El dulce aroma de una mujer.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Chessy dejó las llaves del apartamento dentro del pequeño cesto africano. Allí se encontraban otras, lo que significaba que Hamil estaba en casa. Sonrió y le llamó, camino de la cocina. Un gruñido le contestó desde la balconada del oeste.

Abrió el frigorífico y tomó un botellín de agua, del cual apuró medio de un trago. La mañana estaba siendo anormalmente calurosa para el mes de octubre. Dirigió sus pasos hacia la balconada cerrada con aluminio y cristal. Hamil pasaba allí buena parte de las mañanas, si no debía acudir a la agencia. Había instalado un bien surtido gimnasio allí; una compleja máquina de remo, un banco de pesas y otro para flexiones. Era el reino de su chico, pues ella prefería el Tai Chi y el ejercicio al aire libre. Mudarse al apartamento de Hamil la había acercado al Central Park más que nunca; su novio vivía en el sur de Harlem.

― Hola, amor – saludó ella, besándole en la sudorosa mejilla.

Hamil, tumbado en el banco de pesas, gruñó como respuesta, flexionando los brazos bajo el peso que estaba moviendo. A los ojos de Chessy, estaba para comérselo, con aquellos pectorales que se hinchaban por el esfuerzo, por la tensión en sus musculosos y bien definidos brazos, por el acre olor de su sudor… Encima, Hamil solo llevaba puestos unos boxers holgados de seda, de un verde agua, que insinuaban más que tapaban.

Hamil soltó la barra con las pesas en su soporte, se irguió y le arrebató el botellín de agua de las manos, apurándolo. Levantó su cuerpo del banco y abrazó la cintura de su chica, lamiéndole el cuello. Chessy se acurrucó contra él, sin importarle que estuviera recubierto de sudor.

― Creía que no vendrías para almorzar – musitó Hamil, con la boca aún pegada a la piel del cuello.

― Así era, pero el último cliente anuló la cita y me encontraba en el Upper, así que…

Chessy había sido totalmente sincera con Hamil sobre su trabajo, desde el principio. Su novio la convenció para abandonar aquellos clientes “especiales” y dedicarse exclusivamente a los masajes terapéuticos. Al disminuir sus gastos –había dejado su apartamento en el Village- y estando cubierta por Hamil, Chessy podía permitirse una reducción de clientela mientras conseguía una nueva lista de clientes “normales”.

Chessy había aprendido la lección con Cristo: los secretos no eran buenos.

― Está bien. Me ducho y salimos a almorzar algo – le dijo Hamil, con un último beso.

― No, que va. Solo tengo un cliente esta tarde. Voy a cocinar algo… comeremos aquí.

― Está bien, como quieras.

Minutos más tarde, mientras hervía el agua con la pasta, Hamil y ella se afanaban, codo a codo, en trocear los elementos de una ensalada. Sin levantar la vista, Chessy le preguntó:

― ¿Has estado en la agencia esta mañana?

― Me pasé a firmar una cesión de imagen y no sé qué más. Ni siquiera entré. Alma me tenía preparados los papeles. Sin duda, Kasha estaría allí.

Chessy asintió sabiendo que, desde la ruptura sentimental de los mellizos, la Dama de Hierro Priscila redactó unos horarios que garantizaban que no coincidieran en la agencia. Incluso si la campaña necesitaba fotografías de los hermanos juntos, el fotógrafo se las ingeniaba para hacer montajes con el PhotoShop. Hamil dejó de trocear tomate y la miró de reojo.

― He visto a Cristo – musitó.

― ¿Cómo está? – preguntó ella, con un suspiro.

― Pues… creo que bien. Me saludó y todo.

― Mejor.

A pesar de aquella contestación, Chessy notó el doloroso pellizco en su bajo vientre. Aún se sentía culpable. Sabía perfectamente que le había hecho daño al gitanito, aunque no conocía el alcance. Cristo se negaba a hablar con ella, después de lo ocurrido. Chessy solo podía recurrir a amistades comunes para saber de él.

Jamás pensó que sentiría algo así por Hamil, ni por nadie. En realidad, Chessy se sentía muy a gusto con su relación con Cristo, aunque no se pareciese en nada a su hombre ideal. Pero cuando apareció el sudafricano en su vida, un impulso primario se apoderó de ella, de sus terminaciones nerviosas, de sus mismas células. Hamil era todo cuanto ella había soñado desde pequeña, su amor idealizado, su pareja perfecta. Era el arquetipo con el que soñamos inconscientemente, la carne que anhelamos cuando traspasamos la pubertad. Chessy no pudo sustraerse a la tentación que su propia mente organizaba y se vio arrastrada por ese impulso.

Eso no quitaba que se sintiera como una perra traidora, una vil buscavidas sin escrúpulos. Había noche en que la culpa la despertaba, haciendo subir la bilis por su garganta. Sabía que no era amor lo que había sentido por Cristo. No, el verdadero amor lo había descubierto junto a Hamil, pero, en suma, se parecía bastante. Confianza, admiración y empatía, eso definía mejor sus emociones hacia el gitano, junto con un buen pellizco de morbo. Como pensaba, se parecía bastante al amor.

No estaba segura de los sentimientos de Cristo, pero, a poco que se pareciesen a los suyos, sabía que le había machacado el ego, el amor propio, y la autoestima. Esperaba que para un superviviente como Cristo, no fuera algo demasiado duro de superar. En verdad que le deseaba lo mejor y rezaba, a pesar de su ateismo, cada noche para que encontrara pronto alguien que la reemplazase.

― ¿Sabes si se comenta algo de que salga con alguien? – preguntó de repente.

― Chessy… déjalo ya – la miró Hamil con fijeza.

― Solo pregunto si has escuchado algo entre las chicas.

― Se lleva bien con Calenda, ya sabes, pero ni siquiera salen a tomar algo. Se limitan a charlar en la agencia. Además…

― ¿Qué?

― Calenda es una chica fuera de escala. No creo que Cristo tenga algo que hacer, más que servir de…

― ¿Mascota? ¿Bufón? – inquirió ella con dureza.

― Bueno, algo así, si – acabó él, apartando la mirada.

― ¡Cosas más raras se han visto!

Hamil no quiso contestar y buscó un bol para juntar todo cuanto habían troceado.

― Tienes razón – reconoció Chessy, tras unos minutos. – Cristo es una eminencia y un tipo súper gracioso, pero no es suficiente para una mujer como Calenda… ¡Joder! ¡Me siento tan mal, Hamil!

― Lo sé, pequeña, lo sé – le susurró él, abrazándola. – Pero solo el tiempo puede curar esa herida, tanto en ti como en él.

Aquellas palabras dispararon un recuerdo en la mente de Chessy. Unas palabras parecidas le fueron dichas años atrás, con un tono diferente y en una ocasión distinta, pero intentando taponar una herida casi idéntica.

“Solo el tiempo cura esas heridas, Jule, pero tienes que construir un muro alrededor para protegerte.”

