Fusion Model Group.

Nota de la autora: si alguien quiere comentar u opinar, puedes mandar un correo a janis.estigma@hotmail.es Prometo responder. Gracias.

Encarna regentaba una limpia y honesta pensión, en un edificio de tres plantas, cercano al apartamento de Chessy. La mujer tenía su apartamento en la planta baja y, todo lo demás, estaba configurado en habitaciones de diferentes tamaños, cada una con su propio baño, para acomodar huéspedes. Encarna era famosa en el Village por su excelente cocina. Todos sus huéspedes comían, al menos una vez al día, con ella, en el enorme comedor de su apartamento. Ella seguía la política de las antiguas casas de hospedaje: las comidas entraban en el precio de la habitación.

Esa era la rutina de Encarna, atender a sus huéspedes, ir de compras al mercado del NoHo, y encargarse de cocinar para las dos docenas de clientes que siempre tenía en su pensión. Ya no se encargaba de la limpieza del edificio, relegando en un par de señoras vecinas, que estaban muy contentas con tal oportunidad, pero la cocina era de ella y de nadie más.

Chessy conocía a Encarna, pues, a su llegada al Village, estuvo viviendo tres meses en su pensión y conocía bien la fama de sus guisos. Así que, cuando su amistad con Cristo se cristalizó, le llevó a conocer a tal señora. Nada más entrar en el apartamento de Encarna, Cristo empezó a olfatear como un perro pachón, salivándole la boca por los recuerdos asociados a tales aromas. Aquel día, en concreto, la señora estaba sofriendo lomo de cerdo, con ajos, vino y tomillo, para después enterrarlos en manteca, y así conservarlos, como aún se hacía en España. ¿Quién no disponía de una orza de barro, llena de queso en aceite o lomo en manteca animal? Cristo sonrió, al pensar la respuesta… los de la ciudad no la tenían, los trepaorzas, como los llamaban en su tierra.

Era una denominación muy sureña, compuesta por dos palabras: trepa, una forma coloquial que significaba tirar al suelo, derramar, y orzas, las pequeñas tinajas de arcilla cocida que se utilizaban para guardar alimentos perecederos, conservados en aceite o salmuera.

Cuando llegó el boom de la emigración, que repartió a los andaluces por el mundo, se generó una fuerte demanda de los productos típicos de la región. Aquellos emigrantes no podían encontrar estas exquisiteces, a las que estaban tan acostumbrados, en Alemania, Suiza, o Inglaterra. Ni siquiera los que se habían quedado en el norte de España, lo conseguían. Así que, cuando regresaban en sus vacaciones, hacían acopio de vituallas tradicionales, que les aguantaran, al menos, medio año, para poder paladear de nuevo el regusto de su tierra natal. Jamones, morcillas y chorizos, carne en manteca, legumbres secas, quesos añejos, y frutas confitadas, eran preparadas en los hogares andaluces, por familiares abnegados, esperando que llegaran los que estaban lejos y “treparan las orzas”, para llevarse todos estos productos.

Pues así olía el apartamento de Encarna, a cocina andaluza, de la antigua, como cuando se hacía matanza en el clan y se sacrificaban cinco o seis grandes cerdos, que quedaban convertidos en chuletas, jamones, y deliciosos embutidos que irían desapareciendo en los siguientes meses.

En cuanto a la señora, se mostró contentísima de saludar a un chico de Algeciras, tan lejos de su tierra. Les invitó a unos aperitivos, y Chessy se reía, al escucharles parlotear en aquel veloz y silbante idioma que decían que era español, pero que no se parecía en nada a lo que se hablaba en el barrio hispano.

A partir de entonces, ambos eran invitados a almorzar a la mesa de Encarna, junto a sus huéspedes, al menos una vez en semana. Y de allí, venía él, con el vientre hinchado por haber repetido dos veces un colmado plato de puchero, al cual no le faltaba de nada, desde sus garbanzos, sus judías, y sus tiernas patatas, hasta un buen trozo de costilla, algo de pavo, y tocino fresco que llegó con la pringá. Hacía meses que no probaba un guiso así y se había atiborrado.

Por eso, cuando abrió la puerta del loft, estaba deseando pegarse una siesta cortita, para mejorar la digestión, ya saben. Como era habitual, tanto su tía como su prima no estaban en casa, así que disponía de un par de horas a solas, para dormitar a gusto.

Escuchó los apagados sollozos al poner el pie en el primer escalón que conducía al altillo. Se sobrepuso a la sorpresa y se asomó al dormitorio de su prima. El biombo japonés, negro y florido, estaba retirado. Pudo ver que no había nadie. Optó por mirar en el de su tía y la vio tirada sobre la cama, el rostro oculto entre las manos, llorando en silencio.

Se preguntó que habría pasado para derrumbar así a una mujer tan entera como Faely. ¿Habría ocurrido algún accidente? No lo creía, le habrían llamado, ¿no?

― ¿Ocurre algo, tita? – preguntó muy suavemente.

Noto como la mujer intentaba reprimir el llanto, pero aún tardó casi un minuto en levantar la cabeza, sorbiendo las lágrimas. Le miró con aquellos ojos enrojecidos y le sonrió.

― No es nada, Cristo, solo cosas de mujeres. No te preocupes.

― Tita, por favor – se sentó al borde de la cama, hablándole suave, en español. – Que me veas como a un crío, no significa que lo zea. No me creeré que un azunto de mujeres te arranque el llanto. Eres una mujer experimentada, acostumbrada a los reveses. Azí que te pregunto de nuevo… ¿Ocurre algo?

― Está bien… de todas formas, os acabaríais enterando – suspiró ella, cogiendo un pañuelo de un cajón de la cómoda y limpiándose la cara. – Ha surgido cierto problema en Juilliard que puede… salpicarme.

― ¿Con algún alumno? – Cristo no supo por qué, pero aquello le sonó a problema sexual.

― No, por Dios… Con un profesor, un colega…

― Amm – Cristo esperó a que su tía se explicara.

― Verás, después de varios años de celibato, he mantenido una aventura con un… compañero. Hace meses que acabó todo, pero, ahora está teniendo problemas con su esposa y ha decidido volver conmigo.

― ¿Zi?

― ¡Y yo no quiero! Pero me chantajea con una serie de fotos que tiene en su poder. Amenaza con hacerlas públicas en la escuela y eso sería fatal para mí. Juilliard no consiente actitudes de ese tipo, entre su profesorado. No puedo dejar que me despidan, Cristo.

