Me llamo Erika Kaestner. Al menos eso es lo que dicen los nuevos documentos de identidad que recibí esta misma mañana antes de subirme al coche que me lleva hacia la casa en la que ejerceré como institutriz para la hija pequeña de un coronel de las SS. Viviré allí -a unos treinta kilómetros al norte de una intratable ciudad de Berlín que un día me vio jugar en sus calles- hasta nueva orden y con el propósito de informar una vez a la semana de cada uno de los movimientos del Coronel Scholz.

Suena arriesgado pero ya lo he hecho muchas veces. He conseguido información de incalculable valor para mis superiores valiéndome de todo tipo de engaños, artimañas, falacias y promesas vacías. Recapitulando en la brevedad del cuarto de siglo de mi vida encuentro que he sido actriz, cantante, prostituta, rica heredera, mujer de negocios y hasta una simple rubia tonta que parece no enterarse de nada. Soy cualquier cosa que requiera la situación. No sé si nací para esto, pero desde luego, sí me formaron para ello hasta el punto de poder decirse que no sé hacer otra cosa.
Ni siquiera me acuerdo de mi nombre. La persona que era, o la que iba a ser, murió el día en que mi padre intentó sacarnos de Alemania cuando todo esto comenzó a gestarse. Éramos ciudadanos alemanes pero a nadie le importó porque no estábamos de acuerdo con la ideología que avanzaba imparable como la lepra por todo el territorio de nuestro país. Sólo los ciudadanos alemanes que se comprometiesen con el partido o sus causas podían seguir siéndolo. A mi padre lo mataron cerca de la prometedora frontera con Suiza que queríamos cruzar, mi madre corrió la misma suerte tras servir primero para el deleite de unos cuantos “soldaditos valientes” y yo… yo fui encontrada cerca de la frontera después de que un jodido teniente pedófilo me reventase las entrañas y me diese por muerta con trece años. Crecí en un orfanato para huérfanos alemanes en territorio suizo, situado cerca del cantón francés. Decidí colaborar con las tropas francesas tan pronto como me fue posible y por circunstancias de la vida, terminé trabajando para algún departamento del servicio de inteligencia francés.
Mi puerta se abrió pocos segundos después de que el vehículo se detuviese y me apeé delante de la fachada principal de la vivienda. Un caserón imponente con hectáreas de finca, cuadras, jardines y todo un sinfín de comodidades que la familia Scholz podía permitirse gracias a un linaje militar estrechamente ligado al partido.
-¿Erika Kaestner?
Me volví hacia la voz que me llamaba y me quedé anonadada. Se suponía que el Coronel Scholz era un hombre que casi rondaba los sesenta años, de aspecto frágil, pelo canoso y nada agraciado pero el hombre que se dirigía hacia mí era todo lo contrario. Un apuesto joven de aproximadamente mi edad -quizás unos veintiséis o veintisiete años como mucho-, alto, perfectamente uniformado, peinado con raya al lado e intachablemente afeitado. Asentí cuando me dio la mano.
-Soy Herman Scholz, usted es la nueva institutriz de mi hermana, si no me equivoco – le asentí de nuevo sacando mi pitillera -. Mi padre me ha pedido que la reciba, ha tenido que ausentarse por asuntos de su cargo.
¿Herman Scholz? Tenía entendido que no iba a cruzarme con el hijo mayor del Coronel, me habían dicho que se encontraba destinado cerca de Polonia.
-No sabía que el Coronel Scholz tuviese un hijo – le mentí esperando que mi curiosidad le invitase a justificar su presencia.
Me sonrió gentilmente dejándome ver unos remarcados rasgos masculinos.
-Permítame – dijo sacándose un mechero del bolsillo y acercándose un poco para darme fuego antes de seguir hablando -. Supongo que nadie se lo habrá mencionado, he estado un par de años fuera. Acaban de ascenderme y mi padre ha movido algunos hilos para que pudiese desempeñar mi nuevo cargo aquí. Tendré que ir a Berlín todas las mañanas, pero podré vivir en casa.
-Vaya, me alegro entonces. Le resultará infinitamente más cómodo que estar lejos de su familia – le contesté con mi mejor cara mientras comenzaba a elaborar un plan alternativo.
Herman no estaba en mis planes y no era precisamente un sirviente más o una criada menos, era otro hijo de puta de las SS. No me gusta nada encontrarme con algo así cuando me juego el cuello. Tenía que informar rápidamente de que estaba de vuelta en casa y tenían que reportarme un informe acerca de él. Para jugar bien, hay que tenerlo todo bien atado.
-Acompáñeme, por favor. Le mostraré su habitación y le presentaré a Berta. Es encantadora.
<> pensé mientras le seguía.
