Cuando llegué al lugar, se trataba simplemente de una casa de dos plantas o, al menos, eso fue lo que me pareció; quizás hubiera más de una vivienda.  Toqué el portero; una voz adolescent
e (diferente de la que escuchara en el teléfono) preguntó quién era.  Una vez que me presenté como la doctora Ryan, simplemente me dijeron que pasara y se accionó la apertura de la puerta de entrada.  No había ascensor en el lugar: mucho lujo para sólo dos plantas, así que encaré las escaleras y con cada paso que daba oía retumbar mi propio taconeo y no cesaba de preguntarme hacia dónde o hacia qué estaba subiendo.  Al final de la escalera me encontré con una puerta; yo ignoraba si debía golpearla, buscar un timbre o simplemente aguardar a que me abrieran, pero casi no tuve tiempo de analizar ninguna de las tres opciones porque la misma simplemente se abrió por delante de mí.   No había demasiada luz en el lugar y, de hecho, lo que pude distinguir al otear hacia el interior fue una semipenumbra bañada por alguna luz de tonalidad rojiza.  El lugar, al parecer, estaba ambientado para “la fiesta” y,  a juzgar por la estética, ya se daba por descontado que no se trataría de una fiesta muy santa.  No sé tampoco qué podía esperar considerando el modo en que me habían hecho vestir para asistir a la misma.
             Un rostro pecoso se dibujó por detrás del vano de la puerta.  Se trataba de un jovenzuelo de edad biológica en apariencia semejante a la de Franco, aunque con un talante y una actitud infinitamente más inmaduros que se advertían a primera vista.  Rió de un modo casi estúpido y, al hacerlo, exhibió una dentadura despareja.

            “Pase, doctora, pase…” – invitó en tono cordial pero con evidente mordacidad.

          Me quedé un instante congelada en la puerta.  Era ése el momento en el cual debía decidir si trasponía el umbral hacia lo desconocido o si daba media vuelta y me marchaba.  Pero claro, hacer eso último implicaría suicidarme en lo que tenía que ver con preservar mi imagen social y mi matrimonio.  Por lo tanto, y aun cuando me costaba horrores despegar el pie del piso, caminé hacia el interior del lugar.  Entré y me fue difícil al principio reconocer algo; mis ojos aún debían acostumbrarse a esa semipenumbra y a la luz rojiza que lo bañaba todo.  Advertí, en eso, que alguien me quitaba los lentes.  Miré hacia un costado tratando de determinar quien los había retirado de mis ojos y logré, aunque con dificultad, visualizar el rostro del mismo joven que me abriera la puerta.
           “No los va a necesitar acá, doctora – dijo -.  No hacen falta para chupar pija”
             Y sus palabras fueron coronadas por el más diabólico coro de risas que hubiera escuchado en mi vida…
             
             No pude determinar auditivamente cuántos eran.  Pero cuando se cortaron un poco las risas, hubo alguien que habló con una voz amable pero bastante más enérgica que el joven anterior:
               “Adelántese, doctora”
               Yo cada vez estaba más muerta de miedo.  ¿En dónde me había metido?  ¿Qué tal si estaba entre un hato de psicópatas que tenían pensado para mí alguna especie de rito satánico?  Créanme que no cabía en mí del terror que sentía.  Mis piernas temblaban; pensé en echar a correr pero el ruido de la puerta al cerrarse evidenció bien a las claras que ya no había retorno.  Tal como se me había exigido, avancé un par de pasos; lo hice con sigilo ya que seguía sin ver casi nada.
               “Sí, tenés razón – dijo alguien sobre mi derecha -.   Es la doctora del colegio… ¡No lo puedo creer!”
             “Te dije que era ella – habló otro a mi izquierda -.  Franco no nos iba a mentir; además… vos viste el  video…”
             “Yo no sé ustedes, pero yo no doy más de las ganas de entrarle…” – rió alguien que parecía estar de frente a mí.
             “Prendan alguna luz más que no veo una mierda…” – se quejó alguien a mis espaldas.
             

Y, en efecto, casi como si se hubiera tratado de una orden, se escuchó con claridad el “clic” de una perilla y se encendió una débil luz de  velador, no superior a 25 voltios.  No era mucho, desde ya, pero fue lo suficiente como para tomar idea del lugar en que me hallaba y las dimensiones del mismo.  En realidad aquello daba la impresión de ser tan sólo una casa… y la habitación en que nos encontrábamos reunía todos los requisitos para ser considerado una sala de estar: un par de sillones, algunas pinturas adornando las paredes que no se veían muy claramente pero daban la impresión de ser naturalezas muertas, una mesita sobre la cual se hallaba un televisor.  Nada anormal.  Una casa de familia diríase.  Lo anormal, en todo caso, era el círculo de sujetos que me rodeaba.  Hice un giro con la cabeza para tratar de abarcarlos y comprobé que eran cuatro.  Momentos antes, oyéndolos reír o dialogar, me había dado la impresión de que fueran más.  Uno de ellos se me acercó y, en un acto de clara impaciencia, prácticamente me arrancó el guardapolvo que llevaba.   Estuve a punto de protestar pues en uno de mis bolsillos tenía mi teléfono celular pero no sólo eso: también había llevado algunos profilácticos a los efectos de preservarme de lo que viniese y aun sin querer aceptarlo.  Es que, como médica, no soy amiga del consumo de pastillas anticonceptivas por períodos muy extendidos de tiempo y, en consecuencia, cada tanto las interrumpía y elegía formas de cuidado más básicas; pues bien, yo me hallaba en uno de esos lapsos de interrupción.  Fue por eso que abrí los labios para ensayar una débil protesta pero nada salió de ellos y, a decir verdad, no tuve demasiado tiempo de nada: ya mi guardapolvo se hallaba hecho un bollo en el suelo contra el zócalo de la pared.  Mi cuerpo quedó allí, en el centro del círculo, expuesto ante las lascivas miradas y las bocas que se me antojaban babeantes, envuelto como para regalo en el erótico conjunto que me había armado la empleada de la tienda con el visto bueno de Franco.