― Bien. Es un azunto complicado. Hay que nivelar la balanza. Normalmente, ze zolucionaría por la vía violenta; darle una paliza y quitarle las fotos, por zupuesto…

― No, no puedo hacerle eso…

― Ya lo imaginaba. ¿Chantajearle a tu vez? ¿Zabes algo jugoso sobre él?

― No. Además, él tiene poco que perder ahora.

Cristo suspiró, buscando más ideas.

― Nesesito saber más. No puedo buscar una salida con tan pocos datos.

― Ahora no – sollozó su tía, de repente. – ¡No puedo hablar de eso!

― Vale, tita, cálmate. Zolo dime si te está presionando mucho…

― No me ha dado un ultimátum, pero me ha dejado claro que va en serio.

― Si, Cristo, pero… ahora no – susurró Faely.

― Bien, no importa. Zi dices que aún hay tiempo… pero no lo eches en zaco roto.

― Si – sorbió ella. – Cristo…

― ¿Qué?

― Gracias – le dijo, inclinándose sobre él y dándole un beso en la mejilla.

― De nada. Para ezo eres mi tiiiita – sonrió él.

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Esa misma tarde, Zara llegó al loft como un vendaval. Traía una buena noticia para su primo: ¡una entrevista de trabajo!

La verdad, soltarle una cosa así a la cara de un gitano del Saladillo no es muy buena idea. El clan Armonte y el trabajo… como que no hacen muchas migas entre ellos, pero Cristo aguantó estoicamente, como un campeón, y escuchó a su prima, acodados en el poyo de la cocina.

Por lo visto, la chica que se ocupaba de la agencia virtual, se casaba y dejaba el trabajo. Lo había escuchado comentar, esa misma mañana, a la Dama de Hierro en persona, – apodo que la gerente se había ganado a pulso – y había pensado en él. Cristo le había dicho, en varias ocasiones, que se manejaba bastante bien con los ordenadores, cosa bien cierta. No en vano, era el encargado de las descargas para todo el clan, tanto en películas como en música.

― Le hablé de ti a la gerente y le he comentado que no habrá ningún problema para cuidar de la web de la agencia. ¿Verdad, primo?

― Por zupuesto, prima. Mantener una página ofisial es una chiquillada.

― También tendrás que ocuparte de otras cosas, como recoger el correo o poner cafés. Ya sabes…

― Zi, ya veo, lo que ze dice un “corre, ve y dile” – suspiró Cristo.

― No sé que es eso, primo.

― Un chico para todo, Zara. El comodín del despacho – sonrió él.

― Si, eso, pero… ¿está bien, no?

― Zi, bonica, no te preocupes. Un trabajo es un trabajo.

El hecho es que Cristo no necesitaba trabajar, de momento. Sus ahorros le daban para estar unos cuantos años de vacaciones, pero la noticia le había impactado, ciertamente. ¡Se trataba de una agencia de modelos! No sería un trabajo pesado, ni agobiante, y dispondría, quizás, hasta de su propio despacho. ¿Cómo resistirse a estar rodeado de chicas hermosas?

― Mañana te vendrás conmigo. La entrevista es a las nueve de la mañana – le dijo Zara, sacando avíos del frigorífico.

― Perfecto, prima.

― ¿Y mi madre? – preguntó la preciosa mulata, una vez desaparecida la euforia.

― Le dolía la cabeza y ze ha echado un rato en la cama – la excusó Cristo. – Ahora la llamaremos para senar. ¿Te ayudo en algo?

― Puedes preparar la ensalada. ¿Sabes hacer una César?

― ¿Ezo que lleva? ¿Una corona de laureles?

― Nooo – exclamó Zara, riéndose. – Se llama así por el chef que la inventó.

― Aaah… to los días ze aprende algo, prima… tú dime que lleva y yo se lo esho…

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La agencia se encontraba en Dominick Street, no muy lejos de la parada de metro. Era un viejo hotel, reconvertido en un coqueto bloque de oficinas. Toda la tercera planta era propiedad de Fusion Model Group, nombre ostentado por la agencia. Zara le condujo a través de un par de puertas de cristal, dejando atrás a una rutilante chica rubia detrás de un mostrador de mármol, que portaba un manos libres en la oreja izquierda. Zara se la presentó como Alma, la recepcionista. La chica le esbozó una increíble y profesional sonrisa, sin dejar de hablar a través del micrófono.

Caminaron por un amplio pasillo, con vistas al exterior y varios despachos. Zara le indicó que allí se encontraba el personal de administración y el equipo de publicidad. Al final del pasillo, se abría el núcleo de la agencia, en varias salas anexas, de grandes dimensiones. Cristo observó la dinámica del personal. La primera sala disponía de dos despachos internos, cortados con paneles de cristal, cubiertos por estores oscuros, medio alzados.

― Esos son los despachos de los ayudantes de la jefa – le explicó Zara.

En el centro de la sala, rodeando una fuente de agua potable y una máquina de chocolatinas, varios sillones organizaban un área de espera, donde estaban sentadas dos chicas preciosas, ambas de raza negra, y, frente a ella, un hombre cincuentón, aferrado a un maletín, que no les quitaba el ojo de encima. Al otro extremo, tras una mampara esmerilada, varios sillones de peluquería estaban vacíos, junto a enormes espejos, provistos de iluminación propia.

― Territorio del equipo de maquillaje y peluquería – dijo Zara, señalando.

Zara le condujo a la siguiente sala, separada tan solo por un arco de entrada. A la derecha, como si se tratase de una gigantesca urna de cristal, se exponía una enorme sala de juntas, dotada de una larga mesa, así como un área de sillas para el público asistente, contra la pared del fondo. A la izquierda, dos puertas con rótulo dorado. Esta vez, las paredes no eran de cristal, sino de obra.

― Los despachos de la Dama de Hierro y de la jefa, así como la gran sala de reuniones – expuso su prima. – Más allá, hay dos salas de fotomontaje, un pequeño laboratorio fotográfico, los baños y los vestuarios. En el piso de arriba, la agencia dispone de un almacén, al cual tenemos acceso tanto desde los vestuarios, como por la escalera principal.

Zara llamó con los nudillos a la puerta marcada con el rótulo “Priscila Jewinski, gerente” y entró. Cristo esperó ante la puerta, sintiéndose un poco nervioso. Esta situación era absolutamente nueva para él, tanto lo del trabajo, como el entorno. Zara salió y, sonriéndole, le indicó que pasara.

― Bueno, ahora te toca a ti. Llámame con lo que sea que ocurra, ¿vale?

