Aquella noche la ciudad no  parecía distinta en nada. Y quizás no lo fuese y el único matiz de distinción es el que ahora le otorga mi mente al recordar lo que estaba por venir.

Todavía no había pegado ojo a pesar de que el reloj ya marcaba una hora muy poco ortodoxa para aquellos que esperan descansar algo. Pero no era el caso. Yo había salido de cena con los socios del bufete para celebrar un fallo a nuestro favor en un caso que había tenido bastante eco en Nueva York, y podía permitirme no aparecer por allí al día siguiente. Nadie esperaría que lo hiciese, a decir verdad. Era mi primer gran caso como socio, aunque ya habíamos tenido uno de bastante repercusión mediática poco después de que yo llegase aquí para ser durante unos meses el empollón colmado de sabiduría teórica que no tenía ni idea de moverse en el duro mundo de ejercer la abogacía en aquella parte del planeta en la que el vocablo adquiere su versión más cruda y audaz. Pero acabé abriéndome camino y ahora soy de ésos que lo tienen todo.
Miré a aquella chica que dormía a mi lado. Era una de las camareras de un exclusivo club en el que decidimos cerrar la noche. Y la presencia en mi cama de alguien que apenas debía gatear cuando yo entré en la Universidad debería colmarme de autosatisfacción, pero era precisamente el exhaustivo análisis de una situación como aquélla el que me hacían sentir cierta punzada de malestar. La satisfacción sólo duraba lo mismo que yo tardaba en correrme. Siempre ocurría lo mismo.
No es que yo sea un maldito viejo verde. Ya casi tengo mis cuarenta, cierto, pero el hecho de no encontrar a nadie que se ajustase completamente a mis expectativas me ha empujado casi por obligación a consagrar mi escaso tiempo libre a mi persona. Me gusta cuidarme, siempre me digo que me cuidaría de la misma manera si tuviese una mujer e hijos, pero sé que no lo haría. No tengo más que mirar alrededor y elaborar una vaga estadística para comprobar que mi vida probablemente cambiaría drásticamente. La experiencia me dice que resulta casi imposible arrastrar a esos hombres casados más allá de la una de la mañana, o quedar para hacer algo durante las vacaciones porque siempre tienen planes familiares. Y está bien, no digo que esté mal, para nada. Pero resulta trivial deducir que si apenas tienes tiempo para socializar, siendo el ser humano un animal social por naturaleza, ¿de dónde iba a sacar yo tiempo para mis horas de gimnasio, spa, masajes o cualquier otra cosa de las muchas que hago para mantener el tipo? En realidad sé que me miento a mí mismo al decirme que seguiría haciéndolo, porque tampoco soy de los que delegaría sus deberes paternales en otras personas para poder seguir manteniendo mi vida a pesar de estar en condiciones de poder asumir esos gastos.
Cavilaba en todo eso cuando mi teléfono comenzó a sonar. Ella se removió en cama, pero apenas se percató de que yo me levantaba. Me puse mis bóxer y me acerqué a la chaqueta de mi traje para rebuscar en ella hasta dar con mi teléfono.
Era mi madre. Suspiré pensando que nunca se acostumbraría a que yo viviese al otro lado del Atlántico ni aunque llevase allí ya casi quince años, y quité el sonido para tirar el teléfono sobre la butaca de mi habitación de invitados, donde podía vibrar hasta que se cansase de llamarme. Ya le devolvería la llamada dentro de un horario más prudente para ambos.
Pero me quede de pie en medio de la habitación mirando la pantalla del teléfono y constatando que mi madre me llamaba una y otra vez. Algo me dijo que tenía que contestar. Miré hacia la camarera, que seguía como un tronco sobre el colchón. Cogí el teléfono y salí de la habitación para contestar a medio camino hacia la cocina. El ajetreado saludo de mi madre me indicó enseguida que algo estaba perturbando la tranquilidad que siempre supongo para ellos.
-¡Por el amor de Dios! ¡¿Qué hacías?!
-Dormir, ¿tienes idea de la hora que es aquí? – contesté de todos modos. Su llanto me inquietó al instante. Iba a servirme un vaso de zumo pero me paré en seco – ¿qué ocurre, Mamá? – inquirí ya con el corazón en un puño.
-Tu hermana se ha ido.
Me quedé pálido al escuchar aquello mientras mi madre seguía llorando al teléfono y diciendo cosas que para mí no tenían sentido.
-¿Qué? ¿A dónde se ha ido Eva? – pregunté con la garganta seca. Cuando te dicen llorando que alguien “se ha ido”, el paradero de esa persona no suele ser un destino vacacional precisamente.
-No lo sabemos. No sabemos nada… – me informó entre sollozos.
Escuché una leve interferencia y luego me habló la voz de mi padre.
-Nano,  escucha. Parece ser que Eva y Carlos han discutido. Ella nos mandó a la niña hace un par de días e interpuso una demanda de divorcio. Es lo único que sabemos, porque nadie ha vuelto a verla desde entonces.
-¿Cómo? – respondí incrédulo – ¿y el padre? ¿No quiere a la niña?
-Eva nos dijo que se quedase con nosotros, que vendría cuando recogiese sus cosas, pero no volvió. Carlos vino a casa a por la cría, le hemos dicho que no se la llevaría hasta que no aparezca Eva, pero puede estar con ella el tiempo que quiera. La policía está buscando a tu hermana… – me quede petrificado en medio de la cocina, mirando al Hudson a través de las luces de los edificios que se elevaban entre él y yo, y por un momento me sentí como si me sumergiese en aquella masa de agua helada. Un escalofrío me hizo volver a la realidad y entonces escuché de nuevo a mi padre – ¿Nano? Nano, ¿estás ahí?
-Sí, dime…
-Hijo, que la policía nos ha pedido que te llamemos para preguntarte si sabes algo de Eva.
-¡No! ¡Claro que no sé nada de Eva! – Protesté levemente atemorizado al comenzar a pensar en dónde podría haberse metido mi hermana.
-Lo sé, lo sé… ya veo…
-Papá, Eva se ha ido sola, no le pasará nada… – musité con afán tranquilizador. Pero ni yo mismo me lo creía del todo. En ese momento sólo quería colgarles y marcar una y otra vez el número de mi hermana hasta conseguir hablar con ella.
-La policía dice que probablemente sea así, que no nos pongamos nerviosos, que llamará de un momento a otro. Pero tu madre está que no puede más, Nano. Tu hermana no coge el teléfono ni ha dejado nada que indique qué ha hecho o qué no. Carlos ni siquiera la vio por casa. Dice que si fue a coger algo, tuvo que ser mientras él estaba trabajando. También llamamos a su oficina, pero allí dicen que se excusó informándoles de que no podría acudir durante una temporada, que tomasen las medidas que creyesen oportunas. Le han pedido a Carlos que haga un recuento de sus cosas, pero él dice que bien podría pasársele por alto que se llevase algo. Al parecer, llevaban un tiempo bastante distanciados… ¿tú sabías algo?
-No. No tenía ni idea, Papá. Yo siempre que hablaba con ella me decía que estaba todo bien… aunque yo me intereso más por la niña. No sé, uno no pregunta “¿cómo van las cosas con tu marido?” si no se le dice algo antes…
-Ya, Nano. Pero a ti quizás te lo hubiese mencionado… – insistió mi padre.
-¡Pues no me lo dijo! Además, ¿de qué serviría saber ahora si me había dicho o no que estaba mal con Carlos?
-Está bien, está bien… Si se pone en contacto contigo, por favor…
-Lo sé, os llamaré enseguida. No tenías ni que decírmelo.
-Ya, bueno…  Nano, intenta hablar con ella, anda. Quizás a ti te coja el teléfono, hijo.
-Eso tampoco tenías que decírmelo. Es evidente que no voy a parar hasta que hable con ella, Papá. Tú intenta tranquilizar a Mamá – le pedí antes de deshacerme lo más rápido posible de ellos y marcar el número de mi hermana.
El teléfono no daba señal. Lo intenté en al menos diez ocasiones, pero el resultado fue el mismo. Comenzaba a ponerme nervioso ante semejante panorama. No entendía qué demonios podía haberla llevado a cometer aquella tontería de dejar a Irene con nuestros padres y esfumarse de la faz de la Tierra con esa demanda de divorcio pendiente.  Si su intención era divorciarse eso no serviría de nada si no seguía con el proceso. La demanda era sólo el principio. Pero ella lo sabía, le habrían explicado todo el procedimiento antes de interponerla. ¿Qué mierda estaba haciendo?
Fui a mi estudio, puse en marcha mi ordenador y comprobé que no se había puesto en contacto conmigo por medio de ninguna de las opciones que la red de redes nos ofrecía. Redacté varios privados y correos electrónicos con la esperanza de que su aislamiento voluntario no incluyese también el abandono de sus cuentas virtuales. Pero algo me decía que, de ser vistos, esos mensajes probablemente no iban a ser contestados. Al menos de manera inmediata.
Esperé como un idiota frente a la pantalla, alternando mi atención entre el ordenador y mi teléfono, quizás albergando la esperanza de que ella fuese a dar señales de vida de un momento a otro. Dejé pasar de ese modo un intervalo de tiempo que me pareció infinito, tan sólo interrumpido por retorcidas sensaciones de vértigo que se arremolinaban en mi estómago cada vez que yo reparaba en que mi hermana estaba en lo que oficialmente se conoce como “paradero desconocido”. Las estadísticas eran crueles con las personas en paradero desconocido.
Con una amarga nota de desesperación abrí la web de una aerolínea y reservé un billete a España para la tarde de aquel mismo día que todavía no había terminado de empezar. Dejé el ordenador en reposo y volví a la habitación de invitados para despertar a mi acompañante. De una manera muy suave al principio, pero casi sin piedad pasados un par de minutos sin que ésta mostrase la intención de responder.
-Hey, you have to go away – le dije cuando la vi abrir mínimamente los ojos.
