Si queréis agradecérselo, escribirla a:
virgenjarocha@hotmail.com

Habiendo casi violado a la mujer de mi amigo en el comedor, la mandé a prepararse porque esa noche iba a ser nuevamente mía. Mientras me servía una copa, me puse a recapacitar sobre lo sucedido.
“He sido bastante cabrón” pensé mientras una sonrisa decoraba mi rostro, “María no se merecía que me aprovechara de sus dificultades y la obligara a acostarse conmigo”.
Sin sentir ningún resentimiento, repasé  como había usado su difícil situación económica y la enfermedad de su marido, para cobrarme mi ayuda. Necesitada de dinero, esa mujer no había podido evitar mi ataque. Se lo dejé claro: si quería que mi auxilio iba a tener que pagar con su cuerpo. Al principio, se había negado e incluso había intentado revelarse pero mi amenaza de dejarla en la calle y encima no pagar el tratamiento de su esposo, la habían obligado a entregarme su culo. 
Satisfecho de cómo se había desarrollado mis planes, apuré mi whisky y pensando en que iba a tener a esa mujer como mi sumisa, decidí ir a tomar una ducha. Al entrar en mi habitación, me encontré con que la mujer de Alberto no sólo me había obedecido sino que me esperaba arrodillada al lado de la cama. También me sorprendió verla vestida con un camisón transparente. La escasa tela y lo fino de la misma, me permitió comprobar que no llevaba ropa interior.
Realmente estaba preciosa, con sus pechos al descubierto y ese aire de inocencia que había sabido adoptar. Su postura me dejaba contemplar todas sus piernas e incluso el inicio de sus nalgas.
Por gestos, le hice saber que me iba a duchar. Bastante excitado, me metí en la bañera, sabiendo que en cuanto saliera ahí iba a estar mi sumisa. El duchazo fue rápido, por lo que tras mojarme un poco, salí a encontrarme con ella.
María, sin que yo se lo pidiera, me esperaba arrodillada en el suelo:
-Sécame-
Curiosamente, su rebeldía había desaparecido y sus ojos me dijeron que necesitaba servirme. Por eso alzando mis brazos esperé que se levantara, y que con la toalla corriera por mi cuerpo secándome. Incapaz de sostener mi mirada, fue recorriendo mi cuerpo con sus manos. No tardé en comprender que mi duro trato, no solo había vencido todos sus reparos, sino que viendo que su sumisión era inevitable la había aceptado.
Comportándose como una sumisa adiestrada, mi nueva amante no me contestó con palabras, su respuesta fue física y olvidándose de sus prejuicios, pasó la toalla por mi cuerpo con exquisita suavidad para secar toda mi piel. Sin que ella hablara ni yo le dijera mis deseos, fue traspasando los tabúes normales, pegando su cuerpo a mis pies.
Pude notar su radical cambio, olvidándose de la mujer discreta y amante de su marido, la rubia asumió su papel y sin que yo se lo pidiera empezó a besarme en los pies. Noté que estaba deseando complacerme. La humedad de su lengua, recorriendo mis piernas fue suficiente para excitarme, de manera que al llegar a mis muslos, mi pene ya se alzaba orgulloso de sus caricias. Al comprobar mi erección, se saltó el guion que tenía preparado donde iba a volver a abusar de ella. De motu propio, acercó su boca a mi sexo con la intención de devorarlo.
Encantado, me quedé quieto mientras veía a sus  labios abriéndose y besando la circunferencia de mi glande antes de introducírselo. De pie en mitad del baño, disfruté de como paulatinamente mi miembro desaparecía en su interior. Delicadamente cogió mi extensión con su mano, y descubriendo mi glande, recorrió con su lengua todos sus pliegues antes de metérselo en la boca. Lo hizo de un modo tan lento y tan profundamente que pude advertir la tersura de sus labios deslizándose sobre mi piel, hasta que su garganta se abrió para recibirme en su interior.
