escena teatral que la putita manejaba con habilidad -… Essssss una mmmmmáquina… Jajaja… . clavó la “m” unos segundos en sus labios para aumentar la sensación de erotismo -. Te mata…, te da como en bolsa”
                    Y sí…, si lo sabría yo.  Cuánta envidia, cuánto odio al saber las suertes diferentes que ella y yo estábamos viviendo.  ¿Sería tanto castigo el precio de haberla pasado tan bien en su momento y de haber traicionado a mi esposo?  ¿Habría alguna fuerza del más allá que se dedicaba a castigar a las esposas infieles?  Si la había, parecía ser que se regodeaba hasta el deleite haciéndome sufrir.   Con crueldad.   Con sadismo.
                   “Bueno, lindura – me dijo -, te dejo porque me parece que el bomboncito que me estoy comiendo quiere seguir.  ¡Mmmmmuack!  Te mando un beso grande, grande…”
                    Ya ni siquiera contesté.  No podía.  Y ahora no era mi boca sino mi espíritu quien no lograba soltar palabra.  Franco volvió a tomar el celular.  Justo en ese momento y como si supiera, el flaco reinició su embestida dentro de mi ano con toda furia.  Un grito escapó de mi garganta… No sé cómo no perdí el celular que tenía en mano; creo que debe haber sido el influjo de Franco, el saber su presencia al otro lado de la línea.  El teléfono se había convertido en ese momento en mi único nexo con él: nexo pobre y humillante dadas las circunstancias, pero nexo al fin, así que quería mantenerlo en mano costara lo que costase…
                   “¿Escuchás Fran…? – vociferaba exultante el flaco -.  Escuchá bien eh… Así se le hace el culo a las doctoras casadas…”
                   Su verga estaba toda dentro de mí y la podía sentir hinchándose y contrayéndose, hinchándose y contrayéndose… Y cada vez era más lo que se hinchaba  y menos lo que se contraía.  Podía sentir sus huevos prácticamente apoyados y aplastados contra la parte baja de mi cola y sobre el inicio de la raja de mi sexo.
                  “Epaaaaaa… – se escuchó la voz de Franco a través del teléfono – ¡Cómo estamos, doc, eh!”
               La odiosa y femenil risita se le sumó.  Yo ya no cabía en mí del odio, pero el flaco no me dejaba pensar mucho en eso.  Seguía… y seguía… y seguía…  Alguien me quitó el celular de la mano y cortó la comunicación.  Eché un vistazo: era el pendejito, claro… Era suyo el celular después de todo y ya hacía largo rato que estaba siendo utilizado por otros.  Me sentí morir porque fue como si apartaran a Franco de mi lado… ¡Dios!  ¿En qué ser horriblemente decadente me había convertido?   Extrañaba una conversación aun cuando la misma significara una cuchillada detrás de otra en contra de mi dignidad.  El flaco intensificó su ritmo.  Yo tenía que pensar en Franco.  Franco.  Franco.  Deslicé una mano por debajo de mi vientre y me dediqué a masajearme la conchita.  Franco… Franco… Franco… La respiración del flaco se fue haciendo cada vez más jadeante y ahora despedía una serie continuada de alaridos que hacían difícil pensar que Sebastián y el gordo siguieran dormitando.  Yo me masajeé aun con más fuerza mi zona genital.   Los dos estábamos llegando al orgasmo… El flaco y yo… Yo y él… Yo…y… Franco,… Franco…, Franco… Ya llega, ya llega, ya llega…
                 Si no sentí esta vez el río caliente adentro de mi cola fue porque el flaco había tenido el buen tino de ponerse un preservativo.  Cayó sobre mí, jadeante y babeante en el mismo momento en que mi propia excitación llegaba a su punto culminante y estallaba… Allí quedó durante un largo rato, tanto que hasta llegué a pensar que se había quedado dormido.  Finalmente se incorporó y retiró su verga de adentro de mi culo del mismo modo que si quitara el tapón de un lavabo.  Fue a buscar algo para beber, como si de repente se olvidara de mí por completo.  Allí quedé, con dos almohadones debajo de mi estómago para poner bien alta mi cola, profanada y corrompida una vez más.  Yo cerraba los ojos, apretaba los puños… y obviamente pensaba en Franco…
                 Durante un rato parecieron olvidarse de mí…Estuvieron como ausentes, echados en los sillones y semidesnudos.  No hablaron palabra, ni conmigo ni entre ellos.  Sebastián, en algún momento, se removió en su lugar, estiró los brazos como para sacudirse un poco la modorra pero creo que ni siquiera le vi abrir los ojos.
                 “Che, qué quilombo que hacen eh” – dijo, entremezclándose sus palabras con un bostezo.  Luego se arrebujó nuevamente y no volvió a decir nada.
                ¿Estaría concluida la velada?  ¿Cuál era el momento en que yo podría marcharme?  ¿Tenía que pedir permiso para hacerlo?  Estaba tan abatida y vencida que, más que gatear, repté hasta llegar nuevamente a mi celular.  Tomé mi guardapolvo y me lo eché encima; tanteé en los bolsillos los preservativos que había traído y que finalmente no habían sido usados, ya que el único en utilizar uno había sido el flaco y lo hizo recurriendo a uno propio.  Sobre una repisa se hallaban los lentes que me habían quitado al entrar; como se hallaban a una cierta altura, tuve que ponerme en pie.  Eché un vistazo hacia los muchachitos y, al parecer, el flaco y el pendejito se habían rendido ante el cansancio y dormitaban.  Fue, sin embargo, la voz de Sebastián, la que me tomó por sorpresa en ese momento:
                 “¿Ya se va, doctora?” – me preguntó.
               