Ella suspiró y dejó caer su cara de pleno contra la almohada. Después de una noche en la que yo le había descubierto un Dom Pérignon de trescientos pavos por botella supongo que tenía que estar cansada por narices, y yo tampoco me iba hasta la tarde siguiente. Lo pensé mejor durante un par de segundos, pero definitivamente ya no quería que estuviese allí. Su presencia casi me molestaba porque quería dejar la habitación ordenada y empezar a hacer la maleta para irme. Aquello me urgía como si el avión me estuviese esperando y su hora de salida dependiese sólo de mí.
-Bullshit!… – se quejó con una voz ronca y nada femenina – Why?
-I have to go to Spain. It’s an emergency, ok? Don’t ask me more, just go away, please ­– contesté molesto por su interés. Era ella la que estaba en mi casa y yo en el derecho de pedirle que se fuse de allí.
-Spain? ­– repitió mientras se erguía sujetándose la cabeza con una mano.
-I’m spaniard, remember?
No sé si se enteró de algo. Ella sólo se levantó y comenzó a recoger sus prendas del suelo de la habitación. Posó aquella desteñida mirada sobre mí tras mirar su reloj de muñeca y suspiró de forma poco cordial antes de volver a abrir la boca.
Yeah, but… can I have a shower before?
La miré como si no me lo pudiese creer, pero traté de relajarme y me comporté correctamente. Aunque no le profesase ningún cariño, tarde o temprano me reprocharía el haberla largado de aquella manera. Ella no tenía la culpa ni nada que ver con lo que me estaba empujando a despacharla así a un par de horas del amanecer.
-Ok. Come with me­ – le pedí saliendo de la habitación y llevándola a uno de los baños.
Mientras ella se duchaba cambié las sábanas de la cama y preparé café, pero lo dejé a la espera en la cafetera. Mis planes eran tomarme mis pastillas para el estrés a fin de poder dormir un poco antes de levantarme con el tiempo justo de ducharme, ingerir el café que para entonces ya no estaría “recién preparado”, llamar al trabajo para decir que necesitaba algunos días de asuntos propios antes de marcharme, preparar rápidamente una maleta y salir rumbo a casa. Repasaba mentalmente mi plan de acción cuando  la chica se acercó a la puerta de la cocina a tiempo de contemplar cómo me automedicaba.
-Hey, daddy – se burló con una media sonrisa que no correspondí. Seguramente no se creyese que tenía que irme a España, pero era cierto, y el motivo de aquello ya no me dejaba reaccionar del mismo modo que había reaccionado sólo algunas horas atrás cuando ella decidió que aquella noche yo sería su “daddy” -. Ok, I just came to say you goodbye – musitó casi con una mueca de ofensa en su cara.
La acompañé a la puerta por obligación y la despedí tratando de ser lo más humanamente cortés en mis nuevas circunstancias. Sólo cinco minutos después, estaba en cama esperando a que mis fármacos hiciesen efecto mientras sostenía mi teléfono con ansiedad y consultaba el correo en mi iPad con enfermiza insistencia. Ninguno de los dos dispositivos dio fe de que alguien tratase de ponerse en contacto conmigo. Al menos no antes de que me durmiese.
Más tarde la alarma me despertó con lo que me pareció un estruendo. Me apresuré para apagarla, azorado y lento en todos mis movimientos a causa de mi antinatural descanso. Pero lo suficientemente despierto como para que el estómago se me encogiese al comprobar que mi hermana seguía en un punto muerto del planeta. Me metí en la ducha, tardé un par de minutos en rememorar el esquema que había trazado minuciosamente antes de dormir y salí dispuesto a seguirlo al pie de la letra. Llamé al despacho mientras me tomaba una taza de café recalentado, me vestí, saqué una de mis maletas tras imprimir el resguardo del vuelo que había comprado y me dispuse a rellenarla con lo estrictamente necesario antes de que mi timbre sonase.  Me quedé de pie en medio de la estancia reparando en la inoportuna visita. Tenía que ser algún vecino, de lo contrario, Gaspar –el portero del edificio- me habría puesto en sobreaviso.
Suspiré molesto, pero me dirigí a la puerta de la entrada retorciéndome de ira por la insistencia con la que ahora timbraba quienquiera que osase perturbarme de aquella manera en aquel preciso instante.
-Hola Nano – fue todo cuanto mi hermana alcanzó a musitar antes de que la abrazase condensando en aquel gesto todo el miedo y la desazón que había sentido al creer que no volvería a hacerlo.
Eva estaba allí, en mi puerta, plantada en mi pasillo con una mísera maleta de mano y una pinta de haber venido de algún suburbio. No fui capaz de decirle nada. Yo sólo me esforcé por no derramar ninguna lágrima y no sufrir un infarto mientras la hacía pasar y cogía su equipaje. No le indiqué nada. No era necesario, Eva me había visitado en más de un par de ocasiones desde que me había comprado aquel ático, sabía dónde estaba todo y que podía moverse por allí con la misma libertad que yo.
-Supongo que ya lo sabrás… – balbuceó tras rebasar apenas el recibidor.
-Mamá me llamó de madrugada – confesé sin más preámbulos -. Espero que entiendas que tengo que decirles que estás aquí. Todo el mundo te está buscando.
Eva rechazó mi propuesta con un violento aspavientos. Como si de repente el hecho de haber venido a mí fuera un grave error por su parte. Fue entonces cuando me abandonó el mar de tranquilidad que me había sepultado al verla allí.
-¡Oye! ¡Desapareciste de tu vida sin decir siquiera: “estaré bien”! – le espeté sin más premeditación dejándola muda con mi arranque -. Es decir, nadie te reprocha que necesites un respiro. Pero, ¿tenía que haber sido así? Podrías haberte cargado tranquilamente a Mamá, estaba al borde del colapso… Y eso sin mencionar a tu propia hija… – rezongué tratando de suavizar las cosas mientras me iba a por mi teléfono.
Le pregunté si quería hablar con alguien, pero negó con la cabeza. Sin embargo, se acercó tímidamente más tarde, cuando escuchó que estaba hablando con mi sobrina. Supuse que querría oír la vocecilla de la niña, pero echó a llorar antes de que yo tuviese la certeza de que lo había hecho. Dejé a Eva en uno de los sofás mientras me dirigía a mi habitación tratando de tranquilizar a mi madre, que exigía imperiosamente hablar con mi hermana. Logré convencerla de que no era lo mejor en aquel momento, me despedí de ellos y regresé al salón.
Quería saberlo todo. Me escocía el ansia de que ella me diese alguna explicación para haber cometido toda aquella locura. Pero sólo fui capaz de corresponder el abrazo que ella buscó cuando me senté a su lado y de ofrecerle mi propia cama cuando mencionó  que le vendría bien echarse un rato.
Esperé una hora eterna en aquel sofá, cavilando sobre sus motivos e intentando ponerme en su situación pero fui totalmente incapaz porque en realidad, por mucho que yo la apoyase incondicionalmente, nunca lograría entenderla. Siempre había sido así. Finalmente me levanté, comprobé que dormía relajadamente sobre mi cama y salí a la calle para comprar un par de cosas tras dejarle una nota sobre la mesilla de noche. Desaparecí con sigilo, cerrando la puerta de mi casa como si acabase de hurtarme a mí mismo. Gaspar me recibió sonriente en el vestíbulo.
-¿Cómo le va, Fernandito? – Le sonreí tímidamente cuando su acento mejicano me saludó exactamente con el mismo tono de siempre. Gaspar se dirigía a mí en español desde que el primer saludo que articulé para él le bastó para clasificarme dentro de su amplio grupo de conocidos hispanoparlantes -. Qué sorpresa la de su hermana, ¿no? Me pareció un lindo detalle lo de presentársele a su hermano en la otra punta del globo.
-Sí – asentí  dándole la razón. Me había acordado de Gaspar antes de abrir la puerta, pero una vez que lo hice y vi allí a mi  hermana no me había planteado que tenía que haber pasado por su inquebrantable portería para llegar a casa. Supuse que no le había contado nada de interés si él creía que se había presentado allí para darme una “agradable sorpresa” -. Le hubiera anunciado su llegada de haberlo sabido. Suerte que estaba en casa, sino tendría que haber esperado aquí con usted.
-No se preocupe. Le hubiésemos telefoneado al celular y le habría dado la copia de las llaves que tengo para emergencias – informó sonriendo mientras me abría la puerta con gran naturalidad. Le había dicho infinidad de veces que no lo hiciese, pero nunca había logrado adelantarme a él para abrirla yo mismo -. Aunque para nada me disgusta la idea de tenerla esperando aquí conmigo, porque su hermana es muy linda, Fernandito. Yo mismo se lo digo bien de veces cuando anda por acá.
-Lo sé, a mi cuñado no le hace ninguna gracia – le informé poniéndome mis nuevas Ray Ban antes de salir al asfalto.
-Bueno, pero el bruto de su cuñado no vino esta vez. Aunque fíjese que sí me hubiera gustado ver a su sobrinita – dijo con cierta lástima -. La niña salió a su mamá, siempre lo dije. Con esos ojazos bien grandotes, esa risotada que es pura vida y ese pelo que le cae como la miel sobre los hombros… Más de un inocente se va a torturar con eso, créame…

Me reí de sus conjeturas despidiéndome con la mano antes de dejarme engullir por el bullicio de las aceras neyorquinas. Gaspar flaqueaba con Irene. Todos flaqueábamos con Irene, a decir verdad. Era cierto que era una niña guapísima y que mucho tenían que torcerse las cosas para que no lo siguiese siendo. Lo cual, también implicaba que –como Gaspar decía-, no había heredado ni un ápice de la apariencia de su padre. Un leve murmullo de lástima por mi cuñado recorrió esporádicamente mi cuerpo. Pero se esfumó con la misma facilidad con la que había aparecido. Carlos nunca me había caído exageradamente bien.