― Vale. Deséame suerte, prima.

― Suerte, primo – dijo, estampándole un gran beso en la mejilla.

Una señora mayor, de unos sesenta años, se sentaba tras un escritorio de acero y cristal, muy de toque modernista. Miraba la pantalla de su ordenador y le indicó, con un gesto, que tomara asiento frente a ella. Cristo así lo hizo y contempló a la mujer, con disimulo. Llevaba el pelo corto y rizado, dispuesto en grandes ondas, de un puro tono platino que disimulaba perfectamente sus canas. Poseía una mirada inteligente que solía estrechar sus ojos oscuros. Su rostro, ya tocado por la edad, aún mostraba la huella de un glorioso pasado. Por lo que podía ver Cristo, a través de la cubierta de cristal de la mesa, vestía un pantalón entallado, de color oscuro, y una blusa satinada, en un color crudo, muy elegante con sus puños de encajes.

Sin tener aún la atención de la gerente, Cristo paseó su mirada por el despacho. Resultó ser un tanto espartano para su gusto. Un pequeño sofá de cuero negro, contra una de las paredes, dos archivadores al lado de la ventana, tras el escritorio; una mesa auxiliar detrás de la puerta, con una silla ergonómica, y la propia silla en la que se sentaba Cristo. Apenas había objetos personales, salvo un portarretratos sobre el escritorio de la mujer, con una foto que el gitano no alcanzaba a ver, y una gran foto enmarcada en una de las paredes. Cristo reconoció a la gerente, con al menos treinta años menos, en la instantánea de una bella sonrisa, mostrada en primer plano. Detrás del rostro sonriente, entre brumas, el puente de Brooklyn.

― Esa foto es de 1972 – dijo de repente la señora. – Acababa de llegar a Nueva York.

― Está bellísima – musitó Cristo.

― Gracias. ¿Te llamas…?

― Cristóbal Heredia, señora.

― Bien Cristóbal. Zara me ha hablado muy bien de ti. Creo que sois familia.

― Si, señora. Ella es mi prima, por parte de madre.

― ¿Así que ella es en parte hispana? – levantó una ceja.

― Española – le rectificó Cristo. – Como yo.

― Bonito país… España. Estuve varias veces en los San Fermines…

― Yo soy del otro extremo del país.

― Ah, Andalucía, ya veo… playas encantadoras y muchos bares con tapas…

― Conoce usted muy bien mi país, señora – dijo Cristo, un tanto adulador.

― Si. Tengo pensado volver en unas vacaciones. Ya veremos…

― Avíseme cuando se decida, puedo recomendarle algunos sitios increíbles, por supuesto, fuera de las rutas turísticas. Puramente ingenuos…

― Se agradecería, Cristóbal, y ahora, dejemos el recorrido turístico y centrémonos en lo que la agencia necesita.

― Si, señora – Cristo se envaró en la silla.

La gerente le miró directamente a los ojos durante unos segundos. Tomó un lápiz con la mano y empezó a juguetear con él entre los dedos.

― ¿Traes referencias? ¿Un currículo? – preguntó, con una ladina sonrisa.

― No, señora. Me ha tomado por sorpresa completamente. Estoy de vacaciones en Nueva York, sin pensamientos de trabajar. Casi he sido arrastrado hasta su despacho, señora – Cristo devolvió la sonrisa, junto con la broma.

― Ah, las niñas de ahora son muy impulsivas.

― Mucho. Empiezo a notarlo. No obstante, le seré sincero. No he trabajado jamás para un patrón. Lo poco que he hecho, ha sido en un negocio familiar, pero, si le sirve de algo, puedo hackearle cualquier sistema de seguridad media.

― Vaya… no pensamos asaltar el Pentágono, chico.

Cristo se tragó la palabra “chico”. No era el momento de protestar por el trato. Si la señora quería un “chico” espabilado, él le daría eso mismo.

― Porque no quiera usted, porque “armas de destrucción masiva” si que tienen – dijo, señalando con el pulgar por encima de su espalda, refiriéndose a las guapas chicas de la otra sala.

La gerente soltó una carcajada sorprendente, en un tono fuerte y contagioso.

― Me gustas, Cristóbal. Tienes justo el carácter que se necesita para un puesto como el que ofrecemos. Me llamo Priscila – le dijo, alargando una mano por encima del escritorio.

― Todo el mundo me llama Cristo. Encantado, Priscila – contestó, tomando la cálida mano.

― Bien. El trabajo es el siguiente. Se actualiza la web oficial de la empresa diariamente, con eventos, ofertas de empleo, nuevas campañas, y demás secciones. También se actualizan, según proceda, los perfiles de las modelos representadas: crónica laboral, cotilleos, declaraciones para los fans… En este momento, contamos con doscientos veintiún modelos, tanto femeninos como masculinos; de los cuales, al menos, treinta son de primera fila.

Cristo dejó escapar un silbido que agradó a la gerente.

― ¿Podrías encargarte de eso?

― Sin problemas, Priscila. Así como el mantenimiento del servidor y de la red interna de la oficina.

― ¿De veras?

Cristo asintió, sin alterar su sonrisa. A saber que es lo que hacía la chica anterior…

― Repartirias el correo del día, tras recoger lo que hubiera en el apartado de correos.

― Vale.

― Harias algún recado para los departamentos. ¿Dispones de permiso de conducir?

― Por supuesto – su expresión no se movió ni un ápice con la mentira.

― Muy bien. Te encargarías de diversas tareas que surgiesen, de forma imprevista. ¿Te importaría servirnos algún café, a mí o a nuestra jefa, la señora Newport?

― En absoluto, Priscila, siempre y cuando no sea todo a la vez.

― Jajaja… Tienes un buen humor, Cristo. Me gusta.

― Gracias, Priscila… ¿o debo llamarla de algún modo especial, si decide que trabaje aquí? – preguntó, con algo de retintín.

― Oh, todo el mundo me llama Miss P, ya me he acostumbrado a esa forma. Ese y la Dama de Hierro, son mis nombres de guerra – se rió ella. – Pero puedes llamarme Priscila, en confianza.

“Parece que le he caído bien.”, se dijo Cristo.

― Normalmente, no suelo hacer esto. Dejo que el departamento administrativo haga las contrataciones, pero confió en Zara. Así que acércate a Administración y entrega esto – le pidió la señora, firmando una solicitud de empleo.

― Enseguida, Priscila. ¿Cuándo quiere que empiece?

