New York Mercedes-Benz Fashion Week.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Cristo se quedó apabullado, al penetrar en el interior de las grandiosas carpas instaladas en el Bryant Park, junto a la Biblioteca Pública de Nueva York, en la Quinta Avenida. Como venía siendo habitual, en la segunda semana de setiembre, se celebraba la New York Mercedes-Benz Fashion Week, o Semana de la moda de la temporada primavera-verano. Dos eventos de este tipo se organizaban al año: uno en febrero, en el Lincoln Center, con la temporada otoño-invierno, y otro a finales de verano, en el céntrico parque muy cercano a Times Square.

Y este último evento había atrapado de lleno a nuestro gaditano, volviéndole casi del revés.

La agencia participaba de lleno en varios de los desfiles, concretamente con Carolina Herrera, Nicholas K, Jason Wu, y Lacoste. Así que todo el mundo estaba de los nervios y miss P. reclamó la presencia de Cristo, in situ, con una temprana llamada telefónica, justo antes de que saliera del loft para dirigirse al trabajo. Sin saber para qué era necesitado, nuestro gitano dejó el apartamento de su tía, comprobando que Zara ya no estaba en él. Sin duda habría salido muy temprano para Bryant Park, pues participaba en la primera pasarela. No tomó ningún transporte, pues el parque no estaba lejos, apenas a diez manzanas de casa.

Pero como hemos dicho, sus ojos se abrieron enormemente cuando le hicieron pasar al interior de las carpas, tras que le colgaran del cuello una acreditación plastificada con su foto. Se la quedó mirando durante unos segundos, antes de cruzar el umbral vigilado por personal de seguridad, preguntándose si no habían encontrado otra foto más cutre que ponerle. Sin embargo, se olvidó de esos nimios detalles al ser engullido por el maremagno que existía bajo la gigantesca lona.

A punto de atropellarle, varios tipos con monos de electricistas, pasaron portando rollos de cable, focos y escaleras de mano. Se podían ver varias cuadrillas de estos montadores, repartidas por todo el perímetro y afanados, sobre todo, con los montantes que cubrían la enorme pasarela ovalada central. Otros tipos sobresalían, aquí y allá, de un vasto mar de sillas, a las cuales vestían con lujosas fundas ocres. Una chica, con tablilla electrónica en las manos y micrófono sobre uno de sus oídos, no cesaba de dar indicaciones y órdenes a escasos pasos de él, deprisa pero sin apenas inflexión en su voz. Diversos tipos trajeados charlaban cercanos a un lateral levantado de la lona, por donde no paraban de entrar largos percheros con trajes.

Tuvo que apartarse porque dos empleados desliaban una larga alfombra celeste, separando las sillas en distintos segmentos. Cristo se vio perdido, sin saber donde acudir, pero antes de que se pusiera a llamar a su máma, Alma vino a su rescate. Le tomó por un brazo y lo arrastró hacia la parte del fondo mientras lo asaetaba a preguntas.

― ¿Dónde te habías metido? Miss P. lleva un buen rato preguntando por ti. Vamos, están esperándote en el basckstage. ¿Es tu primera Fashion Week? Pobrecito. Ya te acostumbraras…

Una carpa anexa. Otro umbral con seguridad. Un nuevo mundo. El backstage. La zona donde se gestaba toda la magia, donde las modelos esperaban, cual enjauladas fieras del Coliseo romano, a ser liberadas ante el ansioso público que admirará su pelaje desde la distancia segura. Si en la carpa exterior había actividad y bullicio, en la zona de camerinos era como una trinchera bajo ataque de la Primera Guerra Mundial. Aunque Cristo había asistido a varias sesiones, allá en la agencia, no había presenciado jamás tal actividad, ni nunca accedió a los camerinos privados. Él se asomaba, si le dejaban, a alguna sesión de fotos y punto; no tenía ni idea de cuanto implicaba la preparación. Tampoco vio jamás tanta tía o tío bueno junto, porque allí dentro no existía diferencia de sexo, solo belleza y percha.

Los asistentes de peluquería estaban liados, en ese momento, con las cabelleras de las modelos que cubrirían el primer desfile, dispuesto para el mediodía. Grandes rulos, pinzas, y coleteros se aferraban a sus bellas crines coloreadas. El ruido de los secadores reinaba, con comodidad, sobre todos los demás. Las chicas aprovechaban su obligada quietud, sentadas ante el espejo, para desayunar. Mordisqueaban magdalenas y bizcochitos sin azúcar, junto con grandes sorbos de sus tazones de café o infusión.

¡Vaya mierda de desayuno! Con lo buena que está una torrija con vino y miel, coño. Así están siempre, “enmayás”…, pensó Cristo, paseando su mirada de un lado a otro, mientras Alma seguía tirando de él. Esquivaron un cámara y un fotógrafo, ambos autorizados para grabar los distintos pasos internos del evento, que se asemejaban a francotiradores letales, dispuestos a captar la mueca más sutil.

De pronto, se detuvieron frente a uno de los espejos. En él, se reflejaba el bellísimo rostro de Calenda. La peluquera estaba peinándole dos altas coletas que surgían de la parte superior de los laterales de su cabeza. Coletas de niña buena. Calenda le sonrió a través del espejo, guiñándole un ojo. Inclinada sobre su oreja derecha, Priscila le daba instrucciones en voz baja. La modelo dejó de mirar a Cristo y prestó atención, asintiendo.

Cristo carraspeó para hacerse notar y miss P. levantó la cabeza, mirándole.

― Ah, Cristo, ¡que bien que hayas llegado! – exclamó, aferrándose a su brazo y conduciéndole hacia el final de la línea de tocadores.

― Usted me llamó…

― Si, si… necesito que tomes una de las furgonetas y vayas hasta Nueva Jersey – le dijo, tomándole por sorpresa.

― ¿A Nueva Jersey? ¿Para qué? — casi dejó escapar un gallo.

