El fin del mundo. La tormenta solar perfecta.
“¡Malditos hijos de puta!, ¡no me hicieron caso!”, pensé cuando desgraciadamente las predicciones se hicieron realidad. El mundo se había ido a la mierda, aunque por suerte, ¡yo estaba preparado!.
 
Cap. 1.- Me alertan de lo que se avecina
Para narrar lo ocurrido, os tengo que explicar cómo y cuándo me enteré de la amenaza que se cernía sobre la humanidad.
Desde el punto de vista teórico, todo empezó hace más de treinta años, cuando John Stevenson y Larry Golsmith alertaron al mundo de los efectos que tendría sobre la civilización una hipotética tormenta solar de grado 5. Según su teoría, una llamarada de proporciones inauditas de la corona del Sol provocaría la destrucción de todas las redes de comunicaciones y de las redes de energía del planeta. Sus ideas de finales del siglo XX eran aceptadas en mayor o menor medida por toda la comunidad científica.
Las que no compartieron de ese consenso mayoritario cuando fueron enunciadas, fueron las predicciones de Zail Sight y sus díscolos discípulos de la universidad de Nueva Delhi. Estos científicos indios alertaron hace cinco años que según sus cálculos cada ciento cincuenta años aproximadamente se producía una que era capaz de sobrepasar esa cifra y llegar a ser de grado seis, lo que provocaría que todo aparato eléctrico conectado a cualquier fuente de energía se viera destruido por la acumulación del magnetismo proveniente de nuestro astro rey.
Si ya entonces fueron llamados catastrofistas, cuando hace dos años anunciaron que habían conseguido calcular la futura evolución de la corona solar y que la tan temida tormenta iba a tener lugar a finales del 2015, les tildaron de locos de fanáticos.
Recuerdo todavía el día que la jefa de ingeniería de mi empresa, Irene Sotelo, me llamó una mañana para alertarme de los problemas que eso ocasionaría en nuestra corporación. Estaba tan asustada que debía ser serio el asunto y mirando mi agenda, vi que tenía un hueco libre en dos semanas, por lo que le ordené que cuando viniese a verme, lo hiciera no solo con las consecuencias que tendría en la compañía, sino que lo ampliara su radio de acción a España, Europa y el mundo.
-Jefe, es una tarea inmensa-, protestó al comprender que lo que le pedía le venía grande y que para darme un informe coherente, necesitaría de la ayuda de expertos en muchas materias.
-Ya me conoces Irene,- le contesté,-no acepto que me vengas con los temas a medias, si tan grave es, necesito verlo a nivel global. Si necesitas contratar a más especialistas, hazlo, pero quiero una respuesta. Tienes dos semanas-.
-De acuerdo, creo que no se arrepentirá de escuchar lo que quiero decirle. Si no me equivoco, nos acercamos al fin del mundo, tal y como, hoy lo conocemos-.
Al colgar el teléfono, me sumergí en Internet a enterarme de que coño hablaba porque si de algo me había servido el pagarla puntualmente un sueldo estratosférico, fue saber que esa mujer no hablaba nunca a la ligera. Reconozco que cuando la contraté además de su brillante curriculum, me atrajo que tanta seriedad y talento estuvieran envueltos en una belleza desbordante, no en vano el mote que le habían puesto en Harvard era el de Miss Brain, es decir Miss Cerebrito en español. Con sus veintinueve años y su metro setenta y cinco de altura, Irene podía perfectamente haber tenido una carrera en las pasarelas. Era la unión perfecta de hermosura e inteligencia.
Volviendo al tema, cuanto más leía, mas acojonado me sentía y por eso llamando nuevamente a mi empleada, le ordené que no reparara en gastos y que si debía de tomarse un mes, que se lo tomara pero que cuando viniese a verme quería una visión global y las posibles soluciones.
-Entonces ¿me cree?-, preguntó al escuchar mis directrices.
-No, pero no he llegado a donde estoy siendo un ingenuo. Si hay una posibilidad de que eso ocurra, quiero estar preparado-.
-No esperaba menos de usted-, contestó dando por terminada la conversación.
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Permítanme que me presente. Quizás mi nombre, Lucas Giordano Bruno, no les diga nada porque me he ocupado de ocultar mi vida al público en general desde que en el 2003 y con veinticinco años, me convertí en millonario gracias a las punto com. Desde entonces mi fortuna se había multiplicado y puedo considerar sin error a equivocarme que desde 2010 era uno de los cincuenta hombres más ricos del planeta. Tenía intereses en los más variados sectores y si de algo me vanaglorio es que me anticipo al futuro, por eso y queriendo asegurarme de tener varios informes, llamé al rector del MIT (Massachusetts Institute of Technology) la más prestigiosa universidad de ingeniería del mundo, ubicada en Boston. Mr Conry me conocía gracias a diversas donaciones, por lo que, no solo contestó la llamada sino que se comprometió a darme, en ese mismo plazo, sus conclusiones.

 
A los quince días, Irene llegó a mi oficina puntualmente. Su gesto serio me anticipó los resultados de su informe. Sabiendo que esa conversación iba a ser quizás la más importante de mi vida, dije a mi secretaria que no me pasasen llamadas. Cortésmente, cogí a la rubia del brazo y la senté en una mesa redonda de una esquina de mi despacho.
-Por tu cara, creo que no traes buenas noticias-, dije para romper el incómodo silencio que se había instalado entre las cuatro paredes donde trabajaba.
-No son malas, son peores. Aunque no es una posición unánime, la gran mayoría de los físicos que he consultado ven correctas las predicciones del científico hindú y ninguno de los que discrepa me ha podido explicar dónde están los errores de la teoría. Creo que llevan la contraria por el miedo a lo que representa-.
-De ser cierto, ¿Qué pasaría?-.
-Imagínese dentro de dos años y durante setenta y dos horas una corriente de viento solar sin parangón va a barrer la superficie de la tierra, destruyendo todo aparato eléctrico. Los primeros en caer serían los satélites, luego las redes eléctricas y para terminar las fábricas, los coches, los ordenadores etc. Va a ser el caos. Piense en una ciudad como Madrid: ¿cómo narices se alimentarían sus cinco millones de personas?, si los camiones, los trenes, que diariamente les traen la comida, no funcionaran al estar destrozados todos sus sistemas eléctricos-.
-Se arreglarían-, dije tratando de llevarle la contraria.
-Pero, ¿Cómo?, si las fábricas estarán igualmente inutilizadas e incluso si se pudiera traer por carromatos a la antigua, no habría forma de cosechar los campos porque los tractores estarían igualmente estropeados-.
-Entonces, ¿qué prevés?-.
-Vamos a retroceder a una sociedad pre-industrial con el inconveniente que en vez de mil millones de personas en la tierra hay actualmente siete mil. Sin electricidad de ningún tipo, no habrá fábricas ni alimentos, ni nada. Ni el ejército ni la policía van a poder parar el caos y la violencia y el hambre se adueñaran del mundo-.
-¿Cuántas víctimas?-, pregunté para cerciorarme que coincidía con el informe que tenía en mi cajón.
-Los cálculos más optimistas creen que la población mundial se reducirá en menos de dos años a una décima parte como en el siglo xv de nuestra era, pero los hay que rebajan esa cifra a los trescientos millones de personas en todo el planeta. Piense que tras el hambre y la guerra, vendrán las epidemias…-.
-¿Qué soluciones existen?-.
-Solo una, desconectar todos los sistemas eléctricos durante un periodo mínimo de tres meses, ya que no es posible precisar cuándo va a ocurrir con mayor exactitud. Y aun así, sería un desastre, habrá cosas que será imposible de salvar como los satélites o las centrales nucleares-.
-Lo comprendo y lo peor es que lo comparto. Como te habrás imaginado, no me he quedado esperando a que me trajeses los resultados de tu análisis y he pedido otros. Todos desgraciadamente corroboran en gran medida tus predicciones-.
-Y ¿qué haremos?-, dijo, echándose a llorar, hundida por la presión a la que se había visto sometida.
-No dejarnos vencer. Tengo, mejor dicho, tenemos dos años para sentar las bases del resurgimiento de la humanidad. Aunque voy a tratar por todos los medios de convencer a los gobiernos de lo que se avecina, no espero nada de ellos. Por lo tanto, me vas a ayudar a desarrollar un plan alternativo. De hecho, previendo este resultado me he comprado una isla deshabitada de 10.000 hectáreas frente a las costas de África de sur-.
-No comprendo-, respondió levantando su cara.
-Quiero que te hagas allí cargo de la construcción de una ciudad para mil doscientas personas, cien por cien independiente, con sus fuentes de energía, sus fábricas indispensables y que cuente con reservas de todo tipo para tres años. Deseo que todo esté listo para que, cuando pase la tormenta, la pongamos en marcha. ¡Tienes dos años!-.
 