Un mes. Tardé casi un mes en controlarlo todo en aquella maldita casa de cabrones engreídos y adinerados a base de un régimen abocado al fracaso. Lo sabía todo del Coronel, de la zorra de su mujer, de Herman, de Berta y de todo el servicio. Sabía por fin a qué hora iban y venían hasta los empleados que se ocupaban de la finca, del huerto y de las caballerizas. Incluso supe en menos de un mes lo que el Coronel ni siquiera sospechaba; que su petulante señora se la estaba pegando bien con uno de sus subordinados favoritos: Furhmann, un oficial pretencioso y lameculos que apenas debía sobrepasar la treintena y que se las daba de dandy. Por eso costaba encontrarla en casa, siempre estaba “atareadísima” hasta el punto de quedarse de vez en cuando a dormir en la casa que la familia tenía en Berlín, y desde luego, no lo hacía sola. Herman lo sabía también, no habíamos hablado de ello pero no hacía falta, se le notaba demasiado. Odiaba al tal Furhmann – que para colmo se dejaba caer por casa a menudo acompañando al Coronel – pero parecía no tener la menor intención de interferir en aquello de ninguna manera.
No me compadecía del Coronel, a él le gustaban más las mujeres que un caramelo a un niño. Se regocijaba con los escotes y los traseros de cada una de las criadas de la casa y yo misma le había sorprendido más de una vez mirándome. Pero no me mostraba nunca cohibida por ello, me daba asco, sí, pero eso me facilitaría las cosas. Cuando un hombre se encapricha con una mujer, por norma general suele acabar haciendo tonterías. Justo lo que necesito para que mi trabajo se simplifique notablemente.
La vida allí era tranquila, apenas ocurría nada especial salvo cuando se montaba una de esas fiestas de sociedad que llenaba la casa de gente absolutamente despreciable. Herman me propuso asistir a una de ellas casi tres meses después de mi llegada, y aunque jamás hubiese aceptado compartir una velada con todas aquellas ratas que conformaban la cúpula del poder alemán, acepté esa invitación teniéndola en cuenta como lo que era; el acceso a un tesoro. En las fiestas se habla, y se habla mucho.
Aquel día la casa Scholz amaneció entre una frenética organización que se afanaba por convertir el amplio comedor en una estancia digna del más refinado salón de fiestas. Los Scholz tenían que dar una imagen a la altura de lo que eran, asistirían mandatarios, cargos militares, pudientes empresarios… y todos ellos acompañadas por sus charlatanas esposas a las que seguramente se les escaparía más de una perla que yo sabría guardar a buen recaudo en mi mente. Y si ellas no se mostraban muy por la labor de “cooperar” con sus tertulias, siempre podría arrimarme a uno de sus esposos para entablar conversación. Con un buen vestido como el que tenía reservado, pocos se resisten a poner a una dama al tanto de su situación o sus quehaceres.
Me crucé con Herman en el recibidor después de desayunar y le miré de arriba abajo con curiosidad al comprobar que no llevaba el uniforme que lucía día a día. En su lugar vestía la indumentaria de un jinete y sinceramente, arrancaría los suspiros de más de una. El hijo del Coronel era un regalo para la vista, no hacía falta observarle demasiado para percatarse de ese detalle.
-¿Día libre? – inquirí amablemente en mi afán por no dejar que nada se me escapase. Si Herman disfrutaba de algún tiempo de permiso de vez en cuando, también era mi obligación saberlo.
-¡Buenos días, señorita Kaestner! Berta acaba de ir a buscarla a su habitación, la envié para que le dijese que hoy me la llevo a dar un paseo a caballo. Me debían un día libre y he pensado que a usted tampoco le vendría nada mal disfrutar de uno antes de la fiesta de esta noche.
Le sonreí sinceramente. Herman no sólo era indiscutiblemente guapo, también era un tipo amable. Me negaba a creer que fuese hijo de su padre, prefería pensar que la zorra de su madre había tenido las luces de no dejar que su primogénito heredase la sangre de aquel bastardo con el que se había casado persiguiendo un status social, como la mayoría de sus amigas. A veces manteníamos alguna que otra charla y para mi gran sorpresa, Herman resultaba incluso interesante. No decía tonterías la mayor parte del tiempo, ni trataba mal al servicio, como su padre. Tenía un extraño don del saber estar del que carecía por completo su progenitor. Aunque eso no le eximía de lo que era ni hacía que yo olvidase para qué estaba allí. Solamente hacía que de vez en cuando dejase a un lado mi trabajo para disfrutar de un hombre agradable.
-¡Qué detalle por su parte! – exclamé ante su propuesta.
Se lo agradecía de verdad, estaba infinitamente agradecida de que me librase por un día de ese calco de su superficial y caprichosa madre que era la fiera de Berta. Nunca antes había odiado a un niño hasta el punto de olvidarme que era sólo eso, un niño.
-¿Se anima usted a acompañarnos? Puede coger cualquiera de mis caballos.
-No, no. Muchas gracias. Prefiero quedarme aquí y relajarme un poco antes de la velada. Quizás a su madre no le venga mal que le eche una mano.
Herman me sonrió retocándose el pelo. Era muy atractivo cuando sus ojos azules se entrecerraban al sonreír.
-Claro. De todos modos, si quiere escaparse un rato, no dude en pedir que le ensillen uno de mis caballos.
-¡Herman, Erika no está! – la aguda voz de Berta nos perforó los tímpanos desde el piso superior.
-¡Baja, Berta! ¡Está aquí! – contestó su hermano.
Los pasos de la diabólica niña se escucharon mientras descendía las escaleras y tras pasar airosa a mi lado cogió la mano de Herman para dirigirse a la puerta.
Au revoir, madame Kaestner! – me dijo ese proyecto de diva haciendo referencia a nuestras clases de francés.