― Aprovecha que Marion aún sigue aquí, y que te ponga al día de cuanto hace. Así que, en cuanto salgas de Administración, dirígete a Recepción y pregunta por ella.

― Marion, ¿eh? OK. – dijo con una última sonrisa, levantándose para abandonar el despacho.

― Cristo… perdona que te pregunte, pero ¿cuántos años tienes?

― Veintiocho, Priscila – esta vez, la miró seriamente, viendo como la sorpresa se reflejaba en el rostro. La atajó antes de que hablara. – Es una larga historia, señora, quizás en otra ocasión.

En Administración, se encontró con un hombre delgado y triste, que parecía haber chupado limones desde que nació, que, sin apenas palabras, se ocupó de rellenar su ficha con los datos pertinentes, dejando abierto un plazo para entregar su permiso de trabajo y su número de seguridad social. Con parquedad, el señor Garrico – nombre que había en la placa sobre la mesa – le informó de su salario, cuatrocientos sesenta dólares a la semana (unos trescientos cincuenta euros) y de la cobertura de su seguro médico.

Volvió al mostrador de Recepción, donde se encontró con que Alma ya no estaba sola, sino que una chica regordeta, de mirada enclaustrada por unas gafas de negra montura, y el pelo recogido en una tirante cola de caballo, se sentaba al lado. Marion, pensó y acertó de lleno. Alma le dio la mano, mientras pasaba una llamada hacia algún departamento, y le dio la bienvenida a la agencia. Esta vez la sonrisa pareció sincera. Le indicó de donde podía traerse una silla y, antes de hacerlo, Cristo admiró con disimulo el cuerpazo de la rubia Alma. Demasiado rellenita para ser modelo, pero no había duda que había surgido de sus filas.

Se sentó al lado de Marion, presentándose de igual modo. Esta, al contrario que su compañera, era un cerebrito cursi y lleno de prejuicios, que le explicó, casi con desdén, cuales serían sus tareas. Como tal había sospechado Cristo, la chica se limitaba, escrupulosamente, a introducir datos en su ordenador. No quería saber nada de servidor, ni de redes, ni de problemas externos. Estaba seguro que, aún menos, serviría un café… pero él lo haría, con gusto. Eso le permitiría moverse por el interior de la agencia y fisgonear. ¡Sería la hostia de divertido!

La única alegría que le dio Marion fue cuando le dijo que también debería ocuparse de fotografiar los eventos. Así que estaría presente en las fiestas, en las convenciones, en las galas, y en las pasarelas, fotografiando modelos e invitados, para después incluir las mejores en la web. Así mismo, debería actualizar las fotografías de los perfiles de las modelos, pero, para ello, usaría fotografías profesionales que se les proporcionarían.

¡El sueño de cualquier hombre!

Por otra parte, Alma le puso al tanto de la jerarquía de la agencia, entre llamada y llamada. Ya había conocido a Garrico, el administrador, quien usaba a su joven secretaria también como amante. Miss P era el motor de la agencia, experimentada, dinámica, y algo tiránica. Alma atendía las visitas, pasaba las llamadas, recogía recados, y, en una palabra, hacía de guardia de tráfico a la entrada. El departamento de publicidad trabajaba a temporadas, con proyectos definidos, y, en ese momento, no los tenía, así que no estaban.

La jefa llegaba a media mañana y repasaba los asuntos con su mano derecha, Miss P, y bien se marchaba de nuevo, o bien se encerraba en su despacho. Solo se ocupaba de los grandes eventos, o bien de las tres primeras damas de la agencia, o sea, las modelos más retributivas. Alma le señaló una fotografía enmarcada, en una de las paredes de la entrada, que era visible a la salida, no a la entrada. En ella, el busto de una hermosa mujer sonreía a la cámara, las manos cruzadas bajo la barbilla. Vestía elegantemente y se apoyaba sobre una mesa de madera. Debajo de ella, en letras doradas, se leía: Candy Newport, directora de Fusion Models Group.

Cristo revisó sus recuerdos. Conocía aquella mujer, o, al menos, la había visto antes. Efectivamente, la había visionado junto a otras mujeres maduras famosas, en una lista de MILFs glamorosas, en una de las razzias virtuales que organizaba con sus primos, en Internet. Aún recordaba lo que dijo Ramón, uno de sus primos más cándidos: “Si ella fuera mi madre, siempre estaría haciéndome el enfermo para que ella me cuidara.”

Había sido una modelo muy cotizada, junto a compañeras muy famosas, como Cindy Crawford, Eva Herzigova, Naomi Campbell, Claudia Schiffer, o Tyra Banks; y, como estas divas, supo invertir bien en su futuro, creando una agencia que disponía de grandes activos. Ella y sus dos ayudantes personales, Crissa Hess y Niles Stucker, se ocupaban de representar personalmente a las modelos con más proyección. El equipo de maquillaje y peluquería constaba de tres personas, como base, pero era ampliado en los eventos importantes. El vestuario era enteramente subcontratado, junto con su propio personal. Dos fotógrafos colaboraban con la agencia, pero que no estaban en nómina, y, finalmente, un equipo de limpieza subcontratado venía todos los días.

― Así que este será mi puesto de trabajo, ¿no? – le preguntó a Marion.

― Si. Aquí tienes todo cuando necesitas. Tu terminal, el intercomunicador, un diario de notas, varios bolígrafos – enumeró la chica, con una sonrisa.

― …y la bella de Alma a mi lado. ¡Este es el mejor lugar de toda la agencia! – exclamó Cristo, haciendo reír a la recepcionista.

― Me gustan los aduladores – respondió ella.

― ¿Por qué te marchas, Marion? Este parecer ser un buen trabajo.

― Me caso y mi futuro esposo gana lo suficiente como para que no trabaje. Quiere que me dedique solo a él y a nuestros hijos.

― Conozco el tema – suspiró Cristo.

― ¿A qué te refieres?

― A que serás una yegua de cría – repuso Alma.

― Más o menos – sonrió Cristo.

Marion se encogió de hombros.

― Tendré una buena casa, tiempo para mí, y una doncella para ayudarme. No creo que sea una mala vida.

― No, siempre que sea lo que tú quieras – le dijo su compañera.

― Es lo que he deseado desde que me hice mujer. Ahora me dedicaré. estos meses antes de la boda, a perder unos kilitos para estar bien guapa – hizo un mohín, tironeándose de la cola de caballo.

― ¿Aún más? – preguntó Cristo, adulador. – Vas a hacer que tu esposo tenga un síncope.