            ¡Franco!  ¿Dónde estaría ahora?  De pronto tenía una súbita necesidad de llamarlo, de que estuviera allí.  Y, sorpresivamente, hasta pensé en un momento en Damián: en los momentos de desesperación es cuando uno tiene raptos de arrepentimiento y le gustaría correr hacia la persona a quien traicionó para abrazarla y decirle que la quiere.  Pero era tarde para remordimientos; yo no tenía idea de cómo había llegado allí pero el hecho era que ahí estaba: rodeada por cuatro adolescentes que, al parecer, tenían en mente un plan bastante básico en cuanto a mi suerte.  En la medida en que fui recorriendo los rostros, estoy casi segura de haber reconocido a tres: sus caras me resultaban conocidas y seguramente sería porque habían pasado por la revisación en el colegio.  No ubicaba al restante quien, por cierto, parecía el más joven de los tres: tal vez unos quince años.  También era el que se veía más ansioso; fue justamente él quien habló a continuación:
           “¿La cogemos?”
           “No, enferrrrmo… – le recriminó el que parecía tener mayor autoridad dentro del grupo; reconocí su voz como la misma que había oído a la tarde en mi celular -.   Todavía no… ¿Sos pajero o te hacés?  Primero vamos a recibir a la doctora como se merece…, a invitarla a nuestra fiesta.  Seamos caballeros… – se abrió hacia un costado e hizo gesto de invitación -.  Adelante, doctora…, siéntase como en casa”
            Se escucharon algunas risitas de parte del resto.  Podía yo ver ahora que entre los sillones que formaban una “ele” había una mesa ratona sobre la cual se veían varias cazuelas con lo que constituía una suculenta picada.  Asimismo un par de botellas de cerveza y otra que creí reconocer como de tequila o tal vez vodka.
             Desde luego que ya hacía rato que para mí había dejado de haber opciones: prácticamente desde que entré en esa casa o, yendo mucho más atrás, desde que Franco me filmó en mi rol de hembra en celo.  Mi suerte estaba echada; sólo me quedaba hacer lo que decían o, de lo contrario, mi vida se iría por el sumidero: pasé por entre ellos y giré en torno a la mesa ratona aun a sabiendas de que con ello les exponía claramente mi retaguardia en gran parte descubierta.  Se dejaron oír algunos silbiditos de aprobación y mis mejillas se ruborizaron.  Una vez que me senté, el que parecía llevar la voz cantante del grupo se ubicó a mi lado.  Luego lo fueron haciendo también los restantes: parecían lobos famélicos y no dejaban de mirarme; me sentí tan ultrajada por sus miradas que no pude evitar bajar la vista al piso.  El “líder” me sirvió un vaso de cerveza cuidando de inclinar el mismo a los efectos de no producir demasiada espuma: en lo particular del momento, era casi irónico que buscara comportarse con tan caballeresca amabilidad.
             “¿Se acuerda de nosotros, doctora?” – preguntó a bocajarro mientras mantenía la fija vista en el vaso que llenaba.
            “D… de algunos sí” – tartamudeé.
             “Nosotros sí nos acordamos de usted” – intervino otro, más gordito y carente de todo atractivo físico; de hecho, sólo el “líder” zafaba un poco en ese aspecto.  El resto más bien daban impresión de ser muchachitos con muy poco éxito en lo que a mujeres pudiese referirse; de ser así, era de pensar que estaban ante una oportunidad tal vez única en sus cortas vidas.
              “En mi curso pedimos la revisación – rió el más jovencito -, pero hasta ahora nada.  Los varones somos los que la pedimos; obvio… las minitas nada, jaja”
              El restante de entre ellos se mantenía callado y sólo reía.  Casi la antítesis del más gordito: flaco y huesudo, con el pelo cayéndole delante de los ojos y una mandíbula muy marcada y angulosa.  No dejaba de reír ante cada intervención de sus amigos, si bien lo hacía casi como para sí mismo.  El “líder”, entretanto, llenó su propio vaso y tendió luego la botella a los demás para que hicieran lo propio con los suyos.  En otras palabras, sólo ante mí había mostrado amabilidad; al resto los dejó que se arreglaran.  Fue él mismo quien, un instante después, alzó su vaso para brindar y me instó prácticamente a imitarlo ya que lo alzó hacia mi cara y los sostuvo ante mis ojos.  Yo, como pude, tomé mi vaso tratando de sobreponerme a los nervios que tenía; en cuanto a los demás, fueron haciendo lo mismo una vez que hubieron llenado sus vasos.  Un instante después se producía el obvio brindis entre cinco, coronado y musicalizado por el entrechocarse de cristales.  Seguidamente los cuatro muchachos se dedicaron a escanciar el contenido en sus respectivas gargantas; yo, en tanto, me quedé con mi vaso entre las rodillas aún sin poder creer ni mucho menos, asimilar la situación en que me hallaba.   ¿Qué hacía yo allí?  Y ahora qué estaba, ¿qué debía hacer a continuación?  Si bebía, entraba en el juego de ellos, en cuyas juveniles y pervertidas mentes seguramente planeaban convertirme en una presa fácil y desinhibida.
                “Es de mala educación no beber después de brindar” – me espetó el “líder”, imprimiendo ahora a su tono de voz algo más de energía, aunque sin perder jamás el sesgo amable y caballeroso.
                 Volví a bajar la vista.  Llevé el vaso a mis labios y di apenas un par de sorbos.
                  “Todo” – me impelió.
                  Tragué saliva.  Cierto era que ya había yo entrado en el juego de ellos al momento de aceptar ser vestida prácticamente como una prostituta.  Así que, sin más objeción, empiné mi vaso tal como me era requerido.  Mientras lo hacía, mi acto fue acompañado por aplausos, vítores y aullidos.  Deposité luego el vaso en la mesa con una sensación desagradable; la cerveza que habían comprado, por cierto, no era de las mejores sino más bien barata.  El “líder” tomó una nueva botella y volvió a llenar mi vaso.  Intenté decir que no pero no me salió palabra alguna; gesticulé con las manos por sobre mis rodillas como en señal de negativa pero fue en vano.
                “Tranquila – dijo él apoyando una mano sobre mi pierna -.  Relajate… Me llamo Sebastián”
                


Fue el único que se presentó en realidad.  De los cuatro era, obviamente, el único que parecía estar familiarizado con reglas mínimas de cortesía aunque, a la vez, subyacía siempre una cierta mordacidad detrás de sus palabras que, en algún punto, me hacía recordar a Franco.  No era lo mismo, desde ya: Franco era incomparable no sólo con ningún chico sino con ningún espécimen del género masculino que hubiera conocido (¡Dios! ¡Cómo deseaba que estuviese allí!) pero se le parecía en el sentido de tener una actitud de seguridad que lo elevaba un poco por encima del resto de los de su edad. 