― El furgón que nos trae los zapatos y complementos está detenido allí, por un piquete de sindicato, junto al túnel Holland.

― ¡Pues que suba hasta el túnel Lincoln!

― El acceso a ambos túneles está controlado por la huelga de camioneros. Debería subir hasta el puente de George Washington y bajar por Harlem, con lo que no llegaría a tiempo – explicó la mujer, algo desesperada. – Necesito que vayas y traslades su carga. Tengo que revisar los complementos, a lo sumo en un par de horas…

Cristo se pasó una mano por la cara. No tenía ni idea de conducir y si se agenciaba un chofer, no tenía ninguna seguridad que los piquetes no le dejaran en la cuneta a él también.

― ¿Lo intentaras, Cristo?

Se devanó los sesos buscando una posible salida. ¿Quién podría tener influencia en una situación así? ¿A quién respetarían en una carretera? Una ambulancia, por supuesto. Un camión de bomberos, o una patrulla de carretera… pero él no conocía a gente en esos puestos, aún no… De repente, sonrió y sus ojos se iluminaron. ¡Una grúa! ¡Nadie se metía con las grúas, cojones, y él si conocía a quien tuviera una grúa!

― Deje que llame a un amigo, miss P. – levantó un dedo mientras sacaba su móvil.

La Damade Hierro le contempló marcar y alejarse un paso.

― ¿Spinny? ¿Qué pasa, tío?

― …

― Nada. Necesito un favor.

― …

― ¿Podrías enviar una grúa a Nueva Jersey, por el túnel Holland? Necesito rescatar una furgoneta que nos trae zapatos y bolsos para las modelos.

― …

― Si. Al menos la carga, colega, que estamos aquí parados. Lo antes posible.

― …

― Claro, por supuesto. Tendrás libre acceso para ver los yogurines.

― …

― Venga. Te envío los datos al móvil. Te esperamos.

Priscila le miraba con intriga, los nervios a flor de piel.

― Mi amigo sabe lo que debe hacer. Recuperara la carga y estará aquí lo antes posible. La familia de Spinny tiene mano con la gente del sindicato. Posiblemente, si yo hubiese ido, me habrían dejado en la cuneta – le explica Cristo.

― Entonces… ¿está solucionado?

― Salvo hundimiento del túnel, creo que si – bromeó el gitanillo.

― Gracias, muchas gracias. Esto no lo olvidaré.

― No ha sido nada, Priscila.

― Bien, a otro asunto. Las niñas están muy nerviosas, ¿sabes? ¿Qué puedes ofrecerles sin que pierdan la cabeza?

En esta ocasión, Cristo se quedó con la boca abierta, totalmente anulado por la sorpresa.

― ¿Ofrecerles? No entiendo…

― Vamos, Cristo, ¿no creerías que no me enteraría de tus chanchullos? He hecho la vista gorda porque no has tocado drogas, ni sustancias peligrosas. Siempre es bueno tener acceso al mercado negro, ¿no? – le comentó ella, sonriéndole con cinismo.

― Bueno, es que… yo no… ¡Joder! – acabó exclamando, sin saber qué decir.

― Algo de Diazepan o algún tranquilizante suave les vendría genial. ¿Puedes conseguirlo ahora?

― Si, en media hora, más o menos – contestó él, rindiéndose a la presión de la mujer.

― Pues a ello, campeón.

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Los aplausos atronaron la pasarela, el público puesto en pie. El desfile de Carolina Herrera resultó ser todo un éxito esa temporada. Tanto las modelos como la diseñadora realizaron el paseíto de costumbre, ramo de flores acunado entre los brazos.

Cristo, atisbando detrás de las bambalinas, suspiró con alivio. La jornada había resultado ser dura y complicada. Miss P. le llevó hasta el límite, intentando solucionar los fallos que otras personas cometieron, pero, como buen facilitador, estuvo a la altura de cuanto le pidió o necesitó. A su lado, el rojizo Spinny no cesaba de balancearse sobre un pie u otro, deseoso de que las chicas volviesen ante sus espejos para desnudarse. Había encontrado un sitio desde donde espiar sin ser advertido. El joven no pedía otra recompensa más que satisfacer su vena de voyeur, y, en verdad, se lo había ganado. Cumplió lo prometido y los accesorios de Fand y Goutier fueron rescatados de las garras de los sindicalistas, llegando al Bryant Park a tiempo.

Sabiendo de qué pie cojeaba su colega, Cristo le permitió que se perdiera por el backstage, durante un par de horas. Suficiente para tenerle contento. Sin embargo, los asuntos en litigio siguieron apareciendo y Cristo tuvo que batallar duro. Tras suministrar a las chicas varias cajas de tranquilizantes, tuvo que ocuparse del equipo de sonido. Por lo visto, una vía de altavoces se acoplaba y la empresa a cargo remoloneaba para cambiarlos a tiempo. Luego, tuvo que pelearse con los pases de prensa y supervisar la labor de seguridad en la entrada secundaria. Todo esto, teniendo a miss P. sobre su hombro a cada cinco minutos. Agobiante, en verdad.

Cuando el público pasó a la degustación, en otra carpa más pequeña y totalmente abierta, todo el personal de la agencia se relajó. A solas y sin presión, las chicas se quitaron los trapitos que cubrían sus cuerpos y los afeites de sus rostros, mientras comentaban entre ellas las anécdotas del desfile, lo cual convirtió el amplio camerino en una gran jaula de gallinas cotorras.

Cristo, con un rápido ademán, le quitó a su amigo el móvil, para que no hiciera fotos comprometedoras, y se acercó a su jefa.

― Bueno, creo que, al final, todo ha salido bien – suspiró.

― Si, Cristo. Es algo que llevaremos de ventaja mañana – contestó ella, palmeándole un hombro.

― ¿Mañana?

― ¡Por supuesto! Tenemos pases toda la semana. El de mañana es nocturno. Las chicas que han participado hoy descansaran, pero otras compañeras tomarán su relevo. Solo disponemos de dos semanas al año en Nueva York. ¡Hay que aprovecharlas!