Cap. 2.- Los preparativos.
Esa misma semana me había desecho de mis empresas y con el dinero en efectivo, contratamos a los mejores ingenieros y contratistas para que se hiciera realidad mi sueño. Y lo hicieron, vaya que lo hicieron. En la superficie, construyeron un pequeño pueblo que se podría confundir con un complejo hotelero compuesto de cerca de doscientas chalets pero, bajo tierra, a más de cien metros de profundidad, se hallaba el verdadero objeto de mi inversión. Según los científicos a esa profundidad, los sistemas que mantuviésemos allí no se vería afectados por el viento solar y aprovechando una antigua mina de sal, habíamos ubicado en su interior un sistema de ordenadores que competía con el del pentágono. Usando a los mejores informáticos del mundo sin que ellos supieran el objetivo, habíamos hecho una copia de todo el saber humano. Todo libro, todo ensayo o toda investigación que se hubiese realizado hasta el apagón, quedaría resguardado en la memoria cibernética del complejo.
Pero mi sueño iba mas allá, al saber que la guerra y el hambre reducirían el material genético humano, decidí preservar lo mejor del mismo. Por lo que publicité que se iba a crear la mayor base genética del mundo y que se iba a seleccionar lo mejor de la humanidad. Y aprovechando la vanidad de hombres y mujeres, estos con gusto cedieron su material al saber que eran de los elegidos y en menos de un año, en esa isla alejada del mundo, me encontré con que tenía en mi poder el esperma y los óvulos de las mejores cabezas que poblaban la tierra en ese fatídico tiempo.
Por otra parte, construimos enormes almacenes y muelles que llenamos además de con comida, con cientos de vehículos, barcos y aviones, convenientemente desconectados y con sus baterías a buen recaudo bajo toneladas de hormigón hasta que pasase la tormenta solar. También y contraviniendo las normas internacionales, hicimos un acopio de armas de guerra que no se limitaban a fusiles o ametralladoras sino que nos aprovisionamos de misiles y demás armamento pesado.
Y todo ello en menos de dos años.
Lo más difícil fue seleccionar a los habitantes de “la isla del Saber”, tras muchas dudas y gracias a una conversación con Irene, llegué a la conclusión del método de elección. Tenía claro que debían de ser todos jóvenes sin enfermedades y con una capacidad mental a la altura de las circunstancias pero fue mi ayudante la que me dio las bases de la sociedad que íbamos a formar:
-Jefe-, me dijo con su aplomo habitual, -seamos claros: partiendo que usted viene y que espero que también yo sea una de las elegidas, tenemos que considerar que tendremos que maximizar el potencial de crecimiento de la población-.
-Si te preocupa el hecho de acompañarnos, no te preocupes. Cuento contigo pero no he entendido a que te refieres con eso de maximizar el crecimiento-, contesté siendo absolutamente sincero. Su presencia entraba en mis planes pero respecto a lo otro estaba en la inopia.
-Verá, aunque resulte raro, debe haber una desproporción entre hombres y mujeres. Si vamos a disponer del banco de semen y de óvulos, no es necesario que haya igualdad de género e incluso no es deseable porque como los hombres no pueden parir, necesitamos mas vientres que den a luz la nueva raza. Por lo que le propongo que haya un hombre por cada cinco mujeres-
-Me niego. Eso causaría problemas a corto plazo. Imagínate como se podría articular una sociedad básicamente femenina. Sería un desastre, los problemas por tanta diferencia de sexos convertirían a la isla en insoportable-.
-Se equivoca. En primer lugar, sería solo durante una generación porque a partir de los nacimientos la proporción se equilibraría. Si disponemos de mil mujeres a cinco hijos por mujer, en veinte años seríamos un pueblo de cinco mil personas. En cambio, si llevamos a quinientas difícilmente pasaríamos de las dos mil-.
-Tienes razón y estamos buscando el resurgir de la humanidad-, contesté,-¿pero cómo vas a arreglar ese desajuste inicial?, ¿vas a llenar el pueblo de lesbianas?-.
-No, jefe-, me contestó, -alguna habrá que llevar pero estaba pensando en una rigurosa selección psicológica por medio de la cual, las elegidas acepten con agrado dicha desproporción. Tanto los hombres como las mujeres serán seleccionados como si de familias de seis miembros se tratase, deben de compenetrarse. Habrá que escoger los candidatos en función de esa futura sociedad marital, de forma que antes de llegar a la isla, sabremos que personas vivirán en cada casa-.
-¿Me estás diciendo que ya, desde el inicio, habrás formado paquetes de seis personas, cien por cien compatibles?-.
-Sí, las nuevas técnicas de análisis psicológico lo permiten. Recuerde que durante siglos a los hijos se le decía con quién casarse y no fue ello un problema. Hoy en día es posible seleccionar estas familias pluri-parentales. De igual forma, los hombres que elijamos deben de estar a la altura físicamente. Piense que dispondremos de menos de doscientos para las labores duras y de defensa por si algo nos amenaza, por eso creo que el perfil de los mismos debe ser físico y el de las mujeres intelectual -.
-De acuerdo lo dejo en tus manos- respondí sabiendo que eso llevaría a un matriarcado, -el mundo ha ido de culo cuando han mandado los hombres-.
Sin saber a ciencia cierta cómo me iba a afectar eso en un futuro, decidí que a nivel humanidad era lo acertado. Y como en mi caso yo no disponía de pareja, me traía al pario las candidatas que el sistema informático me colocase en casa porque en teoría serían compatibles.
-Y por último-, me explicó, – como no quiero sorpresas y si a usted le parece bien, deberíamos aplicar en nuestros futuros compatriotas los métodos experimentales que nuestra empresa ha venido desarrollando de fijación de normas de conducta…
-Me he perdido-, tuve que reconocer.
La mujer haciendo una pausa, bebió agua y recordándome unos experimentos ultra secretos que habíamos realizado para el ejército, me dijo:
-Tras el desastre se va a producir un gran estrés en todos. Debemos evitar cualquier tipo de conato de insumisión y por lo tanto, creo necesario que grabemos en sus mentes una completa obediencia a nuestras órdenes-.
Con todo el descaro del mundo, se estaba nombrando la segunda líder de nuestra futura sociedad, adjudicándose además una lealtad que yo quería solo para mí y por eso, levantándome de la mesa, le solté:
 

-¿Y como me garantizo yo tu obediencia?. Si acepto tu sugerencia, podrías darme un golpe de estado-.

-Jefe, creo haberle demostrado en estos años mi absoluta subordinación-, contestó Irene, echándose a llorar. -Jamás he discutido una orden suya incluso cuando me mandaba hacer algo poco ético como este plan. Si usted quiere, puede mandar a analizarme por los mejores psicólogos y si aún le queda alguna duda, no pongo inconveniente en ser la primera en someterme al tratamiento-.
-Lo haré-, dije despidiéndome de ella, cortado al darme cuenta que tras esas lágrimas se escondía una demostración de afecto que hasta ese momento desconocía.
Al verla marchar, me quedé mirando su culo y por vez primera desde que la contraté, pensé que sería agradable compartir con ella, no solo el mando de la “isla del Saber” sino mi cama y rompiendo los límites que siempre había respetado en nuestra relación, la llamé. Una vez la tuve nuevamente a mi lado, forcé sus labios con los míos. Tras la sorpresa inicial, Irene se pegó a mi cuerpo y respondiendo al beso con una pasión inaudita, buscó con sus manos mi entrepierna. Satisfecho con su entrega, me separé de ella y diciéndole adiós, le informé que quería que formara parte de las cinco mujeres que me adjudicaran.
La mujer, que en un principio había recibido mi rechazo con dolor, sonrió al escucharme y desde la puerta, me contestó con voz alegre:
-Ya lo tenía previsto, jefe. Y como lo ha descubierto, no me importa decírselo. Llevo enamorada de usted desde el día que me contrató, pero esa no es la razón por la que espero ser una de ellas. El verdadero motivo es que, según nuestros especialistas, somos una pareja perfecta. Sus gustos se complementan con los míos y si no me cree, no tiene más que leer el informe que he dejado sobre la mesa-.
Sorprendido por sus palabras, abrí el sobre que me había dejado y alucinado, reparé que era una advertencia de mi departamento de seguridad datada dos años antes, donde me informaban de la peligrosa sumisión que esa mujer sentía por mí. En ese documento detallaban con absoluta crudeza que Irene estaba obsesionada conmigo y que, además de empapelar su piso con fotos nuestras y haber revelado a sus amistades su enamoramiento, varias veces al mes contrataba los servicios de un prostituto que resultaba una copia barata mía y al que obligaba a vestirse y a actuar como si fuera yo. Si ya eso era revelador, más lo fue leer que en sus encuentros sexuales, ella se comportaba como sumisa, dejando que el vividor la usara del modo que le venía en gana.
“Menuda zorra”, pensé mientras repasaba el dossier. No solo había conseguido evitar que llegara a mis manos sino que usando mi propio dinero había obtenido un completo perfil mío y de mis preferencias, descubriendo que, fuera de la oficina, yo también practicaba a menudo el mismo tipo de sexualidad. Lejos de enfadarme su intromisión en mi privacidad, me divirtió y soltando una carcajada, decidí que esperaría a estar en la isla para poseerla.
“Me queda solo un año para disfrutar de las mujeres del mundo antes que la tormenta asole la civilización y cuando ello ocurra, me recluiré en la isla donde tendré todo el tiempo para moldearla a mi antojo”
 

Cap. 2.- Mi llegada a la isla del saber.
 
