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Aquella lluviosa noche de principios de verano, volvía de un duro viaje de trabajo en el que las negociaciones con el cliente no habían sido todo lo productivas que se esperaba, pues mi jefa (aunque no era mi jefa directa, pues estaba cuatro peldaños por encima de mí en el organigrama de la empresa), mi divina y diabólica jefa, las había “saboteado” poniendo trabas a muchos puntos propuestos por el cliente y, que, en mi opinión, se podrían haber solventado con beneficios para los intereses de nuestro cliente y los de nuestra propia empresa. Pero la postura de mi jefa, Lucía, había sido inflexible, dura y soberbia. Así era ella, de ahí el calificativo de diabólica, por ser una mujer incapaz de ponerse en la piel de los demás, incapaz de sentir empatía con nadie, autosuficiente y estirada que daba órdenes sin tener en cuenta la opinión de nadie, y capaz de pisar a quien tuviera por debajo o se interpusiera en su camino.

¿Y el calificativo de divina?. Lucía era divina porque para pisar a quien necesitase quitarse de delante utilizaba sus elegantes tacones de aguja, que estilizaban sus largas y firmes piernas de tersos muslos para realzar su perfecto, respingón y redondeado culito. Sí, mi jefa, Lucía, era una belleza imponente: una morena de más de metro setenta, ojos azul claro, labios carnosos y cuerpo de escándalo. Y ella lo sabía, con los treinta años recién cumplidos conocía perfectamente el poder de su atractivo, despertando las alabanzas masculinas y las envidias femeninas. Y explotaba su imagen haciendo y deshaciendo a su antojo, porque sabía que cualquier hombre caía rendido a sus infinitos encantos, lo que le hacía más diabólica aún.

Durante el viaje de regreso, no cruzamos una sola palabra. Yo iba concentrado en la carretera y mis pensamientos, y ella jugueteaba con su smartphone sin dirigirme una sola mirada.

Yo trataba de no mirarla, porque a pesar de que había pasado un día infernal con ella, no podía evitar el impulso sexual que me producía. Era la primera vez que había trabajado directamente con ella, puesto que como ya he dicho, su cargo en la empresa estaba muy por encima de mí, pero en esta ocasión, ella había decidido saltarse toda la escala directiva para tratar directamente con el cliente, y en lugar de acudir a la reunión con mi jefe directo o alguno de los cargos que había entre ambos, había pedido expresamente que fuera yo quien la acompañase. Me ponía a mil, y su sola presencia conseguía ponerme la polla como una estaca. Así que mis pensamientos se centraban en cuánto la odiaba y en lo bien que habría podido ir la reunión si el jefe hubiera sido yo. Y ya puestos, empecé a fantasear con la idea de ser yo quien ocupase su cargo, las cosas que cambiaría para mejor, las decisiones que tomaría para que mi trabajo, el de mis subordinados y, en general, el de toda la empresa, fuese más sencillo, eficiente e inspirador.

– “Ojalá yo estuviese en su lugar” – me decía una y otra vez en mi cabeza. “Todo sería tan sencillo…”

La noche era cerrada, y la abundante lluvia disminuía la visibilidad obligándome a mantenerme concentrado en la conducción. Aferrado al volante, con la vista clavada en el asfalto, aspiraba el embriagador y caro perfume de Lucía odiándola por ser tan mala jefa y a la vez excitarme tanto, pero por suerte sólo faltaban unos kilómetros de tortura para llegar a casa.

Vi por el rabillo del ojo que Lucía apagaba su móvil y me miraba directamente, un escalofrío recorrió mi espalda.

– Vamos a parar a hacer noche – sentenció sacándome de mis pensamientos.

– ¿Cómo? – pregunté sorprendido y volviendo mi cara hacia ella -, si sólo nos faltan veinte kilómetros para llegar…

Realizando un cruce de piernas con el que su falda se recogió lo suficiente, mi jefa expuso a mi mirada su perfecto muslo derecho y, pasándose el dedo por el cuello de su camisa, recorrió lentamente el sugerente escote que esta formaba para añadir:

– Ha sido un día duro y me apetece descargar tensiones contigo sin necesidad de miradas indiscretas de vecinos. Para en el primer hostal que veas.

La miré estupefacto, y ella me respondió con una seductora sonrisa. Así era ella, no sugería, no pedía… ordenaba. No me lo podía creer: ¡quería echar un polvo!.

Ese momento de sorpresa y falta de atención a la carretera fue lo suficiente para darle completamente la vuelta a mi mundo. Pisé el freno inconscientemente, y el agua acumulada sobre el asfalto hizo que el coche hiciese aquaplaning. Cuando volví la vista a la carretera, el coche, sin adherencia, se deslizaba hacia una curva, y aunque moví el volante para corregir la dirección, ya era tarde para recuperar el control. Abandonamos el asfalto, y lo último que vi antes de perder el conocimiento, fue el tronco de un enorme árbol abalanzándose inexorablemente contra el coche.

Desperté completamente aturdido, me encontraba en una cama de hospital, y me dolía todo el cuerpo. Delante de mí se encontraba una atractiva cuarentona que me sonreía, su cara me resultaba familiar, pero no la conocía de nada.

– ¡Por fin has despertado! – exclamó risueña -. Los médicos dicen que el airbag y el cinturón de seguridad te han salvado la vida, ¡no te has hecho nada!. Sólo necesitabas dormir.