― ¿Con eso quiere decir que los modelos no vienen pero nosotros si?

― Exacto.

― No es justo – torció el gesto, haciendo reír a su jefa.

― ¡Vamos, ánimo! Todo esto está renumerado como horas extras y habrá dos días de descanso para el personal de apoyo.

― Un trabajo relajado me dijeron… ¡Una leche!

― ¿Cómo? – parpadeó Priscila al no entender lo que murmuraba el chico.

― Nada, jefa, nada.

― Hoy has hecho un magnífico trabajo, Cristo. Has salvado a la agencia en varias ocasiones. Lo tendré en cuenta.

― A mandar.

Aprovechó la llegada de Alma, con cierta documentación que la mujer debía atender, para acercarse a las chicas, quienes habían formado pequeños corrillos. Aún algunas estaban en ropa interior o portaban livianas batas. El sol de setiembre calentaba el interior de la lona, colocado perpendicular en el cielo. Una script entró para darles el aviso de que les quedaban diez minutos para que nuevas modelos necesitasen el backstage para prepararse. había un nuevo desfile a media tarde, en esa misma carpa. Los otros dos complejos de lona dispuestos sobre la hierba del parque tenían sus propios horarios y personal.

Su prima Zara estaba acabando de retirar la capa refractante que hacía brillar su rostro y su largo cuello. Su deliciosa piel café con leche brillaba ahora de forma natural. Sentada e inclinada hacia delante, para observarse mejor en el espejo, mantenía sus largas piernas cruzadas, en una pose descuidada y elegante. Pocas chicas podían cruzar de esa forma las piernas, pensó su primo. El batín rosado caía a ambos lados de su cuerpo, abierto y suelto, dejando ver el ancho sujetador deportivo.

― Has estado magnífica, prima – la felicitó y Zara, con una risita le abrazó, atrayendo el menudo cuerpo del hombre contra ella.

― Muchas gracias, Cristo.

Cristo, con un suspiro, aspiró el penetrante perfume de su prima, que le traía visiones de cuerpos desnudos y entrelazados, de imágenes prohibidas y excitantes.

― ¿Vamos a almorzar a “Tammy’s”? – le preguntó ella.

― ¿No tienes que aparecer por la recepción o algo?

― No, que va. Ya acudiremos a alguna fiesta nocturna. Es Candy la que tiene que hacer acto de presencia.

― Pa ezo es la jefa.

― Exacto – contestó Zara, riéndose. – Hoy vamos a comer juntos, primito.

― Ya estamos con el cachondeito. No soy ningún niño, coño.

― Para mí siempre serás mi primito, mi único primito – ironizó ella, besándole la mejilla. – Anda, ve a preguntar a Calenda y May si se apuntan, golfo.

― Está bien.

Tammy’s, en la plaza Lexington, era una cafetería clásica de Nueva York. Llevaba abierta ochenta años, en manos de la misma familia, de raíces italofrancesas. A pesar de estar situada en una zona “in” de Manhattan, su clientela era de rancia tradición obrera. Todo lo más, aceptaban los oficinistas del entorno. Una de las hijas de la familia propietaria trabajaba en Fusion Models, así que las chicas de la agencia eran siempre bien recibidas. Roby, el actual encargado, no permitía que ningún cliente se pasara lo más mínimo con las modelos. Además, la cocina de Tammy’s era del todo tradicional, una mezcla suculenta de recetas italianas y francesa, sazonadas al estilo de Nueva York, lo que encantaba a las modelos.

Roby no tuvo inconveniente de servirles algo de comer, a pesar de que era ya pasada la hora del almuerzo. Se sentaron en una de las grandes mesas del fondo del comedor, alejados del paso de clientes. Cristo las miró a todas, ahora relajadas y cansadas. Calenda, su prima Zara, May Lin, Alma, y la rubia Mayra Soverna, una chica croata recién llegada. Cinco hembras hermosas que atraían las miradas de todo el mundo, y él, el único hombre si así se podía denominar, que estaba con ellas. ¿Semental o bufón? Buena pregunta, se dijo.

Las chicas comentaron sobre la prensa especializada que se había reunido en el evento y especularon sobre lo que comentarían a final de semana sobre ellas. Alma le quitó importancia, aduciendo que sería como en todas las ocasiones. Algunas de las chicas subirían en el ranking y otras descenderían, así de fácil. Zara era la más novata de todas ellas y Mayra apenas llevaba un mes en el país, aunque había modelado bastante en el este de Europa. Por eso mismo, las dos, a su manera, estaban nerviosas con las posibles críticas que cosecharían a lo largo de la semana.

Cristo se fijó en el perfil de Mayra Soverna. Poseía facciones delicadas y estilizadas, como una elfa surgida de un bosque eternamente helado. Su piel era blanca y muy fina, y sus grandes ojos zafiros resaltaban en su estrecha estructura. El pelo, intensamente rubio y lacio, estaba recogido en un tirante moño en su nuca, del que escapaban algunas largas hebras que se quedaban flotando alrededor de su rostro como agitadas telarañas. El cuerpo de Mayra estaba en el límite aceptado. Se diría que había abandonado la talla 34-36 cuando la polémica se adueñó de las pasarelas. Justo había engordado un par de kilos para estar por encima de la marca requerida. Pero, aún así, alta, esbelta, y de aspecto frágil, rezumaba sensualidad y elegancia por cada poro de su piel.

― Cristo – Calenda llamó su atención – te agradezco que nos hayas conseguido esos tranquilizantes, esta mañana. Estaba muy nerviosa…

― ¡Ya lo creo! ¡Era nuestro primer Fashion Week! – exclamó Zara.

Cristo agitó las manos cuando las demás se sumaron a los comentarios.

― Me hubiera gustado ver su cara cuando miss P. se lo pidió – se carcajeó Alma.