Puse mis pies por vez primera en esas tierras el doce de octubre de 2015. La fecha la elegí por dos motivos: el primero y más importante fue que ese día empezaba el margen de seguridad que nos habíamos dado y aunque estaba previsto para principios de diciembre, no quería correr el riesgo de quedarme fuera, siendo además el 523 aniversario del descubrimiento de América, lo que le daba un significado especial: Si la hazaña de Colon marcaba, para la cultura hispana, el inicio de la edad moderna por el encuentro de dos mundos, esa fecha marcaría también en el futuro, el hundimiento de la sociedad tal y como la conocíamos y el resurgir de una nueva era.
Como habíamos acordado, Irene me esperaba en el helipuerto. Desde el helicóptero que me había llevado hasta allá, observé que esa mujer venía enfundada en un vestido de cuero negro totalmente pegado, lo que le dotaba de una sensualidad infinita. Al verla recordé la cantidad de veces que durante el último año estuve a punto de llamarla para disfrutar de su cuerpo pero siempre, cuando ya tenía el teléfono en mi mano, cambié de opinión al saber que ella estaría esperándome a mi llegada.
Sabiendo que cuando se marchara el piloto con la aeronave, nada ni nadie saldría de la isla y que en lo que a mí concernía, el mundo ya había desaparecido, decidí que era el momento de tomar lo que era mío y por eso tras responder a su saludo, la cogí entre mis brazos y pasando mi mano por su trasero, le ordené que me mostrara las instalaciones.
Ella, al sentir el posesivo gesto con el que la saludé, puso cara de satisfacción y rápidamente me dio un tour preliminar por el pueblo y demás edificaciones, dejando para lo último el bunker bajo tierra.
Al llegar a la antigua mina, me sorprendió el buen trabajo que mi asistente había realizado. No solo se palpaba que la obra estaba acorde con las especificaciones sino que una vez en el terreno, no me costó advertir que había realizado mejoras sobre el proyecto inicial. Irene me fue detallando todos los detalles y el dinero que había invertido, explicándome los ahorros que había conseguido. Al oírla, no pude evitar el reírme. Ella confusa por mi reacción me pidió que le explicase la razón de mi risa:
-No te das cuenta que en menos de dos meses, el dinero que me sobra no valdrá para nada-, contesté.
-Se equivoca. Usando los poderes que me dio, no solo me he gastado el resto de su fortuna sino que le he hipotecado de por vida-, respondió con una sonrisa.
-No te alcanzo a entender-, dije bastante molesto por que, como de costumbre, me llevara la delantera.
-Usted sabe que durante toda la historia de la humanidad, ha existido un valor refugio-.
-Claro. El oro, ¡pero que tiene eso que ver!-.
-Desde el primer día he estado acumulando todo el oro que he podido y cuando se gastó su dinero, pedí a los bancos que nos financiasen mucho más, usando lo comprado como garantía-
-¡Serás puta!, me has arruinado-, contesté sin parar de reír, -¿Cuánto has conseguido?-.
-Veinte toneladas-.
Al escuchar de sus labios, la cifra hice cálculos y comprendí a que se refería. Mi brillante asistente había acumulado oro por valor de setecientos millones de euros. Sabiendo que si todo fallaba, me había metido en un broncón considerable pero si la tormenta tenía lugar, eso daría a nuestros descendientes una herramienta con la cual canjear toda serie de productos con el exterior, dije:
-Bien hecho, pero que sea la última vez que me ocultas algo tan importante. Si vuelves a hacerlo, no tendré más remedio que castigarte-.
-¿Y no podría darme un anticipo?-, respondió poniendo un puchero, -llevo un año esperando y además tengo que reconocerle que le esperan más sorpresas-.
Su descaro me volvió a divertir y cediendo a sus ruegos, le di un fuerte azote en sus nalgas mientras que con la otra mano acariciaba uno de sus pechos. La muchacha gimió sin cortarse por la presencia de público y sonriendo, me dio las gracias.
-Lo necesitaba-, exclamó pasando su mano por el adolorido trasero y volviendo a su cometido inicial, me pidió que tomáramos el ascensor para bajar a la zona de ordenadores.
Encerrado en el estrecho habitáculo, solo con ella, mientras bajábamos los cien metros que nos separaban de la sala a la que íbamos, no pude dejar de fijarme que bajo su vestido, dos pequeños bultos revelaban a la altura de su pecho la excitación que dominaba a la muchacha al saber que en pocas horas, iba a hacer realidad su sueño de tenerme. Forzando su sumisión, le pedí que se quitara las bragas.
-¿Ahora?-, me preguntó confundida.
-Sí y no quiero repetirlo-.
Sonrojada al máximo, Irene se levantó el vestido, dejándome disfrutar de unas piernas perfectamente torneadas que esa noche iba a poseer, y despojándose del coqueto tanga rojo que llevaba, me lo dio. Al cogerlo, me lo llevé a la nariz y por vez primera, olí el aroma dulzón de esa mujer. Mi sexo reaccionó irguiéndose por debajo del pantalón, hecho que no le pasó inadvertido a mi acompañante, la cual, para reprimir su deseo inconscientemente juntó sus rodillas.
-Hueles a zorra-, le dije poniendo sus bragas a modo de pañuelo en mi chaqueta. –no sé si voy a aguantar las ganas de poseerte hasta esta noche-.
-Soy suya-, respondió acalorada, -pero, antes de que lo haga, debo de enseñarle el resto de la Isla-.
Afortunadamente para ella, en ese momento se abrió el ascensor. Una enorme sala pulcramente recubierta de mármol blanco apareció ante mis ojos. No tardé en comprender que estábamos en la zona de cómputo. Multitud de cerebros electrónicos aparecieron ante mis ojos y tras una mampara, apareció una belleza oriental que me dejó sin hipo con su cara aniñada y su cuerpo menudo. Irene sonrió al descubrir mi reacción al ver a la japonesa y llamándola dijo:
-Akira, ven que quiero presentarte al jefe-.
La muchacha, bajando su mirada, se acercó a donde estábamos y haciendo una reverencia tan usual en su país de origen, esperó a que mi empleada hablara. Irene ceremonialmente me presentó a la cría, explicándome que era la ingeniero jefe de sistemas y que tenía bajo su mando todo el mantenimiento de los equipos informáticos.
-Encantado de conocerla-, dije dándole un beso en su mejilla. Ese gesto terminó de ruborizarla al no ser común en el Japón que un jefe saludara de esa forma a una ayudante.
-Señor, no sabía que usted venía-, dijo tartamudeando, -Siento no haberle recibido como se merece-.
-Así está bien, me gusta conocer a la gente en su lugar de trabajo-.
-Pero es que no he tenido tiempo de arreglarme y quería causar en usted buena imagen-, respondió casi entre lágrimas.
No comprendí su reacción hasta que vi a Irene, consolándola con un beso en la boca, le informó que esa noche la cena era a las ocho. El haber visto a esas dos mujeres morreándose me había excitado, pero también me había revelado que esa monada era una de las cuatro ocupantes de mi casa que no conocía. Satisfecho por la acierto de la elección, me despedí de ella, con otro beso pero esta vez en la boca y forzando sus labios con mi lengua mientras mi mano comprobaba la exquisitez de sus formas. La muchacha se derritió entre mis brazos y boqueando para respirar, me dio las gracias entre sollozos.
-¿A esta que le pasa?-, pregunté a mi asistente nada más entrar al ascensor.
-No se preocupe, jefe. Esta feliz por la calidez de su recibimiento, el problema es que es muy emotiva y comprenda que he tenido tres meses para hacerla comprender quien es usted y que espera de ella-.
-He adivinado que es una de las otras cuatro pero dime: ¿quién le has dicho que soy yo?-.
-Pues quien va a ser, ¡su amo!-, respondió poniendo sus piernas entre la mía, -jefe, como sabía de sus gustos, la he adiestrado a conciencia. No todas sus mujeres comparten nuestra manera de amar, pero le aseguro que ninguna le va a defraudar y menos yo-.
Su mirada me reveló la excitación que la consumía al tenerme tan cerca y por eso, le dije:
-Desabróchate un botón-.