Y, de esa forma, Cristo se ganó la confianza de las dos chicas, allanando, con mucha diplomacia, su camino de entrada. Llamó a Zara, pero no respondía, así que le dejó un mensaje: “Somos compañeros de trabajo, prima.”

A media mañana, cuando ya empezaba a aburrirse de estar sentado al lado de las chicas, sin hacer nada, apareció Zara. Le dio un gran abrazo y dos besos, felicitándole. Llegaba de asistir a un cursillo de posado, impartido por un profesor de Artes Escénicas. La agencia se tomaba estos cursillos con seriedad, haciendo obligatoria la asistencia de todas las modelos que estuvieran sin tarea específica. Por eso había dejado el móvil en el bolso.

― Me lo llevo a tomar un café abajo – le dijo Zara a Alma.

― Vale.

En el piso bajo, había una cafetería, junto a un buen kiosco de prensa, y una floristería. La cafetería estaba llena, pues había varias oficinas en la manzana. Pidieron un café y un té, y compartieron un sándwich, mientras Cristo le contaba su entrevista.

― Parece que le he caído bien a Miss P.

― Es severa, pero no es mala persona. Si cumples con tu trabajo, te la habrás ganado. ¿Cuándo empiezas en serio?

― Mañana es el último día de Marion, que me enseñará los procedimientos de administrador con el servidor. Hoy he estado viendo las fichas de las modelos y la web. No creo que tenga dificultades con ello.

― Muy bien, primo.

― No he visto a la jefa aún.

― Hoy no ha venido.

― ¿Qué pasa? ¿Te pone nerviosa? – preguntó Cristo, viendo como tembló la taza de café en las manos de Zara.

― Bueno… es que me ha llamado.

― ¿Quién?

― La jefa.

― ¿La jefa te suele llamar a ti, prima? ¿No eres una de las novatas?

Zara no contestó y siguió mirando la taza con insistencia.

― Zara, ¿qué ocurre? ¿No vas a contármelo?

― Miss P me llevó al despacho de la jefa, el primer día que entré en la agencia. No lo hizo con ninguna otra novata, pues después he preguntado a todas. Por lo visto, Candy Newport conoce a mamá, de antes. Coincidieron en no sé que trabajo y en un par de galas.

― Bueno, no es extraño. Tu madre trabaja en una academia de las prestigiosas y ha sido artista. Seguramente habrán coincidido en algunos eventos – argumentó Cristo.

― Si, claro, pero, lo extraño, es que me parecieron íntimas. Al menos, mi jefa conocía un montón de detalles que no son de ser meras conocidas.

― ¿Y?

― ¡Pues que mi madre lo ha negado! ¡Dice que no conoce a esa señora de nada! ¡Que no se acuerda de ella!

Cristo pensó en lo que Faely se callaba, en el problema que le comentó… ¿Estaría relacionado?

― Es raro.

― Pero ahí no se queda la cosa.

― ¿Ah, no?

― Me desnuda con la mirada – musitó Zara.

― ¿Cómo dices?

― Cada vez que nos cruzamos o que entra en la sala, cuando estoy posando, siento como me observa. Noto sus ojos recorriendo todo mi cuerpo. Su expresión la delata, me desea…

― Vaya con la jefa. ¿Qué piensas hacer?

― No lo sé. No se ha insinuado mínimamente; siempre guarda la distancia y la compostura, pero… no sé qué hacer si diera el paso y se insinuara.

― ¿De verás, Zara?

― Cristo… es muy guapa y una leyenda viva. Yo mataría por ser como ella, ¿comprendes? No creo que pueda resistirme – abrió las manos la chica.

Se quedaron en silencio, ensimismados en sus propios pensamientos. Zara intentaba imaginarse como sabrían los carnosos labios de su jefa, y Cristo, por su parte, pensaba cómo podría conseguir empujar a su prima a los brazos de la buenorra Candy Newport.

Cada uno manifestaba su sueño de esperanza… el sueño americano…

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A la semana siguiente, Cristo invitó a almorzar a Chessy y Spinny, en la cafetería de los bajos del edificio de la agencia, para celebrar su nuevo trabajo. Ese día, empezaba por su cuenta. Marion se había marchado, rumbo a su mundo idílico, y él quedó como maestro de la red. Chessy estaba muy orgullosa de él, de su capacidad de integración en la sociedad americana. Claro que no podía saber que Cristo era un camaleón humano. Buscando su propia comodidad, podía adaptarse incluso a vivir en una tienda, en mitad del desierto, siempre y cuando no tuviera que ir a por el agua al pozo.

dos días antes, Faely le acompañó a la oficina de Inmigración para solicitar un nuevo tipo de visado, esta vez de trabajo temporal, y le avaló la acreditación de residencia. Cristo no tuvo mayor problema, tras mostrar un extracto de su cuenta bancaria, ya se sabe, si demuestras que tienes pasta para mantenerte, puedes quedarte en los Estados Unidos. así consiguió su permiso de trabajo y su número de la Seguridad Social.

Su romance con Chessy iba viento en popa, o, al menos, todo lo que se atrevía. Ya le había perdido el mal rollo al delgado falo de la transexual y los besos y caricias profundizaban cada vez más en su lujuria, pero aún no se atrevía a llegar más allá de una paja o una felación.

Sin prisas, se decían el uno al otro, entre románticos besos. Por su parte, Chessy vivía en un estado inusual. Se veía inmersa en una fluida historia emocional, tan romántica como una novela y totalmente desacostumbrada para ella. Vivía momentos deliciosos, comparables a idílicas películas, que capturaban su alma como un mosquito en el ámbar.

Chessy dejó el brazo de su novio, le dio un besito en la mejilla, y dijo que iba al lavabo. Spinny, en cuanto se quedó a solas con su colega, le dijo, en un tono conspirador, que su padre le había ordenado que limpiara las taquillas de Gus y Barney, los violadores del parque. Así que Spinny había apañado unas cajas de cartón para guardar en ellas cuanto hubiera dentro de las taquillas. Las cajas pasarían al pequeño desván que había sobre la oficina del desguace, en espera de que los dos extrabajadores salieran de la cárcel.

― Mira lo que he encontrado en una de las taquillas – le sopló Spinny, abriendo la funda de su guitarra y sacando una bolsa de plástico.

Spinny dejó al descubierto un pequeño bote de cristal con cuatro piruletas dentro, bañadas en un líquido incoloro.

― Creo que el líquido es la misma droga que usaron cuando abusaron de las chicas en el parque infantil – dijo, desenroscando el tapón y olisqueando el interior.