― Putón – musitó Cristo, arreciando sus risas. — ¿Cómo iba yo a saber que la Dama de Hierro conocía mis asuntos?

― Que no te extrañe que cualquier día vaya a pedirte algo al mostrador – comentó Zara, dándole un codazo.

― ¡Siii! ¡Un consolador bien gordo! – exclamó May Lin, dando palmas.

― De eso también tengo, si alguna lo necesita. En todos los colores y tamaños – las increpó, sacándoles la lengua.

Así, entre comentarios jocosos y amables puyazos, se dieron un banquete a base de gruesas hamburguesas de buey, entre aros de cebolla caramelizados, y tiras fritas de berenjenas, imitando las patatas fritas de siempre. Vaciaron sus cocas Zero de tamaño familiar y pidieron infusiones al terminar.

Zara y Cristo decidieron volver al loft dando un buen paseo. Las demás chicas tomaron direcciones distintas para ir a sus casas, salvo Alma que tenía que pasar por la agencia. Zara le daba vueltas a una pregunta en su cabecita, sin atreverse a soltarla ante su primo. Finalmente, se armó de valor.

― ¿Sabes algo de Chessy?

― Nada que me importe, prima.

Zara se mordió el labio. Cristo no estaba receptivo.

― Me ha llamado, Cristo.

― Bueno, es amiga tuya. Tú verás…

― Me ha preguntado por ti, por cómo te encuentras…

Cristo se detuvo y la miró a los ojos, alzando la barbilla.

― Espero que supieras qué contestarle, prima – su voz surgió algo contenida.

― No te preocupes. No le conté nada. Que estabas bien y trabajando, que es lo mismo que puede decirle Hamil.

― Bien.

― Pero se notaba preocupada por ti, Cristo. ¿No podrías hablar con ella?

― No. Perdió ese privilegio.

El tono fue cortante, sin demostrar duda alguna. Cristo tardaría tiempo en perdonarla, si es que lo hacía alguna vez.

― No sé, primo, pero a mí me da la impresión de que está arrepentida…

― Claro, por eso sigue viviendo con el sudafricano – dijo con cinismo Cristo. – Está muy arrepentida de haberme dejado…

― No, me refiero a cómo actuó, a cómo se dejó llevar por ese impulso, engañándote. No ha querido contarme nada de lo ocurrido, pero…

― ¡Pero nada! Yo te diré lo que pasó, para que no te tome por sorpresa, Zara – Cristo agitó sus manos con fuerza, evidentemente irritado.

― No es necesario…

― ¡Si lo es! – y mordiendo casi las palabras, se lo contó todo a su prima, en el camino a casa.

Lo primero que hizo fue hacerla partícipe del secreto de Chessy y de cómo se le metió bajo la piel, de una forma en que ninguna mujer se le había metido. Le confesó a lo que su ex novia se dedicaba, y le relató la fuerte amistad que ambos crearon con los hermanos modelos.

Llegó un momento en que Zara tuvo que pedirle que parara. Su mente no podía asimilar más sorpresas y sus pensamientos se quedaban estancados, intentado digerir cuanto aprendía.

― ¿Chessy no… no es una chica? – balbuceó.

― Ajá.

― No es posible…

― Si lo es, créeme.

Entonces, comprendió porque no la atraía, a pesar de ser realmente atractiva. Instintivamente, Zara intuía que Chessy no era mujer y por eso no la ponía. Quedó maravillada ante la perfección que poseía su cuerpo. Jamás pudo notar algo extraño en ella… en él. Pero las sorpresas no cesaban. Se enteró de que se prostituía, aprovechando sus masajes fisioterapéuticos, y que su primo la convenció de ir dejándolo.

Ni siquiera se preguntó, en un primer momento, cómo un tipo tan machista como su primo cayó bajo su seducción, pues las sorpresas no la dejaron reflexionar. Se enteró de que los mellizos Tejure eran incestuosos y que convivían como una pareja y que se pusieron de acuerdo para intercambiar sus compañeras.

¿A Hamil también le iban los rabos? Por lo visto, así era, y, de hecho, en serio. Los dos se enamoraron y dejaron olvidados tanto a Cristo como a Kasha. Zara comprendió por qué la joven sudafricana dejó el apartamento que compartía con su hermano. ¡No podía seguir en él!

Zara, que había caminado la última manzana teniendo cogida la mano de su primo, prefirió callarse las preguntas que le atormentaban. Se hacía cargo de que Cristo no quería volver a hablar de ese asunto que no solo le había roto el corazón, sino que le menospreciaba como hombre, según su particular punto de vista. Le palmeó la mano con su otra extremidad y le acogió bajo su ala, como un polluelo que necesitase protección. Así abrazados, ella con un brazo por sus hombros, él rodeándole la cintura, caminaron los últimos metros hasta el loft.

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Las luces del ferry del East River se distinguían perfectamente desde las torres de Kips Bays, donde se celebraba la fiesta de la Fashion Week. En una noche de jueves, impensable para la gente de a pie, se reunía todo un número de personalidades pertenecientes a distintos mundos, aunque todos relacionados. Las pasarelas acabaría al día siguiente y el sábado, el último día del especial semanario, todo concluiría con otra velada, pero, esta vez, vigilada por multitud de medios.

La auténtica y salvaje fiesta era la del jueves, libre de ojos indiscretos.

Cristo aún se preguntaba cómo le habían permitido entrar. Él no era nadie, no aportaba nada, ni siquiera drogas. Sin embargo, allí estaba, vestido con una chaqueta crema de su prima y unos pantalones blancos, de pinzas, que se había agenciado aquella misma tarde, en Marcy. Lo bueno de trastear en el armario de Zara es que encontraba cosas que podía usar, ya que los dos tenían la misma hechura de espaldas. Si era algo unisex, podía servirle para un sarao como aquel.