La muchacha me obedeció y eso que no comprendía todavía que mi intención era irla calentando a medida iba pasando el día. Al hacerlo me dejó entrever un discreto escote pero, aun así, lo poco que revelaba se me antojaba apetecible.
-Tócate los pechos para mí-, ordené interesado en forzar sus límites.
Avergonzada pero excitada, recorrió sus aureolas con sus dedos mientras las palmas me dejaban calcular su tamaño al sopesarlos.
-Tienes unas buenas ubres-, dije con deseo, -Esta noche te prometo que si te portas bien mordisquearé tus pezones-.
Mis palabras hicieron mella en la muchacha que, sin poderlo evitar, se restregó contra mi cuerpo diciendo:
-Jefe, ¿no cree que haber elegido a Akira hace que me merezca una recompensa?-.
Su entrega me cautivó y bajando mi mano a su entrepierna, alcé su vestido y con un dedo recorrí los pliegues de su sexo. Irene soltó un pequeño gritó al sentir mis yemas acariciando su clítoris e involuntariamente separó sus rodillas para facilitar mis maniobras. Su completa sumisión estuvo a punto de hacerme parar el ascensor y tomarla allí mismo, pero comprendiendo que era una guerra a medio plazo, estuve acariciando unos segundos más su pubis y cuando ya consideré que era suficiente, la separé diciendo:
-¿Ahora adónde vamos?-.
-Al área de reproducción-, me contestó totalmente acalorada y mordiéndose los labios para reprimir sus ganas de correrse.
-¿Alguna sorpresa?-, le susurre al oído mientras le daba un pequeño azote.
-Sí-, respondió comprendiendo al vuelo mi pregunta,- Adriana Gonçalvez, además de ser la responsable del Banco de Genes y jefe médico de la isla, es otra de las mujeres con las que vamos a compartir casa-.
-Por lo que veo, haz seleccionado a esas mujeres tanto por su compatibilidad con nosotros como por su valía, de manera que las responsables de las áreas vitales de la isla serán las que formen parte de nuestra sui generis familia-.
-No podía ser de otro modo, así tendremos controlado lo que ocurra-.
-Bien pensado-, respondí dándome cuenta de la inteligencia que esa mujer tenía y sobre todo de su sentido práctico y, con nervios, esperé a que se abriera la puerta del ascensor para conocer a mi siguiente novia.
El área sanitaria estaba compuesta de un pequeño hospital con un área anexa donde se ubicaban nuestras existencias genéticas. Al entrar vi con desilusión que la mujer que estaba sentada en la mesa era una insulsa castaña de aspecto nórdico. Cabreado pensé que al lado de las otras dos, esta era una birria y con paso cansino, me dirigí a saludarla. Cuando ya estaba a punto de presentarme, oí a Irene decir:
-Gertud, te presento a nuestro presidente-.
La mujer poniéndose de pie y adoptando un aire marcial, me extendió la mano, diciéndome que era un honor el conocerme. Lo adusto de sus modos me repelió pero no dije nada y fue entonces cuando mi asistente le preguntó por su superiora de un modo al menos chocante:
-¿Dónde está la zorra de tu jefa?-
Sin poder reprimir una risa de gallina clueca, respondió que estaba en la sala de frío pero que enseguida la llamaba y chocando sus tacones al estilo nazi, desapareció por la puerta. Al cabo de tres minutos, salió del interior un pedazo de mujer. Adriana resultó ser una mulata alta pero bien proporcionada. Al acercarse a mí, caí en la cuenta que era de mi estatura y que aunque desde lejos no se notaba, esa mujer tenía además de unos pechos grandes, lucía un culo aún más enorme.
Al verme, sonrió y andando como si bailara, se acercó a mí y pegándome un besazo en los morros, dijo con su característico acento:
-Encantado de conocerte, ¡mi amor!. No te haces la idea de las ganas que tenía de conocer al tan nombrado Lucas-.
Su simpatía innata me cautivó desde el primer momento y siguiéndole la broma, le solté que no sabía que era tan famoso.
-No joda, primor. La perra de Irene no ha hecho más que nombrarte durante los últimos dos meses-, respondió sonriendo con una dentadura perfecta,- pero pase a mi despacho-.
Casi a empujones me llevó a su cubículo y dejando pasar a mi asistente, cerró la puerta. Al hacerlo, se quitó la bata, dejándome comprobar que no me había equivocado al pensar que estaba estupendamente dotada por la naturaleza. Me quedé absortó al percatarme que bajo la blusa de tirantes que vestía, sus pechos bailaban desnudos sin la incómoda presión de un sujetador pero más al observar que tenía los pezones completamente erizados. Mi cara debió de ser de órdago porque enseguida advirtió la lascivia de mi mirada y soltando una carcajada, me dijo:
-No creas que me he puesto cachonda al verte. Es el puto frio del congelador donde tenemos el semen-.
-¡Qué bruta eres!-, repeló Irene un tanto molesta por el poco tacto de la mulata.
-Tienes razón, perra mía. Disculpa Lucas no fue mi intención molestarte-.
-No lo has hecho-, respondí, descojonado con el desparpajo de esa hembra.
-¡Qué bueno!, por fin alguien con sentido del humor y no estas guarras con las que vivo-, dijo y cambiando su semblante, bajó la voz para preguntarme: -Como ya estás aquí, se supone que el desastre se aproxima, o ¿no?-.
-Calculamos que en menos de dos meses-, explicó Irene al comprobar que me había quedado paralizado al enterarme que esa mujer sabía lo que se avecinaba y dirigiéndose a mí me confirmó que todas las habitantes de la casa estaban informadas del asunto.
-Recuérdame que te castigue-, dije, aliviado, al no tener que exponer a ellas el futuro y que era lo que íbamos a hacer ahí.
-¡Puta madre!, primor. Ya era hora que llegaras y le dieras una buena tunda. No sabes las veces que he tenido que sustituirte. Esta guarra cuando estaba triste, me pedía que le comiera su chichi y paqué… cuando se corría en vez de oír mi nombre era el tuyo, el que salía de sus labios. Además estoy harta de tanta teta, lo que necesita este cuerpo es una polla que le dé un buen meneo-.
La imagen de esa mulata comiendo el coño a la rubia, me terminó de excitar y entonces decidí que era el momento de comprobar hasta donde llegaba el acatamiento de mis órdenes, por lo que mirando a Adriana a los ojos, le dije:
-Eso quiero verlo-.
-¿Aquí?-, respondió extrañada pero al ver que con la cabeza lo confirmaba, me miró divertida y empezando a desabrochar el vestido a mi asistente, exclamó: -Si lo que quieres es ver a esta guarra corriéndose, la verás. Solo te pido que si necesitas desahogarte, lo hagas con tu mulata-.
Irene, completamente abochornada por su papel, se quedó quieta mientras la mulata terminaba de despojarla del vestido. Casi desnuda y con un coqueto sujetador como única vestimenta esperó con el rubor cubriendo sus mejillas el siguiente paso de Adriana. Esta al ver que no llevaba bragas, pasó uno de sus dedos por los pliegues de su sexo y mirándome, me dijo:
-Lucas eres un cabronazo, ¡mira como tienes a la pobre!. Cachonda y alborotada-.
Al ver que le devolvía una sonrisa como respuesta, la brasileña comprendió lo que esperaba de ella y dando la vuelta a mi asistente, le quitó el sujetador y cogiendo sus pechos en sus manos, me los enseñó diciendo:
-Menudo par de pitones tiene la perra. Se nota que estás mirándola porque casi no la he tocado y ya está verraca-.
Aumentando la calentura de su pobre víctima, le pellizcó los pezones mientras le susurraba que era una guarra. Irene suspiró al notar la acción de los dedos de la morena sobre sus aureolas y sin dejarme de mirar, llevó la boca de Adriana hasta sus pechos. Esta se apoderó de los mismos con su lengua y recorriendo los bordes rosados de su botón, los amasó sensualmente entre sus palmas. Mi asistente, incapaz de contenerse, gimió mientras intentaba despojar a su captora de la blusa. La mulata no la dejó y de un empujón, la sentó sobre la mesa del despacho.
-Abre tus piernas, putita mía. Quiero que el patrón disfrute de la visión de tu coño mientras te lo como-, ordenó bajando su cabeza a la altura del pubis de la rubia.
 

Desde mi posición, pude observar que llevaba el sexo completamente depilado y que Miss Cerebrito se estaba excitando por momentos. Queriendo participar, me puse al lado de ambas mujeres y mientras acariciaba el culo de la morena, me entretuve acariciando por primera vez el cuerpo de mi bella asistente. Irene excitada era más atractiva de lo que me había imaginado, sus ojos presos del deseo tenían un fulgor que jamás había conseguido vislumbrar en una mujer. No solo era una belleza sino que todo en ella era seductor, incluso el sonido de sus gemidos tenían una dulzura que me cautivaban.

Adriana, más afectada, de lo que hubiera querido demostrar, se retorció cuando mi mano, levantando su falda, se introdujo bajo la braga y cogiendo parte del flujo que ya empapaba su sexo, lo llevé hasta la boca de la rubia.
-Chupa mis dedos-, ordené a mi asistente. – y comprueba si está lista-.
Con gozo, se los introdujo en su boca y casi chillando, me contestó que sí. Colocándome detrás de la mulata, me bajé los pantalones y sacando mi pene de su encierro, puse la cabeza de mi glande en el sexo de la morena. Al comprobar que incapaz de soportar los celos porque ella no iba a ser la primera, Irene había cerrado sus ojos, le dije:
-Quiero que abras los ojos para que veas como me follo a una verdadera mujer y mientras lo hago, te prohíbo el correrte-, dije a Irene y dirigiéndome a la mulata, le solté: -Si consigues que me desobedezca, te la entrego durante una semana-.
Adriana, estimulada por la recompensa, aceleró las caricias de su lengua mientras torturaba los pezones con sus dedos. Pude ver que luchando contra el deseo, mi rubia apretaba sus manos y con la cara desencajada, de sus ojos brotaban unas lágrimas. Aprovechándome de la lucha de ambas mujeres, separé las nalgas de Adriana y con gozo descubrí que su negro ojete parecía intacto.
“Poco le durará la virginidad”, pensé mientras de un solo empujón, clavé mi miembro hasta el fondo de la brasileña.
Esta gimió de gozo al notar que mi glande chocaba con la pared de su vagina e metiendo dos dedos en el interior de Irene, empezó a retorcerse buscando su propio placer. Con satisfacción, comprobé que mi sexo discurría con facilidad dentro del estrecho conducto de la morena y cogiéndola de los pechos, fui apuñalándola con mi estoque. Acelerando lentamente mi ritmo, conseguí sacar de su garganta la comprobación genuina que estaba ante una mujer fogosa y no tardé en escuchar que sus suspiros se iban trastocando en berridos, mientras su dueña sin perder el ritmo de mi galope, no paraba de intentar que su amiga se corriera.
Supe que Adriana estaba a punto de correrse, cuando sentí sobre mis piernas la humedad inmensa que brotaba del interior de su sexo y cogiéndola de su melena, arqueé su espalda para preguntarle:
-¿Suficiente meneo?-.
-Sí, cabrón. ¡Como necesitaba una buena polla!-, gritó desplomándose sobre el cuerpo de la rubia.
Esa nueva posición, me permitió gozar por completo de sus glúteos y soltándole un azote, le ordené que se corriera. Completamente fuera de sí, empezó a jadear mientras su cuerpo temblaba preso del placer. Su orgasmo fue el detonante del mío y derramándome en su interior, alcancé el primero de los clímax que esa isla pondría mi disposición.
No había terminado de eyacular cuando miré a Irene. Ella me devolvió la mirada con un ligero reproche pero, reponiéndose al instante, alegre comentó:
-Hace un año, le prometí que nunca desobedecería sus órdenes y no lo he hecho, esta puta no ha conseguido su objetivo por lo que soy libre-.
-Te equivocas-, contesté,-eres de mi propiedad y esta noche te has ganado compartir mi cama-, respondí y atrayéndola hacia mí, deposité en sus labios un beso como recompensa.
Mi asistente, abrochándose el vestido, soltó una carcajada y dirigiéndose a la morena, dijo:
-Teniendo a mi jefe en casa, ya no te necesito. ¡Cacho guarra!-.
Adriana, en plan de broma, frunció el ceño y haciendo como si llorara, rogó que no la abandonase. La rubia, muerta de risa, contestó que lo pensaría mientras le ayudaba a ponerse la blusa y mirando el reloj, me dijo: -son las seis, debería descansar porque he quedado con las demás a las ocho -.
Fue entonces cuando me percaté que esas mujeres habían forjado una maravillosa relación y que lejos de competir, se complementaban tal y como habíamos previsto. Me alegró comprobarlo porque eso significaba que mi vida en esa isla tendría al menos placer a raudales y comprendiendo que tenía razón respecto a la hora, miré a Adriana y le pregunté:
-¿Nos acompañas?-.
-No, mi amor. Tengo cosas que terminar. Piensa que ha llegado el capullo del presidente y querrá que durante la cena le informe de los progresos de mi departamento-.
-Creo que a ese capullo no le importará que lo dejes para mañana-, contesté porque me apetecía la compañía de esa mujer tan descarada.
-A él quizás no pero a mí sí, no me gusta dejar temas pendientes-, susurró a mi oído mientras me daba un beso.
Sabiendo que era correcto por la gravedad de lo que se avecinaba, no insistí y cogiendo de la cintura a mi asistente, me dirigí hacia la salida. Acabábamos de cerrarse el ascensor, cuando pegándose a mí, Irene dijo:
-¿Verdad que es encantadora?-.
-Sí, espero que también hayas acertado con las otras tres-.
-Por eso no se preocupe. Ya conoce a Akira y como le dije es una princesita sumisa. Adriana es un torbellino y las otras dos no le defraudarán-.
-Cuéntame quienes son-.
-Johana es la responsable de seguridad y lo que tiene de bruta en su trato con sus subalternos, lo tiene de encantadora dentro de la casa. Le parecerá imposible cuando la vea. Cuando la elegí era la comandante más joven de los Navy Seal. Como buen marine es físicamente una bestia pero, con usted, se comportará como un dulce corderito. Le prometo que le encantará-.
-¿Y la última?-.
-Suchín. Ella es la encargada de hacer producir los campos. Como experta en agricultura y ganadería es excelente pero lo que me inclinó a elegirla es que como cocinera no tiene paragón. No solo domina la cocina de su país natal, Tailandia, sino que es una verdadera experta en todas las demás-.
Que no me hiciera referencia a su físico ni a su carácter, me mosqueó y sin más preámbulos, le pregunté el motivo de ese silencio. La mujer, entornando sus ojos, me contestó:
-Jefe, ¡a las mujeres siempre nos gusta tener un secretito!. Pero no se inquiete, quedará complacido con la elección-.
Confiado de su buen juicio, determiné que si quería guardarse un as en la manga, no iba a ser yo quien la forzara y sacando un collar de mi bolsillo, se lo regalé. La mujer se quedó sorprendida al recibir una joya y casi sin mirarlo, me pidió que le ayudase a ponérselo.
-No lo has visto bien-, dije acariciando su trasero.
Irene me miró extrañada y leyendo la pequeña inscripción del broche en voz alta, sonrió:
-Propiedad exclusiva de Lucas Giordano-.
 