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La granja estaba ubicada en la esquina noroeste del estado de Connecticut, justo a caballo entre las fronteras estatales con Massachussets y New York, en una pequeña localidad agrícola llamada Canaan. Pertenecía, desde hacía casi doscientos años, a los Nodfrey, una familia procedente de Noruega. Desde la creación de Canaan, siempre hubo un Nodfrey en el consejo municipal. A finales del siglo XX, la relevancia de la familia Nodfrey había descendido bastante. Las deudas contraídas y la mala gestión de su último patriarca, habían traído malos tiempos para la granja. Aún así, Cedric Nodfrey disponía de una vasta propiedad que rendía sus frutos cuando se le prestaba atención, y de una amante señoritinga en el pueblo. Su esposa, Marjory se hacía la desentendida con el tema. Prefería dedicarse a su verdadera vocación, los animales. Era la veterinaria de la comarca, con una excelente consulta y una aún mejor clientela. Nunca fue una mujer familiar y demasiado cariñosa. Optó al matrimonio por puro interés y, tras parir tres hijos, decidió que había cumplido lo suficiente.

En los treinta años de matrimonio de la pareja, Nassia, la hija mayor, llegó rápidamente, antes del segundo aniversario. Ambos cónyuges estuvieron orgullosos de su hija, que pronto demostró poseer una envidiable salud. Cedric insistió en tener otro hijo cuanto antes, a ver si conseguían la parejita, pero su esposa se negó en redondo. No deseaba parir de nuevo, y menos con tanta rapidez.

Tardó casi diez años en dar su consentimiento. Nassia era una niña rolliza y rubia cuando Chardiss llegó berreando a este mundo. Le pusieron el nombre del abuelo paterno, muerto en la Segunda Guerra Mundial. Tarde pero bienvenido, pensó su padre. Estaba contento y se ocupó de mimar al nuevo hijo, su heredero.

Ocho años después, como consecuencia de una excelente celebración de Navidad, Marjory alumbró su último retoño, casi a regañadientes, por lo que le llamó: Julegave (regalo de Navidad en noruego) como broma particular.

Jule, como era llamado por toda su familia, era un alma cándida. Rubio total, como buen escandinavo, y con los ojos del color del cielo de verano, siempre seguía los pasos de su hermano Char, quien, a sus dieciséis años era el encargado, mal le pesara, de cuidar de su hermanito menor. Sus padres estaban casi todo el día fuera, dedicados a sus asuntos, y tras las clases, Char tenía que cargar con Jule.

Gracias a Dios, el niño era un ser callado y observador, bastante sometido al carácter mimado y engreído de Char. Este había obtenido todo cuanto quiso, durante su infancia, de sus atribulados padres, quienes trataban así de redimir sus culpabilidades propias. Char estaba orgulloso de conseguir hacer cuanto le viniese en ganas y, en muchas ocasiones, presionaba aún más, tratando de averiguar sus límites.

Justo en ese momento, Char observaba atentamente lo que su hermanito estaba haciendo, inclinado entre las piernas de su primo Elroy. Los tres se encontraban en el granero de la granja, recostados sobre grandes balas de paja. Elroy, de casi veinte años, mantenía sus pantalones en los tobillos y empujaba suavemente la cabecita de Jule, ocupado en chupetearle la polla. No tenía apenas experiencia, pero ponía toda su alma en ello, impulsado por el temor que le tenía a su hermano.

― ¿Ves cómo podía hacer que te la chupara? – se rió Char, acomodándose él mismo la polla bajo su pantalón. Se estaba excitando con lo que estaba sucediendo en el granero.

― Dios, que boquita tiene el niño… ¿Piensas pagarme así cada vez que te traiga algo de maría?

― Si tú quieres… por Jule no hay problema… ¿verdad, putito?

Elroy levantó la cabeza del chiquillo, tomándole por el pelo. Dos hilos de baba unían los suaves labios de Jule con la gorda cabeza rojiza. El niño se relamió, las mejillas encendidas y surcadas por las lágrimas.

― ¿Tienes algún problema con hacerle una mamada al primo?

Jule negó con la cabeza, las manos apoyadas en las piernas desnudas de su primo camello. Estaba aún dolorido por el guantazo que Char le había soltado cuando se negó a hacerle caso. La proposición le había tomado por sorpresa y no la acababa de entender. Como se quedó estático y con gesto de sorpresa, su hermano le abofeteó con fuerza y le puso de rodillas. Su malévolo primo, con una risita, se bajó la bragueta ante su cara.

Jule se había preguntado por qué Elroy le había estado manoseando minutos antes. Le pellizcaba las nalgas y le manoseaba, hasta meter un par de veces los dedos en su boca. Aunque molesto, Jule se quedó quieto, no queriendo llamar la atención de su hermano mayor, el cual se molestaba mucho por ello.

Cuando aquella cosa cabezona y gorda quedó expuesta ante sus ojos, no sabía qué es lo que debía hacer. Nadie le explicaba nada. Char le gritaba y Elroy solo se reía. Su primo la restregó contra su cara, pasándola sobre los labios, contra su naricilla, hasta que, instintivamente, abrió la boca. Elroy, gruñendo, la apalancó contra sus dientes.

― ¡Ni se te ocurra morder! – masculló.

En un par de ocasiones, su primo le dejó sin respiración, ahogándole al introducir todo aquel órgano en su garganta. Jule escupió, tosió, se atragantó, pero Elroy parecía pasárselo de miedo, aumentando sus risotadas. Las babas llenaban su boca, obligándole a tragárselas o a dejarlas caer sobre la paja.

Tras preguntarle aquello, su primo le obligó a meterse en la boca su “cosa”.

― Sigue, putito, ya estoy cerca – susurró.

Tras unos minutos, Elroy le apretó la cabeza aún más contra su regazo y las babas se incrementaron en el interior de su boca, haciéndose densas y blanquecinas. Jule escupió todo en el suelo mientras su primo jadeaba y le miraba, los ojos entornados.

― Si le educas bien, este niño será una mina de oro – suspiró Elroy, subiéndose los pantalones.

― Es una idea – respondió Char, liándose un porro.

Elroy se marchó y ambos hermanos se quedaron solos y en silencio, frente a frente. Jule no dejaba de escupir, intentando quitarse el sabor salado de la boca, y Char le miraba ensoñadoramente, entre volutas de humo de marihuana.

― ¿Qué te parece ir de acampada este fin de semana? Tú y yo solos, en el bosque – sugirió Char.

Jule se encogió de hombros. Nunca había ido de acampada. Podría ser guay… El pobre no tenía ni idea de lo que le esperaba.

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Jule recogió una nueva brazada de leña que llevó hasta el montón. Estaba anocheciendo, tenía que darse prisa con la leña. Escuchó risotadas lejos, entre los árboles. Hacía ya dos años cuando Char le trajo, por primera vez, de acampada a ese mismo sitio, pensó. Su primer acampada, su desfloramiento. Torció el gesto al recordar el dolor. Su hermano no fue muy delicado. Estuvo dos días dándole por el culito, enseñándole a chupar y otras cosillas guarras. Le costó una semana poder sentarse.

A partir de ahí, comenzó una nueva vida para él, una vida de esclavo. Cada vez estaba más encadenado a lo que Char le obligaba a hacer. Ya no era temor, sino algo más indefinible lo que le arrastraba. Según una conversación que escuchó entre Elroy y otro chico, la palabra que usó su primo para referirse a él era “precoz”. La había buscado en el diccionario y se refería a algo temprano, prematuro, que sucedía antes de lo previsto. Eso no le dijo nada. Sin embargo, en una segunda búsqueda, encontró una definición más ajustada.