Sin embargo, a pesar de haber sido invitado junto con todos los modelos participantes, no se encontraba a gusto. Por eso estaba pegado a los grandes ventanales que daban a la bahía. No conocía a nadie que le rodeaba, aunque muchos rostros le eran conocidos de haberlos visto en la televisión o en algunas publicaciones. Sorbió un trago de su copa, champán para empezar, por supuesto, y recorrió con los ojos a sus allegados. En resumen, mucha momia estirada, pijoteo insufrible, famosos de sonrisa imperturbable, mucho mariconeo, y, sobre todo, muchas chicas guapísimas.

Sin embargo, a medida que el champán se agotaba y comenzaba a cundir las copas más fuertes, la ausencia de prensa hacía que los verdaderos caracteres empezaran a aparecer. Los ojos avispados de Cristo tomaron nota de cómo pescaban modelos ciertos actores libidinosos, o cómo actuaban en conjunción un bien conocido y respetado matrimonio, para llevarse a la cama un hermoso jovencito y canibalizarlo a su antojo. Los que más triunfaban eran los cantantes, como siempre. Los vocalistas de los grupos de rock eran dioses en el mundillo de las modelos. Pero no solo ellos conseguían abrazar las caderas de un par de chicas, muy atentas a aquello que surgiera de sus bocas, sino que raperos y solistas, más o menos modernillos, se hacían notar, incluso más por sus extravagancias.

Tampoco podían faltar los altos ejecutivos, los promotores, los altivos diseñadores, y todo el estamento político y económico de la ciudad. Cada cual en busca de su porción de mujer bella con la que saciarse. Aquello era prácticamente un mercado de carne para poderosos, lo que producía asco a Cristo, más que nada. Por una parte, se enorgullecía de haber conseguido asistir a una fiesta de este tipo, limitada a un muy pequeño grupo de personas, pero, por otra parte, le hacía sentirse sucio; cómplice de entregarles toda aquella carne trémula y ansiosa, conducida como un excelso y adornado ganado.

A pesar de ello, su mente registraba cada suceso, cada identidad, cada conversación que captaba, archivándolo todo para una futura disponibilidad. Cristo no era alguien que desaprovechara oportunidades tan perfectas, no lo pensó entonces, ni tampoco esa misma mañana, cuando le sorprendieron en el almacén.

Cristo había encontrado el escondite perfecto para escaquearse cuando no hubiera algo urgente de lo que ocuparse. En la carpa del backstage, uno de los laterales cumplía la función de camerinos. La carpa, de forma rectangular, estaba dividida a lo largo en dos mitades por los innumerables percheros y mesas repletas de accesorios y zapatos. En el otro lateral, se ubicaba el almacén, donde se apilaba cada una de las cajas de embalaje vacías y todas las fundas de los distintos trajes, en espera de que volvieran a ser embalados, al final de la semana. Entre tantas cajas, maniquíes, largos percheros, y diverso material acumulado, algún cerebrito de la organización había dispuesto una especie de despacho para ejecutivos, o quizás para que lo utilizase algún diseñador. Había sido totalmente olvidado y enterrado bajo los montones de cajas. Al menos, disponía de una buena mesa, con su silla giratoria, un archivador, y un pequeño sofá. Cristo solía sentarse en la silla, colocar los pies sobre la mesa, totalmente saturada de cajas apiladas, y echar una cabezadita, en espera que miss P. le buscase de nuevo.

El jueves, a media mañana, antes de iniciarse uno de los pases más esperados, el de Victoria’ s Secret, unas voces demasiado cercanas le obligaron a abrir los ojos. Al sentirlas tan cerca, se quedó quieto, inmóvil, con los talones aún clavados sobre la madera del escritorio.

― Tenías razón, Betty. Este sitio es perfecto para que me relaje un rato – dijo una voz madura, que identificó rápidamente como perteneciente a Fanny McGarret, la diseñadora californiana.

― Acomódese en el sofá, señora. Le traeré una infusión.

Cristo bajó sus pies muy despacio y, sin levantarse de la silla, movió un par de cajas hasta dejar una estrecha tronera, a través de la cual pudo ver a ambas mujeres. La madura diseñadora estaba sentada en el olvidado sofá y su joven ayudante se mantenía en pie, ante ella, sin soltar su bloc de notas.

― Me vendría mucho mejor tu lenguecita, en vez de una infusión. Ya sabes que me relaja mucho más, Betty – le dijo su patrona, con todo desparpajo.

La ayudante enrojeció. Parecía muy joven, no más de veintidós o veintitrés años. En realidad, era tan solo una becaria de la que la prepotente Fanny McGarret se había encaprichado. Viajar a Nueva York en su semana de la moda, la tenía aún desconcertada y excitada. Jamás se espero tener esa oportunidad, así, sin más.

Sin embargo, en los últimos días había comprendido que estaba equivocada. No existían las palabras “sin más” en aquel mundo. Betty era una chica común, de estatura bajita y un cuerpo del que jamás se había preocupado. Llevaba el pelo recogido en una coleta, sin más adornos ni florituras, y portaba unas gafas redondas y grandes que no afeaban sus bonitos ojos marrones. Vestía unos jeans que ponían de manifiesto su redondo culito y unos muslos generosos. La camiseta blanca y negra del evento marcaba su rotundo pecho, que era lo único de lo que estaba orgullosa Betty.

Su jefa la miró, sonriendo con cinismo, el rostro algo levantado.

― ¿Y bien? – preguntó suavemente, pellizcando los costados de su falda para izarla sobre sus muslos.

Fanny McGarret ya había rebasado los cincuenta años, aunque intentaba aparentar diez menos, tanto en su forma de vestir como en sus retoques corporales. Rubia oxigenada, de cardado volumen y grandes aros en los lóbulos, así era como le gustaba aparecer ante los medios. Se preocupaba mucho de su maquillaje, muy correcto y liviano, y pretendía conducir todas las miradas, masculinas y femeninas, hacia sus enhiestos pechos de diez mil dólares.

― Como usted diga, señora McGarret – susurró su sometida becaria.