Esperaba que  Eva estuviese a pie cuando llegase a casa, pero todavía dormía cuando me asomé al umbral de mi habitación antes de volver a la cocina para colocar la escasa comida que había traído. Siempre me alimento fuera así que es totalmente imposible encontrar en mi casa cualquier cosa susceptible de convertirse en menú. Me asomé ligeramente a la terraza exterior comprobando que el sol comenzaba a caer tras la muralla de edificios que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Mi teléfono vibró en mi bolsillo: mi madre otra vez. Contesté sin vacilar, consciente del suplicio por el que debía estar pasando, pero repitiéndole una vez más que Eva estaba a salvo en mi cama. Había dormido desde que había llegado a la ciudad, lo cual no dejaba de ser una buena señal. Colgué el teléfono tras asegurarme de que se quedaba más tranquila y me acerqué al restaurado balcón de piedra. Observé detenidamente el entramado de asfalto que quedaba muy por debajo de mis pies y me pregunté cuánto podría tardar en cruzar el par de calles que me separaban del Starbuck’s más cercano. Trataba de calcularlo al segundo cuando la voz de mi hermana me distrajo de todo.
-Buenos días – bromeó suavemente acercándose a mi posición -. ¿No has ido a trabajar hoy?
-Tengo unos días de vacaciones. Los pedí porque iba a irme a casa esta tarde – le dije sin ocultarle nada.
 Ella suspiró derrotada y se desplazó hasta el sofá de exterior que todavía estaba cubierto con la lona de invierno. Me había olvidado de descubrir el mobiliario de la terraza aquel año a pesar de que el buen tiempo ya había llegado.
-¿En qué pensabas, Eva? – Le pregunté sin más rodeos antes de que ella sacase un cigarrillo y se aferrase al hecho de encenderlo como si eso fuese a condonar la explicación que le estaba pidiendo -. ¿Qué narices te ha llevado a hacer todo esto? – Insistí sin muchas expectativas.

Mi hermana tenía ese afán de espíritu libre por evadir responsabilidades y tomar alocadas decisiones de cuyas consecuencias no se encargaría si le era posible. Era lo que mi madre siempre tachó de “máximo exponente de irresponsabilidad”. Aunque para mí, ésa siempre fue una de sus grandes cualidades. Entre independiente y temeraria, mi hermana siempre fue mi imagen de esa persona que abandonará esta vida sin dejarse nada en el tintero. No obstante, se había pasado con creces.
-Las cosas con Carlos no funcionan – dijo de repente -. Llevamos algún tiempo bastante mal, aunque aguantábamos el tipo por la niña. Pero ya no lo soporto, Nano. No podía estar ni un día más bajo el mismo techo que él.
Sus palabras emanaban un visceral odio en el que no sabía muy bien si hurgar. Pero decidí hacerlo sin mucho convencimiento y le pregunté qué había sucedido exactamente para que tuviese que explotar de aquella manera. La respuesta me dejó de piedra. Mi querido cuñado andaba en líos de faldas con una treinteañera que trabajaba en su misma oficina de ingeniería. Tuve que escuchar estupefacto cómo Eva comenzó a sospechar de todo hasta que acabó leyendo uno a uno los e-mails que Carlos todavía conservaba en su cuenta de correo electrónico de la empresa. En ellos, aparte de dejar plena constancia de algunos de sus furtivos encuentros con la interpelada treinteañera, le prometía a ésta que algún día no muy lejano mi hermana sería agua pasada. No sentí nada por Carlos. Ni odio, ni apego, ni lástima. Sólo la más total de las indiferencias, como si siempre supiese que aquello terminaría pasando y no le culpase por haber jugado su papel en el devenir de las cosas.
-Tenías razón – sollozó Eva interrumpiendo mis cábalas -. No tenía que haberme casado con Carlos.
-Bueno. Ya es un poco tarde para eso – articulé débilmente volviendo mi cara hacia otro lugar por miedo a que ella viese más de mí que lo que yo realmente quería expresar -. Además, piensa que te ha dado a Irene.
-No le necesitaba para ello – objetó rápidamente mientras intentaba que su llanto no fuese a más.
No se me ocurría qué más podía yo decir. No podía aportar nada bueno de mi cuñado porque nunca me relacioné demasiado con él, y tampoco servirían de nada los discursos tipo “te lo advertí”, “esto lo sabía un tonto” o “siempre haces lo que te da la gana y luego te estampas”. Eva estaba harta de escucharlos y jamás los había usado. A sus cuarenta años yo no estaba en posición de entrar en ese sendero que no nos llevaría a ninguna parte.
-Pero Irene está ahí, Eva. Es maravillosa y te guste o no, es su hija… Te va a dar más de una jaqueca si pelea por la custodia… No debiste dejarla con Mamá y Papá sin ponerle al tanto – le dejé caer.
Eva suspiró dejando caer su cara sobre sus manos.
-¡Dios! ¿Es que no puedes dejar de pensar nunca en el trabajo? No te he pedido consejo de nada relacionado con el divorcio, y eres el mejor abogado que conozco, Nano – protestó molesta -. Sólo necesitaba ver a mi hermano, joder…
-Vale, sorry – me disculpé mostrando las palmas de mis manos en alto para implorar mi perdón.
Realmente no pude evitar el hecho de comentárselo. Irene era mi sobrina, yo no quería que el cabrón de Carlos le ganase una custodia y mi familia tuviera que limitarse a ver a la cría bajo un escueto y estricto régimen de visitas. La madre lleva las de ganar si sabe jugar sus bazas, pero ¿por qué tuvo que montar aquel circo? Supuse que en el fondo lo sentía aunque no lo exteriorizase.
Me sentí descolocado en mi propia terraza. Con mi hermana fumando aovillada sobre un sofá cubierto, en estricto silencio después de haber desaparecido como por arte de magia de la geografía española. La falta de palabras no era incómoda. No ante su presencia. Pero ella parecía tranquila mientras yo evaluaba su situación para mis adentros y determinaba que no debería estarlo. Aun con la infidelidad de Carlos, supuse que ella ya no tenía trabajo en España. Desconocía el estado de su economía ni el régimen con el que Carlos y ella se administraban. Esperaba que hubiera sido lo suficientemente inteligente como para conservar sus propias cuentas bancarias, puesto que había sido ella la que había abandonado la vivienda familiar. Carlos la dejaría sin un duro si tenían sus ahorros en la misma cuenta. Me alertaba y me tranquilizaba a mí mismo suponiendo lo peor y repitiéndome que sólo estaba haciendo eso: suponer. Pero no encontraba algo a lo que aferrarme definitivamente para no naufragar en la situación en la que Eva parecía mantenerse a flote sin problemas.
-Me alegro de que por lo menos a ti la vida te haya ido tan bien, Nano. Si alguien se merece todo esto, está claro que eres tú – dijo rompiendo el silencio con un atisbo de sonrisa en su cara -. Tenía que haber escuchado a Mamá cuando dejé la carrera, tenía que haber hecho un montón de cosas antes de casarme con ese gilipollas…
Me reí quedamente al escucharla de nuevo con la misma cantinela. A pesar de lo que yo opinaba de ella, Eva siempre tenía en mente una retahíla de cosas que “tenía que haber hecho”. Yo lo achacaba al inagotable ímpetu que sólo tienen quienes saben vivir de esa manera, pero curiosamente, era la primera vez en la vida que le escuchaba reconocer que tenía que haber terminado su carrera. Hubiera podido hacer grandes cosas sin una licenciatura, para mí sólo había errado al casarse e intentar ser la perfecta ama de casa durante los primeros años de su matrimonio. Eva era demasiado inquieta para eso.
-¿Qué demonios te queda por hacer a ti? – Inquirí con curiosidad mientras le robaba un cigarrillo -. Si eras tú la que siempre me decías que tanto libro iba a quemarme las pestañas.
Ella se rio abiertamente mientras asentía. Me alegré repentinamente de verla reír en medio de un momento como aquel.
-Es verdad. Pero mírate ahora, viviendo todo lo atrasado mientras yo trato de agarrar desesperadamente los trozos de una vida tirada por la borda.
-Es demasiado pronto para decir eso, Eva. Sólo tienes cuarenta años – intervine sin gustarme un pelo sus palabras. Ella me miró con aquellos penetrantes ojos que también había heredado Irene y, por un momento, creí verla sonreír -. Además, si vivir lo atrasado es para ti no tener tiempo para nada más que para mantener a raya un incipiente vello que de repente asoma desde tus fosas nasales. Bien, te aseguro que estoy viviendo mucho lo atrasado…
La carcajada  de Eva inundó momentáneamente la terraza, provocándome una leve risotada que se me pasó al preguntarme cómo podíamos terminar bromeando en medio de algo así.
-Anda, Nano, déjate de historias. Si eres una especie de soltero de oro. Siempre le digo a todo el mundo que eres el típico hombre por el que las tías de Sexo en Nueva York perderían el culo.
Sonreí sin muchas ganas pero no agregué nada más a su comentario. Me levante para ir a por la cena a la nevera y serví lo que había cogido en el japonés que quedaba de camino a casa. Eva comió poco. Protestó un par de veces por la dieta y me hizo prometerle que iríamos a por comida de verdad al día siguiente. Asentí sin añadir nada, a pesar de que yo sabía que aquello le gustaba porque pedí lo mismo que ella pide siempre que entra en un japonés. Hablamos un poco por encima sobre lo que debería hacer y concluimos vagamente que se quedaría alrededor de una semana antes de que yo la acompañase de vuelta. Supuse que sería un inmejorable momento para dejarme caer por España y que ella se iría mostrando más receptiva a tratar el tema de su divorcio conforme se acercase el día de irnos.
Eva instaló sus cosas en la habitación de invitados. Pero volví a pedirle que durmiese en mi cama una vez más cuando me asaltó el remordimiento al imaginármela allí sola, tumbada en la cama sobre la que yo culminaba sexualmente los encuentros que terminaban en mi casa, porque soy bastante reservado en cuanto a lo que considero “mi intimidad” y no acostumbro a meter en mi cuarto a ese tipo de visitas que sólo van a quedarse una noche. Me parece que es mostrarles demasiado sobre mí aunque vayan a ver cada parte de mi cuerpo. Una cosa es desnudarse por fuera y otra es desnudarse por dentro, y lo segundo me incomoda en grado sumo.