― ¿Cómo lo sabes? – le preguntó Cristo, tomando el bote y haciendo lo mismo.

― ¿Para qué otra cosa iban a dejar piruletas empapándose en un líquido si no fuera alguna droga?

― Tienes razón. Sin duda pensaban endiñárselas a otras chiquillas.

― ¡Que viene Chessy! ¡Guárdalas en tu mochila! Ya no me da tiempo colocarlas en la funda…

Con prisas, Cristo enroscó la tapadera y deslizó el bote en el interior de su mochila, abierta y colgada del respaldar de su silla. Spinny sonrió, nervioso, cuando Chessy se sentó.

― Seguro que ya estabais hablando de chicas – les recriminó Chessy, al ver sus expresiones.

― ¡Es que teniendo a tu colega trabajando en una agencia de modelos, pues… es difícil no preguntarle nada! – dijo Spinny, acompañando sus palabras de una risita.

Los tres se rieron y siguieron charlando. Tomaron postre y café, mientras planeaban una excursión al norte del estado. Chessy, con apremio, informó a Cristo de la hora que era. Se había despistado y ya tenía que haber vuelto al trabajo. Así que pidió la cuenta, mientras se despedían, y cinco minutos más tarde, subía corriendo las escaleras hasta el tercer piso.

La mochila, mal colocada a su espalda, se bamboleó en exceso, originando que la tapa del bote, cerrada a toda prisa y sin precisión, saltara, derramando el líquido y dejando las piruletas secas.

― ¿Haciendo ya novillos? – le sonrió Alma, al llegar jadeante ante ella.

― Estaba almorzando en la cafetería, con mi chica y un amigo… se nos ha ido el santo al cielo…

― ¿Santo al cielo? – se asombró Alma.

― Es una expresión española. Quiere decir que nos hemos despistado. Ya sabes, lo de mirar con la boca abierta como asciende un santo varón hacia el cielo…

― ¡Jajaja! – estalló en una carcajada la rubia. – Eres muy gracioso, Cristo… de veras…

― Bueno, tendrías que verme desnudo, entonces si que te troncharías…

La chica se llevó la mano a la boca para atajar la nueva carcajada, ya que el teléfono empezó a sonar. Cristo se sentó en su puesto y dejó la mochila colgada de la percha que tenían a la espalda, con la cremallera medio abierta. Ambos se sumergieron en la actividad laboral, arrastrados por su dinámica.

Una hora más tarde, Cristo levantó los ojos al escuchar un vivo taconeo. Lo primero que vio fue un pelo casi naranja y un rostro lleno de pecas, que avanzaba hacia el mostrador. ¿Quién no reconocería aquel rostro moteado, dotado de los ojos más verdes que jamás existieron en la faz de la tierra?

― ¡Joder! ¡Katherine Voliant! – jadeó.

― Si, tiene una sesión esta tarde – le replicó Alma.

― No sabía que estuviera en esta agencia…

― ¿No te has leído aún las fichas?

― No.

― ¡Vago! – susurró Alma, sonriendo a la top model que se plantaba ante el mostrador.

― Hola, Alma – saludó la modelo, apoyándose sobre el mármol. — ¿Cómo estás?

― Como una maceta plantada en este vestíbulo – bromeó la rubia.

― Pero… ¿te riegan?

― Ay, no todo lo que quisiera…

Las dos chicas estallaron en risas, mientras que los acompañantes de la modelo llegaban. Una mujer madura, con enormes gafas de vista, y un tipo bien vestido, con aspecto de leguleyo.

― ¿Es nuevo o es hijo tuyo? – preguntó la modelo de pelo naranja, señalando a Cristo, quien estaba pasmado ante ella.

― ¡Katherine! – la amonestó Alma. – Es Cristo. Sustituye a Marion.

― Ah, encantada – le dijo, alargando su mano. – Por fin te has quitado esa sosa de encima.

― Se va a casar. Compadezco al marido – agitó la mano Alma.

― ¿Y tú? ¿No hablas? ¿Solo tecleas? – le preguntó la modelo a Cristo.

― A veces no callo – sonrió Cristo, recuperando el uso de su mandíbula. – Pero, en otras ocasiones, es mucho mejor contemplar…

― Vaya… que galante… ¿Eres latino?

― Solo mi idioma. Soy de España.

― ¡Caray! Un chico europeo. Esta agencia está tomando categoría.

― ¡Como te escuchen la Dama de Hierro! – se rió Alma.

Cristo se grabó bien aquel rostro que estaba a un palmo de él. Era bella aún sin maquillar, con aquel pelo que parecía repasado por un cortacésped, de un color oxidado, y la enorme multitud de pecas que cubría todo su rostro. No se trataba de unas cuantas pecas en la nariz y en las mejillas, no… nada de eso. Era como si le hubiese explotado una lata de lentejas en la cara, salpicando frente, nariz, pómulos, la mandíbula, parte del cuello, los hombros – por lo poco que podía ver Cristo – y, seguramente todo el pecho. La piel era casi nívea, pero las pecas eran de un tono pardo, lo que las hacía resaltar fuertemente.

Eso hacía que aquellos dos ojazos increíbles resaltaran aún más, casi anulando la conciencia del gitano. Pestañeó varias veces cuando se dio cuenta de que Katherine Voliant le hablaba.

― ¿Si?

― Te preguntaba si mi perfil está actualizado.

― No lo sé. aún estoy repasando el trabajo de Marion.

― A ver que vea – dijo la modelo, rodeando el mostrador y colocándose a espaldas de Cristo, con una mano apoyada en su hombro.

Cristo abrió la sección de perfiles y buscó el de la guapa chica. Lo abrió y lo repasaron juntos.

― Aún no está puesto el evento de México. No está actualizado. ¿Te pones a ello…? ¿Cristo?

― Sip, Cristo, zeñorita. Voy a buscar las fotos de esa juerga y se lo actualizo todo.

― ¡Olé! – exclamó ella, en respuesta a las palabras dichas en español por el joven.

― Es casi la hora – dijo la mujer, señalando el reloj. – Deberíamos pasar a maquillaje ya.

― Si, Helen, enseguida – dijo, girándose y tocando la mochila de Cristo con la espalda.

Katherine se giró y la miró, descubriendo, a través de la abierta cremallera, el tarro con las piruletas.

― ¡Dios mío! ¡Hace siglos que no me como una de estas! ¿De quien es la mochila?

― De Cristo – respondió Alma.