― Así está mejor. Sácame las bragas, zorrita.

Betty dejó su bloc de notas sobre el brazo del sofá y se arrodilló en el suelo. Su jefa alzó las rodillas para permitirle pasar sus manos bajo las nalgas y deslizar la prenda íntima a lo largo de sus piernas. Entonces, la diseñadora se abrió obscenamente de piernas, como la reina despótica que era, ofreciendo su sexo recubierto de un espeso vello.

Cristo entornó los ojos al ver ese pubis sin recortar, ni arreglar. “Ahí debe de haber hasta ornitorrincos.”, pensó alegremente. Betty, de rodillas y con las bragas de su jefa aún entre los dedos, contemplaba aquel coño, no muy convencida. Aunque no era la primera vez que se encontraba en esa tesitura, si era la primera en que la pillaba tan en frío y de tan buena mañana. En otras ocasiones, al menos su patrona la había seducido.

― Vamos, tontita, no lo pienses más – le regañó suavemente la diseñadora, incorporándose un poco y palmeándole la cabeza. – Eres una buena perrita, ¿verdad? ¿Vas a comerte todo este coño?

― Si, señora.

― Bien. Usa mucha saliva, Betty. Me encanta que chorree…

“Virgen de la Macarena…”, dijo para si mismo Cristo, cuando observó como la chica apartaba la maraña de pelos para aplicar sus labios y lengua sobre la vagina.

― Eso es… una ayudante mía debe servir en cualquier momento – susurró la diseñadora. – Para eso estudiáis, ¿no es cierto? Para atrapar las migajas, para comer pollas y coños hasta hartaros…

Betty, con las manos sobre los muslos de la mujer, siguió lamiendo, muy aplicada. Sabía que no debía replicar.

― … hasta aprender lo suficiente y apuñalarnos por la espalda. Esa es vuestra meta…. Oooohhh… a lo que aspiráis… a robarnos nuestros conocimientos para intentar alcanzar vuestros sueños… sssshhh…

Fanny McGarret había cerrado sus ojos, dejándose caer hacia atrás y dejando escapar un fuerte siseo cuando Betty se dedicó a su clítoris. Sin embargo, no cortó su diatriba. Parecía estar inspirada y desengañada.

― Así, mi perrita… hunde bien tu lengua, bien adentroooo… joder… que bien lo haces, Bettiiii… ¿Eras la mejor de tu promoción comiendo coños? ¿O es que solo te comías a tu compañera de cuarto?

Cristo pudo darse cuenta de que las lágrimas recorrían las mejillas de la becaria, al apoyar una de estas sobre el muslo de su jefa. Mantenía también los ojos cerrados, como si no se atreviera a mirar a su patrona, pero no dejaba de lamer y succionar aquel coño maduro.

― Aún te falta que aprender para… parecerte a Marla, pequeña… pero ya aprenderás… ya verás… Como ella, me comerás el coño todos los días… por la mañana y por… la tardeeeeee…

Betty apartó un poco la boca para asentir. Aprovechó para sorber sus lágrimas y retomó su tarea, apoyando el peso de su cuerpo en las piernas de su dueña.

― Marla es… era mi mejor ayudante… dejó a su novio para estar más tiempo a mi lado… ñññggggghhh… casi estoy, putilla… me enciendes…

Betty jugueteó con su esfínter, usando su índice y consiguiendo que las caderas de la mujer se alzasen con el movimiento del dedo.

― … pero la muy puta me engañó… me robó una colección y se marchó con… aaahhh… Puff Daddy… ¿Lo oyes? ¿Harás lo mismo?

― No, señora… — murmuró Betty, sin despegar apenas la lengua.

― Mejor para ti… serás mi perrita para todo… ¿verdad?

― S-sii…

― Eso es… mi putita Betty… vamos, dilo… dímelo de una vez… para que me corraaaa…

― Seré su ayudante zorra… señora. Le comeré el coño mientras desayuna… todos los días… y dejaré que me de por el culo…

― ¡SSSIIIIIIIIIIII! – exclamó la diseñadora, levantando su cuerpo con la fuerza del orgasmo que le traspasó. Sus fluidos llegaron hasta los labios de su ayudante, quien tragó sin rechistar.

Fanny McGarret tenía una fijación con sus ayudantes. Era absolutamente lesbiana, pero las atractivas modelos que pululaban a su alrededor no la motivaban en absoluto. Siempre estaba detrás de las chicas jóvenes e inexpertas que pretendían ponerse bajo su protección. Ayudantes, modistas, costureras… de ahí sacaba su cantera y Betty era su última adquisición.

Cuando dejó de jadear, se incorporó para mirar a su becaria a los ojos. Betty no se había atrevido a moverse, aún con una mano apoyada en el cálido muslo de su jefa.

― Chúpate ese dedo, zorrita, que lo has tenido metido en mi culo – le ordenó y Betty obedeció prontamente.

Después, su patrona la aferró de la coleta, echando su cabeza hacia atrás. Dejó caer un salivazo sobre su lengua y, obedientemente, Betty lo tragó. Cada vez tenía menos fuerza de voluntad y le asustaba a donde eso le llevaría. Cristo se corrió, con un gruñido, dejando caer el semen en el suelo. Controló sus jadeos para que no fueran oídos por las mujeres y espero a que Fanny McGarret se pusiera las bragas y ambas se marcharan.

“Coño… que morbazo… pues si que se lo pasan bien todas estas tías.”, pensó mirando por la ventana.

― ¿Piensas quedarte toda la noche mirando a la bahía? – preguntó una voz detrás de él, sacándole de sus recuerdos.

Se giró, encontrándose con su prima Zara, quien tenía colgada de su brazo a su jefa y novia, Candy Newport. Cristo sonrió al surgir el irónico pensamiento de su cabeza: “Sucede en las mejores familias.”

― Solo estaba pensando. Buenas noches, jefa – respondió.

