Tercera Estrofa

Elena llegó a la oficina aun con una sensación rara recorriendo su cuerpo. Julia le estaba esperando. Antes de darle la agenda del día le recordó que su vuelo para Chicago salía en poco más de veinticuatro horas. Se sentó tras su escritorio y con un gesto invitó a Julia a retirarse.

Justo antes de que la joven abandonase el despacho, llevada por impulso, le preguntó:

—A propósito. ¿Qué tal está tu hijo? —dijo Elena fingiendo interés por la respuesta.

—Oh, bien señora presidenta. Crece muy rápido. —dijo Julia .

—Me alegro. Debe ser un chico muy duro.

—Desde luego. —respondió la madre orgullosa.

—Creo que nunca me has contado qué ocurrió.

—Mala suerte. Cuando era apenas un bebe cogió la tos ferina. Estuvo gravísimo. Los médicos lograron salvarle la vida, pero la falta de oxígeno le dejó como secuela una parálisis cerebral. —dijo la joven provocando en Elena un escalofrío.

Apenas fue consciente de que su asistente se había ido cerrando la puerta tras ella. Elena estaba concentrada intentando recordar dónde podía haberse enterado del origen de la enfermedad del hijo de Julia. Quizás en una comida, o una conversación telefónica… Lo tenía que haber oído en algún sitio y luego su mente lo había introducido en el sueño, pero por más que se devanaba los sesos no recodaba ni cuándo ni dónde.

Pasó la jornada un con aquel desagradable asunto revoloteando por su mente, afectando a su concentración. Finalmente poniendo como excusa que tenía que preparar el equipaje para el día siguiente, se fue a casa una hora antes de lo que tenía planeado.

Así y todo, cuando llegó, eran más de la una de la mañana. Tratando de no pensar en nada se duchó, se puso un camisón limpio y se metió en la cama. La única manera de convencerse de que todo aquello no era más que un mal sueño era dormir y comprobar que no habría nuevas visitas aquella noche.

Con una mezcla de temor y expectación Elena cerró los ojos.

Cuando los volvió abrir, un rostro delgado y sonriente la estaba observando con atención.

—Buenas noches —dijo el muchacho— Soy el fantasma de las navidades presentes y tú y yo vamos a dar una vuelta, nena.

Elena miró al joven que vestido con una camiseta y una cazadora de cuero raída esperaba jugueteando con un cigarrillo. No podía creerlo ¿Cuántas posibilidades había de experimentar esos extraños sueños dos noches seguidas.

—Créeme, nena. No estás soñando —dijo el joven espectro guiñando un ojo y posando su mano sobre la de Elena.

De nuevo aquel torbellino, de nuevo oscuridad… Cuando las tinieblas se disiparon, Elena miró a su alrededor estaban en el recibidor de la habitación de un hotel. La moqueta sucia y los muebles gastados le indicaron que debía ser un motel barato. Unos susurros y unos suaves gemidos provenían de una de las dos puertas que daban a los dormitorios llamaron su atención.

Cuando atravesó la pared y vio quién estaba en la cama no pudo evitar soltar un gemido de sorpresa.

—¡Joder! ¡Será hijoputa el macaco este! —estalló Elena al ver a su marido acariciando el cuerpo desnudo de una mulata— ¡Te vas a enterar! ¡Voy a pedir el divorcio y te voy a dejar en bolas!

—Aguanta y observa, nena que esto se pone mejor. Y recuerda antes de contratar a los abogados que esto pasara mañana. Tendrás que esperar veinticuatro horas.

—Un hijoputa es un hijoputa. —replicó Elena un poco más controlada.

Mientras tanto, Arturo ajeno al cabreo de su esposa, estaba recorriendo el cuerpo desnudo de la mujer. Besando su piel caramelo, acariciando unos pechos grandes y tiesos con unos pezones negros y duros.

Elena no quería mirar pero los gemidos de la prostituta atraían lo más morboso de su personalidad y al final sucumbió a la curiosidad.

Cuando volvió a mirar, Arturo estaba tumbado entre las esbeltas piernas de la joven acariciándolas con suavidad con la mirada perdida en el bello rostro de la joven mulata.

Elena observó con envidia aquellos labios gruesos y rojos, los ojos grandes color avellana y las pestañas largas y rizadas. Todo el conjunto estaba rematado por una nariz pequeña y ancha y unos dientes pequeños y blancos como perlas que le daban un aire pícaro e irresistible al conjunto.

La mujer gemía y se estremecía con cada caricia mirándole con ojos hambrientos. Su marido agarró a la mujer por las caderas y le besó el vientre oscuro y terso y su pubis depilado. La joven se estremeció de nuevo y abrió aun más sus piernas, tensando sus potentes muslos y librándose de los incómodos tacones de dos patadas.