                 “Ésta es mi casa – trazó con la mano un arco en derredor -.  La tengo libre este fin de semana porque mis viejos no están.  Así que… ¿qué mejor que organizar una fiestita entre chicos solos y aburridos, no?” – cerró sus palabras llenando mi vaso y, nuevamente, instándome a beber.  Una vez más, tuve que hacerlo.  No estoy acostumbrada a beber de un trago (la práctica a la que los adolescentes suelen llamar “fondo blanco”) pero tuve que hacerlo y la falta de hábito provocó que comenzara a experimentar síntomas de mareo.  Por otra parte estaba nerviosa y muerta de miedo, con lo cual el vaso me bailoteaba en la mano.

                 “Tranquila” – volvió a insistir Sebastián, esta vez acariciándome la mano.

                 “Tomatela toda – agregó el más gordito -.  Es exactamente lo que vas a tener que hacer en un momento, jajaja”
                 Todos rieron, incluso Sebastián aunque menos estruendosamente que los demás.   Me propinó un beso muy delicado en la mejilla y, una vez más, reapareció en mi cabeza la imagen de Franco: cuánto deseaba que estuviera presente.
               “Sí, tranqui, doctora, no se ponga nerviosa ni tenga miedo – intervino otro, el más flaco y desgarbado -.  No le vamos a hacer nada salvo llenarle la boquita y el culito de leche, jajajaja”
                Una vez más el estruendoso coro de carcajadas se apoderó del lugar.  Sebastián, ante tales intervenciones, era el que menos reía, pero no era que no lo hiciera ni tampoco reprendía a sus compinches.  Estaba obvio que su diferencia en la forma de relacionarse conmigo no estaba dada por los objetivos sino por la forma, el estilo… Parecía como que, simplemente, dejara pasar las bromas guarras de los demás como algo esperable y ante lo cual ni siquiera tenía sentido remarcarles o decirles algo.  Me ofreció comer; me negué manifestando no tener hambre.
                “Está bien, ya vas a comer” – carcajeó el gordito, cuya intervención, una vez más, fue festejada por los otros.
                Sebastián, haciendo caso omiso tanto de mi negativa como de la broma de su amigo, pinchó en un palillo un trozo de queso y lo llevó a mi boca, la cual me empeñé en mantener cerrada.  Negué con la cabeza tratando de parecer lo más amable posible y hablé entre dientes:
                “N… no, muchas gracias, de verdad… no tengo ham…”
                 Pero abrir la boca para hablar, aunque fuera lo mínimo, fue un error.  Ése fue el momento aprovechado por Sebastián para ingresar el trocito de queso en ella y no tuve más remedio que tragarlo.  Repitió el procedimiento luego con otros bocados y ni siquiera volví a negarme porque estaba visto que mi opinión allí no tenía ningún sentido.
                  “Es de mala educación rechazar la comida cuando te invitaron a una fiesta, ¿sabés? – me decía -.  Sírvanle más “birra”.
                 Y así los bocados fueron entrando en mi boca uno tras otro siendo alternados por tragos de cerveza que él mismo llevaba hacia mis labios.  Me estaba dando de comer y de beber casi como si yo fuera un bebé: una nueva humillación entre las muchas que había acumulado en mi haber en pocas semanas.  Lo peor fue que, en un momento, decidió prescindir del palillo y llevó cada bocado a mis labios con sus propios dedos, introduciéndomelos al punto de tácitamente obligarme a lamerlos cada vez que debía yo capturar la comida.  En cuanto notó eso, cada vez tardó más en retirarlos sino que jugueteaba un rato en mi boca un largo rato después de haber yo tragado.
                “Imaginate que es la pija de Franco” – bromeó uno de los otros tres; no pude determinar bien cuál fue porque yo estaba con la vista entornada y algo levantada pero a juzgar por la voz me pareció que había sido el gordito.
                  Touché.  La sola mención del nombre de Franco activó algo dentro de mí.  Después de todo la propuesta del gordo, aun cuando soez,  quizás no fuera mala idea.  Imaginé el miembro de mi macho hermoso en mi boca y, en un acto reflejo, junté un poco mis muslos en una mezcla de excitación y pudor.
                  “Abrí las piernitas” – me instó Sebastián;  ya definitivamente los diminutivos empezaban a apoderarse de la charla.
                  Hice lo que me decía.  Y apenas hube separado los muslos retiró su mano de mi boca y la llevó a mi concha.   Los mismos dos dedos que antes juguetearan en mi boca se introdujeron por mi raja y hurguetearon adentro.
                  “Está mojadita, doctora” – me dijo Sebastián, hablándome casi al oído aunque no en voz baja; de hecho los demás escucharon.
                  “¡Quiere pija” – exclamó alguien; por lo inmaduro de la voz, me di cuenta que había sido el más jovencito, quien ya hacía rato que tenía la idea fija.  O, por lo menos, más fija aun que los demás -.  ¿Le echamos un buen polvo?”
                “No, enfermito – le reprendió Sebastián una vez más haciendo gala de su autoridad sobre el jovencito -.  Tenemos toda la noche para la doctora y, además, no seas así de guarro y descortés.  Parece que hubieras nacido en una villa”
                  “¡Más respeto! – exigió, al parecer, el gordito, haciéndole de algún modo la segunda a Sebastián -.  ¿No te das cuenta que es una dama y merece respeto?  ¿O vos naciste de un repollo?”