Recordaba lo sucedido perfectamente, no en vano, había ocurrido tan sólo unas horas antes, y aunque había perdido el conocimiento por el fuerte impacto, parecía que no había sufrido daño alguno.

– Tu compañero no ha salido tan bien parado – añadió la desconocida -, está en coma.

– ¿Qué? – pregunté con la voz rota pero claramente femenina.

Al oírme a mí mismo me asusté más aún.

– ¡¿Quién eres tú?! – le grité desconcertado, con la voz más clara e indudablemente femenina.

– Tranquila, tranquila… – dijo la desconocida visiblemente alterada y haciendo gestos de apaciguamiento con las manos. – ¡Doctor!, ¡necesitamos un médico aquí!.

– ¡¿Tranquila?! – grité histérico con voz aguda -, ¿dónde estoy?, ¿quién eres tú?, ¿dónde está Lucía?…

Enseguida llegó un médico con dos enfermeras que se abalanzaron sobre mí y me sujetaron los brazos para ponerme una inyección tranquilizante. Antes de sucumbir a los efectos del narcótico, oí cómo el médico le decía a la desconocida:

– Tranquila, su hermana está bien. Ha sufrido una conmoción y es normal que esté desorientada, confusa e incluso que haya perdido momentáneamente la memoria, pero enseguida se repondrá del todo, sólo necesita descanso…

Cuando volví a despertar, estaba solo en la habitación. Debían de haber pasado un par de horas y me estaba haciendo pis, así que me levanté de la cama aún medio atontado, y fui al servicio. Levanté la tapa del váter, y cuando fui a recogerme el camisón de hospital para orinar, me di cuenta de que pasaba algo raro: al mirarme hacia abajo, no era mi entrepierna lo primero que veía, sino una protuberancia en mi parte pectoral que me impedía mirarme como siempre había hecho.

Como acto reflejo, mis manos soltaron el camisón y subieron hacia mi pecho, hacia mis pechos, para ser exactos, pues en lugar de mis planos pectorales ligeramente musculados, mis manos hallaron un par de tetas.

– ¿Pero qué es esto? – dijo mi femenina voz con un timbre que conocía.

Toqueteé esas protuberancias por encima del camisón sin dar crédito a lo que estaba palpando: ¡tenía un par de tetas!, ¡y vaya par de tetas!. Eran grandes, redondas, y muy firmes. Su forma y el cómo se amoldaban al tacto de mis dedos, me excitó, haciendo que mis pezones se erizasen y enviasen descargas eléctricas por todo mi cuerpo con el tacto del camisón, y consiguiendo que mi propio toqueteo resultase muy placentero. Sentí rubor en las mejillas, un pequeño corte de respiración, calor en la entrepierna, y una sensación como de vacío en la boca del estómago.

Asustado, solté el lazo que ataba el camisón a mi nuca, y este cayó al suelo mostrándome mi desnudez, mi espléndida desnudez, pues lo que ante mis ojos se presentó fue un hermoso cuerpo de mujer en todo su esplendor; enmarcado en sugerentes curvas de perfecto trazado. Un cuerpo femenino de generosos pechos y bella forma, de estilizada cintura, de anchas caderas y poderosos muslos en largas piernas, y entre ellos, un pequeño triángulo de oscuro vello púbico pulcramente recortado para adornar unos carnosos labios vaginales…

No podía creer lo que estaba viendo. Me miré en el espejo que había sobre el lavabo, y el reflejo que este me devolvió fue el de una mujer de larga cabellera azabache, ojos grandes, de forma almendrada, de largas pestañas negras y de un acuoso color azul claro. Nariz recta y pequeña, con algunas pecas; pómulos altos; labios rosados, carnosos y bien perfilados, barbilla menuda y rostro ovalado: una mujer muy atractiva, con algo de ojeras de cansancio, pero increíblemente atractiva, ¡era Lucía!.

Me sentí mareado, o mareada, a partir de este punto la confusión ya es inevitable, y tuve que sentarme sobre el frío borde de la bañera.

– ¡Soy Lucía! – dije en voz alta reconociendo, ahora sí, la voz femenina que salía de mi garganta.

Toqué mi cara con las manos una y otra vez para corroborar que mis ojos no me engañaban y que estaba despierto. Recorrí mi nuevo cuerpo de arriba abajo con ellas sin poder evitar que un escalofrío de placer me recorriese la espalda, tanto por gustarme y resultarme excitante lo que tocaba, como por la autocaricia recibida (esto en mi cabeza era increíblemente confuso).

Momentos después, mi vejiga me recordó que me estaba haciendo pis, y para mi sorpresa, instintivamente y sin pensarlo, me senté en la taza del váter para orinar sentada como algo perfectamente natural. Me limpié, y una vez repuesto del shock inicial, volví a ponerme el camisón. Al salir del baño, me encontré con que entraba en la habitación la desconocida de horas antes. Enseguida mi mente, con recuerdos ajenos a mí, la recordó: María, la hermana de Lucía, mi hermana (¡qué confuso!).

Todo cuanto ocurrió a partir de aquel momento, ha quedado en mi mente como si hubiese sido un extraño sueño en el que me dejé llevar. Gracias a los recuerdos que se almacenaban en mi mente de toda una vida vivida por Lucía, y que ahora también era mía, realicé la mejor interpretación de mi existencia representando el papel de mi jefa o, al menos, una versión desorientada de ella; lo cual, fue mucho más sencillo de lo que habría podido imaginar, pues, ¿quién podría poner en duda que yo era Lucía?.