Un remordimiento del todo inútil al reparar también en el hecho de que ella ya había dormido allí cuando había venido con Carlos o con Irene. Mis padres también habían dormido allí, y todo amigo o familiar que me había visitado desde que vivía en aquel edificio. Sin embargo, en aquel preciso momento me pareció incluso sacrílego dejarla descansar allí sola donde la noche anterior había dormido una camarera que probablemente no volvería a ver en mi vida. Como dicen los yanquis; “blood is thicker than water” que literalmente traducido viene a decir que la sangre es más espesa que el agua, y en sentido figurado, hace referencia a la fuerza de los lazos familiares por encima de las demás relaciones. Debía de ser cierto porque la verdad es que no soporté la imagen de Eva pasando la noche sola en la habitación de invitados. Ella simplemente, estaba en otra categoría.
No obstante, ajena a todo mi caudal de culpabilidades infundadas y a lo ocurrido la noche anterior, aceptó sin darle más vueltas. Dudé un par de segundos sobre si debería manifestar mi intención de ser yo el que me fuese a la habitación de invitados pero ella misma dejó claro que no le importaba en absoluto mi compañía en cama. Así que apenas quince minutos después de aquella conversación Eva apareció en mi dormitorio mientras yo revisaba el correo desde mi iPad y se metió bajo las mismas sábanas en las que yo me hallaba. Sonrió ligeramente sin decir nada y se dio la vuelta como si no quisiera causar mayor molestia. La miré furtivamente antes de dejar la tableta sobre mi mesilla y apagar la luz para acomodarme en cama reparando en lo extraño y familiar que era tenerla allí.
Noté la calidez de sus piernas, su serena respiración y su olor llegando lentamente a mis sentidos para quedarse. Eva siempre olería a aquel matiz de hierba seca que yo relacionaría inequívocamente con ella hasta el fin de mis días. Cerré los ojos y volví a mis veinte años recién cumplidos, cuando el cuerpo de Eva era para mí lo que nunca ha sido otro cuerpo. Cuando la contemplaba tras la fachada de hermano culpándome por la manera en la que sólo yo sabía que la estaba viendo. Entonces ella siempre sonreía, siempre llegaba a mi habitación y se tumbaba en mi cama para hablarme acerca de su último descubrimiento musical mientras yo estudiaba. O me hablaba de lo idiota que era la gente en la Universidad. Sonreí plácidamente en la semioscuridad al tiempo que la voz de Eva rompió el silencio con suavidad.
-Nano, ¿cómo estaba Irene? – preguntó mientras se volvía hacía mí.
-Bien – le respondí abandonando mis recuerdos para volver a la realidad -. Quería venir aquí contigo. Se quejaba de que no le hubieras dicho que venías y de que la hubieras dejado allí. ¿Sabe lo que está pasando?
-No, no lo creo. Sólo es una niña.
-En el Bronx los niños de diez años ya saben disparar… – argumenté.
-Pero Irene no ha crecido en el Bronx – se defendió golpeándome el hombro.
-En el fondo, la proteges demasiado de cosas que no deberías – pensé en voz alta -. No creo que haya sido lo más acertado dejarla en casa de Mamá y Papá para que ellos la mantengan ajena a todo este jaleo… – ella no dijo nada -. En realidad, todo este jaleo es muy poco acertado.
No quería hacerle daño. Supuse que Eva lo sabía también, pero el silencio posterior dio fe de que algo no iba bien. Iba a disculparme tras hartarme de esperar alguna palabra por su parte, pero ella me interrumpió sin saberlo.
-Quizás tengas razón, ¿me ayudarás a hablar con ella cuando lleguemos? – Acepté sin reparo aunque de repente pensé en Irene llorando y se me encogió el corazón -. Se parece mucho a ti, ¿sabes? – Añadió mi hermana mientras se cubría con las sábanas hasta la mitad de la cabeza -, saca unas notas buenísimas y los profesores que le dan clase hablan maravillas de ella.
-Mamá dice lo mismo – le confirmé ligeramente orgulloso -. Pero me ha dicho que la niña dice que quiere ser ingeniera como su padre…
-Bah – desechó  rápidamente -, eso no son más que tonterías que Carlos le hace decir. Creo que apuntará más hacia algo de biología o ciencias naturales. Le fascina todo bicho y no hay quien le haga perderse un documental.
Me reí para mí mismo al escuchar aquello. Era cierto, el zoo de Central Park o el museo de Historia Natural eran visitas obligatorias que siempre me tocaba cubrir a mí cuando venía a verme. Bien porque sus padres ya estaban hartos de llevarla a sitios similares o porque me la enviaban unos días que para ellos debían suponer unas vacaciones. En cualquier caso, yo me ocupaba de aquello con sumo gusto.
A la mañana siguiente me desperté con el ruido del agua de la ducha. Había demasiada claridad allí así que miré el reloj, era relativamente tarde para mí. Hacía años que no dormía tanto sin ayuda de la ciencia. Me volví hacia el teléfono que había dejado en la mesilla y que debería haberme despertado hacía ya más de cuatro horas, pero no estaba allí. Lo busqué con la mirada, encontrándolo en la mesilla de Eva. Comprobé que estaba apagado, razón por la cual no desempeñó su rol de despertador aquella mañana.
Estaba encendiéndolo cuando Eva salió del baño de mi habitación recién duchada y vino a cama de nuevo.
-¡Buenos días! Apagué tu teléfono cuando Mamá te llamó de madrugada – me explicó.
-Podías haberle cogido – le reproché -. ¿Y si fuese algo de la niña? Y de todos modos, piensa cómo te sentirías tú si Irene te hiciera esto. Sólo quiere escucharte decir que estás bien, ¿tanto te cuesta hacer sólo eso?
Suspiró profundamente mientras yo encendía el teléfono y comprobaba cuántas veces había intentado nuestra madre ponerse en contacto conmigo en vano. Era insistente hasta lo molesto, pero me preocupaba su salud así que yo no era capaz de darle largas con la facilidad que mi hermana destilaba para ello.
Gruñí ligeramente mientras mi cabeza preparaba la continuación de mi discurso tras comprobar que nuestra madre seguramente no habría podido tomarse las cosas con más calma a juzgar por mi historial de llamadas, pero las manos de Eva sujetaron mis mejillas y me hicieron mirarla fijamente. Su cara se acercó con alarmante decisión hacia la mía hasta dejar que nuestras frentes se tocasen. Mi piel recogía el agradable cosquilleo de su respiración, mi corazón se aceleraba con el olor a baño matutino que su pelo desprendía, y mis manos no pudieron evitar temblar ligeramente dejando caer el teléfono sobre la colcha. Eva sonrió.
-Está bien. Llamaré a Mamá esta tarde, ¿de acuerdo?
No le contesté. Repentinamente molesto por aquella actitud, rodeé sus muñecas con mis manos y las aparté lentamente como si me estuviese librando de un frágil hilo de seda que se me había enredado. Traté de recomponerme y me dirigí al baño para hacer uso de mi turno mientras intentaba no volver la vista atrás.
Aquel día Eva habló con nuestros padres y con su hija. El huracán que había montado con su desaparición retrocedió hasta la categoría de “río desbordado”, que supuse que no abandonaría hasta que pusiera los pies en suelo español. Pero para aquello faltaban cinco días exactamente. Yo mismo imprimí nuestros billetes mientras ella hablaba por teléfono, pensando una y otra vez en aquel acercamiento que había tenido lugar a primera hora de la mañana. Me aferraba desesperadamente al momento por el que ella estaba pasando para justificarla, pero mis pensamientos oscilaban entre extremos tan opuestos como la imagen de una mujer insaciablemente irresponsable y caprichosa y la posibilidad de que yo me hubiese portado como un idiota al apartarla, alarmado por motivos que quizás sólo me incumbiesen a mí.

Habló durante más de una hora. Fui hasta la cocina tras ponerme ropa de casa para coger algo de fruta mientras ella todavía seguía al teléfono. Estaba sentada sobre la isla de cocina con su nuevo camisón de Victoria’s Secret mientras comía fresas que bañaba generosamente en un bol de yogur natural. Supe que hablaba con Irene por las continuas promesas de traerla a mi casa y el derroche de palabras cariñosas entre risas, sólo interrumpidas para dar evasivas sobre Carlos. Sentí lástima por ella al escuchar sus disculpas porque mi hermana podía ser cualquier cosa, pero a pesar de lo que había hecho, doy fe de que era una madre estupenda.
Saqué el melón que habíamos comprado aquella misma tarde y comencé a cortarlo mientras el movimiento de las piernas de Eva me distraía inevitablemente. Sus pies descalzos surcando graciosamente el espacio de mi cocina atraían mis pupilas haciendo de cebo para que, tras reparar en ellos, mis ojos surcasen sus tobillos y la rectitud de sus tibias para otear sus rodillas antes de llegar a sus muslos. Reconocí la misma piel de veinteañera en sus piernas de cuarenta años y me recreé en la infinita cantidad de veces que las había visto. Los veranos en familia ocuparon de repente todos mis pensamientos, mostrándome la imagen de Eva en la playa aferrándose como una lapa a mi brazo porque el agua solía estar helada. Su piel apuntillándose en el mismo momento en el que ella entraba en el mar haciendo de aquello un verdadero drama, y sus pezones acribillando los triángulos de su bikini. Después de aquel recuerdo, inevitablemente, vi mi lengua sobre ellos. Vi mis manos sobre los muslos que me habían hecho recordar todo aquello y vi a Eva sentada a horcajadas sobre mí mientras me abrazaba tan fuerte que mi estómago se retorció en un cosquilleo cuando creí sentir aquellas piernas rodeándome.