                   La broma, que de modo irónico hacía referencia a un lugar común harto repetido para defender la dignidad femenina, funcionó, una vez más, como disparador de la carcajada general.  A todo esto, Sebastián seguía jugando con sus dedos dentro de mi vagina y no daba visos de tener intención de quitarlos en lo inmediato.  Yo no daba más: eché un poco la cabeza hacia atrás apoyándola contra el respaldo del sillón.  Entreabrí los ojos y vi, clavados en mí, los de Sebastián.  Fue una ilusión de un segundo pero me pareció, en ese momento y aun con los ojos abiertos, verlo a Franco.  Yo no podía parar de jadear y Sebastián aprovechó la situación para besarme y llevar su lengua bien adentro de mi boca.  Hay que decirlo: no llegó tan lejos como Franco, pero estuvo bueno: el chico sabía besar.  Me tuvo así un rato y luego retiró tanto su lengua de mi boca como sus dedos de mi vagina.  Tomó una botella y sirvió en mi vaso esta vez un líquido transparente, el que yo antes había identificado como vodka o tequila.  Los demás fueron haciendo lo propio con sus vasos y al rato lo mezclaban con un toque de alguna gaseosa de naranja: posiblemente vodka entonces; se trataba del famoso “destornillador” o, al menos, de una versión casera preparada con gaseosa y no con jugo de naranja.
             “Che… falta música acá – dijo Sebastián – ¿Esto es una fiesta o qué?”
               Uno de los chicos se levantó e instantes después comenzaba a sonar algo que creí reconocer como “reggaetón” o algo por el estilo y no de mi agrado.  Apartaron la mesa ratona un poco.
                 “A ver, doctora – me instó el gordito -.  Báilenos un poquito.  Queremos ver cómo se mueve”
                  Yo ya no podía dar crédito a nada y, a la vez, sabía que estaba en el fondo de un pozo en el cual absolutamente todo podía suceder: incluso que me pidieran que bailara.  Recorrí con mirada nerviosa a los cuatro: ninguno parecía objetar nada al respecto de la propuesta, ni siquiera Sebastián, quien sonreía con el mentón apoyado en la mano.
                 “¿B… bailar?  ¿Yo? – balbuceé -.  Pero… yo…  no sé bailar… y menos esto”
                “Jaja – rió Sebastián -, dejate de joder… como si hiciera falta saber mucho para bailar esto: lo único que tenés que hacer es moverte como una perra y punto”
                Bajé la vista, blanca de la vergüenza.  Recurriendo una vez más a sus paradójicas dotes de caballero, Sebastián se puso en pie junto a mí y me tomó por una mano para invitarme a imitarlo y… obviamente… bailar.  No tuve más remedio que pararme, muerta de nervios y de pudor.  Él me soltó la mano y se volvió a sentar: estaba bien claro que yo tenía que bailar y no había discusión posible.  Comencé, entonces, a moverme al son de la música como podía y con movimientos torpes, que provocaron la hilaridad de algunos:
                 “Así no calentás a nadie, doctora… – dijo el más gordito -.  Tenés que perrear… Pe-rre-ar… ¿Sabés lo que es eso?”
               Lo miré, incomprensiva.  Sabía, obviamente, a qué se refería porque alguna vez lo había visto: en la televisión, en alguna fiesta de casamiento, en algún restobar… Pero mi cuerpo era torpe en ese sentido y no sabía cómo imitar ese movimiento terriblemente sugerente y casi explícito al que se suele llamar de ese modo, a lo cual había que sumarle, por supuesto, lo grande que era mi vergüenza…
               El gordo, de quien ya estaba claro que si a algo no temía era al ridículo, comenzó a bailar imitando el movimiento de cinturas, cadera y vientre al que se suele llamar “perreo”; mientras lo hacía, se masajeaba el pecho como si fueran tetas, abría su boca y cerraba los ojos en una parodia por imprimir sensualidad a sus movimientos.  Por cierto que era una imagen guarra y desagradable.  Para colmo de males, el más flaco y desgarbado se le sumó; en un momento se le ubicó detrás como apoyándolo y, en cuanto el gordo sintió el bulto del otro contra su culo, dio un respingo, se giró y le arrojó un puñetazo que, por supuesto, iba más en broma que en serio, ya que el flaco sólo reía y festejaba su propia ocurrencia.  Una vez que terminaron con su jocosa reyerta, volvieron a dedicar su atención a mí.
              “Es eso.  ¿Entendés?” – me preguntó el gordo.
            Ajena a cualquier vestigio de lo que pudiera llamarse dignidad, apoyé las palmas de mis manos sobre mis muslos casi llegando a mis rodillas y, al hacerlo, mi espalda se arqueó y mi cola fue hacia atrás, descubriendo mis nalgas más aún de lo que ya estaban.  Moví cintura y cadera tanto como pude y mis tetas, como no podía de ser de otra forma, bailotearon locamente dentro del sostén.  Los chicos festejaron, no creo que tanto la calidad del baile como su propia calentura, la cual debía estar a mil.  Hubo chiflidos, aullidos y exclamaciones insultantes:
              “Wow… eso, eso, perra…”
              “Movete, putita, ponenos la pija bien dura, vamos…”
              “Así, doctora, bien atorrantita, vamos…”
                Sebastián era el único que no decía esas cosas pero palmoteaba el aire y disfrutaba de la vista tanto como los otros.  El gordito, siempre desinhibido, se acercó a mí y se me instaló detrás; no tuve tiempo de determinar qué plan tenía en mente pues rápidamente me tomó por la cintura y me atrajo hacia sí hasta apoyar mi cola contra su bulto, de modo análogo a como antes lo había hecho con él el flaco.  Yo traté de enderezarme pero él mismo se encargó de volver a hacerme arquear la espada apoyando una de sus pesadas manos sobre mi nuca y llevando otra vez mi cabeza hacia adelante y hacia abajo.