Como los médicos dijeron que me encontraba bien, aunque la desorientación podría durarme un par de días, me dieron el alta en el hospital y, María, la hermana de Lucía, me llevó a casa de mi jefa, mi nueva casa. Los recuerdos de mi mente me permitieron reconocer todo como si fuera mío, aquel piso del centro de la ciudad era mi casa, y me sentí a gusto y reconfortado en ella.

María pasó toda la tarde conmigo, preocupada por mi bienestar, hablando sin parar para mantenerme distraída, y quiso quedarse a dormir para que no pasase la noche sola, pero conseguí convencerla de que estaba perfectamente y que únicamente necesitaba descansar y olvidar la experiencia del accidente.

Me situé en mi “nuevo” hogar, recorriéndolo y reconociendo cada rincón, cada cosa de Lucía, cuanto ahora era mío y como tal lo sentía. Mi casa era confortable, espaciosa y con algunos pequeños lujos que el sueldo de Lucía permitía darse (ahora sabía a ciencia cierta que el sueldo de mi jefa era hasta seis veces superior al mío). Tras la inspección y una cena frugal, me metí en la cama rendido. En mi cabeza, mis recuerdos y los de Lucía se entremezclaban, dos vidas fusionadas para crear un nuevo ser… Finalmente, el agotamiento por tan sórdida experiencia, pudo conmigo y me sumí en un profundo sueño.

El despertar en mi “nueva” y confortable cama fue extraño. Recordaba todo lo ocurrido el día anterior como si hubiese sido una pesadilla, pero en cuanto abrí los ojos, y me situé, corroboré que la pesadilla era real: estaba en la casa de mi jefa, y el cuerpo que vi al retirar la sábana era un cuerpo de mujer, el precioso cuerpo de Lucía. Tras un pequeño mareo y preguntarme una y otra vez por qué me había pasado aquello, contestándome simultáneamente: “Porque tú deseaste ser ella, y el destino ha querido jugar contigo”, tomé la determinación de no hundirme, tal vez sólo fuera una prueba que debía superar, así que debía tomar las riendas de mi nueva vida, y descubrir a Lucía.

Opté por seguir las rutinas que Lucía hacía cada mañana al levantarse. Alivié mi vejiga, y miré mi rostro en el espejo del lavabo. Las ojeras de cansancio del día anterior habían desaparecido, y a pesar de estar recién levantada, y con mi larga cabellera negra alborotada, era una mujer muy atractiva.

– Eres una preciosidad – le dije a mi reflejo en el espejo y sonriendo al escuchar mi tono femenino de voz.

Observé con detenimiento cada uno de mis rasgos, la belleza de sus líneas, el matiz de mi piel, la profundidad de mis azules ojos (yo, como hombre, los tenía marrón oscuro, y los de Lucía eran fascinantes), el erotismo de mis rosados y jugosos labios…

Siguiendo las rutinas, llené de agua el vaso que había junto al grifo y saqué una caja de pastillas del botiquín. Miré el nombre y comprobé en los recuerdos de Lucía que era lo que tomaba cada mañana: una píldora anticonceptiva. No tenía pareja, pero Lucía tenía una vida sexual relativamente activa, con al menos un encuentro casual por semana.

– Si no se me hubiese descontrolado el coche, yo habría podido decir orgulloso que me he follado a este pibón – me dije mentalmente con una amarga sonrisa.

Este pensamiento me recordó lo que María me había dicho en el hospital: que yo, es decir, mi yo anterior, Antonio, estaba allí en coma. Debería ir a verme (¡qué pensamiento tan extraño!), pero no me sentía preparado para ver mi propio cuerpo delante de mí, conectado a una máquina… ¿Sería una carcasa vacía?, o más aterrador aún: ¿estaría Lucía en coma atrapada en ese cuerpo igual que yo lo estaba en el suyo?. ¿Y mi familia y amigos?. Estarían destrozados… ¡Menuda comedura de tarro!, no podía enfrentarme ahora a ello, tenía toda una nueva situación vital que organizar. Cuando me sintiese preparado, Lucía iría al hospital a visitar al pobre y comatoso Antonio.

Como un acto mecánico me quité el camisón de seda que María había sacado de uno de los cajones de Lucía, (mis cajones y mi camisón, aún tenía que acostumbrarme a que todo lo suyo era ahora mío), y me metí bajo la ducha. Tenía también una bañera de hidromasaje, pero Lucía la reservaba para los momentos de tranquilidad tras un agotador día de trabajo. El agua tibia incidiendo en mi cara y cabello era de lo más agradable y relajante. Sentía cómo cada gota resbalaba por mi piel y la recorría para llegar al plato de ducha. Mi piel era suave, muy suave, y bastante más sensible que la de mi otro yo, Antonio. Lavé mi larga melena con un aromático champú de frutas tropicales y enjaboné el cuerpo de Lucía, mi cuerpo, en todo su esplendor de femenina sensualidad. Enjaboné mis generosos, turgentes y redondeados pechos con dedicación, disfrutando de su tacto, amasándolos con mis dedos, sopesándolos con la palma de mis manos, acariciando los rosados pezones y sintiendo cómo se ponían duros con mis caricias… Pellizqué mi pezón derecho, y la eléctrica descarga de dolor y placer que me produjo, me hizo gemir:

– Aummm… – un erótico gemido de mujer excitada que salió inconscientemente de mi garganta para regalar mis oídos.