Mademoiselle, Berta. Erika es todavía una mademoiselle… – la corrigió su hermano mientras se encaminaban hacia la salida.
Invertí mi inesperado día libre en ir hasta Berlín. Todavía no me había acercado a la ciudad sólo para pasar el tiempo libre. La visitaba rigurosamente una vez a la semana, con el pretexto de enviar una carta a mi familia por medio de un intermediario que viajaba a mi supuesto pueblo todos los fines de semana. Pero mis informes eran lo único que depositaba en la trastienda de una taberna situada en los barrios bajos, leía algo si es que me remitían algún tipo de correspondencia con información o instrucciones y luego regresaba a la casa.
El día transcurrió rápido para mí mientras paseaba por una ciudad que no lograba reconocer. Todo estaba cambiado, lo único que merecía la pena ver era los barrios que frecuentaban los asociados al partido. Más allá de eso todo era un desorden generalizado lleno de propaganda ideológica y militares. Militares por todas partes que daban un aspecto triste y áspero a la ciudad.
Ya de vuelta en la casa de los Scholz, dediqué las pocas horas que me quedaban antes de la gran cita para prepararme debidamente. Lucir como una buena presa era crucial para entablar “interesantes conversaciones”. Eché un vistazo por la ventana para llevar un control de los invitados que iban llegando, a la espera de determinar un momento oportuno para presentarme cuando el salón estuviese lo suficientemente lleno como para que mi llegada no llamase la atención, pero alguien llamó a mi puerta. Al abrir me encontré a una de las sirvientas en el pasillo.
-Me envía el señorito Scholz para decirle que la está esperando al lado de la escalera principal.
-Gracias, dígale que bajo enseguida.
Herman había precipitado mi aparición así que no tuve más remedio que armarme con lo más imprescindible por si sucedía algún contratiempo y salir a escena. Me dirigí hacia la escalera principal y encontré a Herman, tal y como me habían indicado.
-Está usted muy guapa, si me permite que se lo diga – le dediqué una amable sonrisa aceptando el cumplido y me pregunté por primera vez hasta qué punto las palabras de Herman eran pura cortesía -. Veamos, no se separe de mí y deje que yo hable cuando la gente se acerque. Preguntarán quién es usted, por descontado, pero yo se lo explicaré. Los amigos de mi padre son lo menos original que se puede encontrar en cien kilómetros a la redonda, siempre quieren escuchar lo mismo.
¡Perfecto! Con el modélico hijo del Coronel Scholz se despacharían más a gusto que con una desconocida. Nos paseamos por todo el salón saludando a los invitados pero pude relajarme, la mayoría sólo se interesó por mí o por el reciente ascenso de Herman, ninguno soltó nada interesante, esas cosas se dejan siempre para la sobremesa.
Nos sentamos con los padres de Herman y algunos de los amigos de éstos, todos ellos cargos de las SS o íntimos del poder. Tenía razón, eran demasiado poco originales así que me dediqué a hablar con él sin dejar de prestar atención a la conversación que su padre mantenía con el resto de sus amigos. Al final, entre todo un elenco de anécdotas, conseguí anotar mentalmente un par de nombres y lugares que incluiría en el próximo informe.
Tuve que darme por satisfecha con aquello. La alternativa de bailar con alguno de aquellos imbéciles e intentar que soltasen algo más no me agradaba en absoluto y tampoco conseguiría gran cosa. El plato fuerte ya había pasado, los hombres en los bailes sólo abren la boca para cortejar a las damas y a mí no me gusta bailar ni dejarme cortejar. De modo que cuando las señoras decidieron que era hora de saltar a la pista me escabullí hábilmente hacia la balconada que daba al jardín trasero de la casa, me saqué los guantes y me dispuse a fumar un cigarrillo disfrutando del cuidado jardín que aquella noche lucía su iluminación con motivo de la gran fiesta de los Scholz.
-Creí que se quedaría por lo menos para el primer baile… – la voz de Herman me sorprendió cuando me quedaba aproximadamente la mitad del cigarro. Cualquier otro me hubiera molestado, pero no fue así con él – ¿una copa?
Asentí por pura curiosidad. Había gente del servicio portando bebidas por todo el salón pero Herman traía dos copas vacías en una mano. Se acercó a donde yo estaba, las dejó sobre la balaustrada y tras desabrocharse la chaqueta de su impecable uniforme de gala sacó del bolsillo interior de la misma una petaca. Me reí de un modo exagerado, él no encajaba para nada con el tipo de hombre que no podía vivir sin una de aquéllas.
-¿Pero qué lleva ahí? – quise saber cuando sirvió una pequeña cantidad de líquido transparente en los vasos emulando un chupito presentado en copa.
-Ginebra – me contestó entre risas –. Ya ha comprobado de primera mano que no le mentía con lo de los amigos de mi padre y supongo que estoy en deuda con usted por acompañarme esta noche.
Me senté sobre el balcón de piedra cogiendo mi copa y esperé a que Herman encendiese el cigarro que acababa de sacar de su bolsillo. Tras guardarse el encendedor se asomó fugazmente a la balaustrada y me sonrió.
-¿Está sopesando las posibilidades que tengo si me cayese? – le pregunté incrédula.