“Niño que muestra cualidades y actitudes propias de una edad más madura. Ej.: Mozart tuvo un talento precoz para la música.”

¿Si era precoz, cual era su talento? ¿El sexo?

Sabía que había algo en él que no era normal, que aceptaba todos aquellos juegos con demasiada facilidad. A pesar del daño o de la humillación a la que era sometido por Char o sus amigos, acababa sintiéndose orgulloso de ser él quien los acababa satisfaciendo. En algunas de las ocasiones y según con quien, Jule disfrutaba de las atenciones de los chicos mayores. Sin embargo, eso le hacía caer cada vez más en una dependencia enfermiza, sobre todo desde que él mismo había comenzado a correrse. Aún no disponía de un miembro como los que tenían los chicos grandes, pero ya expulsaba leche y le daba placer cuando lo meneaba rápido con dos dedos. En verdad, Jule solía perder la cabeza tras experimentar un buen orgasmo, encoñándose con su amante durante cierto tiempo, lo cual le condicionaba a seguirle el juego.

Recogió el montón de leña cuando escuchó la voz de Char llamándole. En el claro se levantaban cinco tiendas redondas. Los chicos habían preparado una hoguera entre los dos troncos caídos. Era una acampada tradicional, solo de chicos; Char y cuatro de sus amigos. Jule sabía por qué cada uno se había traído su tienda: querían intimidad para follárselo.

No era la primera vez. Desde que su hermano lo entregó a Elroy, aquella tarde, en el granero, lo había seguido haciendo con todos sus amigos, sacando siempre ventaja. Aunque aquellos chicos no fueran gays, parecía que ninguno de ellos tuviera problemas en yacer con un chiquillo guapo y sin vello aún. Jule accedía a todo, en silencio, sin protestas, tratando de recibir los menos castigos posibles. La verdad es que tampoco le disgustaba el asunto, siempre que no fueran violentos. Normalmente, no había problema siempre y cuando no corrieran el alcohol o las drogas.

― ¡Aquí está el nene! – exclamó John, un pelirrojo pecoso.

― ¿Solo traes eso? – le increpó su hermano, señalando la brazada de leña que apenas podía abarcar.

― Déjale, Char, trae lo que puede – le acalló Seth, el mayor de todos ellos.

Nick Gothing, el chico de los pelos largos y rubios, no dijo nada, concentrado en avivar la hoguera. A Jule le parecía guay, pues era vocalista de un grupo de rock del condado vecino. Montando la última tienda, Black Jack, un mulato grueso y callado, les ignoró.

― ¿Cómo lo hacemos con él? – preguntó Nick, atrapando la brazada del niño.

― Nos lo jugaremos después de la cena – contestó Char. – Un turno de una hora cada uno.

Jule tragó saliva. Le daba la impresión de que iba a ser duro.

― ¿Sin favoritismos? – preguntó John.

― Por puro azar.

― Bien – la mayoría se relamió.

Los chicos cenaron, ansiosos, y las cartas pronto estuvieron entre sus manos. Jule les contemplaba, sentado al lado de su hermano. Seth fue el primero en ganarle. Sabía jugar muy bien al póker. Después Black Jack tuvo una mano increíble y le miró con lujuria. Su hermano Char fue el tercero en conseguirle, y, tras él, John el pelirrojo y por último Nick.

― Hasta dentro de una hora – expresó Seth, levantándose del tronco en el que estaba sentado y alargando la mano hacia Jule.

El niño la atrapó y le siguió mansamente hacia la tienda. Sorprendentemente, Seth era el único amigo de su hermano con el que no había tenido relaciones completas. Se la había chupado un par de veces, una en el cine y la otra en la piscina de Mickael, pero nada más. Seth le imponía, le ponía nervioso. Era serio y parecía distante.

Entraron en la tienda a gatas y Seth le dijo que se desnudara, mientras él hacía lo mismo. El joven tuvo que reconocer que aquel chiquillo era guapo, realmente hermoso. Era como un querubín de piel clara y pelo muy rubio, sin un solo ápice de vello en todo el cuerpo. Poseía unos ojos increíbles, azules claritos, y sus facciones eran las de una niña. Su erección se hizo evidente cuando se sacó el pantalón.

Jule estaba de rodillas, ya desnudo, con los ojos bajos, esperando. Por un momento, Seth se sintió tentado de empujarle y petarle el culo, excitado por su aparente sumisión y aceptación. Pasó una mano por la entrepierna del chiquillo, tocando su delgado pene ya empinado. En pocos meses, esa dulzura de pollita se convertiría en todo un pene, duro y grandioso, seguro, se dijo el chico. Pero, por el momento, era una delicia para sobar y acariciar.

― Vas a chupármela, ¿verdad? – le preguntó, atrayéndole contra su pecho.

― Si – asintió Jule, muy bajito.

Le dejó acomodarse mientras su boca buscaba el pene erecto de Seth. Este gimió al sentir aquellos labios suavísimos y cálidos enfundar su polla, con exquisito cuidado. Se notaba la experiencia del chiquillo; había chupado más pollas que helados, seguro. Los sonidos bucales pronto llenaron el interior de la tienda de lona. La polla de Seth estaba llena de babas, como resultado de una de esas mamadas guarras que Jule había aprendido a hacer. El joven acarició la nuca y los flancos del chiquillo, hasta llegar a sus esbeltas nalguitas.

Introdujo el dedo índice en el estrecho ano, previamente humedecido con saliva. Jule gimió y agitó el trasero.

― ¡Joder con el puto niño! ¡estás deseando que te empitone! – estalló Seth, alzando la cabeza de Jule y atrayéndole contra él.

Le hizo abrirse de piernas, sentándole sobre su regazo. Los pies de Jule se cruzaron a su espalda y le echó los brazos al cuello. Así abrazados y sin dejar de mirarle, Seth maniobró con su polla, dilatándole el ano hasta meter una buena parte. Las fosas nasales del niño aleteaban y un gemido escapaba de sus entreabiertos labios. Tenía los ojos casi cerrados y sus párpados se agitaban. En la penumbra de la tienda, Seth no puso distinguir sus rubias pestañas, pero las imaginó.

― ¿Empujo más? – susurró Seth.

El crío asintió y ofreció sus labios para que la boca de su amante se acoplara. Seth saboreó unos labios y una lengua que nadie distinguiría de los de una mujer mientras su polla entraba hasta el límite, fuertemente apretada por aquel ano divino.

Antes de la hora límite, Seth estaba tumbado, debidamente limpio, y mantenía al chiquillo desnudo contra él, con un brazo alrededor de sus hombros. No quería dejarle marchar antes de la hora porque eso significaría para los demás que el chiquillo lo había vaciado totalmente. Seth sonreía, acariciando un suave pezón de Jule.

Cuando la alarma de su móvil sonó, Seth le puso a cuatro patas y, tras una amistosa palmada en las nalgas, le dejó salir gateando de la tienda. Jule se irguió una vez fuera, desnudo en la noche. Los chicos le miraron desde la hoguera. Notó el brillo de sus ojos.