Nunca había tenido en mis manos unos pechos tan perfectos como los que ahora tenía, duros y a la vez moldeables, nunca había acariciado unas tetas tan deliciosas como aquellas que ahora eran mías… Lucía tenía un cuerpo escultural, era una auténtica diosa con cuya imagen en mi mente me había masturbado, no pocas veces, cuando era un hombre y me llamaba Antonio; ahora estaba acariciando sus tetazas, y mientras mi mente masculina se excitaba con ello, mi cuerpo femenino reaccionaba a las caricias enviándome poderosas señales de placer. En mi anterior cuerpo, mi polla estaría erecta, dura y congestionada, dispuesta para taladrar a mi jefa sin compasión… pero en este cuerpo… mi excitación la sentía con un calor abrasador en mi vagina, sintiéndola mojada por dentro a pesar de no llegarle el agua, con mi clítoris, duro e hipersensible como si fuera una pequeña polla, y con una sensación de vacío en mis entrañas pidiéndome ser llenadas para aliviar la tensión de los músculos internos.

Me estaba dejando llevar. Mis manos recorrieron mi estilizada cintura y recorrieron la redondez de mi prieto culito, poniéndome la piel de gallina con el tacto de mis dedos. Realmente mi piel era mucho más sensible, y cualquier caricia sobre ella se convertía en un cúmulo de placenteras sensaciones. Mi cuerpo sabía perfectamente lo que debía hacer, así que mis manos se dirigieron a mi entrepierna, y las yemas de mis dedos hallaron con facilidad mi duro y mojado botón del placer.

– ¡Oooohhhh! – volví a gemir.

Creía que ya no podía sentir más placer, pero cada nuevo paso hacia delante era una nueva sensación aún más intensa que la anterior. ¡En aquel momento ser una mujer era una auténtica gozada!. Estaba descubriendo a Lucía en su mejor momento, en su sexualidad desbordante, y me estaba encantando.

De pronto, un incesante y desagradable sonido electrónico me sacó de mi momento de autoconocimiento y satisfacción:

– ¡¡¡Eeek-eeek-eeek-eeek-eeek…!!!.

– ¡Mierda! – pensé-, ¡se me ha olvidado desconectar el despertador!, y va a despertar a todo el vecindario si no lo paro…

La libido se me cayó a plomo y rápidamente me aclaré los restos de gel, me puse el albornoz, y aún goteando agua fui corriendo a apagar el martilleante pitido del despertador de la mesilla de noche. Tan sólo eran las 6:30 de la mañana, la hora a la que habitualmente se levantaba Lucía para ir a trabajar.

– Joder – me dije a mi mismo- es miércoles y tengo que ir a trabajar…

Instintivamente, busqué el móvil de Lucía en el bolso que ella había llevado el día anterior, y que María se había preocupado en dejarme sobre la cómoda para que lo tuviese localizado. Como hacía mi jefa todas las mañanas, lo encendí introduciendo el PIN que sabía de memoria, y mientras terminaba de encenderse, cogí una toalla del baño para sentarme sobre la cama y secarme con ella el pelo mientras comprobaba mis mensajes y correo.

Tenía diez mensajes, de otros tantos contactos, conocidos que se habían enterado de mi accidente y preguntaban por mi estado de salud. Escribí una contestación genérica diciendo que estaba bien, que sólo había sido un susto y agradeciendo la preocupación, se lo envié a los diez.

Dejé el teléfono sobre la cama, y con la misma indiferencia y metódicamente, puesto que era lo que Lucía hacía todas las mañanas, dejé la toalla en el suelo para que la recogiese la chica de la limpieza y me la repusiera por una limpia (oh, sí, Lucía ganaba la suficiente “pasta” como para tener a una criada que le hacía todas las labores del hogar y no tener que romperse ninguna de sus perfectas uñas de porcelana).

Cepillé mi suave y bonita melena azabache mientras abría el correo y comprobaba que tenía más de cincuenta mails. Alrededor de veinte eran de mis subordinados deseándome una pronta recuperación; uno de mi igual en cargo dentro de la empresa, también deseándome buena salud, y el resto, menos uno, eran de clientes por asuntos de trabajo. El mail distinto a todos, y marcado con importancia alta, era el del director de la empresa, el jefe directo de Lucía, y el único que tenía por encima sin contar al presidente, cuyo cargo era meramente nominativo:

“Asunto: Tómatelo con calma.

Hola, guapa,

Estoy al corriente de lo que os ha ocurrido a Antonio Sánchez, y por supuesto a ti.

Es una lástima lo de este chico, con tan sólo 26 años y un futuro prometedor, por lo que me has comentado en alguna ocasión, su vida se ha visto truncada de esta forma. Rezaremos para que pueda salir del coma y vuelva a ser el que era.

Y yendo al verdadero motivo de este correo, me alegro muchísimo de que estés bien y a ti no te haya pasado nada. No te imaginas cuánto, tanto a nivel profesional, como a nivel personal.

Por favor, tómatelo con calma, que te conozco. Que ni se te ocurra aparecer por el trabajo hasta la próxima semana. Descansa, relájate, y vuelve con la fuerza de siempre, que aquí está todo controlado. Te necesito. Necesito que estés al 100% para seguir dando lo mejor de ti.

Cuídate, y si necesitas cualquier cosa, no dudes en llamarme.

Besos,

Gerardo”.

El tono y contenido del mail no fueron ninguna sorpresa para mí. Al leerlo, los recuerdos de Lucía acudieron a mí, y me revelaron que realmente mi jefa me tenía en más estima de la que yo jamás habría imaginado. De hecho, por eso había insistido en que acudiese con ella al fatídico viaje de trabajo que había provocado esta situación, porque veía en mí un futuro prometedor y porque, secretamente, sentía una irracional atracción por mí, lo que le había llevado a proponerme pasar la noche juntos, y desencadenar el que yo ocupase su cuerpo.