                “Seguí bailando, perra, seguí bailando…” – me conminó, al tiempo que se contoneaba frenéticamente detrás de mí y al hacerlo me llevaba también a acompañar su movimiento.  El resto sólo vitoreaban y aplaudían mientras yo me sentía morir por la vergüenza.

                    “¡Sacale el corpiño! – aulló el más joven -.  ¡Vamos a verle las tetas de una vez por todas”
                   Fue la primera vez que una propuesta suya no fue minimizada o desacreditada, seguramente porque esta vez todos estaban  de acuerdo y ciertos tiempos de espera ya se habían vencido.  El gordito, simplemente, se dedicó a soltarme el sostén: tardó unos instantes debido a su torpeza, pero una vez que hubo logrado dejarme sin él, lo arrojó a lo lejos.  Y ahora sí: yo seguía tratando de imitar lo mejor posible el “perreo”, llevada prácticamente por los bamboleantes y fofos movimientos del gordo mientras mis tetas, expuestas,  bailoteaban en el aire para beneplácito y alegría de los muchachos.  De pronto vi al más pendejo de ellos, el pecoso, deslizarse sobre sus rodillas para llegar prácticamente hasta mis pies e instalarse justo debajo de mi cara: sus ojos no cabían en sí y se le salían de las órbitas; estaban, por supuesto, clavados en mis pechos.  Alzó sus manos como si se tratara de sendas garras y las llevó hacia ellos, estrujando mis tetas con fuerza y sin absolutamente ninguna delicadeza.  Sólo quería tocarlas, no hacerme gozar a mí; claro: era un pendejito y lo más posible era que fueran las primeras que tocaba en su vida.  Me las estrujaba con tal fuerza que me hacía doler y no pude evitar abrir la boca para soltar una interjección de dolor; ése fue, precisamente, el momento aprovechado por el más flaquito: ni siquiera lo vi acercarse, pero de repente me estaba tomando por los cabellos e introducía el pico de una botella de cerveza dentro de mi boca para dedicarse a escanciar su contenido en mi garganta.  Quité las palmas de mis manos de los muslos para intentar alejar la botella pero fue inútil: el gordo que estaba detrás de mí me tomó ambas manos y me las colocó, una sobre otra, a mi espalda.
                 “Bailá, puta” – insistió.
                  Juro que me costaba mantener el equilibrio y si no caía hacia adelante era porque el más jovencito me tenía agarrada por las tetas desde abajo a la vez que el flaco me sostenía por los cabellos.  Me sentía un objeto absoluto: la cerveza bajaba dentro de mí y aumentaba paulatinamente el mareo junto con una cierta sensación de asfixia y de naúseas al tener que beber compulsivamente.  No sé cuánto duró esa triple escena: tal vez hayan sido segundos o, a lo sumo, un minuto, pero pareció una eternidad.  De pronto se escuchó un palmoteo en el aire:
                  “Bueno, bueno, paremos la mano un toque – era la voz de Sebastián -.  Vamos a esperar un poquito para gozar de la doctora y, de paso, la hacemos también desear un poquito a ella… Jeje…”
                   Mantenía el tono amable, pero era terriblemente hiriente.  También en eso tenía algún punto de contacto con Franco.  A pesar de algunas protestas, sobre todo del más joven, los demás se plegaron a su pedido.  El flaco retiró la botella de mi boca y soltó mis cabellos; el gordo dejó de apoyarme y soltó mis manos.  El pendejito tardó algo más en soltar mis tetas y hasta tuvo que ser reprendido al respecto con un golpe en la cabeza por parte de Sebastián, pero finalmente lo hizo.  Cuando me soltaron yo ya ni sabía dónde estaba.  Trastabillé y ellos aullaron y bromearon al respecto.  Sebastián me tomó por la mano para evitar que cayera y me hizo sentarme nuevamente en el sillón; la verdad fue que prácticamente caí sobre el mismo.  Me llevé los dedos a los lagrimales y me froté el puente de la nariz: estaba muy mareada, perdida, enajenada…
               “Vamos a ver una peli…” – conminó Sebastián en un planteo que me sorprendió.
              El flaco puso un disco en el reproductor de dvd que se hallaba bajo el televisor y, unos segundos después, empezaban a desfilar las imágenes de una película porno.  Tal como era casi inevitable, se trataba de un filme de muy baja calidad aun para los parámetros habituales del género.  No podía ser de otra manera si se consideraba lo berreta de la música y de la cerveza: los muchachos habían montado una fiestita de bajo presupuesto y sin demasiada exquisitez en lo estético.  Yo estaba mareada pero aun así pude ver que se trataba de una de esas historias en las cuales un jefe le pide a su secretaria que le pase unos formularios y, a continuación, sin ton ni son, ambos terminaban sin ropas y cogiendo.  A los jóvenes, por supuesto, no les preocupaba en demasía ni la pobreza argumental ni la estética sino que acompañaban cada escena con alaridos y vítores, sobre todo cuando el jefe exhibía una verga tamaño elefante y ni qué decir cuando penetraba a su  secretaria casi como una de esas perforadoras que se usan para trabajar en las calles.  Luego, obviamente, se iba agregando más gente y no podía faltar un negro: en sólo cuestión de pocos minutos, todos estaban encima de la secretaria que  era penetrada por cuanto agujero tuviese.  Los chicos no paraban de gritar y aplaudir: claro, ¿qué podía yo esperar?  Estaban en esa etapa de la vida en la cual se calentaban viendo cosas bizarras y de discutible erotismo como esa bagatela que estábamos viendo.  Pero lo peor vino después…
                  Súbitamente todo cambió.  Podría haber sido perfectamente un corte producto de una muy mala edición, lo cual es moneda corriente en ese tipo de películas.  Pero no: la imagen se volvió como más opaca aunque nítida.  Y pude ver cómo una mujer se acercaba en cuatro patas hacia la cámara llevando algo en la boca.  No sé qué fue más grande, si mi estupor o mi vergüenza, al descubrir que quien marchaba a cuatro patas era, obviamente yo, y que lo que llevaba entre labios y dientes no era otra cosa más que el dinero que en su momento le había pagado a Franco para poder  mamarle la verga…
                 El coro de gritos y aullidos lobunos se incrementó al doble… o al triple.
                  “Wowowowowowowowooooow”
                   “Ahora sí que se pone bueno; ya me estaba aburriendo, jaja”
                 “Por fin una perra de verdad en estas películas de mierda, jaja”
                  “Y paga para chupar pija… Eso sí que es ser puta eh… No le pagan sino que paga…”
                  Los ojos se me empañaron.   Tenía ganas de llorar.  No podía creer lo que estaba viviendo…o  viendo… u oyendo.  Ahora hasta Sebastián se sumaba al cruel e hilarante festín en mi contra; de hecho el último de los cuatro comentarios había sido suyo.  De pronto me sentí más sola y desprotegida que nunca.  Era como que en la desesperación me había aferrado a Sebastián como mi única esperanza, algo así como el caso del preso que se hace amigo del menos antipático de sus carceleros.  Una vez más pensé en Franco… y lo extrañé, no saben cómo.  Pero era paradójico: era el propio Franco quien me había filmado y quien, de algún modo, era el principal responsable de que yo estuviera allí, expuesta a semejante ignominia en mi contra…
                  “Le veo cara conocida a esa actriz… Jaja” – se mofó el gordo.  Ya para esa altura todos festejaban las bromas de todos; el alcohol, por supuesto, ayudaba a ello pero además bien sabían que con cada palabra o risotada destruían un poco más mi dignidad y mi autoestima.  La verdad era que, viendo la imagen en la pantalla, yo misma me veía a mí como una actriz porno.  En eso se produce un corte abrupto y a continuación aparezco mamando a más no poder la verga de Franco.  Demás está decir que las chanzas y los gritos recrudecieron nuevamente.
                 “Eeeeh, doctora, largue un poco… se va a atragantar”
                  “¡Alta mamadera eh!”
                  “Con razón no quiere comer, jaja…, mirá después cómo se atraganta, jajaja”

                   Las lágrimas pugnaron por salir de mis ojos.  Bajé la vista.  No podía seguir mirando.  Sebastián se dio cuenta de eso pues me tomó suavemente por el mentón y me hizo levantar la cabeza para alzar la vista otra vez.