Salí del limbo cuando su mano robó la única rodaja de melón que había sido capaz de cortar y sus labios me regalaron un inocente beso en la mejilla a cambio antes de que ella abandonase la cocina. En aquel momento supe inequívocamente que era plenamente consciente de lo que me había pasado por la cabeza mientras yo hacía el tonto con un cuchillo y un melón, y volvió a embargarme la misma sensación de pánico, desazón y desesperada necesidad que sentía cuando vivía únicamente pendiente de ella.
Decidí al respecto que no podía permitirme a aquella edad tropezar en la misma piedra. Había llegado a perder la razón por Eva, pero lo había superado y se me antojaba imposible caer de la misma manera en aquel error años después.
Durante aquellos días Intenté no confundirme con sus muestras de afecto, me concentré en recibirlas con la mayor seriedad posible y sujeté mi imaginación todo lo que pude cuando ésta amenazaba con echar a volar. Y supongo que lo conseguí la mayor parte del tiempo. Cuando las cosas se ponían lo que yo consideraba “feas”, intentaba hablarle de Carlos, del divorcio, o sonsacarle alguna información que me sirviese para evaluar las posibilidades reales que ella tenía para que todo aquel asunto no le pasase una factura verdaderamente cara, no sólo económicamente hablando.
La verdad es que lo tenía bastante crudo por haber obrado de aquella manera tan absurda. Su abogada incluso se negó a defenderla por haberse largado dejando la demanda de divorcio pendiente y habiéndole “arrebatado la hija a su padre” -legalmente hablando-. Había tenido una suerte infinita de que éste no la demandase por aquello. Yo había vivido con el miedo de que le notificasen tal cosa desde que conocía el dato. Y si hubiera sucedido, podía olvidarse de la custodia de Irene, como poco hasta que mi sobrina fuese considerada mentalmente capacitada para decidir con cuál de sus padres quería vivir. Supuse que o bien Carlos andaba muy liado con la treinteañera, o bien era una deferencia que le concedía a mi hermana en compensación por su infidelidad. Al final tuve que mover algunos hilos con antiguos compañeros de carrera para encontrarle a alguien medianamente decente que nos hiciera el favor de llevar su divorcio. Habíamos quedado en ir a verle un par de días después de que llegásemos a España.
Acababa de cerrar mi maleta la noche antes de nuestro regreso cuando Eva apareció en la habitación.
-Nano – me llamó mientras avanzaba hasta mi cama para sentarse sobre ella -, ¿qué opinas sobre mis posibilidades en todo esto?
Bueno, había pensado mucho sobre sus posibilidades y no había concluido nada positivo, pero no quería decírselo.
-Depende – vacilé -. Depende de las expectativas que tengas… La casa, el dinero, la niña, el coche… ¿con qué esperas tú salir de un matrimonio de diez años?
-Con mi hija – contestó sin dudarlo -. Todo lo demás puedo conseguirlo de nuevo. No me importa si tengo que volver a casa de Mamá y Papá. Es más, me gusta la idea de empezar de nuevo por mí misma…
Yo suspiré al imaginarme que estaba haciendo de aquello su nueva aventura en la vida. Siempre está bien ser optimista, no dejaba de tener mérito. Pero no estaba en posición.
-Verás. No puedes quitarle una hija a un padre. Si quieres tener a Irene sólo para ti tienes que conseguir que Carlos renuncie voluntariamente… Pero igual no te resulta económicamente rentable que tal cosa suceda… Estas son el tipo de cosas que tienes que consultar con tu abogado. Los divorcios no son mi especialidad y la legislación española al respecto la tengo más que oxidada.
-Pero eso sería como alquilar a Irene, Nano… – dijo con aires de reflexión -. Si el cabrón renunciase, por mí podría quedarse con todo lo demás…
-Mira, entiendo que lo de la treinteañera y todo eso sea un golpe bajo y que le odies irreversiblemente por ello – le comuniqué mientras me sentaba a su lado -. Pero tiene toda la vida para reclamar a Irene aunque renuncie ahora a ella. Puede tenerte en los juzgados hasta que ella sea independiente. Así que fíate de lo que te diga tu abogado, consigue un reparto de bienes que beneficie a ambas partes y si él quiere seguir ocupándose de su hija, te aconsejo que hagas lo imposible por acordar el mejor régimen para los dos. Si lo solicitas, ni siquiera tienes que volver a verle… pueden ser parientes cercanos los que se encarguen de llevar y recoger a la niña.
Eva me miraba como si no pudiera creer lo que le estaba diciendo. Yo simplemente le daba mi humilde opinión en base a lo que suponía mejor para ella. Me parecía inviable renunciar a todo por la niña. Si luego Carlos la reclamaba alegando que Eva le había coaccionado o presionado para que lo hiciera a mi hermana no le quedaría ningún recurso para justificar que Irene estaba mejor con ella. Esas cosas nunca salían bien.
-¡No me jodas, Nano! ¿Qué beneficio puede aportarle a mi hija un hombre que engaña a su madre?
-Es mejor que no uses su infidelidad para nada más que para justificar la demanda de divorcio. Si él le hace preguntarse al juez qué beneficios puede aportarle una madre que se la lleva de casa sin previo aviso para dejarla con sus abuelos, abandona su puesto de trabajo y desaparece de la faz de la Tierra… créeme que no podrás levantarlo.
El silencio se apoderó de la estancia durante unos minutos aun estando en medio de Nueva York, hasta que finalmente Eva dejó caer su cara sobre mi clavícula para acomodarse cerca de mi costado sin que yo moviese un solo músculo para impedirlo.
-Siempre pensando en todo, ¿eh? –  dijo en lo que pareció una queja cargada de impotencia.
Su extrema cercanía era inusitadamente placentera e incómoda a la vez. Su tacto me arrastraba contra mi voluntad hasta verme a mí mismo obligándome a mantener mi posición mientras mentaba su desnudez en mi fuero interno. Mientras veía sus manos colándose veloces bajo mis calzoncillos mientras yo la observaba expectante y mudo, aunque deseando con todas mis fuerzas que sujetase por fin aquella erección que estaba aflorando.
Su brazo cercó mi cintura en aquel momento y me levanté apresurado para atajarla antes de que rodease mi torso. Eva se rio en cuanto me puse de pie, dejándose caer en cama para mirarme desde el colchón. Su camisón era demasiado corto para aquella postura, pero a ella parecía divertirle y ni siquiera dudó en atormentarme todavía más apoyando un pie sobre la cama, de manera que la inclinación de su muslo arrebolaba aquella fina prenda todavía más cerca de sus caderas.
-Nano, ¿puedo preguntarte algo?
-Algo más, querrás decir – contesté tembloroso tras tragar saliva.
-¿Todavía duele? – No la entendí y supuse que mi rostro me delató porque no pude contener el gesto de curiosidad al respecto -. Es decir, creía que lo habíamos superado. Ha pasado mucho tiempo… – contuve la respiración al entrever por dónde iban los tiros.
-No más de lo que ha dolido – contesté aturdido por un brote de irritación.
-¿Entonces? No hace falta que te apartes como si tuviera la peste – bromeó alargando una de sus piernas para intentar alcanzarme con ella.
Su ropa interior apareció al descubierto cuando lo hizo y mi primer instinto fue apartarme antes de que pudiese llegar a tocarme. Eso le provocó otra carcajada.
-No me gusta que bromees con eso, no me hace ninguna gracia – le espeté molesto.
-¿Bromear con qué? – inquirió casi con inocencia mientras se apoyaba en sus codos para elevar el torso.
-Con “eso” – enfaticé -. Lo sabes perfectamente.
Eva se levantó con rapidez felina y se plantó bajo mi cara antes de que terminase la frase. Quise apartarme de nuevo pero sus manos sujetaron mi cuello impidiendo que pudiese hacerlo sin antes deshacerme bruscamente de ella. No quería hacer eso así que mantuve mi posición aun cuando sus labios comenzaron a acercarse a los míos.
-Dilo, Nano. O voy a creer que todavía sigues pensando en “eso”.

Me costaba respirar en aquellas circunstancias. A duras penas podía regular el ritmo de mis pulmones, así que ni hablar de articular una respuesta coherente. Mis ojos registraron el movimiento de su rostro ante mi incapacidad para hablar a muy corto plazo, quizás por eso mis párpados los cubrieron antes de lo inevitable. Inmediatamente después, los labios de Eva devoraban los míos con la misma suavidad que yo no había conseguido olvidar en toda mi vida. La seguí inconscientemente, sabiendo que volvería a hacer de mí lo que se le antojase porque siempre había sabido que podría hacerlo en cualquier momento. Y mientras mis manos volvían a recorrer el cuerpo de mi hermana hasta estrecharla sobre mi torso yo sentía cómo se desmoronaba toda la lucidez que había ido acumulando desde la última vez que pude tenerla.
-Lo siento – susurró sin llegar a irse muy lejos. Mis labios la buscaron de nuevo para que no se echase atrás a aquellas alturas. Era demasiado tarde para arrepentirse de verdad por algo que habíamos hecho tantas veces.
Callé su boca con la mía. Ligeramente molesto por sus disculpas después de que ella misma me buscase conscientemente desde que había llegado allí. Molesto porque había sido yo el que me había propuesto no cometer el mismo error de nuevo y aun así no había hecho nada contundente mientras la veía venir. ¡Qué tontería! ¿Cómo no iba a verla venir si ya lo había sufrido más de mil veces? Eva iba y venía en mi vida desde que le dio la gana. La amaba hasta el extremo cuando ella decidía amarme y la odiaba también hasta el extremo cuando ella decidía que lo nuestro estaba mal. Me obligué a olvidarla tantas veces como ella volvió a mí haciendo que la recordase de nuevo. Un infernal zigzagueo de emociones que resucitaba en aquel preciso momento enterrando una relativa calma de más de diez años.
-Te quiero, Nano – susurró dejándose caer de espaldas sobre la cama cuando yo la arrastré allí.