-Sí, más o menos… – vaciló durante unos segundos pero al final continuó hablando -. Lo cierto es que sólo quería ver qué flores tenía mi madre debajo… para hacerme una idea del desastre que usted causaría si tal cosa ocurriese…
Le sonreí abiertamente mientras se apoyaba a mi lado y levantaba la copa a modo de brindis.
-Por los amigos de mi padre, que hacen que uno salga al balcón con este frío a beber ginebra antes que aguantarles -. Ambos bebimos de un trago el contenido de los vasos y esperé a que sirviera otro -. Sabe, creo que usted y yo deberíamos pasar de las formalidades y tutearnos… – propuso con demasiada naturalidad mientras servía.
-Claro, Herman. Será un honor, ¡nunca había tuteado a nadie con tantos galones! – exclamé recogiendo de nuevo mi vaso mientras contemplaba la blanca sonrisa de mi acompañante.
-¡Pues olvídate de los galones! ¡A veces creo que sólo me los han dado por mi familia!
Bebimos de nuevo y me aventuré a usar aquel nuevo status un poco más íntimo que el hijo del Coronel acababa de otorgarme. Podría haberlo utilizado para intentar sonsacarle algo pero sentí la necesidad de interesarme por él, nada más.
-¿No te da miedo ser como ellos cuando tengas su edad? – pregunté como si sólo estuviese haciendo una reflexión.
-¿Te da miedo a ti ser como cualquiera de ellas? – ambos nos sonreímos sin decir nada, pero negué con la cabeza pasado un instante -. Porque no lo serás, supongo… ni yo seré como ellos… – admitió borrando la sonrisa con una nota de tristeza.
-No te discutiré que yo no vaya a ser así, pero tú… no vas nada desencaminado…
Herman suspiró y miró hacia el jardín mientras daba la última calada a su cigarrillo.
-Erika, estamos en guerra… de momento podemos hacer frente al conflicto pero llegarán tiempos difíciles… tiempos en los que quizás yo tenga que responder por los actos de otros, quizás de cualquiera de los que ahora están bailando en el salón de mi casa…
Mi sonrisa también se borró, mi cuerpo se tensó al sopesar la opción de que fuese a confesarme algo que me interesase y en el fondo, si tenía que ser sincera, también sentía un ápice de preocupación por Herman.
-Haces lo que tienes que hacer. Nadie te pedirá que respondas por nada – le apoyé siguiendo mi papel de patriota alemana que se solidariza con los líderes de su bando.
Él me sonrió de nuevo pero pude ver la preocupación parapetada tras el gesto de su cara. Iba a decirme algo cuando la voz de su padre deshizo la atmósfera de intimidad que ambos habíamos creado.
-¡Herman! Tu madre ha ido a acostar a Berta y le ha costado lo suyo, no quería irse a cama sin que le dieses las buenas noches. Ve rápido para que se duerma de una vez.
-Por supuesto, Padre.
Herman acató inmediatamente la orden de su padre al tiempo que éste se aventuraba hacia el balcón donde su hijo me había dejado con las dos copas.
-¿Ginebra? – Me preguntó el Coronel tras olisquear uno de los vasos – ¿Tengo la casa llena de gente que mañana mismo podría ascenderle y mi hijo está aquí fuera bebiendo ginebra con usted?
-Así es, Coronel. Sólo estábamos tomando el aire, nada más.
-Claro… – refunfuñó mientras apartaba las copas y se apoyaba en el mismo lugar en el que había estado su hijo. Supongo que no hace falta mencionar que las comparaciones pueden resultar odiosas –. No le culpo, de verdad que no lo hago. Por una mujer como usted bien valdría la pena renunciar a la oportunidad de ascender… – añadió casi con socarronería. Le sonreí con descaro mientras él echaba una rápida mirada al interior de la casa y luego volvía a clavar los ojos en mí, dejando que cayesen hasta mi busto al tiempo que comenzaba a hablar de nuevo -. Dígame, ¿hay algo entre Herman y usted? Me refiero a que, bueno… no sólo la ha invitado a la cena de esta noche, sino que tampoco se han separado en toda la noche…
-Su hijo ha heredado de usted muchas cosas, Coronel… – contesté en el tono adecuado – una de ellas es la galantería. Se agradece que a una le presten atención cuando se la invita a una fiesta en la que apenas conoce a nadie. Pero créame, entre Herman y yo no hay nada. Ni creo que pudiese haberlo, mi Coronel. A mí me gustan otro tipo de hombres…
¡Pero qué fácil me lo estaba poniendo! Apenas había terminado de pronunciar la frase y ya me estaba devorando con los ojos. Estaba un poco nervioso, dirigía sus pupilas una y otra vez hacia el salón, como si temiese que alguien le estuviese observando y sin darse cuenta de que precisamente ese gesto sería mucho más delatador que mostrarse sereno.
-No me diga… ¿qué tipo de hombres?
Casi se me escapa una carcajada al comprobar que le costaba entonar debidamente. Me arreglé el pelo sutilmente y cogí un cigarro de mi pitillera.