                  “No se avergüence, doctora… – me dijo, con tono paternal -.  Usted lo hace muy bien.  Ojalá nuestras compañeras del colegio la mamaran así, jaja”
                   No podía más de la vergüenza.  Busqué desviar la vista pero él me retenía por el mentón y, por otra parte, aun de soslayo, era mi propia imagen lo que yo estaba viendo en la pantalla.  Agradecí el momento en que el video terminó y la imagen quedó en nada.  Los cuatro aplaudieron.
                     “Muy bien, doctora, muy bien” – felicitaba el gordo sin dejar de palmotear el aire.
                      Sebastián me soltó el mentón y yo, casi maquinalmente, escondí mi rostro entre mis bucles.  En eso veo que el muchacho había sacado un papelillo y que estaba armando un cigarro, un porro.   Alzando un poco más la vista comprobé que el flaco también estaba haciendo lo mismo.  Y claro, era inimaginable que hubieran tramado una fiesta sin nada para fumar.  Cuando Sebastián terminó con el suyo, lo encendió y me lo acercó a la boca.
                    “Vamos, doctora – me invitó -.  Dele unas buenas secas”
                    Yo honestamente no tenía cultura de marihuana.  Alguna vez había fumado convidada pero nada más y, de hecho, hasta había participado de alguna charla sobre adicciones para adolescentes.  Ironía de la vida: allí estaba yo a punto de ser drogada por unos pendejos.  Hice un ademán de negación.
                    “N… no… – dije en tono implorador -, por favor… no”
                    Sebastián apoyó por un momento el porro sobre el borde de la mesita ratona.  Interpreté, por un instante, que habría aceptado mi negativa pero me equivoqué… Me calzó las manos a la cintura y me alzó en vilo hasta hacerme sentar sobre su regazo o, más bien, exactamente sobre su verga.  Fue todo tan rápido que no pude hacer nada para evitarlo, aunque… ¿podía hacerlo?  Una vez que me tuvo sobre él, cruzó un brazo por delante de mi estómago de tal modo de mantenerme cautiva por si intentaba zafarme.  Estiró el otro brazo hasta tomar de nuevo el porro y volvió a acercarlo a mi boca.
                   “Vamos, fumá…- insistió -.  No pasa nada, fumá…”
                   Prácticamente introdujo el cigarro en mi boca de un modo semejante a cuando me había obligado a comer.  El humo entró en mí y él me hizo repetir pitada tras otra.  De momento no sentí nada especial y, de hecho, no era para tanto.  El resto del grupo también estaba prendido en una “fumata” que fue llenando todo el lugar con el humo de olor dulzón.  Circularon entonces los “destornilladores” que habían quedado momentáneamente olvidados entre tanto reggaetón y marihuana.  Y entonces, sí, la combinación entre bebida blanca, cerveza y porro fue mortal para mí.  Me sentía ahora sin fuerzas, sin resistencia y, de hecho, Sebastián aprovechó mi estado para meterme mano por todos lados: me acarició las piernas, me masajeó la conchita y se entretuvo particularmente en sobar mis expuestos pechos.   Comenzó a mover su cintura de abajo hacia arriba y, al hacerlo, prácticamente me levantaba y me hacía caer nuevamente hacia él, pero siempre teniéndome sentada sobre su bulto.  Yo experimentaba algo así como un adormecimiento o un embotamiento de mis sentidos; sin embargo, y paradójicamente, captaba y percibía cada cosa que me estaban haciendo pero sentía que no podía hacer nada al respecto ni aun cuando lo intentase.  Mis brazos estaban como laxos, cayendo a ambos lados de mi cuerpo y cada vez que intentaba levantar una mano, ésta volvía a caer: me sentía pesada, terriblemente pesada.  Me fueron pasando de uno al otro: estuve sentada sobre el regazo ( y la verga) de los cuatro; demás está decir que el más irreverente y alzado fue, por supuesto, el quinceañero, quien estaba totalmente fuera de sí y me manipulaba como si yo fuera una muñeca de goma.  De hecho, una vez que se cansó de manosearme las tetas (con la misma delicadez que si lo hubiera hecho con dos melones) me tomó con una mano sobre mi estómago y otra sobre mi cadera haciéndome girar de tal modo de ponerme boca abajo y apoyada sobre sus rodillas.  Eso dejaba ante él mi culo en pompa, descubierto en su totalidad o semicubierto por el faldellín, pero fuera como fuera se dedicó a sobarlo sin ningún complejo.
             En ese momento pude, por el rabillo del ojo, ver cómo el flaco estaba preparando sobre la mesa ratona una línea de blanca y, luego, con una bombillita o algo similar, se dedicaba a aspirarla.  Uno tras otro fueron haciendo lo mismo salvo el más jovencito, que estaba suficientemente entretenido conmigo.  Temí lo peor y, como no podía ser de otro modo, lo peor ocurrió: fue cuando entre dos de ellos me tomaron por las piernas en tanto que el pendejito me tomaba por los hombros y me acercaba a la mesa.  Sebastián llevó la bombillita a mi nariz y me vi obligada a inspirar;  simplemente me dijo que lo hiciera y lo hice: cualquier capacidad de resistencia por mi parte estaba ya largamente anulada.
            Creo que durante algunos segundos perdí el sentido: no puedo estar segura; sólo sé que cuando volví en mí me hallaba de rodillas en el piso y lo que tenía frente a mí (espectáculo desagradable por cierto) era la verga del gordo, quien se hallaba sentado y con los pantalones bajos.  Algo me alzó desde la nuca y ello me obligó a levantar la vista hacia él: su rostro lucía exultante y divertido, con una sonrisa lacónica dibujada en él.  Me tenía tomada por los cabellos y ésa era la razón por la cual yo había sentido que me izaban desde la nuca. 
            “Lameme bien los huevos” – dijo y, sin que mediara más trámite, bajó mi cabeza empujándola contra sus genitales.  No necesitó, a decir verdad, hacer demasiada fuerza debido a la debilidad extrema que se había apoderado de todo mi cuerpo.  Me enterró la cara allí y de pronto sentí que casi no podía respirar.  Aspiré, sin embargo, como podía, y un potente y hediondo olor a transpiración me invadió.  Lamí sus genitales tal como él me había ordenado y tuve la sensación de que, al hacerlo, mi lengua estaba, de algún modo, limpiando su sudor.  Volvió a jalar de mis cabellos para empujar mi rostro hacia arriba y entonces vi que, con una de sus manos, echaba hacia atrás la piel del prepucio descubriendo la cabeza de su pene, la cual, apenas un segundo después, entraba en mi boca provocándome arcadas.  En la semiconciencia en que yo me hallaba llegué a sentir en mi piel el contacto de alguien que, desde atrás, aparentemente arrodillado o acuclillado me besaba en el cuello y me manoseaba las nalgas.