La pregunta me sorprendió por dos razones: una, porque suponía dormido a Sebastián; otra, porque en la forma de preguntar parecía estar implícito que yo, si así lo quería, podía marcharme.  Ignoro si tal libertad era el premio por haber cumplido con “mi parte”.  Lo único realmente cierto era que si se me estaba dando la posibilidad de irme y se me preguntaba por ello, no debía yo desperdiciarla mostrándome dubitativa.

                “Sí – dije -.  Ya es tarde…”
                Asintió con la cabeza.  La mayor parte del tiempo mantenía sus ojos cerrados abriéndolos sólo fugazmente de tanto en tanto.
               “Claro… imagino que su marido la está esperando, ¿no?”
                Bajé la cabeza y asentí con vergüenza.  No supe si llegó a ver mi gesto.
                “No la coge demasiado bien el profesor, ¿no?” – lanzó a bocajarro y me tomó desprevenida con la pregunta.  Lo miré vacilante, sin saber bien qué tenía que decir o qué esperaba él que yo contestara.  Lo único que sí sabía yo era que quería el camino más corto en pos de marcharme de aquel lugar.

                 “P.., ¿perdón?…” – musité.

                “Nada, sólo eso que le pregunté.  Usted no me parece que sea una esposa bien atendida, ¿no?”
                 Lo miré un rato sin contestar.  Ahora sí que él tenía los ojos bien abiertos y me clavaba una mirada severa e inquisidora, aunque a la vez de conmiseración.
                  “Bueno…, yo siempre creí que sí…” – dije, bajando la vista nuevamente.
                   “Hasta que la cogió Franco” – me interrumpió, adelantándose a lo que en verdad no sé si me hubiera atrevido a decir.
                  Asentí con la cabeza, avergonzada.  De algún modo y aún sin hablar del todo, acababa yo de hacer una confesión, lo cual sólo era explicable en el súbito cariz intimista que parecía haber tomado la charla de Sebastián.
                   “Vení acá…” – me dijo, tanteándose el muslo y girando hacia el tuteo.
                   Me quedé congelada por unos instantes.  Me estaba invitando a sentarme nuevamente en su regazo cuando no hacía nada que me había preguntado si me marchaba.  Él detectó mi incertidumbre.
                 “Vamos, vení… es un toque y te vas” – me dijo, imperativo y a la vez tranquilizador.
                 Caminé despaciosamente hacia él sobre mis tacos, los cuales siempre conservé puestos al igual que las medias.  Me ubiqué donde él quería y me rodeó con una mano la cintura.
                 “Mirá… – me dijo -.  Te voy a decir una cosa: Franco es el ganador a full del colegio.  Todas las pendejas están con él; no hay vuelta.  Pero ojo: no te enamores de él porque él no se enamora de nadie.  Lo de él es usar a las minas… Te lo comento porque me caés bien y no quiero que salgas herida”
                  Me propinó un beso en la mejilla.  Yo permanecí en silencio.
                  “Sí, ya sé… – dijo él -.  O te duele esto que te acabo de decir o bien no lo querés creer, pero… es así: te lo digo por tu bien”  
                   La situación era por demás extraña: yo, una mujer adulta,  universitaria y profesional, estaba sentada sobre el regazo de un adolescente siendo aconsejada sobre la vida como si él fuera mi padre y yo su hija.  Aun así, debo confesar que el tono paternal me llegó y creo que fue eso lo que me llevó a profundizar algo más al momento de desnudar mis sentimientos.
                  “No sé si la palabra es enamorada… – dije, dudando -.  Es… difícil de definir… lo que me pasa con él… Pero amor… no sé, no sé si es eso…”
                  “¿Qué es lo que te gusta de él? – me cortó seca pero gentilmente.