Arturo se lo tomó con tranquilidad y siguió besando y acariciando el pubis desplazándose poco a poco hasta llegar a su sexo. Con suavidad separó los labios vaginales descubriendo la delicada entrada de su coño, húmeda y rosada. Con parsimonia Arturo acercó la punta de la lengua y recorrió toda la sensible superficie. La mulata agitó las caderas gimiendo y acariciando la cabeza de Arturo, intentando atraerla hacia ella.

De repente Arturo separó los muslos de la mujer y enterró la lengua en el interior de su coño. La mujer soltó un grito de sorpresa y se dobló en dos. Arturo no le dio tregua y la penetró con sus dedos con violencia.

Elena pensaba que parte de todo aquello debía ser teatro. La mujer se retorcía y gemía desesperadamente arqueando su espalda de manera que sus pechos resultaban aun más apetitosos.

Arturo también su fijo y lanzándose sobre la mujer como una fiera hambrienta le agarró los pechos y se los chupó y mordisqueó hasta que la mujer comenzó a suplicarle que le follara.

Esta vez su marido no se hizo de rogar. La polla que tanto conocía resbaló con suavidad dentro de la mulata mientras esta acariciaba el rostro de Arturo y le decía lo grande y sabroso que era su miembro. Con delicadeza, le envolvió las caderas con sus piernas mientras respondía con gemidos y caricias los rápidos e intensos embates de su amante de turno.

Los muelles crujían y el cabecero de la cama golpeaba al ritmo de los empujones de su esposo. Elena vio como la joven se abrazaba a él y le clavaba las uñas fingiendo un monumental orgasmo.

Arturo se retiró un instante y observó el cuerpo estremecido y brillante de sudor, recreándose en la belleza de aquella mercenaria. Tras unas últimas caricias la puso de lado y se acostó tras ella penetrándola de nuevo. La mujer ronroneó y agarró las manos de Arturo para colocarlas sobre sus pechos. Esta vez los empujones fueron más suaves. La joven movía las caderas y cruzó las piernas intentando aprisionar aquella polla lo más estrechamente posible.

La prostituta sabía lo que hacía. Gemía suavemente mientras Arturo la follaba y deslizaba sus manos por su cuerpo. Parecía que iban a continuar así para siempre, pero en un determinado momento la joven se separó y tomando la iniciativa comenzó a comerle la polla. Los ruidos de los chupetones y el golpeo de la polla de Arturo en el fondo de la garganta de la puta le devolvieron a Elena a tiempos en los que sentía la intensa necesidad de proporcionar placer a su marido.

No pudo aguantar más y apartó la mirada justo cuando Arturo se corría impregnando el suave cutis de la joven con su espesa y cálida semilla.

—¡Guau! Ha estado de puta madre. No está mal para un carroza. —dijo el espectro encendiendo el cigarrillo con aire satisfecho—Pero escucha, ahora viene lo mejor.

Se habían acostado los dos, uno al lado del otro. La joven se limpió los restos de semen con un clínex y con una sonrisa traviesa los tiró a la papelera.

—Has estado fantástico mi amor.—le aduló ella—No entiendo como un tipo como tú no tiene nada mejor que hacer en Nochebuena.

—Ya, si te soy sincero yo tampoco. Yo tenía una vida normal, con mujer e hijos, pero sin saber muy bien cómo, me he encontrado totalmente solo. Mi mujer está en un viaje de negocios en Chicago y mis hijos de fiesta en una estación de esquí.

—No lo entiendo. Si yo tuviese tanto dinero como tú. Reuniría todos los años a mi familia en una gran fiesta.

—Lo sé. Yo también lo deseo. Pero no sé muy bien por qué, mi mujer se ha ido alejando de mí poco a poco. Me acuerdo cuando éramos jóvenes y no nos podíamos sacar las manos de encima, pero en algún momento, después de tener a los niños cambiaron sus prioridades. Los negocios la absorbían cada vez más, alejándola de mí hasta convertirla en una desconocida. No recuerdo la última vez que hicimos el amor.

—Vaya mi amor. Qué historia más triste. ¿Sabes qué? —dijo subiéndose a horcajadas sobre la Arturo— El próximo corre de mi cuenta. ¡Qué demonios! ¡Es Navidad!

—Será gilipollas. —dijo Elena soltando un bufido— Esa puta no tiene mucho futuro. Puede sacarle todo el dinero que quiera y le ofrece un polvo gratis…

—Quizás sea porque para la mayoría de la gente el dinero no lo es todo. —le interrumpió el espectro dando una calada al cigarrillo y haciendo que el humo atravesase su cabeza— En esta habitación solo hay una persona dispuesta a hacer cualquier cosa por dinero.

Elena no respondió nada y encajó el golpe como mejor pudo. Nunca se había parado a pensar en cómo afectaba a su familia su adicción al trabajo. Estaba tan ensimismada que ni siquiera se dio cuenta cuando el joven rozó sus manos.