-Si es tan amable de darme fuego se lo diré encantada, Coronel -. Aguardé paciente mientras se sacaba el encendedor del bolsillo y me arrimaba aquella llama que bailaba entre sus manos debido al temblor de éstas. Aspiré el humo de la primera calada y tras soltarlo entre una sonrisa, continué hablando -. Hombres valientes, Coronel. Hombres que asuman su papel… el bueno de Herman está lleno de inseguridades, es demasiado joven…
Mi voz se deslizaba entre mis labios haciendo que el Coronel tuviese que ajustarse el cuello del uniforme y que entrase en mi juego.
-Sí, bueno… todavía le queda mucho que aprender, pero tiene una meteórica carrera por delante…
-Sin duda. Siendo hijo de quién es, lo lleva en la sangre… usted sin embargo… usted está en lo más alto y eso, Coronel, eso es algo que a las mujeres nos vuelve locas – el Coronel tragó saliva cuando le hice esta última confesión casi en un susurro. Cada vez que bajaba la voz, subía el tono del juego, es un contraste que siempre juega a mi favor –. Envidio a su señora esposa, Coronel Scholz, compartir cama con un héroe es algo que no nos toca a todas…
-Tampoco es para tanto, señorita Kaestner…
Su voz titubeó al pronunciar mi nombre mientras oteaba de nuevo el salón. Esta vez también echó un vistazo rápido a las ventanas de la parte trasera en la que estábamos.
-¡Ya lo creo que es para tanto, Coronel! – exclamé despreocupadamente mientras volvía a sentarme sobre la balaustrada y cruzaba las piernas dejando que mi vestido se deslizase a un lado mostrando buena parte del muslo que apuntaba a mi interlocutor. Sus ojos se posaron allí en menos de un segundo -. Si yo pudiese ser ella… – susurré de una manera felina como si de verdad me sedujese la idea.
-¿Qué? – me apremió el Coronel pasándose una mano por la frente antes de dirigir la mirada hacia el interior de la casa y volver a dejarla sobre mis pantorrillas.
-Pues que si yo fuese su señora, rara vez dormiría alguien en esta casa…
El Coronel se rió de una forma nerviosa que no le quedaba nada bien. En realidad, pocas cosas le quedaban bien a aquel hombre, pero estaba a punto de pedirle que me llevase a un lugar en el que una institutriz no debería estar y al que yo, precisamente, estaría encantada de ir.
-Coronel, ¿sabe que no me gusta nada esa manía que usted tiene de mirar continuamente hacia la casa? ¿No está cómodo?
-Sí, claro que lo estoy… – dijo con inseguridad. Si le pillaban en la guerra y mentía de aquella manera, estaría bien jodido.
Sonreí de forma melosa.
-¿Por qué no vamos a su despacho? Allí podremos hablar sin que nadie nos observe…
El Coronel Scholz me miró tragando saliva y echó un último vistazo al salón. A continuación se enderezó levemente y me habló llevándose las manos tras su espalda.
-Está bien. Pero deje que yo vaya primero, quédese aquí y venga tras unos diez minutos. Si alguien le pregunta, diga que se retira ya a su habitación.
Acepté con deseosa apariencia mientras atrapaba mi labio inferior bajo mis dientes antes de que se diese media vuelta para marcharse y esperé incluso un poco más de lo necesario. No esperaba que Herman regresase, la caprichosa de Berta seguramente le tendría leyéndole algo al borde de su cama, pero en el fondo me apetecía verle para darle las buenas noches, aunque en lugar de ir a mi dormitorio fuese al despacho de su padre.
Atravesé el salón de casa despidiéndome de un par de invitados que me había presentado Herman y tomé el corredor que llevaba al despacho del Coronel en lugar del que llevaba a mi habitación. Mi corazón tendría que latir atropelladamente pero marcaba el mismo compás de siempre. No había nada que temer, mi cabeza ya tenía la respuesta perfecta para cualquiera con el que me pudiese cruzar, siempre se me ha dado bien mentir. Llamé a la puerta del despacho y la cerradura se abrió. Entré cerrando la puerta a mis espaldas y dejé que el Coronel volviese a asegurar la puerta con su llave.
Caminé decididamente hacia la mesa tras dedicarle una juguetona sonrisa y me senté echando una discreta mirada alrededor. Casi me hacía cierta gracia dejar que me jodiese allí mismo, en medio de todos esos relicarios nacionalsocialistas.
-¿Le importa si me siento y me fumo un cigarro? – me preguntó.
Su voz me sorprendió. De repente parecía más decidido que antes. Encontré la razón a poca distancia de la puerta, donde sobre una mesilla auxiliar descansaba un vaso de whisky con apenas unas gotas de bebida y una botella al lado. El Coronel seguramente se habría metido un par de lingotazos entre pecho y espalda. Le sonreí de nuevo.
-Claro que no, ¿sería tan amable de darme uno?
Se acercó sacando los cigarrillos del interior de su chaqueta y me pasó uno. Luego me dejó su encendedor y se sentó en la silla, a mis espaldas. Elevé las piernas y giré sobre mis posaderas para mirarle frente a frente con picardía tras dejar los zapatos en el suelo.