― Te espera en su tienda – le comunicó su hermano.

Pisando con cuidado, Jule fue hasta la última tienda en montar y apartó la tela de la entrada. Black Jack estaba tumbado desnudo, sonriente. Jule conocía la tremenda polla que gastaba el gordo mulato.

― Ven, pitufo, súbete encima de mí – le invitó Black Jack.

La piel broncínea del chico estaba tirante en su vientre y pecho, debido a su obesidad. Trepar sobre él era como montar sobre duros almohadones. El olor a macho excitado llenó las fosas nasales del crío.

Al mulato le encantaba besarle, aunque le había prohibido comentarlo con los demás. Jule lamió aquellos gruesos labios y dejó que le mordisquearan los suyos. Tras eso, Jule descendió su boca hasta apoderarse de uno de los grandes senos del chico. Lo apretó con una mano, llevándose a la boca el pezón. Black Jack gimió al sentir los dientecillos.

― Vamos, date la vuelta – susurró el mulato.

― ¿Ya? – preguntó tragando saliva.

― Ya sabes que tiene que ser ahora, que aún no está del todo tiesa. Después estará muy grande y te dolerá mucho – le explicó el chico, ayudándole a girarse.

Jule quedó a horcajadas sobre el gran estómago del chico, dándole la espalda y apoyando sus manos sobre las dobladas rodillas de Black Jack. Este tomó una gran mochila, que estaba pegada a la lona, y la puso de almohadón en su espalda. De esa forma, podía mantener la cabeza erguida y el pecho. No quería perderse nada del espectáculo.

El niño tomó la morena polla con las manos. Aquella herramienta medio rígida sobresalía por todas partes. Completamente tiesa, al menos mediría veintidós centímetros y era gorda. Dejó que el dedo de Black Jack le impregnara el culito de un frío gel lubricante y luego él mismo tomó el tubo, llenándose las manos y untando todo el miembro con suaves frotamientos.

Black Jack gimió bajo la fricción y Jule se decidió a cabalgar aquel monstruo. Nunca había conseguido introducirla del todo. Llegaba a un punto en que el dolor le enloquecía y tenía que abandonar. Apretó los dientes al sentir el grueso glande abrirse camino. Se aferró a las morenas rodillas, quedando como colgado, con el culito levantado y tragando polla.

― Te veo dispuesto hoy, Jule – se rió Black Jack. — ¿Te la meterás entera?

Jule no respondió pero siguió deslizando miembro en su interior, muy despacio, reprimiendo los gritos de dolor como podía. Bufaba y se agitaba; gemía y se retorcía, hasta que estalló en un sollozo. Las lágrimas bajaron en cantidad, intentando lavar el dolor.

― Ya está, déjalo – le indicó su amante, dándole una sonora palmada en una nalga.

Con un suspiro de alivio, Jule alzó su culito, abarcando tan solo la mitad de la polla de Black Jack. Entonces, empezó a cabalgar en serio, sin que el mulato se moviera lo más mínimo. Tras unos minutos, Black Jack sacó su polla del ano del chiquillo y lo frotó contras sus prietas nalgas, corriéndose allí con un fuerte chorro, que repartió con la mano por toda la espalda de Jule.

― Ya sabes lo que tienes que hacer…

Jule descendió y se colocó de bruces en el suelo de la tienda, metiendo su cabecita rubia entre las piernas dobladas del mulato. La lengua del chiquillo se paseó entre las nalgas del gordinflón, sin hacer caso del acre aroma que surgía de allí. Mientras estimulaba el oscuro esfínter, intentando que se abriera, sus manitas se apoderaron de los colgantes testículos. Los acariciaba, los lamía cada vez que apartaba la boca del ano de Black Jack, y se los metía en la boca, con ansias. El majestuoso pene se reponía como consecuencia de estas caricias.

Black Jack gruñía y se agitaba, acariciando el suave pelo rubio de aquella cabecita. Cuando el miembro estuvo bien erguido, Jule abandonó sus caricias anales y dejó caer un pegote de gel lubricante sobre su pecho. A continuación, el niño comenzó a frotarse contra el rígido y grueso pene. Sus manos, sus brazos, el pecho y el cuello pronto quedaron impregnados de aquel gel. Black Jack tomó al niño de la cintura, dominando su frotamiento. A cada pasada, Jule sacaba la lengua y lamía lo que podía del miembro, paladeando el sabor a menta del gel lubricante. “El columpio”, lo llamaba el mulato. Y así, tras un buen rato, se corrió por segunda vez, salpicando el rostro de Jule.

Antes de salir fuera, Black Jack le repasó con una toalla, limpiando su espalda, su esbelto torso y su cara. Jules jadeaba, muy excitado por los dos encuentros. Nadie se había preocupado de él, de su necesidad.

― Vamos – le dijo Char, levantándose de delante de la hoguera.

Siguió a su hermano hasta la tienda que ambos compartían.

― ¿Te han hecho correrte? – le preguntó su hermano.

― No.

― ¡Que hijos de puta! – pero su sonrisa indicaba que le parecía bien. – Yo haré que goces, hermanito. ¿Te apetece que nos frotemos las pollas hasta vaciarnos?

― ¿De verdad? – Jule no podía creer que su hermano le diese esa oportunidad.

― Claro. En la mochila hay aceite – le indicó mientras se desnudaba.

El chiquillo encontró el frasco y en cuclillas se aplicó una capa a todo su vientre y entrepierna. Char se tumbó, sin dejar de mirarle. Jule hizo lo mismo con los genitales de su hermano y se tumbó al lado, sobre la colchoneta. Ambos yacieron de costado, mirándose encarados. Jule tomó la mano de su hermano y la pasó por su pubis lentamente, indicándole lo que deseaba. Su pequeño pene creció de inmediato, muy motivado.

― ¿Te han follado bien, verdad? – le preguntó Char, mirándole a los ojos.

El niño se pasó la lengua por los labios, humedeciéndolos. El pringado pene de su hermano tocó el suyo, frotándose muy lentamente.

― ¿Se las has chupado?

― Si.

Un nuevo roce, ascendente, extenso, duro. Jule se estremeció largamente.

― ¿Si te lo pidiera, harías esto todos los días, con quien te dijera? – le preguntó su hermano mayor, con un extraño tono de voz.

― Si, lo haría – le contestó tras pensarlo unos segundos.

― ¿Por qué?

― Porque te quiero, Char…

Y se abrazó a él, uniendo totalmente sus penes embadurnados. Char lo apretó contra sí, girando hasta quedar boca arriba. Jule le besó profundamente, con una devoción total. Notó como el niño se frotaba más fuerte, con urgencia. No solo se frotaba con su penecito, sino con toda la entrepierna, con el pubis, con la cara interna de los muslos, y hasta con la parte baja del ombligo. Se corrió besando las mejillas de su hermano. Unas gotas de esperma casi líquido quedaron prendidas en el vello púbico de Char.

Le dejó descansar unos minutos, mientras le acariciaba el pelo y le mordisqueaba el cuello. Luego, lo puso boca abajo, metió una mochila bajo el lampiño pubis para levantarle las nalgas, y lo penetró lentamente, mientras pensaba en cómo ganar más dinero con su hermanito. Llevaba tiempo dándole vueltas a prostituirle.