Cap. 3.- En la casa, sigo conociendo a la familia.
 
Al llegar a la casa que sería mi hogar lo que me restara de vida, descubrí que era la única diferente de la isla. Pintada en color ladrillo, su tamaño hacía que sobresaliera sobre todas las demás. No me hizo falta preguntar el motivo de la desproporción entre ella y el resto, era la casa del mandamás y debía quedar claro desde el principio. En su interior descubrí nuevamente el buen gusto de Irene, manteniendo la sobriedad, sus estancias rezumaban clase y practicidad por igual. Decorada con un estilo minimalista, no faltaba ninguna comodidad. Una sección de oficinas daba paso a una serie de salones amplios y luminosos.
-Esta es la parte para uso oficial. Espero que la privada también le guste-.
Sin saber adónde ir, seguí a mi asistente por una escalera de mármol y en cuanto traspasé la puerta que daba acceso a nuestras dependencias, comprendí a que se refería. Era una copia de mi piso de Madrid, solo que más grande y que en vez de tener un solo dormitorio, del salón salían al menos una docena. Alucinado porque hubiese recreado hasta el último de los detalles, me dirigí hacia mi cuarto y al entrar descubrí que no solo había hecho traer todos mis muebles sino que todas mis pertenencias y mis fotos estaban ubicadas en el mismo lugar que en el departamento al que ya no volvería.
-Quería que se sintiera en su hogar-, dijo al ver mi desconcierto y señalando la cama, comentó:-Lo único que es diferente es esto. Si va a tener que acoger ocasionalmente a seis personas que menos sea de tres por tres-.
-Eres maravillosa-, le dije con ganas de estrenar tanto la cama como a ella.
La muchacha percatándose de mis siniestras intenciones, se escabulló como pudo y desde la puerta, me informó:
-He dispuesto que tuvieran su baño preparado, luego me dice que le ha parecido-.
Cabreado por quedarme con las ganas de poseerla, me quité la chaqueta y depositándola sobre un sillón me dirigí hacia el baño. Al entrar me quedé paralizado al descubrir que, de espaldas a mí, había un negrazo de más de dos metros totalmente desnudo. Solo me dio tiempo de mirar la tremenda musculatura de su espalda antes que indignado y sin medir las consecuencias, le espetara:
-¡Qué coño hace usted aquí!-.
El sujeto dio un grito por la sorpresa pero, al girarse descubrí, que no era él sino ella quien estaba en cueros sobre las baldosas de mármol. Cortado por mi equivocación, no pude más que pedirle perdón por mi exabrupto y ya tranquilo, le pregunté que quien era. La muchacha, con una dulce voz que chocaba frontalmente con el tamaño de sus antebrazos, ya que, parecía una culturista, me contestó:
-Soy Johana. Irene me ha pedido que le ayude a bañarse porque venía cansado del viaje y necesitaba un masaje, pero si le molesta mi presencia me voy-.
-No hace falta, quédate-, respondí y aunque estaba cabreado con la rubia, la pobre cría no tenía la culpa.
Johana sonrió al escucharme y cuando lo hizo su cara se trasformó, desapareciendo la dureza de sus rasgos y confiriendo a su rostro una ternura que derribó todos mis reparos. Dándose cuenta que no estaba enfadado con ella, la mujer se aproximó a mí. Cuando la tuve cerca, avergonzado, descubrí que mi cara llegaba a la altura de sus pechos, no en vano posteriormente me enteré que la pequeñaja medía dos metros diez.
“Soy un pigmeo a su lado”, pensé asustado por su tamaño.
Si se dio cuenta de mi asombro, no le demostró y llevando sus manos a mi camisa, me empezó a desabrochar los botones sin dejar de mirarme a la cara. Yo mientras tanto no podía dejar de observar lo desarrollado de los músculos de la dama y sin darme cuenta, llevé mi mano a uno de sus pechos. Al posar mi palma sobre su seno, descubrí que, lejos de ser pequeño, era enorme y que lo que me había hecho cometer el error de pensar que era plana, era que al ser ella tan musculosa, parecían a simple vista enanos. Inconscientemente, pellizqué su negro pezón. Al hacerlo, como si tuviese frío, se encogió poniéndose duro al instante.
Su dueña debía estar acostumbrada a provocar esa reacción en los hombres, porque con lágrimas en los ojos, dijo sollozando:
-Soy una mujer, no un monstruo-.
Avergonzado por mi falta de sensibilidad, le pedí perdón y alzando mi brazo, cogí su cabeza y bajándola hasta “mi altura”, deposité un suave beso en sus labios. La muchacha al sentir mi caricia, abrió su boca dejando que mi lengua jugara con la suya y durante un minuto, nos estuvimos besando tiernamente.
Fue una sensación rara sentirme un juguete entre sus brazos. Nunca se me había pasado por la cabeza que una hembra tan alta y musculosa pudiese ser tan dulce y menos que me atrajera, pero lo cierto es que bajo mi pantalón, mi pene medio erecto opinaba lo contrario. Johana, dejándose llevar por la pasión, me terminó de desnudar y después de hacerlo, me abrazó y alzándome, me llevó hasta el jacuzzi. Protesté al sentir que mis pies abandonaban el suelo y que ella como si fuera un niño me hubiese levantado sin ningún esfuerzo.
-Deje que le cuide-, respondió la mujer, haciendo caso omiso a mis protestas y depositándome suavemente dentro de la burbujeante agua, prosiguió diciendo: -aunque ya me lo había dicho Irene, no la creí cuando me contó que el jefe me iba a conquistar con su mirada-.