-Herman me tiene preocupada, ¿sabe? Me ha hablado de sus inquietudes acerca de la guerra, le he dicho que no tiene nada que temer, que Alemania saldrá airosa pero no está seguro…
-Bueno, ya habíamos quedado en que mi hijo es todavía muy joven para tomar parte en algo así sin temer no estar a la altura… Alemania vencerá, está claro. No tiene por qué preocuparse…
-No. Si no soy yo la que se preocupa. Es él, ¿en qué anda metido exactamente? Me dejó bastante intranquila…
El Coronel se rió dejando a la vista una dentadura que haría las delicias de un odontólogo especializado en correctores. Cada vez ganaba más terreno en mi cabeza la idea de que él no había puesto la otra mitad de Herman. Deslicé una de mis piernas hasta apoyarla sobre un reposabrazos de la silla del Coronel y dejándole apreciar mi liguero mientras jugaba a repasar con los dedos del pie el ornamento tallado en la madera.
-Pues… lo cierto es que Herman desempeña un trabajo de lo más normal… – casi no podía hablar mientras daba una calada a su cigarro con la mirada puesta en mis muslos – …tenía pensado procurarle un puesto de más relevancia cerca de aquí…
-¿Ah, sí? Seguro que le hace muchísima ilusión… – susurré reajustándome una de mis medias – ¿puedo saber de qué se trata?
-Claro… es… es un trabajo de campo… ya sabe… – le miré fijamente mientras soltaba una calada de humo acercándome un poco, quería que se explicase mejor – Herman tendría que vigilar al enemigo de cerca, cobraría más y tendría más posibilidades de ascender…
-¿Al enemigo? – Pregunté haciéndome la tonta – creí que el enemigo andaba todavía muy lejos…
-No, no… no me refiero a las tropas rusas ni nada de eso… sólo debería asegurarse de que las cosas están en orden con los insurrectos, nada más…
El Coronel estaba tan entusiasmado hablándole a mis piernas que casi no se percata de que su colilla estaba consumiéndose peligrosamente llegando a rozar sus dedos. La temperatura debió avisarle porque buscó un cenicero aprisa y espachurró lo que quedaba de su cigarro contra él. Acto seguido lo dejó a mi lado y volvió a poner la vista allí donde la tenía.
-¿Quiere tocarme? – le pregunté invitándole a hacerlo mientras me inclinaba hacia delante y apoyaba uno de mis codos sobre mi rodilla.
Vi como su cuerpo se tensaba en aquella silla. Curvé una las comisuras de mi boca conformando una media sonrisa a la vez que apoyaba el otro pie en el otro reposabrazos y recogí el vestido un poco más, abriendo mis piernas completamente ante el Coronel.
-Vamos, Coronel. No haga ahora como que no me ha mirado desde que he puesto un pie en esta casa… – mis palabras le arrancaron una nerviosa sonrisa -. Hagamos una cosa… ¿por qué no me toca un poco mientras me habla de ese trabajo que tiene para nuestro Herman? No se lo diré, respetaré la sorpresa. Es sólo que… – bajé la voz un poco más mientras la mano del Coronel se posaba en mi muslo – todas esas cosas de soldados… me excitan demasiado, ¿sabe usted? Creo que es por los uniformes… las condecoraciones… – dije suavemente acariciando con mis dedos las insignias que lucía sobre su clavícula – todo esto me pone demasiado juguetona…
-Verá… toda esa escoria que estamos limpiando de las calles ha de ir a un lugar… un lugar en el que trabajen y hagan algo productivo para el país… pero no quieren, son unos vagos los muy hijos de puta. Sólo quieren estar por ahí holgazaneando… nosotros les vigilaremos para que lo hagan…
Sus manos habían ido trepando por mis piernas hasta llegar a mi ingle pero se habían detenido. No estaba seguro y si no estaba seguro de que pudiese tocar, tampoco lo estaría sobre si podía hablar. Apoyé mi peso en el reposabrazos de la silla del Coronel y tras apagar mi cigarrillo incliné mis caderas hacia delante ofreciéndome por completo.
-No tenga miedo mi Coronel… cuénteme más… así que nuestro querido Herman va a ser un carcelero, no le pega mucho…
-No exactamente – vaciló entre risas mientras su mano rozaba mi ropa interior – tampoco sería una cárcel… él sólo tendría que ocuparse de un tipo de lacra en concreto… un carcelero especializado, quizás…
-¿Por qué no lo hace usted? Seguro que a usted le sobra esa seguridad que a Herman le falta todavía – le dije apartando la tela y llevando su mano sobre mi sexo para que se dejase de rodeos.
Necesitaba que lo hiciera porque de ese modo hablaría casi sin pensar y probablemente el subidón de adrenalina que acababa de experimentar al rozarme le impediría recordar con claridad lo que me había dicho.
-Porque yo ya tengo una edad y ahora necesitan a gente que llegue a conocer bien el funcionamiento de esas cosas… especializarse en su trabajo… eso reduce costes y aumenta la efectividad…
Buena observación pero no entendía del todo lo que esperaba de su hijo ni qué clase de cargo le quería dar exactamente. Decidí usar el viejo truco de la ropa interior, quizás pudiese encontrar algo luego.