El encuentro de Jule con el pelirrojo John estuvo marcado por el vicio más extremo. De todos los amigos de Char, John era el más raro y depravado. El chico de pelo rojizo no se la metía jamás, ni se dejaba chupar, pero era capaz de resistir numerosas pajas. Era como si temiera contagiarse conlo que hubieran dejado atrás sus colegas. Jule había aprendido a hacerle pajas de distintas maneras, con una mano, con las dos, con los pies, con los muslos, desde delante, desde atrás…

En la hora en que estuvo en su tienda, le hizo tres pajas. La primera con su axila derecha. Tras untarla bien de aceite, se la folló como si fuera un coñito. La segunda con las dos manos, desde atrás, abarcándole la cintura. La tercera usando solo que los pies. Mientras le hacía todas aquellas gayolas, John le instaba a que le contara lo que hacía cada día en el colegio, sus tareas, a qué jugaba con sus compañeros… Como colofón, John se puso de rodillas y se orinó en su boca, llenando buena parte del suelo de la tienda.

Dando arcadas y escupiendo, Jule se guardó las lágrimas y entró en la última tienda. Le gustó que Nick fuera el último. Se llevaba bien con él y le gustaba lo que solía hacerle. A Nick le gustaba tocar y lamer, todo con gran exasperación. Le estaba esperando desnudo y de rodillas. Siguió las indicaciones y se colocó de igual forma, delante de él, mirándole. Nick tomó una de sus manos y se llevó un dedo a la boca, lamiéndolo completamente hasta humedecerlo bien. Entonces, cambió de dedo. Uno por uno, los fue degustando y lubricando. Luego cambió de mano.

Tras unos buenos diez minutos, se pasó a los pies, en donde se atareó mucho más, saboreando el aroma del sudor. Jule ya estaba muy nervioso de nuevo. Aquel juego le gustaba muchísimo, más sabiendo que no había problemas con Nick. Notó como la lengua masculina subía por la cara interna de una de sus piernas, sin prisas, dejando un reguero de saliva. Descendió de nuevo por la otra pierna, tras acariciar largamente su imberbe escroto, lo que le hizo retorcerse.

Nick le obligó a girarse, ofreciéndole su trasero. Se ocupó de las nalgas, de su esfínter, se afanó sobre los riñones y escaló por su columna. Nick tenía especial debilidad por los hombros y el cuello, donde estuvo largo tiempo, atrayendo al chiquillo y dejando que apoyara su espalda sobre su torso. Sus dedos acariciaron el ombligo, al pasar hacia delante. Pellizcaron suavemente sus pezones y, finalmente, se introdujeron en la jadeante boca del niño.

Tras sensibilizar totalmente su cuerpo, Nick pidió que Jule se subiera sobre él y adoptara la posición del 69 y le hizo obtener dos cortos orgasmos antes de eyacular él mismo.

Cansado, regresó a la tienda de su hermano. No quedaba ningún chico a la vista. Su hermano estaba durmiendo desnudo, con el saco de dormir abierto y echado por encima, como si fuese un cobertor. Se acurrucó delante de él, dándole la espalda. Char alargó el brazo y lo aferró por la cintura. En sueños, metió su hinchada polla entre las piernas de su hermanito y así se durmieron los dos.

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Ned asomó un ojo por una de las destrozadas ventanas del viejo rancho. No se escuchaba nada, ni música, ni ronquidos. No había querido llamar a la policía porque sospechaba quienes eran los chicos que habían montado aquella estruendosa fiesta la noche anterior. El rancho estaba lo suficientemente lejos de su pequeña granja como para que no le importase el ruido. Pero era una cuestión de principios y, además, debía asegurarse de que todo era cómo sospechaba. Menudo chasco si descubría que había sido una misa negra y no un guateque juvenil…

El viejo rancho llevaba abandonado más de treinta años, pero la estructura de piedra de la casa principal aún se mantenía en pie, por lo que muchos chicos de la comarca la utilizaban para sus “reuniones”. En otros tiempos, Ned ni siquiera se hubiera molestado en echar un vistazo, pero, desde el año pasado, disponía de mucho tiempo libre. Ahora, las pequeñas cosas insignificantes exacerbaban su curiosidad. Así que había salido de buena mañana, con su inseparable bastón, a curiosear sobre la movida nocturna.

Apenas amanecía cuando llegó ante el inseguro porche del rancho. Descubrió varias botellas vacías tiradas entre los crecidos matojos del exterior. Pisó la madera con cuidado y se acercó a la primera ventana, arriesgando una mirada. Pintadas en las paredes de cemento, vasos de plástico tirados por doquier y más botellas vacías. Había colillas por todas partes, unas de cigarrillos comerciales, otras más caseras.

Ned sonrió, recordando su propia juventud. No era tan viejo. Había cumplido el segundo año de su cincuentena y, poco a poco, estaba recuperando su forma física de nuevo, tras el accidente.

Entró en la destartalada casa de piedra y cemento, recorriendo con cautela sus habitaciones. Menuda juerga se pegaron anoche aquí, se dijo. Las escaleras que llevaban al piso superior parecían haber soportado un bombardeo, con más agujeros que una esponja natural. Por un momento, se negó a utilizarlas, pero su conciencia le dijo que si hacía algo, había que hacerlo bien. Pisó con cuidado, apoyándose en el bastón y no en la rota balaustrada. Alarmantes crujidos le acompañaron hasta que sus pies se posaron en el piso superior. Suspiro, aliviado.

Le vio, al asomarse en la primera habitación. Estaba tirado en el suelo, de bruces sobre una raída manta, desnudo. Pensó que podía estar muerto. Una sobredosis, una disputa… pero, al acercarse, percibió que era demasiado joven como para estar allí. Se arrodilló a su lado y giró el cuerpo. Respingó al ver sus rasgos. ¡Era un niño! ¡No tendría ni quince años!

Aliviado, le escuchó gemir muy bajito. Al menos estaba vivo. Las marcas sobre su cuerpo eran evidentes y múltiples. Tenía moratones en ciertas partes, como las nalgas, las caderas, los muslos, el pecho y el cuello. También tenía un ojo a la funerala y un feo golpe en la sien. Según su experiencia, aquellas eran señales de una violación agresiva.

Sacó el móvil de su bolsillo y estaba a punto de marcar el número de Emergencias, cuando el chico abrió los ojos.

Le miró aturdido y giró la cabeza, abarcando su entorno. Se notaba que estaba confuso.

― Tranquilo, pequeño. Voy a llamar a una ambulancia para que te recoja. Ya verás como se soluciona todo – le dijo Ned, inclinándose sobre él.

― N-no…

Su voz surgió ronca, carrasposa. Tosió y tragó saliva, aclarando la voz.

― No, por favor… nada de ambulancia – imploró.

― Pero… estás herido. Hay que moverte…

― Se lo ruego, por favor… no puedo ir al hospital… ayúdeme a levantarme – le pidió, tendiéndole una mano.

Ned le ayudó a ponerse en pie y lo sujetó de los hombros cuando estuvo a punto de caerse de nuevo.