Sus maniobras, desde mi puesto de observación, parecían a cámara lenta. Podía ver como sacaba mi sexo para volvérselo a embutir hasta el fondo, mientras mantenía los ojos fijos en mí. Era como si esa mamada fuera lo más importante de su vida, como si su futuro dependiera del resultado de sus caricias y no quisiese fallar. Totalmente concentrada, y mientras me regalaba el fuego de su boca, sus manos se dedicaron a masajear mis testículos, quizás deseando que cuando expulsara mi simiente, no quedara resto dentro de ellos.
Fue como si unas descargas eléctricas que naciendo en mis pies, recorrieran todo mi cuerpo alcanzando mi cerebro, para terminar bajando y aglutinándose en mi entrepierna. Ello lo notó incluso antes que pasara y forzando su garganta como si de su sexo se tratara, metió hasta el fondo mi pene, justo cuando empecé a esparcir mi simiente. Lejos de retirarse, disfrutó cada una de mis oleadas, bebiéndoselas con fruición mientras cerraba sus labios para evitar que parte se desperdiciara. Insaciable, jaló de mi sexo, ordeñándome, hasta que, dejándolo limpio, se convenció que había sacado todo lo que era posible de su interior, entonces y sólo entonces paró y sonriendo me preguntó si me había gustado.
-Mucho-, le respondí. Estuve a punto de preguntarle a que se debía esa transformación, pero cuando quise decírselo, ella poniendo un dedo en mis labios, me calló diciendo:
-Si tengo que ser tu puta, lo seré y espero nunca darte motivo para que te arrepientas de haberme ayudado.
Impactado por esa confesión, decidí devolverle el placer que me había dado y por eso levantándole del suelo, la llevé a la cama.
Tumbándola sobre el colchón, empecé a tocarla. María no opuso resistencia cuando con tranquilidad acaricié sus pechos. Eran enormes en comparación con su delgadez, sus rosadas aureolas se erizaron en cuanto sintieron mis yemas acercándose. Cogiéndolos con mis dos manos sopesé su tamaño, apretándolos un poco conseguí sacar el primer gemido de su garganta. Entusiasmado por su calentura, procedí a pellizcarlos. Esta vez sus jadeos se prolongaron haciéndose más profundos.
Estaba dispuesta, recorriendo con mi lengua los bordes de sus senos, bajé por su cuerpo para encontrarme su depilado  pubis y separando sus labios, me apoderé de su botón. Mientras mordisqueaba su clítoris aproveché para meterle un dedo en su vagina, encontrándomela totalmente empapada, y moviéndolo con cuidado, empecé a masturbarla.
Su placer no se hizo esperar y reptando por las sábanas, la esposa de mi amigo intentaba profundizar en su orgasmo, mientras yo bebía el flujo que manaba de su interior. Sus piernas temblaron y su cuerpo se retorció al experimentar como mi lengua la penetraba, y licuándose en demasía, comenzó a gritar.
Fue entonces cuando la vi preparada y colocando mi sexo en su entrada, jugueteé unos instantes antes de introducirme unos centímetros dentro de ella. Sus ojos me pedían que continuara, que la hiciera mujer de una vez, pero haciendo caso omiso a sus ruegos, proseguí tonteando en sus labios. Tal y como me esperaba, se corrió gritando, momento que aproveché para de una sólo golpe meterme por completo en su interior. Gimió desesperada al sentir la violencia de mi incursión.
Esperé a que se tranquilizara, y iniciando un lento movimiento fui sacando y metiendo mi falo en su cueva. María estaba como poseída, clavando sus uñas en mi espalda, me abrazaba con sus piernas, intentando que acelerara mis incursiones, pero reteniéndome seguí al mismo ritmo.
-¿Te gusta putita?-, le pregunté siguiendo el juego,-para ser una fiel esposa te mueves excelentemente-.