Cuando volvió a la realidad se encontraba en una enorme y lujosa cabaña de madera. En el centro estaban sus hijos rodeados por los restos de una fiesta.

—¡Jo tía! Tus hijos sí que se lo saben montar. ¡Vaya fiestorro! —dijo el espectro señalando varios tangas esparcidos por el suelo.

Elena miró a sus hijos dispuesto a pedirles una explicación, pero su aspecto le produjo más tristeza que enojo. Estaban tumbados, los dos, borrachos y con la mirada perdida no se sabía muy bien dónde.

Hablaban despacio y en susurros. Pero lo peor de todo es que estaban solos. Elena se había imaginado que estarían en alguna fiesta comiendo y disfrutando de la compañía de amigos, pero estaban tan solos como su marido. Después de la fiesta todos los asistentes probablemente se habrían ido a su casa a celebrar la Navidad con sus familias.

Las lágrimas empezaron a correr por su rostro. De repente sintió una intensa necesidad de abrazarlos y protegerlos. ¿Sería demasiado tarde para intentar recuperarlos?

El espectro aun no pensaba darle tregua y antes de que pudiese acercarse para ver de que hablaban sus hijos volvió a cogerla de la muñeca.

El ambiente de aquel lugar era totalmente distinto. La casa era un humilde piso a casi una hora del centro. Un enorme pino de navidad con un nacimiento al pie presidian un comedor profusamente adornado y abarrotado de gente sonriente. Y entre ellos, el que más sonreía era un chico de unos doce años que estaba postrado en una silla de ruedas demasiado pequeña para su tamaño.

Julia apareció por la puerta llevando en la bandeja una gran fuente de dulces. Estaba muy guapa y no era por el vestido negro, ni por los tacones, si no por el aire relajado y distendido que mostraba su rostro y que nunca mostraba en su presencia.

La gente se sirvió los dulces y el marido de Julia… ya no recordaba cómo se llamaba, abrió la botella de cava barato. Todos los presentes aplaudieron y el marido se apresuró a servir el cava. Incluso el chico recibió un pequeño sorbito para celebrarlo.

—Por los amigos, por la familia y por la navidad. —dijo el padre de Julia alzando la copa.

—Y por el ogro, que ha permitido con su magnanimidad, que nuestra querida Julia solo tenga que trabajar un par de horas el día de Navidad. —dijo el marido de Julia con evidente mala leche.

—¡Por el ogro! —dijeron todos a coro.

—Vale no os paséis tanto. —dijo Julia— Gracias a ella podemos celebrar esta navidad y pagar las facturas.

—Sí, todavía le tendremos que estar agradecidos por que te tenga catorce horas fuera de casa y te haga trabajar como una esclava por un sueldo irrisorio. Si no te ha despedido ya es porque le resultas insustituible. Ella sería la que debería darte las gracias. —dijo el marido de Julia.

Por un momento la habitación se quedó en un incómodo silencio. Durante unos segundos se miraron todos unos a otros sin saber cómo romper aquella incómoda sensación…

—¡Turrón! —gritó Pablo haciendo a todos reír y rompiendo con la tensión de la escena.

Elena observó a la familia comer, cantar, reír y gritar. Le dolía tanto la felicidad de aquella familia como lo acertado de las palabras de aquel hombre. Como podía considerarse la mujer más rica del mundo careciendo de todo aquello. Ahora pensaba que tal vez amasar dinero no merecía tanto la pena.

Cuando despertó se dio cuenta de que había vuelto a pasar. Era el día veinticuatro de diciembre y tenía que coger un vuelo a Chicago. Aquella noche sus hijos se pillarían un colocón y su marido se consolaría en los brazos de otra mujer…. Unas navidades perfectas.

Esta vez no se impuso la lógica. A pesar de repetirse una y otra vez que aquello era solo un sueño estaba sumida en un mar de dudas.

Cuando llegó al comedor su marido ya estaba desayunando. Observó como leía el periódico. A pesar de la edad se conservaba bastante bien y las canas que adornaban sus sienes aumentaban su atractivo.

—¿Pasa algo cariño? —preguntó al darse cuenta de que su mujer le miraba fijamente.

—Oh no. Nada. —respondió sorprendida— Solo me preguntaba qué harías esta noche.

—Poca cosa. Después del trabajo voy a ir a tomar unas copas con los chicos del bufete y luego volveré a casa. Creo que veré una película, haré unas cuantas llamadas para felicitar a los amigos y me iré a la cama.

—¿Quieres venir a Chicago conmigo? —preguntó ella.

—Y pasarme las navidades entre aviones y jet lag, ni de coña mi amor. No te preocupes por mí, sobreviviré.

Desayunaron rápido y en silencio. Mientras más observaba a su marido más convencida estaba de que era incapaz de hacerle eso. Poco a poco sus dudas fueron esfumándose y cuando subió al coche ya estaba convencida de que todo aquello eran paparruchas.

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