― G-gracias… solo necesito un momento…

Y, en verdad, pareció recuperar su aplomo en cuanto inspiró unas cuantas veces. Ned le contempló, mientras se apoyaba en la pared. Sin duda era un niño. Lampiño, rasgos infantiles, genitales sin desarrollar aún. Era de estatura mediana y poseía unos rasgos perfectos, muy femeninos, bajo sus rubios cabellos desordenados.

― ¿Cómo te llamas?

― Jule Nodfrey…

― ¿Nodfrey? ¿De la granja Nodfrey?

― Si, es de mis padres.

Era toda una sorpresa para Ned, quien había estado en aquella granja unos años atrás para tratar al dueño de una fuerte lumbalgia. El hombre recogió la manta del suelo y la echó sobre los hombros del chiquillo.

― ¿Qué ha pasado?

― Hubo una fiesta. Mi hermano mayor y sus amigos la organizaron. Vinieron unas chicas de Ashley Falls… — respondió el chiquillo, haciendo memoria.

― ¿Y dónde está tu hermano? ¿Cuántos años tiene?

― No lo sé. Chardiss tiene diecinueve años.

― ¡La madre que me…! – exclamó el hombre. — ¿Cómo puede haberte abandonado aquí?

Jule se encogió de hombros y se envolvió mejor en la manta.

― Todas esas marcas de tu cuerpo… te forzaron, ¿verdad?

El niño rehuyó la mirada y se mordió el labio, enrojeciendo.

― Soy fisioterapeuta y he trabajado en hospitales. Conozco esas señales y sé que no fue un solo tipo el que participó…

Las lágrimas brotaron incontenibles de los ojos del chiquillo. Los regueros lavaron parte de sus mejillas, arrastrando churretes de polvo y otras sustancias. Jule se dejó caer hasta el suelo, la espalda contra la pared, hasta quedar sentado, sollozando.

― Está bien, está bien. Vamos, cálmate – le dijo, acercándose para calmarle. Se arrodilló a su lado, limpiándole las lágrimas con un pañuelo de lino que sacó del bolsillo.

― Por eso no puedo ir a un hospital… acusarán a mi hermano – balbuceó entre hipidos.

― ¡Pero tienes que hacerlo! Ya sé que es un mal trago para tu hermano, pero saldrán los culpables y…

El niño le miró con desesperación, como si Ned no entendiera nada de lo que sucedía.

― No puedo, de verdad… él también es culpable – confesó de una vez.

Las cejas de Ned se alzaron tanto que parecieron querer salir disparadas. ¡Era inaudito!

― ¿Tu hermano te ha…?

Jule asintió, escondiendo la cabeza en el hueco de su codo.

― ¡Joder! ¡JODER! – exclamó con furia Ned, asustando al chiquillo, quien volvió a llorar. — ¿Y tu ropa?

Jule se encogió de hombros, sin levantar la cabeza.

― Me desnudaron abajo…

― Ven, vamos a buscarla.

Descendieron con más cuidado aún. Ned no se explicaba cómo habían montado una fiesta allí, sin ningún miramiento, y no había sucedido desgracia alguna. Bueno, si que había sucedido, pensó girándose hacia el niño que venía detrás de él. Tras buscar por todas partes, no encontraron más que la camiseta destrozada del chiquillo. Sin embargo, por una de las ventanas de la parte trasera, Ned percibió entre la hierba una suela. Eran las zapatillas deportivas de Jule. Al menos, podría caminar.

― Póntelas. Iremos a mi casa. Está cerca. Es la granja vecina. Me llamo Ned Grayson – se presentó el hombre, pasándole el brazo por encima de los hombros cubiertos con la raída manta.

― Gracias, señor Grayson.

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La pequeña granja Grayson –casa de campo, la llamaba Ned- estaba en el camino del autobús escolar. Jule pronto tomó la costumbre de bajarse allí, saludar a Ned, y volver a casa andando a través de los campos cultivados. En muchas ocasiones, cuando el tiempo no acompañaba y tenía más prisa, Ned le llevaba en su coche o bien en la ruidosa moto quad Triliton que guardaba en el cobertizo.

El hecho es que, a raíz de aquella fiesta, Jule se fue apartando de Char y de sus amigos, quienes también parecían algo avergonzados. Ganó confianza con Ned, aquel hombre lisiado y jubilado que sabía de muchísimos temas. Se encontraba a gusto con él, en su casa, en el cobertizo transformado en gimnasio, o bien paseando.

Finalmente, Jule acabó contándole lo sucedido en la fiesta. Le confesó que llevaba unos años siendo el esclavo sexual de Char, que su hermano le había desvirgado, que lo cedía a sus amigos, como recompensa o pago, que le prostituía con algunos hombres mayores de la comarca… y que, en aquella fiesta, tras emborracharse y drogarse, su hermano y sus amigos le violaron por turnos, sin miramientos. Ned no comprendía la necesidad de Jule de ser aceptado, de humillarse ante esos chicos, pero le brindó toda su ayuda, y el chico, que la necesitaba, estuvo muy agradecido.

En casa, las cosas entre Char y Jule estaban muy tensas. Al día siguiente de la fiesta, cuando el chiquillo le recriminó a Char lo sucedido y, sobre todo, el dejarle abandonado en el viejo rancho ruinoso, se ganó una dura bofetada. “¡A ver si creces de una vez!”, le espetó su hermano.

Aquel golpe fue la gota que colmó el vaso. No le debía absolutamente nada al cabrón de su hermano. Fue Ned quien le ayudó, quien le guardó el secreto e, incluso, le comprendió. Aquello le hizo abrir los ojos y renegar del enfermizo trato de su hermano. Decidió que no cedería más a las manipulaciones de Char, y, con la ayuda de su nuevo mentor, recopiló una serie de pruebas sobre los abusos de su hermano. El chantaje funcionó a la perfección. La amenaza de denunciarle al sheriff apartó a Char de su camino, de una vez por todas.

Jule llamó a la puerta de la “casa de campo” pero nadie contestó. Llamó a Ned en voz alta, y el hombre le respondió desde el cobertizo. Jule corrió hasta allí y se deslizó entre los batientes de la gran puerta. En el interior reinaba una deliciosa penumbra agujereada por miles de pequeños haces luminosos, procedentes de los numerosos agujeros de la centenaria estructura de madera. Ned, vistiendo un holgado kimono blanco, realizaba una forma del estilo Yang en 37 cuadros, con una fluidez casi perfecta, aún teniendo su cadera débil.

El hombre, al verle, abandonó el ejercicio de Tai Chi y le saludó, indicándole que se acercara. Jule se quitó las deportivas y se colocó a su lado, iniciando la forma de nuevo. Tan solo conocía los siete primeros cuadros de la forma, pero imitaba lo mejor que podía a Ned, quien se movía con parsimonia y relajación, bordando sus movimientos.

A Jule le gustaba ese arte. Le relajaba muchísimo y ganaba mucho en equilibrio. Según le había contado Ned, aprendió Tai Chi de un viejo maestro quiropráctico, en California. A medida que iba conociendo a aquel hombre, Jule descubría que tenían más cosas en común.

Ned no parecía interesado en obtener su cuerpo, ni insinuaba lo más mínimo. Le hacía sentirse seguro y a salvo, equilibrado, y, sobre todo, feliz como el niño que era.