Acojonado por la profundidad del afecto que leí en sus ojos, no puse reparo cuando acomodándose en la enorme bañera, me cogió con una sola mano y con cariño me colocó entre sus piernas. Sin esperar nada más, comenzó a darme besos en el cuello mientras presionaba con sus pechos mi espalda. Me retorcí de gusto al sentir sus caricias y ya convencido, apoyé mi cuerpo contra el suyo. Johana lentamente me enjabonó la cabeza dándome un suave masaje al cuero cabelludo. Estuve a punto de quedarme dormido por sus caricias pero, antes que lo hiciera, la mujer empezó a recorrer mi pecho con sus manos. La sensualidad sin límite que me demostró al hacerlo, hizo que dándome la vuelta, metiera uno de sus pezones en mi boca y mordisqueándolo con ligereza, empezara a mamar de su seno como si de un crío me tratara. La negra no pudo reprender un sollozo cuando sintió mis dientes contra su oscuro pecho. Envalentonado por su entrega, bajé mi mano hasta su entrepierna y separando los pliegues de su sexo, me concentré en su clítoris. Como el resto de su cuerpo, su botón era enorme y cogiéndolo entre mis dedos lo acaricié, mientras miraba como su dueña se derretía ante mi ataque. Sus gemidos se hicieron aún más patentes cuando ahondando en mis maniobras, aceleré la velocidad de los movimientos de mi mano. Temblando como un flan, la enorme mujer me confesó:
-Nunca he estado con un hombre-.
-¿Eres lesbiana?- pregunté extrañado porque no me cuadraba con la pasión que hasta entonces había demostrado.
-No, pero nunca me han hecho caso porque les doy miedo-, me respondió llorando.
-A mí, no me das miedo-, le dije dándole un beso mientras mi mano seguía torturando su sexo y señalando mi pene ya totalmente excitado le dije: -Lo ves, está deseando tomarte-.
La mujer se quedó de piedra, tras lo cual, colmándome de besos, me dio las gracias por verla como una mujer. Sabiendo que no podía fallarle, me levanté sobre el jacuzzí y le pedí que me aclarara. Johana no se hizo de rogar, de manera que en pocos segundos ya había quitado cualquier resto de jabón de mi cuerpo. Al comprobar que estaba limpio, le solté:
-Llévame a la cama-.
Johana, sin estar segura de que hacer, se quedó mirando. Comprendí que debía aclararle que quería y por eso, dije:
-Si fueras del tamaño de Akira, te llevaría en brazos hasta la cama-.
Soltando una carcajada, levantó mis ochenta y cinco kilos sin ningún tipo de esfuerzo, de forma que en pocos segundos me depositó sobre las sábanas e indecisa sobre cómo comportarse se quedó de pie, mirándome.
Aprovechando sus dudas, apoyé mi cabeza sobre la almohada y me puse a observarla. Johana estaba enfrascada en una lucha interior, el deseo le pedía tumbarse a mi lado pero el miedo al rechazo la tenía paralizada. Yo, por mi parte, usé esos instantes para evaluarla detenidamente pero sobre todo para pensar en cómo tratarla. Físicamente era impresionante, no solo era cuestión de altura ni siquiera de músculos, lo que verdaderamente me acojonaba era que la mujer de veintiocho años que tenía enfrente solo había sufrido rechazos por parte de los hombres. Si quería que ese pedazo de hembra se integrase en la extraña familia que íbamos a formar, debía de vencer sus miedos y por eso, valiéndome de su pasado militar, le pregunté:
-¿Cuál era tu rango en los Navy?-.
-Comandante-, contestó poniéndose firme.
Verla en esa posición marcial, me dio morbo porque siempre había querido tirarme a una uniformada. Retirando de mi mente la imagen de poseerla vestida con botas y correas, le ordené:
-Comandante, túmbese a mi lado-.
Al escucharme, se le iluminó el rostro porque si entendía ese lenguaje e imprimiendo una dulzura extraña en alguien tan enorme, respondió.
-Sí, señor-.
En cuanto la tuve a mi vera, la besé mientras recorría con mis manos su negra piel. Ella, al no estar acostumbrada a recibir caricias, se mantuvo quieta sin moverse como temiendo que todo fuera un sueño y que ese hombre que recorría sus pechos desapareciera al despertarse. Su pasividad me dio alas y bajando por su cuello, recogí uno de sus pezones entre mis labios mientras el otro disfrutaba de los mimos de mis dedos. Los primeros suspiros llegaron a mis oídos y ya con confianza, descendí por su torso en dirección a su sexo. Cuando estaba a punto de alcanzar mi meta, los miedos de la mujer volvieron y asustada, juntó sus rodillas. Ya sabía cómo manejarla, esa mujer necesitaba ser tratada alternando autoridad y ternura. Por eso, levantándome de su lado, le grité:
-Abra inmediatamente sus piernas-.
Adiestrada a obedecer sin rechistar, Johana separó sus piernas, de manera que, desde mi posición, pude contemplar por primera vez su coño abierto y húmedo. Si en vez de esa virgen, la mujer de mi cama hubiera sido otra, sin dudar, me hubiese lanzado como un kamikaze, pero en vez de ello, bajé hasta sus tobillos y con la lengua fui recorriendo sus pantorrillas con lentitud estudiada.
Trazando un surco de saliva sobre su piel, fui jugando con sus sensaciones.
Cuando sentía que se acaloraba en exceso, retrocedía unos centímetros y en cambio cuando percibía que se relajaba, aceleraba mi ascenso. De esa forma, todavía seguía a mitad de sus muslos, cuando advertí los primeros síntomas de su orgasmo.
-Tiene permitido tocarse-, dije al notar que la mujer luchaba contra sus prejuicios.
Liberada por mis palabras, pellizcó sus pechos y separando sus labios, me pidió permiso para masturbarse.
-Su coño es mío y le advierto que no admito discusión-.
Mi orden causó el efecto esperado y Johana, al escuchar que reclamaba la propiedad de su sexo, se retorció sobre la cama, dominada por un deseo hasta entonces desconocido para ella. Satisfecho, recorté la distancia que me separaba de su pubis. Con la respiración entrecortada y el sudor recorriendo su cuerpo, esperó a que mi lengua rozara sus labios, para correrse ruidosamente.
Acababa de ganar una escaramuza, pero tenía que vencer en esa batalla, asolando todas sus defensas y obligarla a aceptar una rendición sin condiciones, por eso, sin darle tiempo a reponerse, tomé su clítoris entre mis dientes mientras que con un dedo, recorría la entrada a su cueva. Sollozó al notar mis mordiscos y reptando por las sábanas, intentó separarse de mi boca.
-No le he dado permiso de moverse-, solté sabiendo que su huida era producto de un miedo atroz a lo que se avecinaba. Deseaba ser tomada pero le aterraba no estar a la altura y defraudarme.
Al volver a su sitio, directamente la penetré con mi lengua, jugando con su himen aún intacto y saboreando su flujo, conseguí profundizar en su deseo. Su coño ya se había convertido en un pequeño manantial y recogiendo con mi lengua su maná, lo fui bebiendo mientras ella no paraba de gemir como una loca. Su segundo orgasmo cuajó al llevar una mano hasta mi pene y hallarlo completamente erguido. El placer de la mujer fue in crescendo hasta que gritando como posesa de desparramó sobre la cama.
Sin darle tregua, me levanté y poniendo mi glande en su entrada, la miré. En su cara pude adivinar un poco de miedo y mucho deseo. Por eso sin esperar a que recapacitara y que nuevamente se echara atrás, la penetré lentamente rompiendo no solo su himen sino el último de sus complejos. Johana sollozó al sentir su virginidad perdida. En cambio a mí, me sorprendió tanto la calidez como lo estrecho de su conducto.
“Una mujer tan enorme con un coño tan pequeño”, pensé mientras dejaba que se acostumbrara a tenerlo en su interior.
Tumbándome sobre ella, mordisqueé unos de sus pezones hasta sacar de su garganta un gemido. Cuidadosamente empecé a moverme, sacando y metiendo mi extensión de su coño mientras no dejaba de mamar el néctar de sus pechos. Johana que se había mantenido a la espera, lentamente imprimió a sus caderas un ligero ritmo que se fue incrementando a la par que mis penetraciones. Poco a poco la cadencia de nuestros movimientos fue alcanzando una velocidad de crucero, momento en que decidí que forzar su entrega y levantándome sobre ella, convertí mis penetraciones en fieras cuchilladas. Ella chilló descompuesta al notarlo y estrechando mi cuerpo con sus piernas, se clavó hasta el fondo de sus entrañas mi pene erecto.
Asumiendo que no iba a durar mucho y que no tardaría en derramar mi simiente en su interior, la di la vuelta y obligándola a ponerse de rodillas, la volví a tomar pero esta vez sin contemplaciones. La nueva posición le hizo experimentar sensaciones arrinconadas largo tiempo y gritando a voces su sumisión y entrega, se corrió dejándose caer sobre las sábanas. Alargué su clímax, con una monta desenfrenada hasta que explotando de placer eyaculé rellenando su sexo con mi semen.
Agotado, me tumbé a su lado. Rendida a mis pies, sus ojos me miraron con cariño mientras me decía:
-Me dejaría matar por usted-.
Estaba a punto de besarla cuando oí un ruido en la puerta, al levantar la mirada, me encontré que Irene y Adriana estaban de pie mirándonos.
-Has perdido la apuesta. Ya te dije que Lucas haría que esta estrecha se comportara como un cervatillo-, escuché decir a mi asistente antes de salir corriendo de la habitación con su amiga.
Comprendí que esa sabionda, no solo me había preparado una encerrona sino que conociendo de antemano mi modo de actuar, se había apostado a que yo vencía los miedos de Johana. Mirando a la mujer que yacía a mi lado, cabreado, ordené :
-Abrázame durante unos minutos, me apetece sentirte, pero luego quiero que me traigas Irene. Si se niega, usa la fuerza que consideres oportuna. La quiero aquí-.
La gigantesca mujer se acurrucó posando su cabeza en mi pecho. Se la veía feliz por haber mandado a la basura, en una hora, complejos que la tuvieron subyugada durante toda su vida. Por mi parte, me debatía entre la satisfacción de saber que aunque el mundo se fuera al carajo, esa isla iba a ser un oasis a salvo de la devastación mundial y el cabreo por sentirme una marioneta en manos de Miss Cerebrito.
Habiendo descansado, me di cuenta que era tarde y como quería llegar temprano a la cena, me levanté y me empecé a vestir. Johana protestó al sentir que deshacía nuestro abrazo y remoloneando, me pidió que volviese con ella.
-Comandante, tiene órdenes que cumplir-, le recordé mientras me ponía los pantalones.
La mujer obviando que estaba desnuda, se incorporó ipso facto y saliendo por la puerta, se fue a cumplir con lo que le había mandado. Al cabo de unos minutos, escuché unos gritos provenientes del pasillo, para acto seguido, ver que Johana entraba en la habitación portando en sus hombros a una indefensa Irene. Se notaba que la rubia no estaba muy de acuerdo con el modo tan brusco con el que la negra estaba llevando a cabo su misión.
-Señor, ¿dónde deposito este fardo?-, dijo marcialmente la militar.
La propia Irene había trasladado mis pertenencias y por eso, abriendo el cajón donde en mi antiguo piso tenía mis juguetes, sacando una cuerda y un bozal, contesté:
-Hasta nueva orden es una prisionera, después de inmovilizar al sujeto, amordázalo. No me apetece oír sus gritos-.
Johana, comprendió al instante lo que quería y desgarrando su vestido, se puso a cumplir mi pedido. No teniendo más que hacer allí, me alejé mientras oía las protestas de la que se consideraba mi favorita.
 