Se la veía desesperada, quería recuperar el tiempo perdido y agarrándose a los barrotes de mi cama, se retorció llorando de placer. Mi propia excitación me dominó y poniendo sus piernas en mis hombros forcé su entrada con mi pene, chocando mi glande contra la pared de su vagina. La oí gritar al sentir que mis huevos rebotaban contra su cuerpo, pero no me importó, y viendo que se acercaba mi orgasmo, me agarré a su cuello, apretando.
La falta de aire, la asustó y tratando se zafarse, buscó escaparse pero de un sonoro bofetón paré sus intentos. Indefensa, mirándome con los ojos abiertos, me pedía piedad, pero cuando creía que no iba a soportar el castigo, su cuerpo respondió, agitándose sobre la cama. Fue increíble, rebotando sobre el colchón se deshizo en un brutal orgasmo, que coincidió con el mío, de forma que su flujo y mi simiente se mezclaron en su interior mientras ella se dejaba caer exhausta sobre el colchón.
Encantado por la pasión que había demostrado, dejé que me abrazara y que en esa posición, se quedara dormida hasta el día siguiente.
María acepta su condición:
 
Eran cerca de las diez de la mañana cuando me despertó mi empleada-amante-sumisa al traerme el desayuno. Mientras todavía en la cama, me tomaba el café María permaneció semidesnuda a mi lado. Su bello cuerpo y saber que era mío, despertó mi libido y se lo hice saber acariciándole las piernas. No me costó comprobar el modo en que le afectaban mis caricias. Sus pezones se endurecieron en cuanto mis manos tomaron posesión de su trasero. Disfrutando de mi poder  y sin ningún reparo, se lo toqué diciendo:
-Menudo culo tienes, zorrita mía-.
María, al saber cuáles eran mis intenciones, abrió un poco las piernas para facilitar que mis dedos recorrieran la abertura de su sexo. Estos se encontraron su sexo mojado, y apoderándome de su clítoris, la empecé a masturbar, diciéndole:
-Creo que vas a disfrutar siendo mi sumisa.
Sus piernas temblaron al sentir mis caricias, pero por miedo a defraudarme se mantuvo firme, mientras su vulva era penetrada. El morbo de tenerla así, de pie a mi lado mientras desayunaba provocó que, bajo las sábanas, mi pene empezara a endurecerse.
-Mira como me pones-, le dije quitándomela.
Se estremeció al ver mi extensión totalmente erecta y se mordió el labio, tratando quizás de evitar que de su garganta saliera un gemido.
La mujer de Alberto se agachó a darme un beso en mi glande, pero se lo impedí ya que quería otra cosa. Agarrándola de la cintura, le obligué a ponerse encima de mí de forma que mi falo entró en su sexo, lentamente.
Gimió al sentir como se iba llenando su cavidad, y percibiendo que la tenía completamente dentro, se empezó a mover buscando el placer.
-¡Quieta!- le grité.
Vi en sus ojos un deje de disgusto, estaba excitada y lo que deseaba era menearse conmigo en su interior. Cabreada, se quedó inmóvil y disfrutando al observar su completa obediencia, la premié con un pellizco en su pezón. Al oir su suspiro, le murmuré al oído:
-Eres una sumisa muy obediente por eso cuando termine, quizás me apiade de ti corriéndome dentro de ti-
Noté que estaba excitada hasta niveles insospechados cuando de su sexo manó el flujo producto de su excitación. Separando sus nalgas con mis dos manos, acaricié su entrada trasera. Ésta seguía dilatada por el maltrato de la noche anterior, de forma que no encontré impedimento a que mi dedo se introdujera totalmente en su interior.
María, al notar que estaba haciendo uso de sus dos agujeros no pudo reprimir un jadeo, e involuntariamente empezó a retorcerse encima de mis piernas.
-Mi putita esta bruta- susurré.