Me acomodé sobre la mesa y tras bajarme disimuladamente la cremallera del vestido dejé que éste se escurriese hasta mi cintura descubriendo el sostén. Los ojos del Coronel no me perdían de vista mientras sus dedos comenzaban a hurgar torpemente entre mis piernas, forcejeando tímidamente con los labios de mi sexo para abrirse sitio entre ellos. Comencé a gemir débilmente a la vez que masajeaba su miembro erecto con la planta de mi pie derecho y arrastraba el sujetador hasta dejarlo por debajo de mis senos, amasándolos hipnóticamente a escasos centímetros de su cara.
-¿Sabe qué? No tengo ni idea de nada sobre lo que hemos estado hablando… – le susurré con abierto descaro.
Era una gran mentira, pero alimentaba tanto su ego masculino que ésas serían las únicas palabras que recordaría de nuestra conversación.
Su lengua apenas tardó un instante en abalanzarse sobre mi cuerpo. Sujeté su cabeza con firmeza y la presioné contra mí mientras intentaba elevar un poco las caderas para que sus huesudos dedos entrasen con mayor facilidad e hiciesen que mi sexo comenzase a humedecerse con la fricción de sus manos ante la imposibilidad de que eso sucediese de otra manera. El Coronel, un hombre enclenque y consumido, con un bigote amarillo y desgastado por el humo del tabaco, difícilmente podría despertar el deseo de una mujer. Casi me sentí culpable por pensar en los escarceos de la señora Scholz de un modo negativo, cualquiera con un marido así necesitaría otro hombre o terminaría arrojándose desde algún tejado.
Una de sus manos apartó mi pie de su entrepierna antes de que se levantase de su asiento e intentase besarme. Desvié su intención rápidamente, dejando que mis párpados se deslizasen sobre mis ojos y que mi cabeza cayese hacia un lado mientras mis manos traspasaban una a una todas las barreras que se interponían entre ellas y el que en aquel momento constituía el punto débil del Coronel. Masajeé suavemente sus testículos con una mano mientras apoyaba la otra en su nuca y luego recorrí toda la verticalidad de aquel miembro que se alzaba de una forma pasmosa. No estaba nada mal para alguien de su edad, era como si el tiempo no hubiese pasado por aquella parte de su anatomía y todavía conservase allí el furor de la juventud que un día le correspondió. Comencé a masturbarle despacio, con suavidad, como si de verdad me fascinase lo que le hacía mientras él buscaba mis pechos con la mano que no estaba usando para provocarme la placentera sensación que comenzaba a sentir con la trayectoria de sus dedos.
Sentía también su aliento, estampándose contra mi cuello con cada uno de sus espiraciones justo debajo del incómodo roce de su bigote que casi me torturaba con su desagradable picor mientras mis manos se entretenían con aquella cosa que tanto me había sorprendido. Estaba dura, mucho más de lo que nunca habría jurado. Casi sentía ganas de reírme a causa de mi propia estupefacción. Apenas cedía unos centímetros a los movimientos que yo hacía y estaba consiguiendo que naciesen en mí las ganas de tenerla dentro para comprobar si también allí, enterrada entre mis piernas, esa barra podía sentirse así de inflexible.
Las manos del Coronel me abandonaron para anclarse con autoridad sobre mis nalgas y arrastrarme hacia delante hasta dejarme al borde de la mesa. Una de ellas desprendió mis manos de su falo para sujetarlo él mismo y tras dejar su cabeza sobre mi yugular, dejándome escuchar de nuevo sus profundas exhalaciones, su bálano me atravesó provocándome un escalofrío y entrando impasible hasta clavarse en el punto más profundo que podía alcanzar. Era placentero, allí dentro no sólo se sentía dura, también estaba suave y cálida.
Preferí no arruinar la cascada de agradables sensaciones que aquello me provocaba y cerré los ojos cuando las caderas del Coronel comenzaron a moverse entre mis muslos.
Nadie me manda expresamente acostarme con aquellos de los que necesito sustraer información, pero sí me invitan a valerme de lo que yo quiera para hacerlo y me han enseñado que el sexo no sólo me facilita infinitamente la tarea, sino que también puede ayudarme a mantenerme con vida. A partir de ese momento, el Coronel desconfiaría antes de cualquier persona de aquella casa que de mí. Así que mi única norma a la hora de hacer mi trabajo es que si me los tiro, entonces por lo menos he de disfrutarlo. Es otra manera de que todos salgamos ganando. Si me hundo en la miseria pensando en la facilidad con la que soy capaz de ceder mi cuerpo en beneficio de unos superiores que ni siquiera conozco, no me serviría de nada. Es preferible pensar que me sacrifico voluntariamente por un bien mayor y que como compensación, tengo derecho a correrme de vez en cuando. Aunque sea con un sucio cabrón entre las piernas.
Pero ahora estaba a salvo, el Coronel estaría lejos mientras mis ojos no le encontrasen. En mi cabeza aquella pelvis que empujaba con decisión, haciendo que respirase con dificultad cada vez que sentía aquello entrando y saliendo, introduciéndose hasta el final de mi cuerpo… todo aquello estaba llevado a cabo por alguien totalmente distinto. Quizás por un apuesto soldado francés con el que me había cruzado una vez en una cafetería de Besançon, la primera vez que viajé a Francia tras abandonar el orfanato. Supongo que puede parecer una estupidez pero la verdad es que si me cruzase con él de nuevo, estaría en la obligación de darle las gracias por el buen número de orgasmos que los diez minutos que pude contemplarle me reportaron a lo largo de mi carrera.