No contesté. Me limité a buscar mi posición entre sus piernas tras levantar ligeramente su camisón y volví a besarla con toda la rabia contenida que sus palabras desataban. Me lo había dicho miles de veces. Me juraba y perjuraba que sólo me quería a mí y que nunca podría sentir eso por nadie más. Pero diez años después el tiempo había dejado claro quién de los dos había sido incapaz de olvidar a quién. Como también volvería a determinar quién era el eterno perjudicado en todo aquello y yo lo sabía de sobra.
<< ¡No soy una margarita que puedas deshojar al son de “me quiere, no me quiere”! ¡No voy a esperarte pacientemente en la habitación trasera a que te canses de lo políticamente correcto! Vete a la mierda, Eva… >>  Fueron las palabras con las que yo zanjé por teléfono nuestra última “ruptura”. Las había pronunciado ciego de ira y totalmente seguro de que nunca la tendría de nuevo. Consumiéndome en el odio más primitivo que me produjo la aterradora noticia de que se casaba con Carlos cuando apenas dos meses antes había venido a pasar unos días conmigo y se fue tras prometerme hasta la saciedad que todo había terminado entre ellos. Ni que decir tiene que no fui a su boda. Me disculpé poniendo la excusa del trabajo y aunque mis padres me insistieron hasta la desesperación, ella jamás volvió a llamarme. Para cuando volví a poner un pie en España y la vi de nuevo, Irene se aferraba a su pierna escondiéndose de mí y aprovechando el gesto para mantenerse en pie. En ese momento me arrepentí de no haber ido antes. No quererla fue imposible, Irene me ayudó inconscientemente a olvidar a su madre. Estar con ella era obligarme a contemplar al mismo tiempo lo increíblemente maravillosa que era y que, por lo menos, el hecho de que Carlos y Eva estarían irremediablemente unidos hasta el fin de sus días había dado como fruto algo tan adorable como ella. Quizás, sin Irene de por medio, yo jamás le hubiera vuelto a dirigir la palabra a Eva.
Pero allí estaba yo de nuevo, naufragando deliberadamente en el cuerpo de mi hermana. Respirando sobre su piel mientras la recorría con todos mis sentidos, justo como ella me había enseñado a hacerlo haciéndolo sobre mí. Eva había decidido volver y, como yo ya sabía, no estaba en mi mano el poder elegir una posición al respecto. Aquella era mi posición desde que todo había empezado hacía ahora ya más de veinte años.
-¿Tú no me sigues queriendo? – me preguntó su voz en un tenue y entrecortado jadeo mientras mis manos deslizaban los tirantes de su camisón sobre sus hombros y mi boca se enterraba en su cuello.
<> pensé mientras seguía mi camino. Ella ya sabía esa respuesta, de lo contrario nada de aquello estaría sucediendo. Sólo quería escucharla para que constase que yo era tan culpable como ella. Lamí con fuerza uno de sus pezones mientras mi mano abarcaba aquel pecho con voracidad y éste respondió alzándose rápidamente entre mis labios al mismo tiempo que Eva gemía suavemente y repetía la misma pregunta hundiendo sus manos en mi pelo, sujetándome contra su cuerpo como si yo tuviese la opción de separarme de él. Quería gritarle que parase de una vez, que no dijese nada, y menos para preguntarme aquello. La impotencia me corroía porque no quería contestar, no quería que preguntase, pero por encima de todo yo no quería contestar y tener que escucharme a mí mismo diciéndole de nuevo, como tantas otras veces, que nunca en mi mísera vida pude dejar de quererla.
-Tú no me sigues queriendo, Fernando… – afirmó esta vez de la misma manera que antes. Pero usando mi nombre completo y atenuando la presión de sus manos en lo que pareció un intento de reclamar cierta distancia que no existía en absoluto.
 -Estoy harto de esto, Eva – contesté con vehemencia elevando mi cara para mirarla. Ella continuaba deleitándose sobre el colchón con todo cuanto yo le hacía, incluso esbozó una débil sonrisa cuando escuchó mi voz.
No logré saber si decía algo al respecto o no, yo simplemente me incorporé levemente para deshacerme de mi fina camiseta de andar por casa y regresé sobre su cuerpo tras elevar aquel fino camisón hasta sus axilas. Pude sentir cómo ella misma se deshacía de la prenda mientras yo recorría su abdomen con mi boca, completamente desenfrenado y directo al calor de su entrepierna, que ella me dejaba ya sentir sin ningún tipo de complejos, situándose a horcajadas sobre la cama para facilitarme un sitio y retorciéndose como una verdadera culebra cuando atrapa a su presa.
Mis dedos se clavaron en sus nalgas cuando pensé en lo certero de mi metáfora. Eva se retorcía de placer mientras mis manos y mi boca la recorrían dando fe de mi total rendición, saboreaba su victoria igual que yo saboreaba cada escama de la piel de aquella culebra que iba a devorarme de nuevo.
Su sexo ardía sobre mi pecho cuando aparté su ropa interior para palparlo con mis manos y los dos gemimos al unísono cuando introduje un par de dedos en aquella cavidad que me esperaba atrayentemente húmeda. Retiré los dedos tras un par de suaves embestidas y recorrí con ellos todos sus pliegues antes de hacerlo con mi boca, al mismo tiempo que volvía a penetrarla.  La devoraba deliciosamente mientras ella disfrutaba haciéndome disfrutar con su cuerpo, y yo me consumía a medida que iba encontrándome de nuevo con esa suprema necesidad de tenerla. Después de tanto tiempo, después de superarlo mil veces, allí estaba yo a pie de mis cuarenta y saciándome en el sexo de mi hermana mientras una monumental erección me torturaba bajo los pantalones.
Cesé en mis atenciones cuando Eva se incorporó con decisión y se inclinó ligeramente hacia un lado para sacarse aquellas húmedas braguitas a escasos centímetros de mi cara. No fui capaz de apartarle mis ojos de encima en ningún momento, así que mi mirada la siguió incluso cuando se desplazó suavemente hasta tumbarse sobre las almohadas de mi cama, desde donde me miró con el mismo gesto de deseo que mi cerebro ha grabado a fuego en el legado de mi memoria.
-Ven aquí – susurró delicadamente.
Lo cierto es que yo ya me había incorporado y ya estaba en proceso de llevarlo a cabo incluso antes de que ella pronunciase su petición. No somos precisamente dos extraños y nos conocemos demasiado bien, incluso en ámbitos que no deberíamos.
Me tumbé a su lado y fui directo a su boca. Ella me dejo besarla durante un instante, entregando su lengua a la mía antes de desviar su mano a mi sexo y cernirse sobre mí para devolverme la atención que yo le había brindado. Para mí no era necesario, anhelaba penetrarla por fin y dejarme ir dentro de ella hasta que mi cuerpo no lo soportase más. Pero ahora era ella quién lamía cada centímetro de mi piel y se aventuraba en picado hacia mis pantalones de algodón, ya completamente incapaces de ocultar que toda la sangre de mi cuerpo latía en aquel momento dentro de aquella desmedida erección que Eva descubrió cuidadosamente con ambas manos.
Forcejeé ligeramente con mis pantalones, ayudado también por mi hermana, que me echó una mano para deshacernos de ellos antes de echármela donde yo temía y deseaba. Su mano me agarró con firmeza y recorrió toda la extensión de mi polla mientras yo comenzaba a derrumbarme ante la atenta mirada de una descarada Eva que no quiso perder detalle de mi absoluta entrega antes de envolver mi glande con su lengua. En ese momento fui completamente incapaz de reprimir un gutural gemido que se fugó de mi pecho al mismo tiempo que me enterraba en el mullido respaldo que me ofrecían las almohadas de mi cama. Cerré mis ojos y los cubrí con mi antebrazo mientras mi otra mano se aferraba ya a la colcha. Preferí no mirar activamente cómo Eva introducía mi miembro a punto de reventar en su boca, a pesar de que mi cabeza me lo mostraba con todo lujo de detalles según mi cuerpo lo iba sintiendo. La había visto demasiadas veces hacer aquello, y he de decir que en aquel momento me aniquilaba el hecho de que el placer que me producía siempre era mayor del que yo recordaba.
La dejé hacer sobre mí mientras me abandonaba por entero a su voluntad, luchando desesperadamente por no correrme entre la inmensa comodidad de su boca en al menos un par de ocasiones, mientras ésta liberaba y enfundaba mi verga como nadie más sabía hacerme aquello. De manera casi involuntaria desasí la colcha y posé mi mano sobre la cabeza de Eva, sólo por seguir con mi mano aquel exquisito movimiento que arrasaba mis sentidos, como si con ello le estuviera diciendo que así, de aquella manera, era simplemente perfecto.
Todavía aturdido por la majestuosa felación que me estaba proporcionando pude distinguirla deslizándose por mi cuerpo hasta que su boca atrapó mi mentón antes de besarme de nuevo en el mismo momento en el que mis brazos la abarcaron con gula. Jadeaba triunfante mientras hacía todo lo posible con sus caderas para que yo pudiera sentir su sexo resbalando una y otra vez sobre el mío, y mis manos fueron dejando su torso poco a poco para anclar con fuerza sus caderas y conducirlas sin reparo alguno hasta que mi cuerpo encajó perfectamente dentro del suyo.

Eva gimió salvajemente sobre mi boca a medida que iba colándome en su interior, un poco comedido al principio, para obligarme a disfrutar cada mínimo avance sobre aquel recorrido que tantas veces había dado por extinguido entre nosotros, pero acrecentando el ritmo paulatinamente ante la imposibilidad de contenerme haciendo aquello que deseaba con todo el anhelo del mundo. La voluntad siempre se me quedaba atrás cuando se trataba de mi hermana.
En un principio ella permaneció relativamente estática sobre mi cuerpo, besándome con avaricia mientras jadeaba y dejaba que la penetrase a mi criterio al mismo tiempo que la recorría con mis manos como si no pudiese creerme que estaba allí de nuevo. Pero poco a poco fue izándose sobre mí y retirándome la potestad sobre mis movimientos. Sin saber muy bien cómo, cuando quise darme cuenta mis manos reposaban sobre sus caderas mientras ella me montaba con desenfrenada voluntad. Al parecer, yo no era el único que se estaba dando cuenta de lo mucho que deseaba aquello de nuevo. O eso quería creer.