La mujer, tratando de evitar su orgasmo, presionó con su pubis consiguiendo solo que se acelerara su clímax. Quizás fue entonces cuando realmente se dio cuenta que le ponía cachonda el ser mi sumisa y apretando sus músculos interiores presionó mi pene, buscando el darme placer.
Fue un polvo rápido, demasiada excitación reprimida de forma que me corrí, dentro de ella mientras le decía obscenidades. Estas lejos de cortarla, le calentaron aún más, por lo que al sentir como la regaba con mi simiente se corrió.
Siéntate-, le dije señalando la silla que tenía a un lado de la cama.
Esperé a que se acomodara antes de empezar a hablar.
-Tenemos que hablar.
Asustada por la seriedad de mi tono, se quedó esperando. Su cara reflejaba inquietud.
-Como te prometí voy a hacerme cargo de todos los gastos de tu marido, pero como desgraciadamente Alberto pronto nos va a dejar,  quiero hacerte una propuesta.
Nuestro trato acababa cuando su marido falleciera y por eso, abrió los ojos de par en par, esperanzada por mis palabras.
-Esta será tu casa siempre que sigas obedeciendo mis órdenes y no te importe ser mi sumisa-.
 
La perspectiva de tener un techo donde guarecerse y poder tener un buen nivel de vida, la hizo reaccionar y sin llegarse a creer su suerte, me preguntó:
-¿Me estás diciendo que si sigo comportándome igual, seguirás ayudándome? Y que en tu ausencia, seguiré viviendo en tu hacienda -.
-Sí, serás a todos los efectos, la dueña de esta casa pero en contrapartida cada vez que venga al pueblo, serás por entero mía-.
Alegremente, me respondió:
-Si es solo eso, acepto pero te pido que para todo el mundo en el pueblo, yo siga siendo tu empleada aunque de puertas adentro sea tu más fiel puta.
Satisfecho de su respuesta, le pregunté:
-¿Quién soy yo?
Su cara se iluminó al oír mi pregunta y agachando su mirada, me contesto:
-Eres y serás mi dueño-.
Solté una carcajada al escucharla porque comprendí entonces el porqué de su rápida transformación. Habituada a un marido que malgastaba su dinero en putas e incapaz de ser un verdadero soporte, María llevaba, sin saberlo, años buscando alguien en quien apoyarse y por fin lo había hallado. Por eso, dándole un beso en la mejilla, le susurré al oído:
-He quedado a tomar el aperitivo con unos amigos. Vuelvo a las dos, haz lo que quieras pero a esa hora, ten la comida lista y tu cuerpo, calientes.
La idea le debió de gustar, porque noté como se alborotaba su cuerpo y sus pezones se erizaban bajo la blusa.
Su total aceptación:
Después de departir con mis conocidos del pueblo y con bastantes cervezas dentro, retorné a las viejas paredes de la hacienda. Al llegar, estaba ilusionado con mi vida. No solo me iban desde el punto de vista económico todo de maravilla sino que por azares del destino, me había agenciado a una hermosa mujer.  Algo parecido le ocurría a mi nueva empleada. María había aceptado al instante su papel porque veía eso una nueva oportunidad, iba a vivir desahogadamente y para colmo, durante los fines de semana, iba a disfrutar siendo mi amante.
La encontré en la cocina de la casa, ocupada con la comida. Sin querer molestar, me puse un vino mientras ella cocinaba.  Se la veía encantada. No paró de cantar y reír, feliz por la libertad que le daba su nuevo puesto. Era la dueña y señora de la casa. No tenía que rendir cuentas a nadie más que a mí. Yo por mi parte no podía dejar de mirarla, me excitaba la idea de volver a acostarme con ella. Sabía que estaba a mi alcance, que con un solo mover un dedo sería mía pero, para afianzar mi dominio,  tenía que dejar que ella fuera la que tomara la iniciativa.