Esta revelación me entristeció, porque ya nada volvería a ser lo que era, nunca podría saber cómo se desarrollarían los acontecimientos y si de verdad mi futuro sería prometedor y me convertiría en un hombre de éxito. Ahora tenía otra vida, era otra persona, y ni siquiera era un hombre ya…

– Ahora eres una mujer… – me dije a mí mismo- ¡Y qué mujer!. Una mujer bella, deseada, con éxito profesional, terriblemente sexy y con el mundo a sus pies… Con eso y un nuevo punto de vista para enderezar el rumbo de lo que no vaya bien, ¡te puedes comer el mundo!.

Conseguí automotivarme, y sonreí al recordar el mail del jefazo expresando de forma velada que Lucía era su debilidad, con palabras como: “guapa”, “a nivel personal”, “te necesito”, “no dudes en llamarme”, “besos”.

La relación de Lucía con Gerardo siempre había sido un continuo equilibrio entre lo profesional y lo personal que Lucía, a duras penas, había conseguido mantener. Cuando mi jefa, siete años atrás, presentó su currículo a la empresa, este era tan brillante, que el Subdirector Financiero y de Recursos Humanos se lo pasó directamente al Director General. Al recibir el currículo, Gerardo quedó deslumbrado, pues Lucía había conseguido terminar su carrera superior de cinco años en tan sólo cuatro y con las máximas calificaciones. Después había realizado dos máster simultáneamente, graduándose con honores en ambos en tan sólo un año, y a través de uno de ellos, había sido fichada por una importante empresa con un contrato en prácticas de seis meses que estaba a punto de cumplirse. Así que Gerardo quiso entrevistar personalmente a aquella brillante promesa, y en cuanto la vio físicamente, se quedó totalmente prendado de ella. La contrató inmediatamente por sus cualidades profesionales y, secretamente, le concedió un plus de sobresueldo que Lucía sabía perfectamente que era por estar buena y gustarle al director. Era la historia de su vida, siempre centrada en sus estudios, trabajando muy duro para destacar por su cerebro y aptitudes, luchando por no ser únicamente una cara y un cuerpo bonito. Pero lo primero que entra por los ojos es el físico, y el de Lucía entraba por los ojos de cualquiera, lo cual le había abierto muchas puertas, pero a la vez, le obligaba a superarse a sí misma constantemente para ser reconocida por su talento y no sólo por su innegable atractivo.

Gerardo, por aquel entonces, era un hombre de 45 años, casado y con dos hijas, pero no pudo evitar sucumbir a los múltiples encantos de Lucía. Desde que la contrató, siempre mantuvo una lucha interna entre lo profesional y el deseo, y muchas veces le había dejado entrever a mi jefa cuánto la deseaba, pero ella, inteligente y hábil, había conseguido mantenerle a raya sin frustrarle con negativas rotundas, manteniendo un continuo tira y afloja con el que él mantenía sus expectativas de llevársela a la cama, pero sin conseguir nada nunca. Y así, la carrera de Lucía en la empresa había sido meteórica. En sólo un año, se convirtió en Jefa de Equipo (mi posición en la empresa como Antonio, que había alcanzado a los 26 años, muy joven para lo habitual, y que había conseguido con mucho esfuerzo, pero a pesar de ello, a mí me había costado tres años). Dos años después, pasó a ser Coordinadora de Equipos. Al año siguiente, promocionó a Jefa de Sección, y tan sólo otro año después, ascendió a Subdirectora de Operaciones, su cargo actual, con más de 250 personas bajo su responsabilidad: 192 Técnicos de Proyecto, 48 Jefes de Equipo (siendo yo uno de ellos), 12 Coordinadores de Equipos y 3 Jefes de Sección; teniendo como único igual en cargo al Subdirector Financiero y de Recursos Humanos, y teniendo por encima, únicamente y sin contar al Presidente, al Director general, Gerardo.

Con 28 años, Lucía se había convertido en la primera mujer en la historia de la empresa en acceder al cargo de subdirectora, siendo a su vez, la persona más joven en conseguirlo, y llevaba dos años ostentando dicho cargo con mucho trabajo y mano férrea. Bien es cierto que se merecía el puesto por su esfuerzo y talento pero, sin duda, la meteórica progresión que había tenido había sido facilitada por Gerardo, para tenerla cada vez más cerca. Y con cada nuevo puesto que alcanzaba, además del aumento salarial correspondiente, el sobresueldo metido oficialmente como incentivos, aunque Lucía sabía perfectamente que era por estar buena, había aumentado proporcionalmente hasta superar en tres mil euros mensuales el sueldo del otro subdirector.

Por supuesto, su ascensión al poder en la empresa, estaba repleta de rumores, y todos apuntaban hacia la misma dirección: una tía tan joven y que estaba tan buena sólo podía haber llegado hasta donde estaba follándose a todos los que habían sido sus jefes. Ahora yo sabía que todos los rumores eran falsos, y que Lucía, aunque se había ayudado de sus encantos para seducir y conquistar objetivos, nunca había llegado a más, nunca se había acostado con nadie para ascender o conseguir un logro profesional.