                   Una vez más me vi tomada por sorpresa.  Yo no sabía bien poner en palabras lo que me atraía de Franco.  O, en realidad, era una suma o una combinación tan grande de cosas que no tenía forma de ser sintética.  Por suerte Sebastián siguió indagando y eso me guió un poco en mis respuestas.
                   “Está bueno, ¿no?”
                   Me sonrojé.
                  “S… sí, es m… muy lindo chico”
                  “Y tiene un lomo bárbaro, ¿no?”
                  “S… sí, lo tiene… físico increíble…”
                  “Y una pija tremenda”
                   Sentada como estaba sobre él, di un respingo y le miré.  Lo extraño del asunto era que si bien su interrogatorio había virado repentinamente hacia un tono más guarro, él no había perdido su amabilidad.    Y su expresión no revelaba (como sí lo había hecho en otros momentos) burla o sarcasmo.  Por mi parte, no pude evitar que una sonrisa se me dibujara en los labios; bajé la vista estúpidamente.
                    “Se te hizo agua la boca de sólo pensar en ella” – me dijo.
                     “S… sí, admití… muy buen pito… No es sólo el tamaño, que lo tiene…, es… bello, no sé cómo decirlo”
                   “Bien – reconoció él -.  Hasta ahí lo físico… ¿Qué más hay en Franco que te atraiga?  Dejemos de lado lo físico por supuesto…”
                  Touché.  Parecía querer llevarme hacia el terreno del cual yo no tenía muchas ganas de hablar.  Era paradójico, porque cualquiera pensaría que mi honor hubiera quedado mucho más a salvo si identificaba en Franco elementos de atracción que estuvieran alejados de lo físico.  Por el contrario, los que hasta allí había reconocido ante Sebastián eran puramente físicos.  Cualquiera podría pensar (y tal vez con justa razón) que una mujer mayor que sólo encuentra tales elementos de atracción en un chiquillo y no es capaz de reconocer ningún otro de tipo afectivo o sentimental, bien puede ser considerada una puta de mierda.  Adónde habría llegado yo que prefería eso antes que reconocer una atracción más profunda por Franco.  Es que, en realidad, todo jugaba y se conjugaba: lo que acababa de admitir y lo que no quería admitir.
                  “Bueno… él… – me vi obligada a decir a mi pesar -, tiene una personalidad muy atrayente… No sé cómo definirlo: no he conocido un hombre ni mucho menos un chico así…  Tiene un magnetismo casi animal… un espíritu terriblemente dominante… No puedo evitar pensar en él sin pensar en el papel que cumplen los machos en el mundo animal…”
                  “Ajá.  Digamos entonces que logra hacerte sentir como una hembra, cosa que tu marido no consigue”
                    Touché.  Cuando antes había dicho que Sebastián tenía cosas que me hacían acordar a Franco no estaba equivocada.  Sabía sacarme la ficha enseguida y hasta en eso remitía a él.  Esta vez no pude contestar.  Bajé la vista avergonzada una vez más.  Él me tomó por el mentón para levantarme la cabeza nuevamente y luego acercó sus labios a los míos.  Me besó y se entretuvo hurgueteando un poco con su lengua entre mis labios.  En ese momento cerré los ojos. 
                    “Decí la verdad… – me dijo en cuanto nuestras bocas se separaron -. Pensaste en él, ¿verdad?”
                     Touché.  Touché.  Touché…  Me aclaré la voz.
                    “Sí” – admití.
                     Me dio una palmada en las nalgas.
                     “Ya es hora de que te vayas – me dijo -.  El profesor te va a extrañar”
                     “Ya hace rato que debe hacerlo… – repuse -.  Te… hago una pregunta, Sebastián…”
                    “Seba…”
                 

   “O…ok… Seba… una pregunta: ¿qué va a pasar con el video?  La filmación…”