― ¿Puedo coger una? – le preguntó directamente.

Cristo se quedó estático, sin saber qué decir. No podía decirle que no; quedaría como un borde, como un esaborío, en sus primeros días. Pero, en caso contrario, ¿qué ocurriría? ¿Cómo reaccionaría la modelo? Cristo se encogió de hombros, tomando una determinación. Al menos no era una chiquilla y se controlaría, se dijo.

― Por favor… ¿quiere una, Alma? – ofreció él.

― No, gracias, nada de azúcar.

Tan contenta como una niña, Katherine apartó la tapa y tomó una con dos dedos, dispuesta a llevársela a la boca.

― Ahora no, Katherine. Primero maquillaje – la regañó la mujer.

― Tienes razón. Quizás la pueda usar para las fotos.

― Buena idea.

Cristo suspiró, aliviado. Lo que sucediera, lo haría fuera de la agencia, se dijo. La modelo se despidió de ellos y marchó hacía las salas del interior. Cristo se levantó y comprobó el bote. La droga había empapado el fondo de la mochila y las piruletas estaban secas. Cerró el bote y la cremallera de la mochila. Se sentó, mordiéndose el labio.

― Es guapa, ¿eh? – le pinchó Alma.

― Me ha hecho sentirme como un ratoncillo delante de una hermosa serpiente.

― ¡Jajaja! Puede que sea así… toda una devoradora… Le has caído bien y eso suele ser difícil. Katherine no es de las que da confianza a las primeras de cambio.

― ¿Debo sentirme honrado?

― Puede que si.

― ¿Quiénes son los que la acompañan?

― Su tía Helen, que se ocupa de su maquillaje y Trask, su manager.

― Vividores – escupió Cristo.

― Exacto, nene. Astutos vividores.

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Katherine no sabía qué le ocurría. Llevaba casi una hora posando, con diferentes trajes y distintos escenarios. Carl, uno de los fotógrafos habituales, sabía sacarle partido a su rostro y a su sinuoso cuerpo. Se habían divertido los dos, usando la piruleta en muchas tomas. Además, dejaba un tono rojizo en su lengua que gustaba bastante al fotógrafo. Pero, sin saber cómo, había pasado de la diversión al deseo, y ahora, una hora más tarde, era pura provocación.

Apenas podía controlarse, enseñando más piel de la que debía, insinuándose con la mirada, con la boca, con sus caderas… Incluso Carl, que era más maricón que un palomo cojo, se había sentido violento con su actitud. Finalmente, cortó la sesión, sabiendo que no sacaría más de ella. Las fotografías sobre moda se habían transformado en poses más que eróticas. Él tenía una reputación y prefería cortar a tiempo.

Tía Helen, que se había dado cuenta de la actitud de su sobrina, le aconsejó que se diera una larga ducha antes de cambiarse y marcharse.

― No hay ninguna prisa. Relájate bajo el chorro – le susurro, empujándola hacia los vestuarios.

Cuando Katherine llegó a los amplios baños, prácticamente jadeaba. Se miró a uno de los espejos, apoyando las manos en el lavabo. Contempló su rostro a placer, maquillado exquisitamente. Su lengua surgió y lamió sus pintados labios sensualmente.

― ¡Eres una perra, Katherine! – le escupió a su reflejo. – Una perra salida que se follaría a todo un batallón…

Respiró con calma, intentando calmarse, y se metió en uno de los vestidores, quitándose las prendas que debía devolver. Las colgó de las perchas que se encontraban allí, y volvió a contemplar su cuerpo, ahora solo con unas braguitas encima. Sonrió al verse hermosa. Sus senos eran de tamaño medio, pero suficientes para su esbelto cuerpo. De lo que estaba más orgullosa, era de sus nalgas. Poseía uno de esos traseros de ensueño, en forma de pera, de nalgas pequeñas y prietas, redonditas; un culito para no dejar de acariciar. Además, esa parte, junto con sus piernas, constituían las únicas partes de su cuerpo, libres de pecas, con una piel inmaculada y tersa.

Sus dedos pellizcaron los oscuros pezones, de forma delicada pero constante. Ya llevaban tiesos casi toda la sesión, poniendo de relevancia su longitud. Ella lo sabía. Ya en el colegio, los comparaba con los de sus amigas en las duchas. Tenía unos pezones larguísimos, de casi tres centímetros, que parecían pequeñas antenas desplegadas sobre sus tetitas pecosas. Unos pezones muy sensibles, que la hacían derretirse cuando se pellizcaba duramente, tal y como lo estaba haciendo, en ese momento.

Al segundo de gemir, se dio cuenta de que necesitaba correrse y, para eso, no había nada mejor que un buen chorro de agua en el clítoris; agua caliente a presión. Desnuda, salió del vestidor y se metió en una de las duchas individuales, las cuales disponían de un asiento alicatado, que surgía de la pared, justo frente al chorro principal. Este diseño permitía a las chicas depilar sus piernas con comodidad, e incluso ducharse sentadas, si lo deseaban.

Con dedos temblorosos, tomó un poco de gel líquido y, sentándose con las piernas abiertas, untó directamente el jabón sobre su vagina. Vulva y clítoris quedaron bien impregnados y, como ya estaban bien humedecidos por su propia lefa, enseguida se empezó a producir pequeñas pompas de jabón.

Katherine apoyó la espalda desnuda contra el mosaico de azulejos, sin importarle su frialdad, y cerró los ojos, buscando en su calenturienta mente, la escena ideal para producir su orgasmo. Sus dedos se deslizaban sobre su depilado pubis, formando pequeños círculos que conmovían su sensible sexo. Cada movimiento rotatorio era acompañado de un pequeño gemido anhelante, que nunca antes exhaló ante ningún amante. Aquellos gemidos solo estaban reservados para su intimidad, para su propio y único placer, en las pocas ocasiones en que su libido se había descontrolado como hoy. Katherine solía gozar en silencio. A pesar del desparpajo que ostentaba al posar, seguía siendo una tímida en cuestiones sentimentales, y, para ella, el sexo era un sentimiento. Le daba vergüenza que la escucharan así, como implorando placer. Así que procuraba apretar los dientes y resoplar, todo lo más, al alcanzar el clímax.