Decidí contestar a Gerardo:

“Asunto: RE: Tómatelo con calma

Buenos días, Gerardo,

Efectivamente, una auténtica lástima lo de Antonio Sánchez. Ya te he comentado alguna vez cuánto creo que vale por los informes que me llegan de sus superiores y por revisar personalmente algunos de sus trabajos, de ahí que le llevase a la reunión con el cliente para ver cómo se desenvolvía. No sabes cuánto me arrepiento de que esta decisión terminase en tragedia… Me uno a tus plegarias por él.

En cuanto a mí, agradezco tu preocupación, estoy bien. Me tomaré un par de días para ordenar mis ideas. Esta experiencia me ha dado una nueva perspectiva de las cosas y necesito asimilar. Pero el viernes ya estaré de nuevo en la oficina, al 100% para retomar mi trabajo, y para que el lunes de la siguiente semana ya esté al 150%.

Muchas gracias por tu mail, dale besos a tu mujer e hijas de mi parte.

Besos,

Lucía.”

Releí lo escrito: tira y afloja, amable pero recordándole a su esposa e hijas. Convencido de que algo así habría sido lo que le habría contestado Lucía, lo envié.

Desayuné tranquilamente en la cocina, saboreando los alimentos con mi nuevo paladar, y descubriendo que mi gusto por el dulce había aumentado considerablemente con respecto al de mi yo anterior, especialmente por el chocolate.

Puesto que tenía todo el día por delante, y no tenía que acudir a la oficina, pensé que podría aprovechar para reorganizar mi nueva vida y familiarizarme con los recuerdos de Lucía que acudían a mi mente a cada momento. Sus padres habían fallecido cuando era tan sólo una niña, por lo que la única familia cercana que tenía era su hermana María, que había sido como una madre para ella y, prácticamente, su única amiga, ya que Lucía tenía un verdadero problema con las relaciones personales, era distante y autosuficiente, le costaba empatizar. Por lo que a parte de su hermana, sólo conservaba una amiga a la que podía llamar como tal, Raquel, su antigua compañera de piso durante la Universidad. No tenía pareja, y la relación más seria que hasta entonces había tenido, apenas había durado un mes. Siempre había estado demasiado centrada en sus estudios y trabajo como para estar con un hombre que hiciera algo más que cubrir sus necesidades sexuales durante una noche.

Yo no era así, y aunque tampoco es que fuera el alma de las fiestas, era una persona extrovertida a la que le gustaba relacionarse con los demás, y así seguiría siendo aunque estuviese dentro del cuerpo de una mujer que había sido tan distinta a mí. Estaba decidido a tomar su vida y hacerla mía para ser todo lo feliz que pudiera a pesar de estar atrapado en ella.

Cuando terminé de desayunar, y tras ver las noticias de la mañana en la televisión, fui al vestidor. Lucía, es decir, yo, puesto que ya lo tenía que asumir con naturalidad, tenía una habitación repleta de armarios para guardar perfectamente ordenado mi extensísimo vestuario. Estaba claro que a Lucía le encantaban la ropa y complementos, y con sólo entrar en el vestidor, mi cuerpo comenzó a segregar hormonas de placer. A mí, la nueva Lucía, también me iban a gustar esas cosas. Todos los armarios eran empotrados, con puertas correderas de espejo alternas, de tal modo que en cuanto encendí la luz, vi mi reflejo repetido varias de veces y desde distintos ángulos. Era todo un culto al narcisismo. Tenía una auténtica fortuna invertida en vestuario, ropa para estar radiante en cualquier ocasión. En el centro de la estancia había, incluso, una butaca para sentarme tranquilamente a calzarme y disfrutar de la imagen reflejada de mis pies enfundados en algún divino zapato.

Abrí el primer armario, repleto de cajones con toda la ropa interior perfectamente ordenada y clasificada. Busqué entre los recuerdos de Lucía, y aunque esta sabía perfectamente de algunas prendas, su colección era tan extensa, que siempre podía descubrir algo de lo que ni se acordaba. El cajón superior estaba lleno de conjuntos de ropa interior negra, perfectamente doblados, y al verlos, me sentí como una niña pequeña en una tienda de golosinas. Sabía que en otros cajones había otros colores y tipos de prendas íntimas, pero para ser mi primera vez, preferí no saturarme. Ante tanta variedad, tomé el primer conjunto que vi. Era sencillo, formado por un sujetador negro con copas semicirculares reforzadas para sujetar y realzar, y una braguita tipo tanga. Dejé caer el albornoz al suelo, y me puse la parte de abajo, comprobando que a pesar de que la tira trasera se alojaba entre mis nalgas (como hombre jamás se me habría ocurrido ponerme un tanga), era muy cómoda. Las copas del sujetador me parecieron demasiado grandes, pero una vez que me las coloqué, estuve seguro de que era mi talla exacta. Mis pechos rellenaron completamente aquellas copas, que cubrieron justo hasta los pezones, y la prenda cumplió perfectamente su función de sujeción apretando y realzando mi pecho para dar forma a un generoso busto cuya parte superior quedaba descubierta. Cerré el cajón y la puerta del armario para mirarme en el espejo. ¡Uf!, lo que vi en este me dejó sin respiración. A pesar de ser un conjunto sencillo, estaba espectacular. Parecía una modelo de ropa interior.

– ¡Soy un bombón!- dije sonriendo a mi reflejo.