― Muy bien – le alabó Ned al acabar el ejercicio. – Vas tomando su esencia.

― Gracias. Me hace sentirme bien.

― Es energía curativa la que se canaliza con estos movimientos.

― ¿Tu cadera mejora?

― Si, pero por mucho que sane esta energía, no puede sustituir la prótesis que llevo – se rió Ned, secándose el rostro con una pequeña toalla.

― ¿Qué te pasó?

Ned le miró, algo reacio, pero, finalmente, con un suspiro, se decidió.

― Tuve un grave accidente de automóvil el año pasado. Me he quedado sin fuerzas en una mano y con la cadera izquierda destrozada.

― Vaya, lo siento. Por eso ya no sigues dando masajes, ¿verdad?

― Si, ya no tengo fuerzas ni estabilidad suficiente. Me han jubilado anticipadamente y con lo que me ha pagado el seguro, tengo para vivir. Pero no solo perdí mi trabajo en ese accidente…

Jule notó enseguida la tristeza en su voz. Se mordió una uña, esperando a que continuara.

― Mi esposa y mi hija murieron en él.

Jule tomó la mano del hombre y la acarició suavemente, dándole ánimos, Ned le miró y sonrió, agradeciéndoselo.

― ¿Cuántos años tenía tu hija?

― Nancy acababa de cumplir trece años.

― Lo siento mucho, Ned – le dijo el chiquillo, al abrazarle.

― Gracias. La verdad es que ocuparme de ti y de tus problemas, me viene muy bien para evadirme de mis recuerdos – le contestó el hombre, palmeándole un hombro. — ¿Qué pasa con tus padres? ¿Les has hablado de mí?

Jule negó con la cabeza y apartó la mirada.

― ¿Por qué no?

― No les importo.

― Vamos, eres su hijo. ¡Claro que les importas!

El niño volvió a negar con más fuerza.

― Nunca están en casa. Char es quien ha cuidado de mí desde que me acuerdo. Papá siempre anda de un lado para otro, con sus maquinarias, con sus jornaleros, y bajando al pueblo cada noche. Para él es suficiente con tener un heredero, mi hermano Chardiss.

― Es muy duro lo que dices – musitó Ned.

Jule alzó uno de sus hombros y siguió:

― Mamá nunca me ha querido. Eso lo sé desde que Char me contó la anécdota de mi procreación. Me puso de nombre Julegave, que en noruego significa “regalo de Navidad” y es la única que usa el nombre completo. Me llevo casi veinte años con mi hermana mayor, así que no creo que fuera un hijo esperado y deseado. Su consulta de veterinaria es más importante que yo. Nassia, mi hermana, está casada y vive a120 kilómetrosde aquí. Nos vemos tres veces al año y no tenemos ninguna confianza. Es más como una tía lejana o algo así.

― Empiezo a comprender tu extraño apego hacia tu hermano y el por qué has aguantado sus humillaciones – dijo Ned, caminando hacia la puerta.

Caminaron hasta la casa y Ned se dio cuenta de que el chiquillo quería hablar más, pero que le costaba sincerarse.

― ¿Has merendado? – le preguntó al entrar en casa.

― No – contestó con una gran sonrisa.

― ¿Tostadas con crema de cacahuetes?

― ¡Siii!

Ned puso pan a tostarse y sacó la mantequilla de cacahuetes, así como un tarro de miel. Se sentaron a la mesa. La tostadora escupía las rebanadas y ellos las untaban, tras meter otras en la ranura. De esa forma, devoraron cuatro rebanadas cada uno.

Chupándose los dedos, Ned preguntó:

― ¿Qué hay de tus experiencias homosexuales?

― ¿Cómo? – preguntó el niño, pillado por sorpresa.

― ¿Qué sientes al tener esas experiencias con chicos mayores? ¿Sientes repulsión? ¿Temor? ¿Te sientes impulsado a obedecer? Me has contado lo que has hecho, pero no cómo te sientes…

― No sé… nunca lo he pensado seriamente. Creo que un poco de todo…

― Pero, ¿te disgusta? ¿Lo odias o qué?

― Pues… no – acabó respondiendo tras pensarlo. – Me disgusta ser obligado o utilizado como un animal… un esclavo… pero el acto en si no me molesta.

Ned le contempló con fijeza.

― O sea, hacer el amor con un hombre no te resulta violento. ¿Es eso?

― Exacto.

― ¿Y si se trata de tu hermano? Sé sincero, por favor.

― Estoy muy enfadado con él pero reconozco que le he dicho que le quiero en varias ocasiones, después de estar juntos. La verdad, ahora que lo pienso, es que los he querido a todos, en algún que otro momento.

― ¿A todos? ¿Quiénes?

― A todos con los que me he acostado.

― Dependencia emocional… – musitó Ned, tapándose los ojos, abrumado.

― ¿Qué?

― Nada, hablaba para mí mismo… Intenta explicar un poco como es ese sentimiento de amor…

― Pues no sé, los quiero cuando me hacen feliz.

― ¿Feliz de qué manera?

― Cuando me hacen gozar.

“¡Coño con el niño!”

― ¿Ya sientes placer?

― Si, a veces.

― Veamos… en el futuro, cuando seas algo más mayor, en la universidad, digamos… ¿te ves besando a un hombre? ¿Te gustaría?

― Si, ¿por qué no?

― Entonces, ¿te sientes gay?

― No lo sé… creo que no…

― ¿Eh? Explícate.

Jule pasó un dedo por la superficie de la mesa, recuperando un pedacito de mantequilla con un dedo, la cual se llevó a la boca. Levantó la mirada y clavó sus ojos azules en Ned. Después volvió a bajarlos y sus mejillas se ruborizaron.

― No me siento un chico cuando estoy con ellos – murmuró.

Ned acercó su cabeza, creyendo que había escuchado mal. Jule lo repitió.

― Creo que me siento como una niña, aunque no estoy seguro. No tengo forma de comparar.

― ¿Por qué piensas eso?

― Porque me dejo llevar por lo que siento. Ellos no son así. Solo quieren satisfacerse como sea. Yo nunca he sido como los demás chicos del colegio. No me gustan los deportes, ni los coches. Cuido mucho de mi persona, siempre que puedo me peino bien y procuro coordinar mi ropa… como una chica, ¿no?

― Pues si.

― He sacado del desván ropa vieja de mi hermana, de cuando tenía más o menos mi edad, pero pesaba el doble que yo, así que no me está nada bien. Pero me he probado algunas cosas de mi madre…

― ¿Cómo te ves?

― Creo que con el pelo largo, parecería una niña. Me veo guapa… guapo, quiero decir.

― Es cierto. Tienes rasgos muy femeninos. Mira, creo que tienes ciertas tendencias gay, aunque no deberían aparecer hasta tu desarrollo, pero puede que sea un desarreglo hormonal. Puede que tengas un exceso de genes femeninos… qué sé yo…

― A veces, pienso que si fuera una chica guapa, me respetarían todos. No me habrían usado de esa forma – se mordió el labio al decirlo.

― Solo el tiempo cura esas heridas, Jule, pero tienes que construir un muro alrededor para protegerte.