― Buenas noches, Cristo. Tengo que felicitarte por el buen trabajo que has hecho en toda esta semana. Priscila está muy orgullosa de ti y eso no es algo que suceda todos los días – bromeó Candy.

― Gracias, jefa. Solo hice lo que me mandaron.

― Si, pero de forma un tanto… a tu manera – rió ella.

― Bueno, Candy, Cristo es así, imprevisible – le alabó Zara.

“Espero que la Dama de Hierro no le hablara también de mi plataforma de apoyo y necesidad.”

― Por eso, Cristo, he decidido ascenderte a funcionario permanente. Trabajarías con la gente de Administración y te ocuparías de…

― Con todos mis respetos, jefa, pero debo declinar tal oferta – la interrumpió Cristo, dejándola muy sorprendida.

― ¿No quieres un ascenso, ni ganar más? Pero…

― Estoy perfectamente en el puesto que ocupo. Si desea que haga algo más, solo tiene que pedírmelo, pero no quiero más responsabilidades.

La dueña de la agencia no sabía cómo reaccionar ante aquella negativa. Era inconcebible que alguien rechazara un puesto mejor en aquellas condiciones, al menos, hasta que Zara se lo explicó.

― Verás, Candy, no es nada personal, pero mi primo solo trabaja para que las autoridades no le hagan salir del país. Posee recursos para mantenerse, así como otras oportunidades.

― Ah…

― Si, jefa. Me gusta currar en esto del modelaje y la publicidad. Me hago cargo de todo el tema informático y de lo que se necesite en la agencia, sobre la marcha. Me divierto con ello y, desde luego, me encanta estar rodeado de chicas guapas, pero no trate de convertirlo en un puesto de 9 a 5, con obligaciones, porque no tengo familia ni hijos que mantener. Me sentiría atrapado e infeliz, ¿comprende?

― Si, creo que si, Cristo. Está bien. Seguiremos como hasta ahora, pero te tendré en cuenta para según que cosas, ¿de acuerdo?

― De acuerdo, jefa – exclamó Cristo, alargando su manita, que Candy estrechó con una gran sonrisa.

― Bueno, primito, ves como mi chica no es una ogra – le susurró Zara, inclinándose para darle un besito en la mejilla.

“No, es más bien un putón dominante y aprovechado.”

― ¡Que te diviertas! – se despidieron ambas, al marcharse.

No le gustó demasiado que su prima hubiera sacado a la luz sus posibles, pero ya no había remedio. No pensaba ser un currito. Para eso, se hubiera quedado en España. Abandonó su puesto al lado del ventanal y paseó por el gran ático, buscando con quien charlar y beberse una copa. No vio ni a Calenda, ni a May, aunque si comprobó que muchas de sus conocidas habían ligado para esa noche. Imaginó, por un momento, las historias que aprendería en la próxima semana. Como era de suponer, ni Hamil, ni Kasha habían acudido a la fiesta aunque si participaron en una de las pasarelas.

¡Que les dieran mucho por el culo!

Divisó a Alma acodada en un pequeño e improvisado mostrador, donde un camarero vestido de blanco y negro, servía copas a buen ritmo. Se acercó a ella y le pellizcó un brazo. La pelirroja se giró y le miró con gesto turbio. Estaba un tanto borracha, al parecer.

― ¡Cristo! ¡Que alegría! – exclamó, besándole demasiado cerca de la boca.

― ¿Estás sola?

― Pues si, ya ves. Todo el mundo me ha abandonado…

― ¿Abandonado? ¿A qué te refieres?

― May Lin, Calenda… y la estrecha de Mayra…

― Bufff… ¿qué te ha pasado con ellas? – se rió Cristo, aposentando su trasero en uno de los taburetes. Pidió un refresco y un chupito de tequila con menta.

― A mí me pones un vodka tónica… es para la digestión, ¿sabes? – le pidió al camarero.

― Claro, claro. A ver, ¿por qué tachas de estrecha a Mayra?

Alma se encogió de hombros y tomó un buen trago de su nueva bebida. Ahora era reacia a hablar, como si lo hubiera pensado mejor.

― Vamos, suéltalo, Alma. ¿Dónde están las chicas?

― No lo sé. May Lin discutió con Calenda y se marchó.

― Joder. Empieza por el principio, coño.

― Estábamos aquí, tomando unos tragos a la salud de la agencia, sin molestar a nadie… cuando se acercaron dos tipos… muy bien vestidos. Uno era maduro, cercano a los sesenta, el otro era más joven y se le parecía. Pensé que podría ser su hijo. Se tomaron una copa con nosotras y charlamos todos.

― Sigue.

― El mayor parecía conocer a Calenda. No sé si era un promotor o un puto político, pero la conocía. Ella estaba nerviosa e intentó escabullirse, pero el tío, muy amable, no la dejó.

Aquellas palabras empezaron a poner a Cristo nervioso, sin aún saber nada conciso.

― El tipo joven se interesó por Mayra y por mí. Bromeó con nosotras y nos preguntó si era nuestro color de pelo natural…

― ¿Qué pasó con Calenda, Alma?

― Cristo… en aquel momento, no me di cuenta… te lo juro…

― ¿Qué pasó? – el tono de Cristo se heló.

― El tipo de más edad le dijo a Calenda que deberían dar una vuelta y hablar de su futuro. May se interpuso de mala manera. Fue como si se volviera loca, de repente. Calenda la calmó como pudo, prometiéndole que regresaría a la fiesta en seguida, que solo se trataba de un momento. May no quiso saber nada y se marchó, furiosa. Yo no sabía qué pasaba…

Cristo se mordió el labio. Aquello no le gustaba. No sabía si el tipo era un antiguo cliente de Calenda, o un socio de su padre. El caso es que Calenda corría peligro.

― ¿Cuánto tiempo hace de eso?

― No sé… una hora, quizás…

Demasiado tarde, pensó. Podían estar en cualquier parte. ¿Qué coño estaba haciendo él al lado de un ventanal, mirando a la noche? Tendría que haber estado allí, para intentar algo…

― Cuéntame más, Alma.