Cap. 4.- Akira y Suchín.
Como todavía quedaba media hora para la cena, me dirigí directamente hacia el salón a servirme un copazo. Me apetecía un Whisky para celebrar que había puesto a Irene en su lugar.
“Aunque se lo merece, solo espero que Johana no sea demasiado dura con ella”, pensé sin dejar de sonreír.
Aprovechando ese momento de tranquilidad, me puse a repasar los siguientes pasos que tenía que llevar a cabo. Lo primero era verificar el plan de contingencias si al final se confirmaban los negros augurios., sin olvidarme que tendría al día siguiente que juntar a los habitantes de la isla y comunicarles la inminencia del desastre. Aunque nos habíamos cuidado y mucho que ninguno de ellos dejara atrás familia, debía mentirles respecto a cuándo nos habíamos enterado de lo que iba a ocurrir. Tenía que ser fortuito que coincidiera en el tiempo con la fundación de nuestra colonia. Supe que tarde o temprano todo se sabría, pero cuando tuvieran constancia del engaño, estarían agradecidos de haber sido salvados por nosotros.
Estaba pensando en ello, cuando escuché que se abría la puerta y al mirar quien entraba, me costó reconocer que era Akira la que se acercaba. Vestida y maquillada al estilo de sus abuelos, la mujer venía ataviada como una antigua geisha.
“A esto se refería con lo de recibirme como me merecía-, recapacité sin levantarme del sillón, “en su mentalidad, ella debía servirme y que mejor ejemplo, que vestida como una de las famosas acompañantes japonesas”.
Sabiendo de antemano lo que se esperaba de mí, sonreí cuando se arrodilló a mis pies y besando el suelo que pisaba, dijo:
-Amo, vengo a presentarme a usted. Quiero que sepa que acepto plenamente las condiciones de mi contrato y que desde ahora solo existo para servirle-.
Su aceptación era algo que conocía, por eso, fríamente, rebatí sin darle otra opción:
-Todavía no he decidido si eres digna de mí-.
La oriental, interpretando a la perfección su papel, sumisamente me preguntó qué era lo que su dueño le exigía como prueba.
-¡Cántame!-, ordené, empleando mis profundos conocimientos sobre la mentalidad nipona.
Para los habitantes del Japón, las Geishas eran ante todo damas de compañía con una extensa preparación orientada a satisfacer los requerimientos de sus clientes y el primero de ellos era que valoraban ante todo una amplia educación musical.
Akira, esbozó el inicio de una sonrisa antes de tomar aire y comenzar a entonar una dulce melodía. Subiendo el volumen de su voz, interpretó una tierna canción de amor mientras mantenía sus rodillas juntas, con la cabeza erguida y sus manos extendidas hacia arriba en honor al dueño de su destino. No me costó reconocer su postura, la muchacha había adoptado la posición de alabanza, glorificando las bondades de su superior con su canto. Su prodigiosa voz se hizo dueña de la casa y respondiendo a su llamado, Adriana y Johana se vieron forzadas a entrar en la habitación.
Al verlas, le ordené silencio y los tres, sin quererlo, nos sentimos avasallados por la emoción que emanaba de la garganta de la pequeña oriental. Ni la casquivana brasileña ni la musculosa americana pudieron constreñir su llanto al disfrutar en sus oídos ese canto ancestral y tampoco pudieron evitar aplaudir a la muchacha cuando terminó. Molesto por su demostración, les devolví una dura mirada y dirigiéndome a la intérprete, le recriminé un par de notas fuera de lugar.
Aunque las otras mujeres lo desconocían, mis palabras para Akira fueron un piropo porque, en sí, no había criticado el conjunto sino una ligerísima parte de su canción y por eso, con la reducida alegría que le estaba permitida manifestar una sumisa, me besó la mano y volviendo a su posición, esperó.
-Te has ganado el derecho a darme de comer-, le solté sin demostrar ninguna emoción, -pero todavía no te has hecho merecedora de compartir mi lecho-.
-Ya es suficiente el honor que me hace-, respondió bajando su mirada.
-Tu voz ha complacido mis oídos pero mis ojos han permanecido ciegos. ¡Baila!-.
Siguiendo los acordes sordos de una insonora canción, se levantó del suelo y sin pausa interpretó con armonía los pasos de una antigua danza de unión. No hizo falta que sonara música alguna, todos los presentes nos vimos imbuidos por su danza y siguiendo uno a uno sus sensuales movimientos nos vimos zambullidos en su actuación. Miré de reojo la reacción de mis acompañantes. Adriana seguía con la cabeza el discurrir de la nipona sobre la alfombra mientras Johana babeaba, incapaz de controlar su sensualidad recién adquirida. Yo mismo me estaba viendo afectado pero, disfrazando mi beneplácito, le dije al terminar:
-Sin negar tu armonía, me veo incapaz de valorarte aún. Te doy permiso de poner tu cabeza en mi pierna-.
Akira, asumiendo que había pasado la prueba, se arrodilló y posando su negra cabellera sobre mi muslo, suspiró encantada. Acariciándola, la dejé en segundo plano y dirigiéndome a la militar, dejé caer:
-Me imagino que has cumplido mis órdenes-.
-Señor, no tiene por qué dudarlo. Su prisionera está convenientemente inmovilizada esperando que usted llegue-, respondió con un deje de complicidad que no me pasó inadvertido.
Adriana, al enterarse de que Irene yacía atada en mi habitación, soltó una carcajada diciendo:
-¡Que se joda!. Ya era hora que alguien la pusiera en su lugar-.
-Ten cuidado-, respondí mientras metía mi mano por el escote de la mujer que tenía a mi vera, -cada una de vosotras tiene un papel en esta opereta, pero no tengas creas que vacilaré en cambiar el reparto si me provocas-.
Asustada por mis palabras, se quedó en silencio. Silencio que rompió con un gemido, la oriental al sentir que acariciaba su pezón con fuerza, momento que usé para aclararle de una vez por todas mis intenciones.
-Nuestra familia está compuesta por individuos especiales. Yo soy el nexo, Akira es la sumisa, Johana la protectora, Irene la maquiavélica y tú la divertida. Todos somos complementarios-.
-Patroncito mío, ¿y dónde deja a Suchín?-, respondió con su desparpajo tan característico.
Se me había olvidado la cuarta y reconociendo mi error, respondí:
-Ni puta idea, deja que la conozca para saber cómo catalogarla-.
-Pues eso no puede ser-, exclamó, -acompáñanos que la cena está servida-.
Levantando a la japonesita del suelo, la cogí por la cintura y de la mano de la comandante, seguimos los pasos de una Adriana que, abriendo el camino, ya ha había salido de la habitación. Al llegar al comedor, comprendí a que se refería Irene cuando me dijo que me esperaba una nueva sorpresa porque las viandas que esa noche íbamos a comer estaban cuidadosamente dispuestas sobre el cuerpo desnudo de una preciosa tailandesa.
Con un cuerpo menudo que me recordó al de Akira, en cambio su piel era morena y su cara tenía una expresión libertina que nada tenía que ver con la candidez de la otra oriental. Todo en ella era morbo.
-Espero que la cena sea digna de la vajilla-, respondí mientras me sentaba en la silla.
-No lo dude-, contestó con una carcajada la brasileña, -Esta pervertida es un hacha cocinando-.
-Veremos-, farfullé mientras cogía con mi boca un trozo de sushi de uno de los pezones de la mujer.
-Amo, permítame-, dijo Akira recogiendo un poco de arroz que se había quedado en la rosada aureola, imprimió un duro pellizco al recipiente, antes de llevarlo a mis labios.
Desde mi puesto, tenía un perfecto ángulo de visión del coño de la mujer y con morbo, aprecié que cada vez que una de mis futuras compañeras cogían un pedazo de comida se las arreglaban para ir calentando a su igual con sus caricias. La brasileña, que era la más cuca, se hizo cargo de una deliciosa gamba que estaba depositada entre los rojos labios de la cocinera, dándole a la vez un dulce beso, la mojó en la salsa de soja de su ombligo. Johana, aún inexperta en estas lides, cogió un pedazo de pollo de su escote, mientras le acariciaba la cabeza. Akira, en cambio, fue más directa y removiendo una especie de salchichón encajado en el sexo de la mujer, lo sacó y tras cortar un trozo, lo acercó a mi boca y me lo dio a probar.
-Lleva una salsa tailandesa muy especial-, soltó mientras volvía a incrustarle el sobrante nuevamente.
Al verse penetrada, las piernas de Suchín se tensaron. Sonreí al comprobar que lejos de permanecer inmutable, esa mujer se estaba excitando. Sus ojos desprendían llamaradas de deseo cada vez que una de sus compañeras recogía de su piel una pieza de la estupenda cena que ella había cocinado. Disfrutando del juego, decidí incrementar la apuesta y vaciando el resto de mi copa sobre el pecho de la mujer, ordené a mi sumisa que limpiara mi estropicio.
Akira, con una voracidad inmensa, fue absorbiendo el líquido con su boca mientras confería a su acción una lascivia creciente. La pasión de la japonesita contagió a Adriana, la cual, colocándose a un lado, cogió entre sus manos el embutido encajado en la entrepierna e incrementado la avidez de la mujer, le imprimió un rápido movimiento. Los gemidos de su víctima no se hicieron de rogar e incapaz de aguantar, gimió de placer. Viendo que Johana se mantenía al margen pero que en su gesto se adivinaba que también se estaba viendo afectada, le pregunté:
-¿No tienes hambre?-.
-Sí, pero me da vergüenza-.
Levantándome de mi asiento, cogí del brazo a la enorme mujer y llevándola a los pies de la oriental, separé a Adriana y quitando el embutido, la forcé a bajar su cabeza. Poniendo en contacto sus labios con el sexo de tailandesa, le ordené:
-Come-.
La negra probó el néctar con su lengua y al comprobar que le gustaba, ya completamente convencida, separó los pliegues de Suchín y como posesa se puso a beber de su flujo. La oriental recibió la boca de su compañera con gozo y temblando sobre la mesa, se corrió.
-Sigue hasta que desfallezca-, ordené a la comandante.
Siguiendo mis instrucciones con gran diligencia, la musculosa mujer penetró el interior de la vulva con su lengua mientras pellizcaba con sus dedos los glúteos indefensos que tenía a un lado. Adriana buscando su propio placer, se quitó las bragas y subiéndose a la mesa, puso su sexo en los labios de Suchín.
Viendo cómo se estaban desarrollando los acontecimientos y que esas dos hembras bastaban para complacer la sexualidad de la fetichista, llamando a Akira, fui a ver a la mujer que estaba atada en mi cama. La japonesa me siguió sin oponer resistencia y solo cuando estábamos a punto de entrar en mi habitación, bajando su mirada, me preguntó:
-Amo, Irene me dijo que esta noche iba a compartir lecho con ustedes dos en cuanto la desatáramos. ¿Cuál va a ser mi función?-.