El niño le miró sin comprenderle.

― Si quieres verte como una chica, yo puedo ayudarte. Tengo un armario entero lleno de ropa de mi hija Nancy. Creo que te sentaría bien. ¿Subimos? – dijo Ned con una sonrisa.

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Para Ned fue una especie de catarsis ayudar a su amiguito. Por primera vez en casi un año, pudo abrir el armario de su hija y tocar su ropa sin acabar llorando sobre la cama. Aunque Jule era más joven que su hija Nancy, casi tenían las mismas medidas. Cuando vio al niño probarse el primer vestido, asumió que prácticamente era una niña. Tan solo su forma de moverse le traicionaba. Pero hubo algo más que se metió bajo la piel del hombre. Ver todos aquellos vestidos conocidos, de repente animados sobre el cuerpo de Jule, le hizo sentir la enfermiza ilusión de que su hija había vuelto a la vida.

Tarde tras tarde, hizo subir a Jule al dormitorio de su hija y probarse diferentes vestidos y conjuntos. Además, animaba a Jule a moverse y comportarse como una niña. Le compró una peluca rubia, en melenita y de buen pelo, con la que el niño quedó encantado. Pulió sus maneras, enseñándole buenos modales de señoritas, cómo expresarse con corrección, y cómo comportarse ante la gente.

Para que los padres de Jule no notaran que su hijo bajaba el rendimiento por sus constantes visitas, le ayudó con los temas escolares, mejorando en mucho su labor académica. A cada día que pasaba, Jule estaba más encantado con aquel juego. Siempre apostaba con Ned que si quisiera, podía salir a la calle vestido de niña y nadie lo sospecharía.

Cada vez más obsesionado con disponer de nuevo de una hija, Ned tomó la decisión de suministrar en secreto, las dosis de estrógenos y andrógenos necesarios para detener la pubertad masculina de Jule. Ni siquiera se paró a pensar que podría resultar peligroso modificar a esa edad el cuerpo del niño. Solo quería llegar a perfeccionar más su imagen femenina.

Las hormonas cortaron de raíz su desarrollo como hombre, justo en sus inicios. Los procesos hormonales que le deberían haber llevado hacia una masculinidad, quedaron suprimidos y su latente parte femenina fue potenciada bruscamente, en una etapa del desarrollo muy temprana.

Al pasar los meses, los resultados fueron cada vez más visibles para Ned. El rubio vello de Jule no florecía en su rostro, sus formas se redondeaban y se estilizaban en puntos concretos, sus rasgos infantiles pasaron a convertirse en belleza realmente femenina, de tal forma que no aparecieron rasgos netamente masculinos, como la nuez de Adán o la prominencia de su mandíbula.

Ned se contagió del entusiasmo de su joven amigo/alumno y acabó atrapado y seducido por el propio concepto. Le compró ropa holgada para disimular su nuevo cuerpo en casa e incluso se presentó ante sus padres, con la excusa de ampliar sus aptitudes académicas. Las notas escolares de Jule habían subido y si ahora quería aprender otras cosas con un profesor particular, ellos no se iban a oponer. cuantas más actividades extraescolares tuviera, menos les molestaría. Ese fue el pensamiento de sus queridos padres. Cuando Ned no pudo enseñarle más sobre mujeres, lo presentó a varias amigas suyas, antiguas clientes muy discretas y muy solícitas, que se tomaron el asunto como un reto. Se encargaron de adoctrinar perfectamente a Jule; en particular, a pensar y reaccionar como una verdadera mujer.

Todas estas lecciones, estos cambios corporales y psicológicos, reafirmaban el carácter de Jule, pero también cambiaban su comportamiento. Los chicos del colegio empezaron a llamarle sarasa y su padre tuvo un par de charlas serias con él, en casa, pero nada de eso consiguió cambiar su motivación. Jule estaba decidido en convertirse en mujer. De hecho, se sentía mujer desde hacía tiempo. Solo quedaba un mero escaparate que modificar y cada día que pasaba los cambios eran menos.

Ned, quien desde la muerte de su esposa, no había estado con más mujeres, se vio totalmente seducido por la nueva imagen de Jule, a medida que el juego de convertirle en una chica se hacía más intenso.

Ned nunca se vio atraído por Jule como chico, pero en cuanto le vistió con las ropas de su hija, su mente se desequilibró un tanto. Aunque no se parecía en nada a Nancy, Ned le empezó a tratar como si fuese ella.

― Llámame papá – le pidió un buen día. Jule sonrió mientras tironeaba del borde de la faldita que llevaba puesta, y asintió. Haría cualquier cosa por Ned, por muy extraña que fuese.

Una tarde en que ambos salieron de compras, Ned se introdujo en el probador. Con el rostro contraído, lo empujó de bruces contra la pared, le levantó la faldita y le bajó las braguitas. Se la coló por el culo sin miramientos. Jule acalló sus quejidos como pudo. Intuía que algo había saltado en la mente de su mentor, que no era él mismo, pero se dejó follar largamente, muy a gusto.

― Gracias, papá – le dijo suavemente cuando Ned se corrió en su interior. El hombre estalló en lágrimas.

Jule se acostumbró cada vez más a salir vestido de chica. Salía a merendar con Ned, de compras con sus maduras amigas, y daba el pego en todas partes. Incluso su personalidad florecía cuando se comportaba como mujer. En cuanto a Ned, solía follarle solamente cuando estaba vestida de chica y ni siquiera le quitaba la ropa, pero siempre insistía en que le llamara papá.

Jule llevaba una doble vida que se estaba volviendo cada vez más complicada. Por una parte, intentaba esquivar a su verdadera familia, totalmente descontento con ella; por otra, estaba su floreciente personalidad femenina, cada vez más compleja y definida. Su relación con Ned era su auténtica tabla de salvación. El maduro cincuentón volcaba en aquella nueva personalidad femenina todo cuanto no pudo enseñarle a su hija, en especial, su experiencia en técnicas fisioterapéuticas, mejoradas con sus conocimientos quiroprácticos orientales. Todo ello sucedió antes de su mayoría de edad.

Cuando Jule cumplió los dieciocho años, Ned le acompañó al juzgado, en donde adoptó legalmente el nombre de Clementine, Chessy para los amigos, y se independizó totalmente de su familia. Por entonces, ya hacía un par de años que no utilizaba ropa de hombre, ni actuaba como tal.

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― Chessy…

― ¿Si? – exclamó ella parpadeando y regresando a la realidad.

― Tu mente se había ido – la besó Hamil fugazmente. — ¿Dónde estabas?

― Recordaba un buen amigo, casi un padre…

― No sé mucho sobre ti, cariño. ¿Cuándo me vas a poner al corriente?

― Cuando me sienta preparada, cielo. Tengo toda una historia para contar, seguro.

Mientras comprobaba que la pasta estaba en su punto, Chessy se dijo que mañana sería un buen día para visitar la tumba de Ned, en el cementerio de Canaan. Murió de cáncer año y medio atrás y ese fue el verdadero motivo que ella se decidiera a venir a Nueva York e instalarse en el Village. Tenía que demostrarse que Ned la había preparado muy bien para arrastrar el dulce aroma de una “mujer”.

CONTINUARÁ…

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