   “Así, putita, así – me decía en el oído; aun a pesar de que la voz era casi un susurro, logré determinar que era Sebastián, ya definitivamente olvidados sus presuntos aires de caballerosidad -.  Ya sé que no está tan buena como la de Franco, pero igual dejalo contento, jaja… Pensá que es la primera: hoy te vas a tener que comer cuatro, jeje…”

              La mención de Franco funcionó como si me activara algo.  Ya que el momento que estaba viviendo era tan desagradable, quizás la mejor forma de combatirlo sería con mi mente.  Tenía que instalar definitivamente en ella la imagen de Franco, quien por esas horas debía estarse divirtiendo con la vendedora de la tienda, la cual seguramente también estaría pasándola mucho mejor que yo.  Es increíble por dónde puede desvariar la cabeza cuando una quiere escapar de una situación que la sobrepasa, pero hasta recuerdo que me puse a pensar en si ella le habría, también, pagado una habitación de hotel o habrían elegido un ámbito menos ortodoxo, como la cabina de un auto: ¿tendría uno ella?  De pronto sentí una arcada: la verga del gordo, portentosa por cierto, me tocó la garganta y me sentí a punto de vomitar.  No, no… debía concentrarme en Franco, Franco, Franco, Franco… sí, eso era.  De todos modos no resultaba muy relajante para mi mente ni para mis sentidos el saberlo en aquellos momentos junto a la odiosa vendedora, así que decidí cambiar la imagen de plano: y reemplacé mentalmente la verga del gordo por la de él… Fue tan fuerte el impacto de la idea que hasta comencé a mamarla con más ganas; el gordo lo notó y no pudo evitar dejar escapar un jadeo en forma de grito.  Apoyó su pesada manaza sobre mi cabeza:

              “Así… assssss… sí” – decía.
               Yo sólo pensaba en Franco.  Y que lo que me estaba comiendo era el pito de él.  El olor a transpiración jugaba algo en contra de la imagen: definitivamente el gordo no olía como Franco, así que tuve que hacer el doble de esfuerzo para tratar de engañar no sólo a mi lengua sino también a mi nariz.  Hasta opté, en determinado momento, por aguantar la respiración cuanto más pude aunque, claro, llegó un punto en que no pude retener más el aire y al inhalar nuevamente fue como si el chocante olor ingresara en mí terriblemente potenciado.   El gordo gritaba.  Los otros aplaudían: a pesar de mi embotamiento y de mis voluntarios o involuntarios desvaríos podía escucharlos; supe que el gordo estaba cerca de acabar y pronto mi presunción quedó confirmada cuando su leche invadió mi boca, lengua y garganta.  Él aflojó el peso de su mano y ello me permitió echar mi rostro hacia atrás para beneplácito de mi nariz; Sebastián, por su parte, me seguía besando el cuello y, ahora, se entretenía con mis tetas.  Pensé que el orgasmo alcanzado por el gordo me daría algunos instantes de respiro pero me equivoqué.
              “Ahora me toca a mí” – exigió el más pendejo, a la vez que me tomaba por los cabellos para hacerme girar hacia él y que mi vista se encontraba con su miembro erecto.  Abrigué la esperanza, por un momento, de que Sebastián volviera a llamar al orden al chiquillo tal como había ocurrido previamente en un par de oportunidades, pero no fue así.  Esta vez, simplemente lo dejó hacer y, más aún, me liberó de su abrazo envolvente a los efectos de dejarme más disponible para el pendejito.
               Cuando mi cabeza viajaba a estrellarse contra su verga, iba impulsada con tanta fuerza que tuve que abrir la boca obligatoriamente o me la estampaba  en trompa y nariz.  Una vez más tenía que concentrarme: Franco, Franco, Franco… tenía que pensar en él.  Pero la realidad fue que casi ni tuve tiempo de hacerlo: el pendejito ya había acabado.  Era de imaginar si se consideraban su ansiedad y más que probable poca experiencia en el terreno sexual.  Su leche se mezcló en mi boca con la del gordo en el mismo momento en que aullaba como si lo estuvieran matando.  Mi boca empezaba a parecer una coctelera; si antes dije que me veía reducida a objeto, creo que ninguna imagen puede graficar mejor esa sensación.
              El alivio por la rápida eyaculación del jovencito fue también momentáneo.  Otra vez me tomaron por los cabellos y me giraron: ahora era el flaco.  De los cuatro fue, sin duda, el más procaz e insultante.
               “Así, puta de mierda… Así, abrí bien esa boquita que para lo único que la tenés es para chupar pijas…  Te voy a ahogar en leche, hija de puta…”
              Hasta me propinó alguna bofetada.  De los tres que iban hasta ahí fue, además, el que más manejó los tiempos.  Cada vez que parecía que iba camino a la eyaculación bajaba el ritmo o hasta se detenía, poniéndole un poco de suspenso a la cuestión, además de hacer el momento más largo y placentero para él.  Yo pensaba en Franco y, como tal, lamía y mamaba con cuidada dedicación, lo cual sólo sirvió para que el flaco me felicitara socarronamente en un par de oportunidades o bien se encargara de hacer comentarios sobre lo puta que yo era, comentarios que, demás está decirlo, los demás festejaron.  Cuando él hubo acabado fue, por supuesto, el turno de Sebastián.  De los cuatro fue el que más disfruté porque con él era más fácil cerrar los ojos y pensar en Franco.  Lo llamativo del asunto fue que me hizo incorporar de mi posición de arrodillada (si bien, al igual que todos los anteriores. me jaló por los cabellos) y, una vez que me tuvo de pie, me obligó a doblar el cuerpo con mi cabeza en dirección hacia él y arquear mi espalda hasta estar lo suficientemente inclinada como para lamerle la verga.  Yo ignoraba cuál sería el objetivo o bien la perversión subyacente a ese cambio de posición pero simplemente me dediqué a mamar.  Sebastián no hacía tantos comentarios como los anteriores sino que sólo reía… y no sé si el efecto humillador no era con ello aun peor.  De pronto sentí que alguien me tomaba por las caderas y me apoyaba desde atrás.
             “¿Te acordás cómo era el “perreo” que te enseñé? – la voz era, obviamente, la del gordo -.  Pongan música, che”
                Casi de inmediato recomenzó el “reggaetón”, que había estado ausente desde que los chicos decidieran arrancar con la película porno: MI película porno.  El gordo empezó a contonearse y cada vez que lo hacía, su bulto se clavaba contra mi zanja.
               “Vamos, movete” – me instó, con una palmada en las nalgas.
                Así que, sin dejar de chuparle la verga a Sebastián, tuve que empezar con el movimiento de cintura, vientre y caderas, franeleando bien mi cola contra la verga del gordo, la cual, poco a poco, comenzaba a erguirse nuevamente.  ¡Dios!  ¿Tan pronto?…   Yo había apoyado las manos sobre los muslos apenas comenzado mi “perreo” pero los movimentos que el gordo hacía y a través de los cuales prácticamente me llevaba a seguirle el juego, me hacían difícil mantener el equilibrio.  Casi obligatoriamente me aferré aún más con mi boca a la verga de Sebastián ya que había quedado convertida en mi único asidero para sostenerme y no caer.  Al hacerlo, me la comí entera y la sentí en mi garganta: volvieron las arcadas pero pensé en Franco, Franco, Franco, Franco…
                El gordo, desde atrás, soltó el moño que caía sobre mi cola; la sensación era la de que estuviera desenvolviendo un regalo: exactamente lo que la vendedora había buscado al colocarme ese detalle.  Una vez que lo hubo hecho y sin dejar de contonearse, me tanteó la concha por entre las piernas y se regocijó al notarme mojada:
               “Jeje… qué puta que es… está empapada”