                    “No te preocupes – me dijo con tono tranquilizador -.  Si yo me entero que uno de estos retardados mentales lo andan difundiendo, los reviento a piñas y les corto los huevos…”
                    “Ajá… ¿Y la chica ésa, la lesbiana?”
                    “Ah, de ella no sé nada, pero es bastante canuta con respecto a todo… Es torta, no te olvides… No tiene demasiadas amistades en el colegio porque es un poco como que las chicas la esquivan para no aparecer pegadas a ella… Con quien, dentro de todo, más habla es con Franco y de todos modos es una relación amor – odio, de ésas que no se entienden bien, ¿viste?  Las amigas de ella son de afuera del colegio: si difundió tu video fue entre ellas, que seguramente no te conocen… Eso sí, si son lesbianas, lo habrán disfrutado, de eso no hay dudas…”
                Se sonrió ligeramente y otra vez mis mejillas se ruborizaron.  Bajé la mirada; de un modo casi involuntario de pronto me encontré jugando con las yemas de mis dedos entre el vello del pecho de Sebastián.  Casi al instante me di cuenta de lo que estaba haciendo.  Lo miré con mucha vergüenza.  Pero su mirada era totalmente serena, sin rastros ya de la resaca y la modorra que antes se habían apoderado de él.  No dijo una palabra, pero de algún modo interpreté de su forma de mirarme que yo no estaba haciendo nada malo, así que volví  a acariciarle el pecho.  Sé que es difícil de explicar así como difícil de entender para el lector, pero en ese momento yo sentía un desamparo demasiado grande y, de manera extraña, era como que me sentía contenida por él: por un chiquillo que no debía pasar los diecisiete años.
               “Y te hago una pregunta más…” – le dije, prácticamente en un susurro.
               “Sí… decime…”
               “Yo… estuve recibiendo algunos mensajes de voz…”
              “¿Mensajes de voz?  ¿Y qué decían?”
             “B… bueno… – volvió en mí el tartamudeo -.  Es una grabación de audio en la cual yo… le pedía a Franco por favor que me hiciera la cola”
             Frunció el ceño.  Revoleó un poco los ojos como si no entendiera del todo y buscara poner en orden la situación en su cabeza.
               “O sea… ¿te grabaron?”
               “S… sí, ése fue Franco”
               “Ah, qué turro… cómo le gustan esas cosas… y bueno… ¿y qué pasó después?  Te estuvo mandando mensajes con tu propia voz?  ¿Con la grabación que él te hizo?”
             “No estoy segura de que haya sido él… – sacudí la cabeza -.  De hecho creo que no… Por eso quería preguntarte si no…”
              “No – negó con énfasis, adelantándose a mi posible pregunta -.  Te puedo asegurar que no.  Una: si algo me embola son los mensajes de voz.  Segunda: te puedo asegurar y no tengo por qué mentirte que no escuché una grabación así en absoluto.  Si llegaste a pensar en nosotros, ya te voy diciendo que no…”
                Asentí con la cabeza.  No sé por qué pero me pareció que había sinceridad en sus palabras.  Es raro cómo una puede, de pronto, estar confiando y sentirse protegida por alguien que te ha usado a través del chantaje.  Bajé aún más la vista y me encontré con su bulto; lo único que tenía puesto por encima del mismo era el bóxer. 
                  “¿Te puedo pedir algo más antes de irme?” – le pregunté.
                 “Sí, dígame, doctora” – me respondió, al parecer sin decidirse entre tutearme o no hacerlo, ya que alternaba todo el tiempo en el tratamiento.  Me miró extrañado.
                 Bajé la mano que tenía sobre su pecho y le acaricié el bultito.  Noté que sintió el impacto: su pene reaccionó claramente; no se irguió desde ya, pero quedó bien claro que la sangre comenzaba a bullir en su interior: fue como haber pasado la mano por encima de un gatito que estuviera durmiendo y que reaccionara ante el contacto.
                 “¿Te lo puedo chupar?” – pregunté.  Me sorprendió la absoluta desinhibición con que lo dije.  Creo que el clima intimista y de confesión que Sebastián había propuesto era el principal responsable de ello.
                  Él sonrió.  Se mostró sorprendido.
                 “C… claro – dijo -.  ¿Qué pasa?  ¿Te quedaste con ganas de más?”
                  “Es que… espero que no te ofendas…”
                  “¿Ofenderme? – su sorpresa parecía ir en aumento -.  ¿Ofenderme por qué?  No entiendo… Debe ser la primera vez que una mina me pide eso en mi vida, ja… Siempre lo tuve que pedir yo…”
                 “Claro… es que… necesito chupártela como si fueras Franco”
                  Dio un claro respingo.  Yo no sabía si estaba a punto de mandarme a la mierda o simplemente se mantuvo unos segundos en silencio barajando la situación.
                   “Bueno… – dijo finalmente -.  No hay problema, pero… ¿vas a decirme que no lo hiciste ya hoy cuando te cogimos?”
                   Touché.  Una vez más me había sacado la ficha.
                  “S…sí, pero… en ese caso lo hice por decisión propia y sin que lo supieran.  Ahora quiero que lo sepas; no quiero mentirte…”
                   Frunció los labios.  Movió un par de veces la cabeza como asintiendo.
                   “No le veo nada de malo, doctora… Si usted quiere pensar en Franco, entonces seré Franco…”
                   Bajó una de sus manos hacia sus genitales a los efectos de llevar hacia abajo el elástico del bóxer, pero lo detuve:
                    “Chist.  Quietito… No hagas nada; relájate y nada más.  Yo me encargo”
                    El hecho de que yo tomara de tal modo la iniciativa lo sorprendió, pero gratamente: sonrió.  En ese preciso instante lo besé en los labios:
                   “¿Te confieso una cosa? – le dije -.  De los cuatro fuiste por lejos el que más disfruté…”
                   “Hmmm… ¿Será porque de los cuatro soy el que más te  hace acordar a Franco?”
                    Sonreí.  Lo besé nuevamente.
                   “Hmmm… puede ser…” – contesté.
                    “Y… sí… se entiende… Franco y yo es como que tenemos… hmm,  no sé cómo decirlo sin que suene agrandado, pero… una cierta educación, una cierta clase… Estos otros son un cachivache…” – trazó un arco con la mano hacia los otros tres, que dormitaban el sueño de la resaca.
              