Mi imagen en el espejo me devolvió una seductora sonrisa, como aquella que Lucía me había dedicado en el coche instantes antes del accidente, y me excité. Sentí el rubor en mis mejillas y calor en mi interior. Contemplé mi reflejo en los otros espejos, desde distintos ángulos: de perfil, en el que se podía apreciar cómo sobresalía aquel pecho prominente y cómo mi espalda describía una maravillosa curva en la zona lumbar para dibujar a continuación un culito redondo y también sobresaliente; desde atrás, donde se podía ver mi sedoso cabello azabache cayendo sobre los hombros y llegando hasta la mitad de la espalda, y ese hermoso culito de duras nalgas redondeadas y apretadas entre las que se perdía la tira del tanga; el otro perfil, tan exuberante como el anterior, y en el que observé con detenimiento la longitud de mis piernas y cómo mis firmes muslos se tensaban ante la excitación de lo que veía; y de nuevo, de frente, con mis grandes senos apretados por el sujetador formando un delicioso canalillo entre ambos, mi plano vientre, la sinuosidad de mi estrecha cintura para ensancharse en las caderas formando una silueta que está presente en las fantasías de todo hombre. Las anchas caderas daban paso a unos muslos de aspecto suave y con sus músculos tensos para mostrarlos duros y deseables. Observé la braguita negra entre ambos, que pudorosamente trataba de esconder el tesoro de su interior, aunque fruto de mi excitación, en ella se marcaban ligeramente mis hinchados labios vaginales… ¡Era una auténtica diosa!, “Asquerosamente perfecta”, que habría dicho alguna envidiosa.

La imponente belleza reflejada en el espejo me miraba con sus hermosos ojos azules brillantes de excitación, y mordiéndose el carnoso labio inferior en un inconsciente gesto de lujuria. El calor de mi interior seguía aumentando, me estaba gustando esa sensación y quería experimentarla cuanto me fuese posible.

Volví a abrir el armario, mi excitada mente quería más, así que directamente me dirigí al último cajón, el de los conjuntos más sexys. Me quité la combinación y la dejé sobre la butaca que había en el centro del vestidor, de allí la recogería “el duendecillo mágico de Lucía”, la mujer que ahora era mi empleada de hogar, para lavarla y volver a colocarla pulcramente en su sitio. Me probé un conjunto de lencería roja, ligero, casi etéreo. La parte superior, apenas hacía su función, sujetaba lo justo para elevar y juntar ligeramente mis pechos, aunque en realidad esto no era muy necesario, pues Lucía siempre se había cuidado mucho y su privilegiada genética le había permitido llegar a los treinta sin sufrir aún los efectos de la gravedad. La parte inferior era una braguita, tan fina, que apenas sentía habérmela puesto.

Volví a mirarme en los espejos, y lo que en ellos vi, provocó mi combustión interior. Si hubiera seguido siendo un hombre, no sólo tendría la polla dura como para partir nueces con ella, sino que me habría corrido sin remedio ante la vista de semejante pibón. Mi cuerpo había adoptado una inconsciente y sexy postura de contemplación: mi brazo derecho bajo mis pechos, apoyando sobre la mano el codo izquierdo para que los dedos índice y corazón se situaran entre mis jugosos labios entreabiertos, tirando ligeramente del inferior; la cadera ligeramente ladeada, remarcando así su forma y la curva de la cintura; la pierna izquierda ligeramente más adelantada que la derecha para mostrarme toda su longitud y apuntar con la rodilla al espejo y, por último, la pierna derecha recta, firme y tensa remarcando ligeramente los músculos de muslo y pantorrilla. La ropa íntima seleccionada me quedaba espectacular, decía a gritos: “¡Fóllame!”. Era prácticamente transparente, dándole una excitante coloración roja a mis zonas más erógenas. Mis pezones se podían apreciar perfectamente, redondos, de tamaño medio, y erizados de tal modo que la fina prenda marcaba su puntiaguda forma. La braguita coloreaba en rojo mi vulva, con sus labios externos bien hinchados. En la parte de atrás, a pesar de cubrir mis nalgas, la braguita dejaba ver la separación entre ambas y la preciosa redondez remarcada al llegar a los muslos. Ese culito estaba pidiendo un azote y explorar su raja a fondo…

Me sentía mojada, muy mojada, hasta el punto de poder ver mi humedad como una coloración más oscura de la tela de la braguita. Como había hecho una hora antes en la ducha, comencé a acariciar mis pechos por encima del sujetador, memorizando su forma y peso con la palma de mis manos. Mi piel estaba hipersensible, y las caricias eran puro placer para mis sentidos. En el interior de mi cabeza, mis manos de hombre estaban acariciando unas tetas perfectas, y mis pechos de mujer estaban siendo acariciados por unas expertas manos, el placer era doble… Mis dedos recorrían esas dos montañas, presionándolas, apresándolas, masajeándolas, estrujándolas… Los pezones me dolían de tanta excitación, y cada roce en ellos era una descarga eléctrica que me hacía jadear. Los acariciaba y pellizcaba, volviéndome loca con cada sensación.

Me miraba al espejo y veía a mi jefa, la mujer más sexy que había conocido nunca, con un conjunto de lencería transparente, excitada y acariciándose para mí… una fantasía hecha realidad con la que mi mente masculina se mantenía en un orgasmo continuo.

Mi cuerpo quería más, necesitaba más, y yo iba a acceder a su ruego sin dudarlo. Mis manos descendieron por mi cintura, recorriéndola con suavidad y descubriéndome lo placentera que era esa caricia en mi nuevo cuerpo. Bajé hasta mi entrepierna, y mi mano derecha se coló por debajo de la etérea braguita para alcanzar mi coñito empapado.