― Cristo… no te hagas sangre, cariño. Las cosas son así – le dijo ella, acariciándole la mejilla.

― Venga, Alma, sigue.

― Que el hombre salió del piso con Calenda del brazo. Ahora puedo ver que ella estaba muy seria, como si la obligasen de alguna manera. Pero, en aquel momento, estaba tonteando con el más joven, quien quería que Mayra y yo le acompañáramos a su hotel. Decía que nunca había estado con una rubia y una pelirroja naturales, a la vez. Dijo que nos pagaría muy bien…

― ¿Y?

― Y Mayra se negó. Le llamó puerco y se marchó como una diva, dejándome sola. El tipo quería a las dos o a ninguna, coño. A mí no me importaría que un tío así me tratara como una puta. Joder, hubiéramos disfrutado y encima tendríamos un buen pellizco. Estas modelos son gilipollas, a veces.

Cristo sonrió, conociendo los arranques de calentura de Alma. Por eso mismo, Mayra era una estrecha, claro. El problema es que ambos tipos sabían a quien acercarse entre tantas modelos. Extraño, ¿no?

― Ya verás como no pasa nada, cielo – le susurró Alma, quien conocía sus sentimientos por la modelo. – En breve, Calenda volverá a la fiesta. Lo prometió.

― Lo sé, Alma, lo sé, pero eso no me anima nada.

La opulenta pelirroja le pasó un brazo por el cuello e inclinó su rostro para cruzar las miradas.

― Pero, sin que sirva de precedente, yo sé cómo animarte, cariño – susurró, antes de darle un suave pico en los labios.

Cristo se quedó quieto, sorprendido por el impulso de Alma, quien mantenía la punta de su pecosa nariz contra la de él. La chica dejó asomar la punta de su lengua, lamiendo el labio superior de Cristo, quien, finalmente, atrapó suavemente el apéndice para succionarlo.

― Sígueme – le susurró ella, bajándose del taburete y tomando su mano.

Cristo sabía lo que iba a ocurrir y no supo negarse. No solo él necesitaba sacarse de la cabeza lo ocurrido con Calenda, sino que Alma también deseaba demostrarse algo a si misma. El caso es que el gitano la siguió hasta unos oscuros cortinajes que compartimentaban una sección del grandioso ático, donde se habían guardado muebles y diversos objetos para dejar espacio. Se colaron por un extremo del cortinaje y Cristo pulsó la luz de su móvil. El oscuro tejido dejaba pasar poca claridad de las luces indirectas que iluminaban el resto del piso, por lo que allí dentro se estaba bastante a oscuras.

Los muebles amontonados formaban un parapeto tras el cual refugiarse. Cristo empujó un butacón hasta dejarlo oculto y Alma le instó a sentarse. Sin importarle que Cristo mantuviera la luz del teléfono encendida, Alma se arrodilló con una sonrisa en sus labios. Sus ágiles dedos desabrocharon la bragueta en un santiamén, bajando los pantalones blancos hasta los tobillos.

― ¿Quieres ver como te la chupo, verdad? – susurró ella.

― No me lo perdería por nada del mundo, pero te advierto que te va a decepcionar, Alma.

― Tú no te preocupes por eso, cariño.

Cristo iluminó su pollita cuando la pelirroja le bajó sus slips.

― ¡Uy, qué monería! – musitó ella, relamiéndose. – Eres como un muñequito Kent, todo perfecto y a escala…

― Ostia puta, Alma… tampoco te pases.

Ella se rió con ganas, mientras sobaba el penecito con los dedos.

― A ver como sabe… – y se la tragó entera.

Cristo sintió el calor de la boca de la pelirroja y la fuerza de su succión. Casi le metió los huevos para adentro, lo que le hizo gemir y aferrarse a la rizada pelambrera rojiza. Alma suavizó la presión y embadurnó todo el miembro de saliva. Después, se dedicó a los suaves y pequeños testículos, metiéndoselos ambos a la vez en la boca.

“Coño con Almita… me va a sacar el tuétano de los huesos.”, pensó Cristo, mordiéndose el labio.

La chica usaba labios y dientes al parejo, con una pericia que Cristo jamás experimentó antes. Era la mamada de su vida, la felación perfecta. Contemplar aquel rostro pecoso y sensual tragando su polla le ponía cada vez más verraco, bueno, era un decir. Alma no dejaba de mirarle a la cara. Sus ojos verdes parecían decirle que estaba dispuesta a tragarse todo un océano de semen.

Notó los dedos femeninos acariciarle el esfínter suavemente, como un aleteo, lo cual le hizo tensar las nalgas. La otra mano de Alma se aposentó sobre su vientre, haciendo diabluras allí.

― Dios mío, Alma… ¿dónde has aprendido…?

― Las secretarias también tenemos nuestros secretos – respondió ella, dándole una larga pasada de lengua a toda su entrepierna.

― No… voy a aguanta mucho más…

Alma tomó solamente que el glande con sus labios, moviendo la cabeza en rotación, mientras que aspiraba con pequeños impulsos. Sin abrir la boca, empapaba el glande de saliva que volvía a tragar lentamente.

― Me voy a…

Alma asintió sin soltar “bocado”.

― ¡Alma, me… corro! ¡Joder, aparta! ME CORROOO… – exclamó el gitanito, tirándole del rojizo cabello.

Y mientras Alma tragaba cuanto había trabajado para que brotase, la cortina se abrió y una voz preguntó:

― ¿Chicos? ¿Estáis ahí? ¿Qué estáis haciendo?

Cristo, con los ojos turbios aún, apuntó con su linterna improvisada hacia la figura que se asomaba por encima de los muebles apilados. Había reconocido la voz, pero se negaba a creerlo. Alma, tragando semen con toda rapidez, se giró para ver quien era.

Calenda les observaba, con una sonrisa congelada en los labios.

CONTINUARÁ…

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