     Le tapé la boca con mis dedos, en clara señal de que no siguiera hablando.  Es que no quería que su voz me distrajese de Franco.  Bajé mi cabeza hacia su bulto y sólo pensé en Franco, Franco, Franco… Primero le di una buena lamida por encima del calzoncillo hasta dejarlo bien duro y con un manchón húmedo sobre la tela.  Luego no había mucho más para dudar.  Le llevé abajo el elástico y, una vez que su verga se irguió hacia mi cara, abrí bien grande mi boca para enterrar el tronco en ella llevando mis labios hasta la base misma.  Y así mamé… y mamé… y mamé… Una vez, otra, otra… Franco, Franco, Franco… en mis pensamientos sólo Franco.  En él precisamente pensaba en el momento en que el torrente tibio me subió hasta la garganta.  No abrí la boca en ningún momento sino que simplemente tragué… y tragué… y tragué… Franco, Franco, Franco…

                    Qué raro todo.  Una vez que solté su verga después de haber parecido que él estaba muriendo de tanto que gritaba, lo miré.  Y me pareció de repente verlo como a un objeto.  Qué ironía: justo él, que era quien había armado todo el chantaje y la fiesta en mi contra y quien había llevado la voz cantante en todo momento mientras yo era reducida a la peor cosificación posible.  Pero yo lo acababa de usar como objeto para traer a mi mente y a mis sentidos la imagen de mi macho hermoso y semental, invencible y dominante…

 