De todos modos, me regocijé en la idea de que solamente yo podía provocarle aquel amalgama de sensaciones, igual que sólo ella podía provocármelo a mí, y me incorporé sentándome sobre el colchón para volver a rodearla con mis brazos y meterme uno de sus pezones en mi boca. Esta vez un sabor ligeramente salado se durmió sobre mi lengua al hacerlo, estábamos sudando como dos toros, pero las diminutas gotitas que nuestra piel transpiraba no fue motivo para que nuestros cuerpos disminuyesen el frenético ritmo que nos mantenía unidos.
Ahora totalmente encajada sobre mi regazo, la pelvis de Eva galopaba lascivamente sobre mi sexo, que yo podía sentir latiendo en su candente interior, completamente perdido en aquel cuerpo al que juramos no volver en innumerables ocasiones aun sabiendo que volveríamos cada vez que tuviésemos la oportunidad.
-Córrete para mí – me pidió de manera apenas audible la voz de mi hermana.
Hice un esfuerzo por elevar mi cara hacia ella y pude verla observándome con atención mientras se clavaba mi enhiesta verga una y otra vez, completamente desatada y mordiéndose el labio inferior con furia a la vez que se aferraba mi cuello. Nos sonreímos ligeramente con cierta complicidad cuando apreté su cintura con fuerza y la obligué a enterrarme todavía con más saña entre sus piernas. Siguió con aquellas endiabladas embestidas hasta que yo sentí que me iba de manera irremediable, entonces redujo la intensidad y acompañó su vaivén con movimientos más suaves que me dejaban sentir su clítoris sobre mi vientre.
-Venga, Nano, córrete… -insistió.
Yo estaba a punto, los dos lo sabíamos, por eso ella me lo repetía con vicio. Sólo pude responderle con un tenue alarido que me abandonó cuando comenzó a aumentar el ritmo de nuevo. También ella estaba a punto, porque podía sentir sus dedos clavándose con ansia sobre mi cuello de tal manera que no tenía más remedio que mantener mi cara sobre sus pechos, observando metódicamente uno de sus pezones mientras podía sentir el otro bajo mi pómulo. Todo en Eva era exquisito para mí, era mi gran perdición. Me excitaba su forma de moverse, el aire de sus pulmones que conformaba aquellos gemidos que me acribillaban los sentidos, sus tetas, toda su piel y me excitaba hasta el corazón que latía junto a mi cara al unísono con todo mi cuerpo. Realmente no sabía si aquello era su corazón o era toda la sangre que se agolpaba en mis sienes y me hacía retumbar la cabeza con fuerza a causa del salvaje punto que estábamos alcanzando, pero me daba igual, para mí era el Nirvana.
Los alaridos que Eva emitía sobre mi frente se tornaron más profundos y primitivos mientras yo luchaba por no correrme sin remedio, porque si aguantaba solo un poco más terminaría con ella, nos fundiríamos en un solo orgasmo con la profundidad que yo no puedo encontrar en nadie más. No tardó demasiado, podría reconocer su clímax sólo con verla o escucharla, así que con todos mis sentidos saturados de su presencia es imposible para mí no darme cuenta y dejarme ir con ella. Mi cuerpo se contrajo brevemente cuando todo empezó, para aflojar y desmoronarse a medida que yo percibía mi propia eyaculación perdida en medio de la exaltación de mi hermana, que se retorcía de manera sensual y salvaje disfrutando con un apetito voraz de nuestra colosal culminación.
Adoraba verla de aquella manera, me desprendí de su cuerpo y me dejé caer de nuevo sobre las almohadas para contemplarla mientras jugueteaba ya con los restos de un delirante orgasmo. Me sonrió con cariño tras un par de segundos, antes de dar por extinto aquello que la enfrascaba y cernirse sobre mí para besarme de nuevo.
-Sigues siendo el encantador hermano pequeño en la cama… – dijo con impúdico entusiasmo.
Quise decirle que, al parecer, ella seguía siendo a la que le importaba todo un comino. Pero no pude.
-Sólo contigo… -susurré.
Mi respuesta le arrancó una imperceptible risita antes de que se tumbase a mi lado, apoyando su cabeza sobre mi pecho mientras yo la acomodaba entre mis brazos, tan cerca de mí como me era posible, para poder mirarla y sentir su trigueña melena cayendo sobre mi cama. Lo cierto es que no sé si le estoy mintiendo cuando le digo ese tipo de cosas, porque nunca estoy pensando en lo que hago con las demás, sólo pienso en ella, pero apuesto a que no ando muy desencaminado.
Permanecimos en silencio durante unos instantes, abrazados y sólo haciéndonos pequeños gestos de cariño de vez en cuando antes de movernos solo lo estrictamente necesario como para meternos en cama, apagar las luces y volver a acurrucarnos bajo las sábanas. Pero incluso entonces no dijimos nada. Ya sabíamos lo que acababa de pasar, y ya sabíamos también lo que acabaría pasando.
La odiaba ligeramente por seguir teniendo aquella influencia sobre mí, pero la amaba muy por encima de todo. Aunque ella fuera el icono de mi desgracia y miseria, aunque fuera a machacarme y hundirme en la mierda más sucia y apestosa cuando de nuevo decidiera que no podía ser. Y tampoco podía culparla porque ahora con Irene de por medio era bastante peor que con Carlos. Porque mi cuñado no me importaba lo más mínimo, pero mi sobrina era otra historia, y no podía crecer mientras su madre y su tío se querían hasta extremos insospechados o se odiaban algún tiempo con la misma intensidad.
Besé la yugular de Eva, ahora serenamente escondida entre mis brazos mientras yo cubría su espalda, y me culpé enormemente por no pensar en Irene antes de cometer aquel error de nuevo. Que yo querría a su madre hasta mi último aliento era una verdad tan firme como que no podría vivir sin ella, de modo que buscaría o esperaría pacientemente una nueva oportunidad de tenerla. Ése era el estigma de mi sino y nos odiaba a los dos si lo pensaba detenidamente.
-Eva, te quiero – musité acomodando mi cabeza ligeramente sobre la suya.
-Ya lo sé, Nano… – me contestó con dulzura tras acariciar mi antebrazo.
No estaba siendo incongruente, sólo pensaba que aquello estaba mal. Lo supe cada vez que lo hicimos, pero no me importaba y reconocía que ella era mi debilidad porque siempre la querría. Era la única persona a la que podría perdonarle todo y volver a ponerla de nuevo en mi vida en el mismo lugar de siempre. De hecho acababa de dejar a un lado que había estado casada con otro hombre los últimos diez años, que todavía seguía casada con él para ser exactos. Pero lo olvidaba porque ahora volvía a ser mía y entonces no podía evitar quererla muchísimo más que nunca.
Me dormí embelesado en la gratificante sensación que era tenerla otra vez y me desperté con los primeros rayos de sol en la misma postura en la que me había quedado dormido. Eva no se había despertado así que me levanté cuidadosamente y la observé mientras volvía a cubrirla con la ropa de cama. Su cuerpo apenas había cambiado tras diez años. Reflejaba el paso del tiempo, sí, pero no sabría decir si de una cantidad de tiempo proporcional o no, para mí seguía siendo perfecta.
Me duché pensando en cómo narices íbamos a salir de ésta. En cómo iban a ser las cosas cuando ella decidiese que ya había sido suficiente y que teníamos que volver a ser sólo hermanos, porque sin duda aquello terminaría pasando. Supongo que me dejaría ver a Irene y me la seguiría mandando a Nueva York, pero no podía estar tan seguro porque ni siquiera sabía cómo iban a quedar las cosas con Carlos. Con una custodia compartida no creo que quisiera malgastar el tiempo que podría estar con ella enviándomela a mí. Estaba bastante jodido, la verdad, pero me esforcé por no pensar en aquello.

Me vestí y bajé al Starbuck’s porque no quería preparar café. Nos iríamos a última hora de la tarde así que no quería utilizar mi cocina para nada. Iba sólo a por un par de cafés, pero también volví a casa con quince pavos en muffins, brownies y cookies variadas. No eran para mí, por supuesto. Eva me vacilaba por no tener comida de verdad en casa pero luego no censuraba toda la mierda del Starbuck’s e insistía en volver allí cada vez que pisaba la calle porque siempre tenían algo que no había probado.
Gaspar bromeó cuando me vio regresar con aquel arsenal y me contó que su mujer también sentía debilidad por las “tortas” de las susodichas cafeterías. Intercambiamos algunas palabras mientras esperaba el ascensor pero enseguida me hallé cruzando la puerta de mi casa. Eva ya estaba levantada, apareció desde la cocina con un fino vestido y el pelo todavía húmedo. La noté alegre, sonreía mientras se dirigía hacia mí así que supuse que todavía no se arrepentía de nada y le devolví el primer beso del día con la misma calidez con la que ella me lo ofreció.
Le encantó la dichosa cajita atestada de basura comestible, lo sirvió todo en un par de platos y lo llevó al salón, donde puso la tele mientras se quejaba inútilmente porque no quería irse.
-Si no fuera por Irene no me iría, te lo juro. No volvería jamás – me contaba entre bocado y bocado.
Bueno, yo la contemplaba y la escuchaba, y tampoco quería que se fuera. Mi vida era jodidamente sublime cuando sólo éramos ella y yo. Con nosotros e Irene también, claro. Pero era imposible tenerlas a las dos y poder seguir estando con ella como yo quería estar. De cualquier modo, era estúpido desear algo por mi parte. Nunca había salido bien parado con sus decisiones y creo que incluso dándose las circunstancias óptimas para que ella pudiese quedarse conmigo todo se iría a la mierda si decidía hacerlo. Yo me regocijaría en la perfección de mi vida a su lado, me olvidaría de todo menos de ella y la trataría como una especie de esposa. Pero más allegada, más intenso que eso porque es mi hermana y lo sabemos todo el uno del otro.  Viviría de esa manera sin ni siquiera proponérmelo hasta que algo le hiciese darse cuenta de nuevo de que somos hermanos. Entonces montaría uno de sus números de circo sólo para mí y me sumiría en la decadente existencia que llevo como puedo cada vez que tengo que olvidarla.