Cuando avisó que ya estaba lista, me senté a esperar que me sirviera. La  comida estuvo deliciosa, María se había esmerado en que así fuera, nunca había podido demostrar sus dotes por la estrechez con la que había vivido durante los últimos años pero ahora que eso era historia,  no desaprovechó su oportunidad, brindándonos  un banquete de antología. Y digo brindándonos porque se ella comió conmigo en la mesa.
Parecía una cita, había previsto todo. Al sacar el pescado del horno, me miró con esa expresión traviesa que ya conocía y me dijo:
-Hoy por ser una ocasión especial, si quieres abro una botella de cava para celebrar que a partir de ahora, seré tuya.
No me dio tiempo a contestarla. Sin esperar mi respuesta, María descorchó uno de los mejores que había en la bodega y sirviendo dos copas, brindó por los dos.
Su actitud no era la de una estricta sumisa sino más bien parecía la de una novia tratando de agradar a su pareja. Pero no me importó, porque ese pedazo de mujer me gustaba. En el postre, el alcohol ingerido antes y durante la comida, ya había hecho su efecto y mi conversación se tornó picante. Intentando averiguar cuáles eran exactamente sus sentimientos, le pregunté:
-¿Hace cuanto tiempo que Alberto no te folla?
Bajando su mirada, me confesó que debido a la enfermedad, su marido llevaba más de un año sin acostarse con ella. Su respuesta aún siendo previsible, me satisfizo e insistiendo en descubrir sus detalles íntimos, insistí:
-Y ¿Algún otro?
Muerta de vergüenza, miró a su plato:
-No ha habido nadie- y entonces rectificando, dijo: -solo el consolador que descubriste.
Poco a poco estaba llevándola donde quería, sus pezones se marcaban en su vestido. Hurgando en su vida privada, pregunté:
-¿Cada cuánto necesitas masturbarte?
Temblando de miedo por si su respuesta me molestaba, me reconoció que al menos dos veces al día, había hecho uso de dicho aparato. Su confesión me sorprendió porque aunque sabía que esa mujer era fogosa, hasta oírlo de sus labios, no había supuesto cuánto. Decidido a sonsacarle hasta el último de sus secretos, le solté:
-Y ¿Pensabas en mí al hacerlo?
Colorada hasta decir basta y mientras inconscientemente se acariciaba uno de sus pezones, me contestó:
-Sí. En cuanto supe que iba a trabajar aquí, no pude evitar pensar en usted al masturbarme.  .
Contagiado nuevamente de un ardor que me devoraba el cuerpo, decidí ver hasta donde esa mujer iba a llevar su supuesta obediencia y separando mi silla de la mesa, señalé a mi entrepierna mientras le decía:
-Me apetece una mamada.
La rubia no debía de esperárselo pero tras unos momentos de confusión, sonrió y se agachó a cumplir mi mandato. No tardé en sentir la calidez de su lengua sobre mi sexo. No podía negarse a complacerme, por lo mientras sus manos masajeaban mi extensión, abrió su boca y lamiendo con suavidad  mis huevos, se los introdujo poco a poco. La cachondez de esa mujer quedó más que confirmada al verla llevarse los dedos a su propio sexo y pegando un sonoro aullido, empezó a acariciarlo. No me lo pude creer, la esposa de mi amigo se estaba masturbando sin dejar de chuparme. Con mi respiración entrecortada por el placer que estaba sintiendo y cogiéndola de la cabeza, forcé su garganta introduciéndosela por completo.  Curiosamente no sintió arcadas, y al contrario de lo que pensé, la violencia de mis actos, la estimuló más aún si cabe, y retorciéndose, como la puta que era, se corrió entre grandes gritos.
Verla disfrutar sin casi tocarla, me hizo ser perverso y levantándola del suelo, coloqué su pecho contra la mesa. Al levantarla el vestido y terminarle de bajar las bragas, hizo que supiera cuales eran mis deseos y alargando su mano, colocó mi miembro en la entrada de su culo.