Con una mano, abrió bien sus labios mayores, sacando a la luz su clítoris. Con el dedo corazón de su otra mano, acarició largamente, de abajo a arriba, su zona erógena. Desde el fondo de su vulva hasta acabar sobre el clítoris. Katherine sintió tal calor recorrer su columna, naciendo en su entrepierna, que tuvo que ponerse en pie y alcanzar el teléfono de agua. Ni siquiera esperó a que el agua adquiriese una temperatura adecuada. Abrió el grifo y salpicó sus senos y su vientre. El agua fría le aclaró la cabeza y cortó la escalada de sus sentidos.

Se quedó con la boca abierta, jadeando por la impresión, pero, de inmediato, una sonrisa estirazó sus labios. El agua empezó a brotar más cálida y Katherine retorció uno de sus pezones, con lo que tuvo que morderse el labio para no proferir un sonoro lamento. Su cuerpo se retorcía, sentado sobre el ancho poyo, sometido al capricho de sus propias caderas movedizas. Su pelvis había asumido voluntad propia, haciendo que sus nalgas se rozasen impúdicamente contra la fría superficie. Jamás se había sentido tan perra, tan salida, tan puta, como para casi aullar de deseo.

Con delicadeza, introdujo el dedo en el interior de su vagina, palpando la suave mucosa, buscando su punto G, a pesar de saber perfectamente que no lo alcanzaría de pleno. Por sí sola, era incapaz de llegar tan adentro, pero gozaba con la sensación de intentarlo. Manejando el teléfono con la otra mano, aumentó la presión de los chorros y los dispuso sobre su clítoris.

― Diossssss – siseó.

Era una maravilla, que aumentó moviendo más rápidamente el dedo que tenía en su vagina. Su mente buscó un recuerdo excitante, una situación que la llevara a alcanzar el orgasmo, pero, a pesar de tener muchos amigos y amantes, su propio deseo le trajo algo que no esperaba.

“Hola, Alma… ¿Cómo estás?”

“Como una maceta plantada en este vestíbulo.”

“Pero… ¿te riegan?”

“Ay, no todo lo que quisiera…”

La sonrisa de Alma, su potente cuerpo, su ronca voz… En el fondo, Katherine lo sabía. Era conciente de que, en los momentos decisivos de su vida, distintas mujeres habían tenido la voz cantante. No se fiaba de los hombres para una relación duradera y plena, y siempre había sido una mujer quien la había guiado en una nueva etapa de su vida.

Fue su tía quien la metió en aquel falso e hipócrita mundo. Fue Vanesa quien le rompió el corazón, la primera vez, y, finalmente, fue Amelie la que vendió aquellas fotos a la prensa rosa. Los hombres pasaban, sin pena ni gloria, por la vida de Katherine. Solo servían para un instante fugaz, pero las mujeres… Ah, eso era otra cosa.

Ahora parecía que era Alma, la que le interesaba desde hacía unos meses. Quizás era la adecuada, una chica sencilla, trabajadora, alejada de los brillos cegadores de la fama y de la gloria. Una chica que sabía cuan peligroso era ese mundo, que lo entendía, pero que se mantenía a un lado. Alma… ella quería regarla mil veces, con el icor que surgía de su coño, como una fuente susurrante de deseo…

Aumentó más la presión. Los finos chorros de agua casi dolían sobre su piel sensible. Se quejó en voz alta, sabiendo que el devastador orgasmo que estaba amasando estaba muy cerca. Katherine era un tanto especial con su placer, y dado que había descubierto que era multiorgásmica, solía procurarse uno o dos orgasmos “menores” que servirían para prepararse, como un aperitivo para la gran ballena blanca, aquel Moby Dick que atravesaría su coño, dejándola agotada.

Envuelta por sus propios gemidos, no escuchó la entrada de dos compañeras, que se quedaron quietas y sorprendidas por sus gemidos, mirándose. En un principio, se sonrieron, gozando de la complicidad de escuchar el desliz de la famosa modelo, una “hermana mayor”, pero, a medida que los quejidos aumentaban, que las inconexas palabras eran comprendidas, haciendo que sus mentes imaginaran qué ocurría en el interior de la ducha, ambas chicas tragaron saliva y apretaron sus muslos, embargadas por un contagioso capricho sexual.

Se pegaron a una pared, los oídos prestos y los ojos esquivos. Ahora, no querían verse la una a la otra, pues sentían vergüenza de demostrar lo que sentían, de aceptar su debilidad ante la compañera, pero Katherine seguía metiéndose sus dedos – ahora dos – y agitándolos, casi con devoción, lo que equivalía a más suspiros y gemiditos enloquecedores.

― Aaaahh… que puta… soy… ¡Joder! ¡Joder! ¡JODER!

Estas palabras animaron, a una de las testigos, para pellizcar su pezón izquierdo, con fuerza, a través de la blusa y del sujetador. Su amiga la miró, casi con envidia, pues no se atrevía a realizar ningún movimiento obsceno en su presencia.

Katherine, con la boca abierta en un profundo suspiro, fijó el rostro de Alma en su mente, y pellizcó con fuerza su clítoris, mientras cambiaba el chorro al interior de su vagina. Esto desató todo cuanto llevaba acumulado. Un largo estremecimiento recorrió su cuerpo y arrugó los dedos de sus pies.

― ¡LA MADRE QUE… ME PARIÓ! ¡Me… estoy co… CORRIENDO! – exclamó en voz alta, como una liberación de toda la tensión retenida.

Fuera, una de las chicas cerró los ojos, arrugando el entrecejo, y unió sus labios como si se dispusiera a besar. Su amiga entendió perfectamente el mohín. Estaban ante un momento tan morboso, que no sabían como responder. Quizás, si hubiera estado solo una de ellas, habrían sucumbido a la tentación de masturbarse también.

En el interior de la ducha, con una sonrisa en los labios y los ojos cerrados, Katherine Voliant no se contuvo más y dejó escapar un fuerte chorro de orina, coincidiendo con el final del segundo orgasmo encadenado. Un tanto más calmada, se duchó rápidamente, y salió de la cabina. Ya no había nadie fuera, pues salieron en silencio, sin tan siquiera orinar, que era a lo que venían.

Katherine se vistió y se peinó, sintiendo que la calentura no la había abandonado, pero ahora podía pensar. Sin embargo, aprovechó el fuerte impulso que la movía para, al salir, invitar a cenar a la guapa recepcionista. Alma quedó muy sorprendida, pero, al final, acabó aceptando por curiosidad.

Sentado en su puesto, Cristo se tapó los ojos con una mano, aliviado porque la situación parecía controlada. Se prometió que desmenuzaría el caramelo de las piruletas y lo tiraría al desagüe en cuanto llegara a casa.

¡Maldito Spinny!

CONTINUARÁ….

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