-¿Por qué estás tan callado? – su voz me sacó de mis pensamientos para devolverme al plano real. Seguía portando aquella inusual alegría.
Dudé un instante sobré lo que podría contestarle, pero finalmente me encogí de hombros y fingí interesarme por el noticiario matutino que estaban dando. En el fondo tenía miedo de sacar a colación el tema y desencadenar lo que más me temía, y me producía cierto malestar su exagerado buen humor. Parecía que quisiera envolverme con él para que no le diese demasiadas vueltas al asunto. Ojalá yo hubiera heredado solo un ápice de la despreocupación de Eva, pero a mí me carcomería la incertidumbre hasta que pusiésemos todos los puntos sobre las íes.
No obstante soporté estoicamente toda una mañana de compras con mi hermana. No compró demasiado, sólo algunas cosas para Irene y apenas un par de prendas de ropa que dejaría en mi casa. Me lo dejó caer de un modo muy casual, incluso con demasiado tacto para tratarse de ella, porque según sus propias palabras tenía intención de volver a pasar una temporada conmigo tras poner un poco de orden en todo lo de la separación. No le dije nada cuando mencionó la posibilidad de traerse a mi sobrina con ella, pero no iba a poder sacarla de España hasta que se aclarase lo de su custodia. Por mi parte no me opuse a nada, acepté sin reparo porque lo cierto es que me encantaría que hiciese lo que me decía, pero todavía estaba por ver cómo se desarrollaban las cosas cuando volviésemos.  
Regresamos a mi casa con comida para llevar y nos dejamos caer sobre el sofá para dar cuenta de ella mientras el televisor pretendía entretenernos. Eran mis últimas horas a solas con Eva en sabe Dios cuánto tiempo, éramos de nuevo dos fogosos amantes y yo sólo podía pensar en qué iba a ser de nosotros mientras me hablaba con ilusión de comenzar su vida con su hija. Llevaba todo el día hablándome de ello, remarcando lo de “su vida” y a veces también el “nueva”, pero entonces me sorprendió mencionando su última idea de bombero.
-¿Sabes, Nano? A lo mejor me replanteo mi vida por completo y cambio todo desde los cimientos – comentó ya con menos euforia. Hizo una pausa para dejar su plato sobre la mesa de café y continuó hablando con bastante cuidado -. He estado pensando en venirme a Nueva York contigo – anunció finalmente.
Mi espinazo reprodujo un escalofrío cuando mi cerebro procesó la información. Tragué la comida que estaba masticando lentamente y volví mi cara hacia ella. Alargó su mano para beber un poco de agua y pude notar que estaba ligeramente nerviosa.
-¿Conmigo? – Repetí. Ella solo asintió mientras alcanzaba un cojín al que abrazar y con el que cubrirse el torso – ¿a qué te refieres con “conmigo”? Es decir, ¿qué implicaría que te vinieras a Nueva York “conmigo”? ¿Vivirías aquí? – no se lo estaba preguntando porque no quisiera tenerla bajo mi techo, es evidente. Yo sólo estaba intentando circunvalar el gran punto que quería abordar.
-Bueno, con el tiempo tendría que buscarme una casa para mí y para Irene, claro… – contestó ciertamente decepcionada.
O sea, que su plan también implicaba a su hija. Yo seguía sin creerme que me estuviera planteando aquello.
-Eva, no es eso. No me importa que vivas aquí el resto de tu vida incluso si quieres traerte a Irene, ¿vale? Pero, ¿qué pasa con nosotros dos? – Solté del tirón sin amilanarme.
Ella permaneció callada durante un par de minutos. Iba a exponerle mi punto de vista, porque si ella había estado pensando yo no había sido menos. Pero entonces me contestó.
-Tú y yo siempre vamos a encontrar la forma de estar juntos – manifestó con una voz a punto de quebrarse -. No importa que tú estés aquí, que yo esté casada allí o que los dos lo estemos. Al final siempre vas a ser el único para mí.
Tengo que admitir que no era la primera vez que la escuchaba decirme aquello, y siempre lograba el mismo efecto que adormilaba y peinaba cada fibra de mi ser que manifestase opinar lo contrario. Pero aquel plan maestro seguía antojándoseme una locura.
-¿Y qué pasa con Irene? No podemos vivir así con ella, ¡menudo ejemplo!
-Irene no tiene por qué saberlo – me contestó como si aquello no fuera un impedimento razonable. No necesité decir nada al respecto, el gesto de mi cara tuvo que delatarme porque Eva continuó hablando -. Nano, no lo sé, ¿vale? No sé cómo hacerlo pero ya me he cansado de todo, no voy a volver a alejarme de ti –. Ahora estaba exaltada, parecía que iba a comenzar a llorar de un momento a otro y yo solo quería abrazarla para que no lo hiciese. Acabaría cediendo a sus alocadas ideas, es mi gran cruz, pero tenía que intentar que ella viese que no era viable -. No creas que solo has sufrido tú con todo esto, le he dado diez años de mi vida a un imbécil tratando de hacer lo correcto, pero no voy a volver a aparentar jamás que me conformo con lo que tengo para no hacer daño a nadie. No, Nano… te quiero a ti y jamás lo tuve tan claro. Me arrepiento de cada mierda que te he hecho pasar en la vida, pero te juro que no voy a molestarme en intentar estar con nadie que no seas tú.
Su voz la delató, definitivamente, iba  a llorar. Estupefacto todavía con todo lo que aquello suponía me arrastré hasta su lado para arrebatarle aquel cojín con el que se cubría y hacerlo yo mismo con mis brazos. La sentía frágil sobre mi cuerpo, sollozando sin remedio mientras que yo me quedaba sin opciones. Había esperado toda mi vida aquella determinación por su parte, y diez años atrás hubiera sido el ser más dichoso del planeta, pues yo mismo le pedí que se quedase conmigo allí, en aquella ciudad donde no nos conocía nadie. Pero se fue y luego supe lo de Carlos y todo se torció. Ahora, si quería ser sincero conmigo mismo, tenía que reconocer que seguía queriendo aquello con todas mis fuerzas, pero no tenía más que dudas al respecto.
-¿Estás con alguien? – musitó tras tranquilizarse un poco.
-No – respondí al instante.
Ella me abrazó acomodándose sobre mi pecho. Acaricié su pelo y besé su frente cerca de la sien que quedaba bajo mi barbilla.
-Nano… – susurró todavía entre un leve llanto. Yo le contesté acariciando su mejilla para apartarle un mechón de la cara y colocarlo tras su cuello con cuidado -. De verdad que quiero sacar a Irene de allí y traerla aquí con nosotros. Quiero empezar de nuevo y quiero que crezca contigo.
 Suspiré cerca de ella. Nada me gustaría más pero a falta de lo que el padre tuviera que decir, lo teníamos bastante jodido de entrada. Y de salir bien aquello, ¿qué pretendía hacer exactamente? ¿Decirle a todo el mundo que uno de los dos era adoptado y que estábamos juntos? ¿Qué le íbamos a decir a Irene? Y si Irene llegaba a saberlo, cosa que de por sí ya me resultaba aterradora, ¿qué pasaba con el resto de la familia? ¿Cómo no iba a reclamarla su padre si Eva daba aquel paso? No podíamos dar por hecho que todo iría sobre ruedas llevándolo en secreto, las cosas acaban saliendo a la luz. Y ni siquiera me había planteado qué sería de mí y de mi trabajo. No tenía una profunda amistad con nadie del bufete, al menos no como para presentarle a mi “familia”, lo que jugaba a mi favor, porque me protegía de sus voraces opiniones. Pero si aquello explotaba por algún lado, no importaba cuál, salpicaría todos los ámbitos de nuestras vidas.
-Eva, ojalá fuera tan fácil – le dije con delicadeza -. Tienes que hablarlo con Carlos. Tienes que contarle lo que pretendes para que vuestros abogados lo tengan en cuenta…
-Olvídate de Carlos, voy a intentar que renuncie a la custodia de la niña a cambio de todo lo demás.
-No lo hagas, no ganas nada con eso – le repetí.
-Nano, no lo entiendes… – me interrumpió mirándome a los ojos -. Irene no es hija de Carlos – me estampó antes de echar a llorar y refugiarse de nuevo sobre mi pecho.
Todas mis vísceras se arrebolaron en mis entrañas cuando escuché aquello. No sabía cómo debía sentirme, pero me sentía como en plena caída libre, sabiendo que cuando llegara al suelo iba a romperme el cuerpo entero en mil pedazos. Irene no era hija de Carlos. Mis manos tiritaron sobre la piel de Eva al darme cuenta de todo, al recapitular punto por punto lo que aquello significaba. Sentí escalofríos, vahídos e incluso náuseas. Sentí también cierta tranquilidad al conocer que Irene no guardaba parentesco con mi cuñado, pero se esfumó con el vértigo que latigueó mis vértebras cuando mi mente articuló para mí <>, y acto seguido quería llorar por todo lo que aquello significaba. Por todo lo que me había perdido y que no podría recuperar; aquellos momentos de nuestra hija que Eva le regaló a Carlos para que nadie tuviera que cargar con lo que habíamos hecho. Pude llegar a entenderla, al menos en parte, por querer escapar de todo el lío con el que tuvo que vivir tanto tiempo. Aunque también caía ahora en la cantidad de cosas con las que había tenido que lidiar completamente sola. Todo mezclado mientras Eva lloraba aferrada a mí, y eso me hizo quererla todavía más.
-Vamos a traerla, cariño… -musité finalmente conteniendo mis lágrimas.
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