– Uuuummm – gemí al sentir mis dedos rozando aquellos labios hinchados.

Estaba cachondísima, y la morenaza del espejo me miraba con sus mejillas ruborizadas mientras se mordía el labio inferior.

Acaricié toda la vulva, extendiendo la humedad, presionando los labios e introduciendo el dedo corazón entre ellos para acariciar su suave interior. Mientras tanto, mi mano izquierda acariciaba mi culo con fuerza, apretaba mis nalgas, y exploraba la raja produciéndome un más que agradable cosquilleo. No podía parar de jadear.

Mi mano derecha, con vida propia, recorría la vulva por dentro, sin profundizar más que hasta los labios menores, hasta llegar al clítoris y sentir su tacto suave y mojado para presionar su erecta dureza con dos dedos.

– ¡Uuuuummmm! – gemí con más fuerza.

Mis dedos sabían perfectamente lo que hacían, tenían la experiencia de un hombre que había masturbado a unas cuantas mujeres, y mejor aún, la experiencia de una mujer que se había masturbado muchas veces y sabía exactamente lo que le gustaba.

Comencé a masajear ese botón, y la sensación eléctrica y el calor abrasador recorrieron todo mi cuerpo haciéndome gemir más y más:

– Aaah, aaah, aaah, aaaaahhh, aaaaahhhhhhhhh.

Aquello era como cuando me llamaba Antonio, agarraba mi polla, la apretaba sin compasión y la sacudía con fuerza, solo que diez veces más intenso.

Trataba de mirar mi imagen en los distintos espejos para alimentar al hombre que llevaba dentro, pero a duras penas conseguía mantener mis ojos abiertos para contemplar a esa fabulosa hembra dándose placer. Era tal el cúmulo de sensaciones, que mis ojos se cerraban automáticamente para centrarme únicamente en sentir.

Mi mano izquierda acariciaba ya mi suave entrada trasera llevando hacia ella los jugos de mi coño para lubricarla. Me estaba gustando mucho la sensación de tener algo entre mis glúteos, separándolos, presionando mi ano y masajeándolo, ¡quién me lo iba a haber dicho un par de días antes!.

La doble estimulación me estaba matando, y pensé que en cualquier momento podría correrme, pero la capacidad para el placer de una mujer, era mucho mayor de lo que jamás habría imaginado, y en ese momento era una auténtica mujer, y como tal me sentía. Estaba repleta de hormonas femeninas y disfrutando de mi desbordante sexualidad.

Ardía, todo mi cuerpo ardía. Sentía cómo el sudor frío recorría mi espalda haciendo que ésta se me arquease. Gemía sin parar, el placer era demasiado intenso como para ser contenido en mi garganta, y mis gemidos eran tan sensuales que regalaban mis oídos animándome inconscientemente a jadear aún con más fuerza. En mi vida había sentido nada igual, ni la mejor de las corridas con la más hábil y excitante de las conquistas de Antonio, podía compararse a las sensaciones que estaba descubriendo, y aún quedaba más, anhelaba más. Sentía los músculos de mi vagina tensándose y relajándose, me sentía encharcada, convertida en un mar de cálidos fluidos, y a la vez tenía una sensación de vacío que tenía la imperiosa necesidad de llenar, necesitaba ser penetrada… Mis dedos habían alcanzado un frenético ritmo, y frotaban sin descanso el duro clítoris haciéndome ver las estrellas.

Mi mano izquierda subió recorriendo toda la raja de mi culo y, simultáneamente, la derecha detuvo el continuo y frenético masaje de clítoris. Abrí los ojos y me vi cubierta de sudor, con mis azules ventanas incendiadas de lujuria, con la boca abierta en un gesto suplicante… Y mi mano izquierda me apretó un pecho con fuerza, salvajemente. Y los dedos anular y corazón de mi mano derecha se hundieron repentinamente entre mis labios vaginales, con fuerza, cuanto pudieron penetrar. Y grité, vaya sí grité:

– ¡¡¡¡Aaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhhh!!!.

El placer y satisfacción al sentirme penetrada tras tanta estimulación, consiguieron que me corriera al instante. La sensación al notar mis dedos abriéndome por dentro, penetrando con furia mi vagina, fue como un incendio en mi interior. Las contracciones internas se intensificaron y aceleraron hasta volverme loca de gusto. Una tormenta de rayos subió por mi espalda tensando cada músculo de mi cuerpo, produciéndome placer en cada uno de ellos y haciéndome arquear la espalda. La tenaza de mi mano estrujando mi pecho izquierdo, incrementaba la increíble sensación, elevándola a cotas imposibles de soportar. Por unas décimas de segundo, tuve la sensación de que me estaba orinando con un agradable cosquilleo que embadurnó toda mi mano de cálido zumo de mujer, que resbaló por la cara interna de mis muslos abrasándolos con una gloriosa corrida. Mis piernas temblaron, apenas podía mantenerme en pie. Sentí cómo todo el aire escapaba de mi cuerpo a través de mis hipersensibilizados labios regalándome un cosquilleo en ellos. La cabeza se me fue por completo, y perdí la noción de mí mismo por unos instantes, sólo había lugar para el placer.

Y así descubrí cómo era un orgasmo femenino.

Agotada, con todos mis músculos relajándose tras la maravillosa tensión a la que habían sido sometidos, me derrumbé sobre la butaca, experimentando los maravillosos ecos de mi orgasmo con pequeños espasmos que me hicieron estremecer.

CONTINUARÁ…

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