Como  me encontré que contra todo pronóstico, su esfínter seguía dilatado, decidí que no hubiera mayores prolegómenos. Con un breve movimiento de caderas, introduje la cabeza de mi glande en su interior. La lentitud con la que la penetré por detrás, me permitió experimentar la forma en que mi extensión iba arañando su trasero hasta llenarlo por completo. Esa mañana, la había poseído pero era una sensación diferente a hacerlo por delante. Los músculos de ella aprisionaban mi pene de una forma distinta a como lo hacía su coño, pero analizando mis impresiones decidí que darle por culo, me gustaba más.
María por su parte, esperaba ansiosa que me empezara a mover, mientras se acostumbraba a tenerlo dentro. Ninguno de los dos se atrevía a hablar, pero ambos estábamos expectantes a que el otro diera el primer paso. Viendo que ella no se movía, con cuidado empecé a sacársela y a metérsela. La resistencia a mis  maniobras se fue diluyendo entre gemidos. Poco a poco, me encontraba más suelto, más seguro de cómo actuar. La mujer de mi amigo volvía a ser la hembra excitada que ya conocía. Sus caderas recibían mi castigo retorciéndose en busca de su placer, mientras mis huevos chocaban contra ella.
La postura no me permitía incrementar mi velocidad, por lo que tuve que agarrarme de sus pechos para conseguirlo. De esa forma aceleré mis envites, su conducto me ayudó relajándose.
-Más rápido-, me pidió al notar que oleadas de lujuria recorrían su cuerpo. 
Seguía sin sentirme cómodo, por lo que soltándole sus pechos usé su pelo como si de unas riendas se tratara. Estaba domando a mi yegua, y entonces recordé como le gustaba que la montaran, que se volvía loca cuando le azuzaban con unos golpes en su trasero.
-Vas a aprender lo que es galopar-, le grité cogiendo su melena con una sola mano y con la que me quedaba libre comencé a azotarle sus nalgas.
No se lo esperaba, pero al recibir su castigo, mi montura rendida totalmente a mis órdenes, se desbocó buscando desesperadamente llegar a su meta. Su cuerpo se arqueaba presionando mis testículos contra su piel, cada vez que se encajaba mi sexo en su agujero y se tensaba gozosa esperando el siguiente azote, para soltar un gemido al haberlo recibido. La secuencia estaba muy definida, pene, tensión, azote, gemido, y solo tuve que variar el ritmo incrementándolo para conseguir que se derramara salvajemente, bañándome con su flujo.  La excitación acumulada hizo que poco después explotara en intensas descargas, inundando con mi simiente su interior.
Caí agotado a su lado, con mi corazón latiendo a mil por hora, por lo que tuve que esperar unos minutos para poder hablar. Pero cuando intenté hacerlo, no quiso escucharme y pidiéndome que me callara, me dijo:
-José, si se enteran en el pueblo, me matan y no sé cuánto dure, pero nadie me ha dado tanto placer.
Sus palabras me terminaron de convencer del acierto que había sido forzarla y
Acariciándole la cabeza la tranquilicé y abriendo la cama para que volviera a acostarse conmigo le expliqué:
-Aunque seas mi puta, sigues siendo mi amiga.
Abrazándome, me confesó que el obedecerme le excitaba y que jamás se negaría a ninguno de mis caprichos.
-¿Estas segura?- dije con recochineo- De verdad, ¿vas a cumplir todos y cada uno de mis antojos?
Con la mosca detrás de la oreja, me miró y con voz melosa,  me preguntó:
-¿En qué estás pensando? ¿Cómo te gustaría comprobar que es cierto?-
Soltando una carcajada, le respondí:
-¡Entregándote a otra mujer!
La mujer me miró divertida y como única respuesta se introdujo mi pene en su boca, asintiendo.
 

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