            

    Y, a continuación, manteniendo su paso de baile, entró con su verga en mi vagina.  Al hacerlo me empujó hacia delante y tragué la verga de Sebastián todavía más, cosa que segundos antes hubiera pensado como imposible.  Me tenían empalada entre los dos: uno por la boca, otro por la concha.  El resto, como no podía ser de otra forma, empezaron a vivar y vitorear.  Creo que no necesito decir los calificativos que ligué.  Cuando el gordo, finalmente, me acabó, yo seguía aún saboreando la pija de Sebastián, quien aún no lo había hecho; yo, por supuesto, seguía tratando de pensar en Franco…   Apenas mi concha quedó libre, un relevo llegó de atrás para empalarme allí nuevamente.  En un principio no logré determinar de quién se trataba, pero rápidamente reconocí el estilo: no había ansiedad sino un manejo muy cuidado de los tiempos; paraba cada tanto y creaba un cierto suspenso como haciéndome desear; 

complementariamente, me cruzó una mano por debajo del tórax para masajearme las tetas.  No podía ser otro más que el flaco: nada en su estilo se correspondía con el del pendejito.  Al rato comenzó la lluvia de insultos y ya no hubo más duda.  Entretanto, Sebastián acabó en mi boca y tragué toda su leche ya que no me cabía otra posibilidad de tan profunda que tenía su verga en mi garganta.  Apenas unos segundos después llegó la eyaculación del flaco, lo cual me dejaba disponible para el chiquillo alzado.  No me tomó del mismo modo en que lo habían hecho los demás: me jaló por los cabellos y me llevó hasta uno de los sillones obligándome a ponerme en cuatro.  Y entonces sí , arremetió con toda su inmadurez sexual contra mí; jadeó y gritó más como una animal que como un ser humano (juro que acudió a mi cabeza, en ese momento, la imagen de una mono) y, como no podía ser de otro modo, acabó muy rápidamente.  Los otros aplaudieron.

             Un seco sonido como de explosión me sobresaltó y al girar la vista vi que el gordo acababa de descorchar una botella de champagne; Sebastián hacía lo propio con otra.
               “Echate en el piso – me ordenó este último -.  Boca arriba”
                Ignorando absolutamente cuál sería su próximo plan en mente, hice lo que me decían.  Yo estaba exhausta y no me fue difícil caer en el piso ni permanecer allí.
                 “Abrí la boca” – ordenó el gordo.
                  Bien podía esperarse, dado el cariz de tal “invitación” que yo fuera a recibir una nueva pija al abrir mis fauces pero no fue así.  Desde donde él se hallaba, inclinó la botella y, a través de un largo chorro, comenzó a verter el líquido en mi boca; en un acto reflejo intenté cerrarla pero fui reprendida por ello.
                  “Boquita abierta – me remarcó -.  Como cuando mamás verga.  Así, bien grande”
                    Despegué por lo tanto mis labios para dejar entrar el champagne en mi boca pero, como era de esperar,  el chorro en su caída me bañaba también ojos, la nariz y, en general, todo el rostro.  Casi de inmediato pude sentir como otro chorro de líquido caía sobre mi concha y al entreabrir los ojos pude ver que Sebastián estaba descargando allí el contenido de la otra botella; luego fue moviendo la misma de tal modo de ir bañando cada centímetro cuadrado de mi cuerpo.  Mi boca, entretanto, seguía llenándose con el champagne y yo comenzaba a sentirme ahogada; por suerte el gordo abandonó su objetivo y se dedicó a imitar a Sebastián en la tarea de bañar todo mi cuerpo con el champagne.  Una vez que estuve completamente empapada en el líquido, pude ver cómo los cuatro se arrodillaban alrededor de mí e instantes después se dedicaban a lamer todo mi cuerpo a los efectos de no dejar ni una sola gota de champagne sobre él.  La excitación llegó a tal grado que me sentí a punto de explotar pero el punto máximo llegó cuando el pendejito tomó una de las botellas, ya vacía, y la introdujo sin miramientos en mi vagina.  Créanme: ya no podía más.  El cuarteto de lenguas recorriendo  mi cuerpo más la botella con la cual tan obscenamente me penetraban era una combinación muy difícil de resistir.  Quería escapar, quería zafarme, pero a la vez quería que siguiera.  Quise pensar en Franco pero no pude: las humillaciones a que me estaban sometiendo eran nuevas para mí y no había forma de asociarlas con ninguna de las prácticas en él habituales.  Acabé finalmente y sólo fui llamada “puta” de todas las formas y con todas las voces posibles.  Por suerte ya no había casi champagne sobre mi cuerpo y las lenguas, paulatinamente, fueron dejando de recorrerme.  Gracias a Dios. 

                                                                                                                                       CONTINUARÁ

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