                 Cuando me retiré del lugar, Seba simplemente me indicó en dónde estaba la llave.  Me acerqué para darle un beso de despedida y, en ese momento, me tironeó del guardapolvo desprendiendo varios botones.
                “Quiero verte una vez más” – me dijo.
                Y ante sus ojos quedé una vez más expuesta, vistiendo el erótico atuendo que una vendedora atrevida me había elegido en la tarde previa.  Esa misma vendedora atrevida que ahora estaría revolcándose con Franco.  Seba permaneció un rato recorriéndome con la vista; ignoraba yo si ello constituía algún prolegómeno a una nueva embestida sexual, pero no fue así.  Simplemente me dijo:
                   “Podés irte…”
                    Di media vuelta y cuando estaba a punto de trasponer el vano de la puerta, me habló nuevamente:
                     “Recordá lo que te dije de Franco.  No te enamores de él porque estás en el horno.  Él hace así – chasqueó los dedos – y las minitas se le ponen en cuatro… No me gustaría que salieras dolida”
                    No contesté nada.  Sólo lo miré y asentí.  Salí del lugar; el timbre de apertura de la puerta de calle sonó con precisión milimétrica cuando yo estaba a punto de tomar el pomo.  Sentí una brisa fresca una vez en la calle.  Me crucé un poco un flanco del guardapolvo sobre el otro a los efectos de proteger mi cuerpo semidesnudo no sólo del repentino frescor sino también de cualquier mirada inoportuna, aunque la realidad era que no había un alma en la calle.  Subí al auto y me alejé de allí.  Mientras conducía, no cesaban de desfilar imágenes por mi mente: por un lado, las terribles e inéditas experiencias vividas y sufridas en esa noche; por  otro, mi marido esperándome en casa, tal vez durmiendo o tal vez no; por último pero quizás más importante, Franco y la vendedora: me hice la cabeza imaginándolos en todas las posiciones posibles y hasta me excité y me toqué, situación impensable después de la frenética noche de sexo y descontrol que había tenido.  Durante algún rato manejé sin rumbo: la resaca me duraba y los efectos de las drogas también.  Cuando creí que finalmente había dado con el camino correcto, me empezó a sonar reconocible el entorno pero no era mi barrio ni por asomo: era el barrio de Franco.  Claro, mi inconsciente me había llevado allí.  Pasé por la puerta de la casa tratando de descubrir alguna luz, algún indicio de algo… No se veía nada, de lo cual no supe interpretar si ya la velada con la vendedora habría terminado o, simplemente, estarían divirtiéndose en la oscuridad… o incluso durmiendo uno al lado del otro.  De todas las imágenes posibles, fue ésa la que más duramente taladró en mi cerebro.
                    En ese momento miré la aguja del tanque de nafta y descubrí que estaba tocando fondo; el auto marchaba con la reserva.  Menos mal que la vi ya que lo que me faltaba para cerrar la noche era quedarme sin combustible en pleno barrio de Franco.  Por suerte encontré una estación de servicio a pocas cuadras y aparqué junto al surtidor.  Era tarde, muy tarde; no había movimiento.  Un muchacho atractivo, que tendría unos veinticinco o veintiséis años, surgió de la penumbra presto para atenderme: raro; por lo general los nocheros de las estaciones de servicio tienen más edad.   Yo no tenía energías ni ánimo para bajarme del auto y, a decir verdad, tampoco daba para hacerlo, vestida como estaba y con un guardapolvo abierto que dejaba al descubierto una lencería terriblemente sexy.  Sólo bajé el vidrio de la ventanilla y le di tanto la llave del tanque como un par de billetes arrugados.  Él sólo saludó y se dirigió presto a cumplir con su labor.  Mientras corría el reloj del surtidor, me quedé sobre el volante con la vista perdida en algún punto indefinido de la negrura de la noche.  Era tanta mi alienación que ni siquiera me di cuenta en qué momento el reloj había dejado de correr ni supe tampoco cuánto hacía que el joven estaba de pie junto a la ventanilla tendiéndome su mano con la llave que me devolvía.  Al elevar mis ojos hacia él, vi que tenía su vista fija bastante más abajo de los míos.  Y entonces me percaté de que tenía el guardapolvo abierto… y mi atuendo de lencería con la conchita descubierta por delante estaba totalmente expuesto ante sus ojos.  Un súbito arrebato de vergüenza indescriptible me invadió; de un manotazo me cubrí nuevamente.
                  “¿Se siente bien, señora?” – me preguntó.
                 “S… sí, sí… muchas gracias” – respondí y sólo un par de segundos después y habiendo tomado la llave para introducirla en el tambor, me alejaba a toda prisa del lugar.
                  No podía ir a casa así como estaba obviamente.  Pasé por el consultorio.  Me duché y me volví a vestir como una mujer seria, papel que ya para esa altura ni yo misma me creía.  También tuve que usar bastante maquillaje porque se notaba el impacto de las bofetadas que me había propinado el flaco.  O quizás yo lo advertía por saber que las había recibido.  Cuando llegué a casa, Damián hacía largo rato que dormía.  No era para menos: empezaban a clarear las primeras luces del alba.  Me introduje sigilosamente entre las sábanas y durante unas cuantas horas no logré conciliar el sueño…
                                                                                                                                                    CONTINUARÁ

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