-No te entiendo, ¿Cuándo te dijo eso?-.
– Hace una hora la sorprendí cenando en la cocina. Al preguntarle que hacía, Irene me contestó que usted iba a castigarla y por eso estaba comiendo algo-, me aclaró.
-¿Y que más te dijo?-.
Asustada, al darse cuenta que, con su pregunta, había descubierto a la mujer, balbuceando me contestó que mi asistente le había anticipado que esa noche, después de cenar, iba a acompañarme a liberarla.
“Será perra”, pensé. “Conoce tan bien mi forma de pensar y de actuar que para ella soy como un libro abierto”.
Meditando sobre ello, decidí no seguirle el juego y dirigiéndome a la sumisa, pregunté:
-Durante esto tres meses, me imagino que te habrá dicho alguna vez como esperaba que fuera nuestro primer encuentro-.
-Sí-, con rubor en sus mejillas, me respondió, -soñaba con que usted la tomara violentamente-.
“¡Hija de puta!, eso es lo que me apetece realmente pero ¡no es lo que voy a hacer!. Si quiere violencia, no la va a tener”, resolví.
No iba seguir su juego.
Al entrar en el cuarto, descubrí con agrado que Johana se había extralimitado. No solo la había atado sino que dando un buen uso a mis juguetes, le había incrustado un consolador en su sexo y otro en su ano.
-Desátala-, ordené a la oriental.
La muchacha se acercó a la indefensa mujer y quitándole el bozal, se puso a deshacer los nudos que la mantenían inmovilizada. Con atención, me fijé en el estupendo cuerpo de mi asistente. Siendo delgada de complexión, estaba dotada de unas curvas que harían las delicias de cualquier hombre. Lo que más me gustaba de ella eran la firmeza de sus senos y la perfección de su trasero, sin dejar de apreciar que era toda una belleza.
Una vez liberada, me senté junto a ella en la cama y acariciando su pelo, la besé mientras le decía:
-Pobrecita, debes de haber sufrido mucho. Descansa, mientras me ocupo de Akira. Ya tendremos tiempo de disfrutar uno del otro- y dirigiéndome a la oriental, le ordené que se desnudara.
De reojo, observé el desconcierto de Irene. Había supuesto que, todavía enfadado por su afrenta, la tomaría sin contemplaciones y en vez de eso, me había comportado con ternura.
Olvidándome de ella, me concentré en la sumisa que obedeciendo mis órdenes, acababa de soltarse el pelo. Su cuerpo menudo se me fue revelando lentamente. Mientras deshacía el nudo del grueso cinturón que sostenía el vestido, la japonesita mantuvo la cabeza gacha al ser incapaz de mirarnos.
-¡Levanta la cara!, quiero que seas consciente de ser observada-, ordené.
La muchacha se ruborizó al comprobar que eran dos, los pares de ojos que la examinaban. Abriendo el kimono, se lo quitó, quedando en ropa interior en mitad de la habitación. Al verla así, se me hizo agua la boca al comprobar la perfección de sus medidas. Francamente baja, la oriental estaba dotada de unos pechos de ensueño.
Sin esperar que se lo mandase, desabrochándose el sujetador, lo dejó caer al suelo. Con satisfacción observé que sus senos se mantenían firmes sin la sujeción de esa prenda y que sus rosadas aureolas se iban empequeñeciendo al contacto de mi mirada. Tampoco necesitó que le insistiera para despojarse del diminuto tanga, de manera, que permaneció completamente desnuda para ser inspeccionada.
-Acércate-.
Akira, se arrodilló y gateando llegó hasta mis pies, esperó mis órdenes.
-Quiero ver tu dentadura-.
Avergonzada por el trato que estaba recibiendo frente a su compañera, abrió su boca sin rechistar al comprender que su dueño tenía que inspeccionar la mercancía antes de dar su visto bueno.
-Limpios y perfectos-, determiné después de comprobarlo.
-Gracias amo-, le escuché decir.
-No te he dado permiso de hablar-, recriminé, -date la vuelta y muéstrame si eres digna de ser usada por detrás-.
Con una sensualidad estudiada, se giró y separando sus nalgas, me enseñó su ano. Metiendo un dedo en él, comprobé tanto su flexibilidad como su limpieza, y dándole un azote, le exigí que nos exhibiera su sexo. Satisfecha de haber superado la prueba de su trasero, se volteó y separando sus rodillas, expuso su vulva a nuestro examen. Completamente depilada, su orificio delantero parecía el de una quinceañera.
-Separa tus labios-, ordené.
Obedeciendo, usó sus dedos para mostrarme lo que le pedía. Al hacerlo, me percaté que brillaba a raíz de la humedad que brotaba de su interior. No tuve que ser ningún genio para comprender que, el rudo escrutinio, la estaba excitando.
Levantándome de la cama, fui hasta el cajón donde guardaba mis juguetes y sacando un antifaz y unas esposas, ordené a mi esclava que se incorporara. Cumpliendo lo mandado, la muchacha se puso en pie y en silencio, esperó mi llegada. Sin hablar, le tapé los ojos y llevando sus brazos a la espalda, la inmovilicé.
-Irene, ven y acaríciala-, dije dirigiéndome a mi asistente que hasta ese momento había permanecido al margen.
Con ello, buscaba un doble objetivo. Privada de la visión, los sentidos de la oriental se agudizarían y por otro, le dejaba claro a la rubia que esa noche no iba a haber violencia. Respondiendo a mi pedido, Irene se acercó y usando sus manos fue recorriendo la suave piel de su compañera, consiguiendo que de la garganta de Akira salieran los primeros suspiros.
-Improvisa-, le pedí, -que no sepa que parte de su cuerpo vas a tocar ni si vas a usar la lengua, los dientes o tus dedos-.
La mujer comprendió mis intenciones, al estar cegada, a su víctima se le incrementaría el deseo al ser incapaz de anticipar los movimientos de su contraparte y sin más dilación, fue tanteando todos y cada uno de los puntos de placer de la oriental. Con satisfacción, fui testigo de cómo le mordía los pezones, para acto seguido lamer su cuello mientras introducía un dedo en su lubricada cueva.
-Amo, ¿quiere que la fuerce a correrse?-.
-Si-, contesté y dirigiéndome a Akira, en voz baja le susurré al oído: -tienes prohibido hacerlo-.
Viendo que la rubia, arrodillándose, introducía su lengua en el sexo de la pequeña, decidí que era el momento de desnudarme. Irene buscó que su partenaire se corriera torturando su ya inhiesto clítoris. No tardé en observar que de los ojos de Akira brotaban unas gruesas lágrimas, producto de su frustración, Necesitaba alcanzar el clímax pero se lo tenía vedado. Forzando su deseo, me puse a su espalda y separando sus nalgas, tanteé con la punta de mi glande su orificio trasero. Ella no puso objeción alguna a mis caricias y creyendo que lo que deseaba era tomarla por detrás, forzó la penetración con un brusco movimiento de su trasero. Mi pene entró sin dificultad por su estrecho conducto, pero entonces sacándolo, le pregunté:
-¿Confías en mí?-.
-Sí, amo-, respondió casi llorando.
Solo quedaba confirmar su entrega ciega, por lo que acercando una silla, la puse en pie sobre el asiento, ante la atenta mirada de Irene. Comprendí que Akira estaba aterrorizada al verse en esa posición, ya que, con las manos esposadas a su espalda, si perdía el equilibrio, se golpearía contra el suelo.
-Déjate caer hacia delante-, ordené.
Durante unos instantes, la pequeña oriental se quedó petrificada porque jamás ningún amo le había exigido algo semejante. Asumiendo que si no cumplía mis órdenes, iba a fallarme, pero que si lo hacía, se iba a estrellar contra el suelo, llorando decidió obedecer y lanzándose al vacío, se temió lo peor.
Nunca llegó al suelo porque antes que su cuerpo rebotara contra el parqué, la recogí en mis brazos y besándola, le informé que había superado la prueba y que se merecía un premio. Completamente histérica, me devolvió el beso. El miedo acumulado se transmutó en deseo y como si hubiera abierto un grifo, de su sexo brotó un espeso arrollo mientras sus piernas se enlazaban con la mía.
Decidí que era el momento de cumplir con mi palabra y sentándome en la silla, la senté en mis rodillas.
-Abre las piernas-, le pedí dulcemente y cogiendo la cabeza a mi asistente, la llevé hasta su sexo.
–Tienes permiso de correrte-, le informé mientras la empalaba por detrás.
La oriental al sentir su entrada trasera violentada por mí, mientras su clítoris era lamido por Irene, gritó como posesa y presa de sus sensaciones, se corrió. Dejé que disfrutara el orgasmo sin moverme, tras lo cual, le quité las esposas y el antifaz. Ella, al sentir libertad de movimientos, cogió a mi empleada del pelo y autoritariamente, le exigió que le comiera los pechos. En cuanto sintió la boca de la mujer sobre sus pezones, reanudó sus movimientos y cabalgando sobre mi pene, buscó mi eyaculación diciendo:
-Soy suya-.
Su sumisión me dio alas y cogiéndola de la cintura, empecé a izar y a bajar su pequeño cuerpo, de manera que mi pene recorriera su interior a cada paso. Nuevamente, escuché sus gemidos, muestra clara que estaba disfrutando por lo que acelerando mis movimientos la llevé otra vez a un orgasmo que coincidió con el mío.
Agotada por el esfuerzo, se dejó caer contra mi pecho y gimoteando, comentó:
-Amo, nunca había sentido algo así. Creí morir cuando me exigió arrojarme al vacío pero se lo agradezco. Ha conseguido que comprenda que es mi dueño y que junto a usted, nada malo me pasará-.
-Esa era mi intención-, respondí y dándole un suave mordisco en el lóbulo, la levanté en mis brazos y depositándola sobre las sabanas, me tumbé a su lado.
Fue entonces cuando caí en que Irene permanecía arrodillada a los pies de la silla. Durante la media hora que llevaba en la habitación, a propósito, le había otorgado un papel secundario y era el momento de explicarle los motivos:
-Ven-, le dije haciendo un hueco en la cama. –Aunque no te lo mereces, no quiero que cojas frio-.
El rostro de mi asistente mostró la alegría de que le permitirá compartir mi lecho y como gata en celo, me abrazó restregando su cuerpo contra el mío.
-Te equivocas si crees que te voy a hacer el amor. Sigo enfadado. No creas que voy a permitir que juegues conmigo. Que sea la última vez que siento que me manipulas. Si vuelves a hacerlo, le pediré a Suchín que te busque acomodo en las pocilgas-, y forzando su boca con mi lengua, pregunté: -¿Has entendido?-.
-Sí… señor-, me respondió posando su cabeza en mi pecho mientras abrazaba con su brazo a su compañera, -No volverá a ocurrir-.
 

No me cupo duda que iba a ser imposible que cumpliera esa promesa. Su naturaleza maquiavélica la traicionaría, pero allí estaría yo para castigarla cuando lo hiciera. Pensando en ella y en las otras cuatro, me dormí sin darme cuenta, al estar convencido de que si el desastre anunciado se terminaba produciendo, al menos, a mí, ¡me encontraría preparado!.

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