Allí estaba de nuevo, el apuesto soldado haciéndomelo con una pasión desbocada. Bajando el ritmo de vez en cuando para volver a embestirme con más fuerza tras unos instantes. Jadeando cerca de mi oído con una voz que esta vez era un poco más grave. Pero no me importaba, había aprendido a imaginármelo de mil formas y ésa tampoco era la peor. Seguía siendo igual de joven que aquel día que le vi, aunque quizás fuese incluso más guapo cuando nos encontrábamos en la intimidad de mis pensamientos. Le pasé un brazo por debajo de su nuca para agarrarme a él mientras me concentraba en sentirle dentro, afanándose por conquistar un poco más de mi cuerpo con cada uno de sus vaivenes. Me gusta abrazarle porque su forma de llevar el uniforme deja adivinar que tiene el mejor cuerpo del mundo, con unos anchos hombros musculados que mis manos no encontraban por ninguna parte y que mi mente me enseñaba con total nitidez.
Prefería esa última percepción, no cabía duda. Y la prefería porque sólo así era capaz de cumplir con mi propia norma. Si mi brazo rodeaba a mi apuesto soldado francés, disfrutaba cada uno de sus movimientos y disfrutaba acompañándolos con los míos tal y como lo estaba haciendo, elevando mis caderas al ritmo de sus empujones, dejando que me produjesen todavía más placer mientras gemíamos como posesos en medio de ese halo de calor que inundaba el espacio de la habitación.
Sus brazos me sujetaron con fuerza a la vez que sus mandíbulas se apretaban ahogando el sonido que pujaba por salir de su boca, excitándome al reparar en aquella perfecta cara de mi flamante soldado, que ahora tendría que lucir fruncida al verse envuelta en la imposición de hacer que yo tuviese el final que merecía. Sí, me encanta el empeño que pone en darme lo que me merezco, por eso me quedo quieta cuando sé que estoy a punto de obtenerlo y dejo que sea él quien me dé el empujón final.
Aparté el vestido torpemente, dejándome caer hacia atrás sobre mis codos y con mis ojos todavía cerrados apuntando al techo. Mi soldado siempre me miraba a los ojos mientras mi sexo encogía sus paredes involuntariamente antes de estallar en satisfactorias contracciones que me hacen gritar y retorcerme hasta el ocaso de mi deleite. Pero esta vez mi adorado soldado me abandonó antes de la última de mis sacudidas, escuché sus gemidos mientras una de sus manos sujetaba uno de mis muslos abiertos y algo duro y húmedo le propinaba leves golpecitos. Apenas un par de esos superficiales roces fueron suficientes para que un cálido fluido resbalase perezosamente por mi piel tras estamparse en distintos puntos de mi pierna.
Abrí los ojos justo a tiempo de ver cómo el Coronel con el que yo jamás haría lo que acababa de hacer con mi apuesto soldado se derrumbaba sobre la silla de su despacho y me miraba con incredulidad sin dejar de jadear de un modo demasiado acelerado.
-Estoy deseando que esto se repita, Coronel Scholz. Ni en mis sueños hubiera sido mejor… – dije posando mis pupilas sobre él con el mismo deseo con el que un alcohólico miraría una botella de añejo.
-Será usted mi perdición, señorita Kaestner… – articuló como pudo.
Me reí imitando con una mueca juguetona. El Coronel acababa de “entrar en nómina”. Tenía que poner a mis superiores al corriente, la nueva situación me brindaría la oportunidad de hacer algo más que atender a la rutina diaria. Eso resulta extremadamente aburrido tras unos meses.
-Debo regresar con los invitados, empezarán a echarme en falta… – anunció el Coronel levantándose de la silla tras recomponerse durante algunos minutos.
Traté de esconder la sonrisa que casi me aflora, era mi momento.
-Yo todavía tengo que arreglarme un poco. Vaya usted, tampoco le convendrá que aparezcamos juntos…
-No puedo dejar el despacho abierto con la casa llena de gente… – vaciló terminando de ajustarse la bragueta.
-Lo cerraré y bajaré a darle la llave sin que nadie se dé cuenta – le propuse como si todo aquello me divirtiese.
-Está bien. Pero no baje a darme la llave, será mejor que no volvamos a cruzarnos en toda la noche. Déjela en el baño que hay aquí al lado. Los invitados están usando los servicios de la planta baja pero por si acaso, métala dentro del mueble de las toallas, debajo de la primera.
Asentí como una colegiala obediente mientras comenzaba a colocarme el sostén y me reí cuando el Coronel pellizcó uno de mis pezones tras besarme rápidamente. Le seguí con la mirada hasta la puerta sin creerme todavía que hubiese tenido tripas para abrirme de piernas con él y en cuanto estuve sola me limpié un poco y me vestí a toda prisa para comenzar a rebuscar en todos los cajones en busca de algún tipo de documentación que pudiese resultarme de utilidad. Encontré una carpeta que contenía información que podría interesar a mis superiores pero no podía sustraer nada, se daría cuenta. Memoricé lo más primordial tras echar un vistazo rápido y salí de allí corriendo hacia mi habitación para apuntarlo todo después de dejar la llave donde me había dicho el Coronel.
Algún tiempo después de aquella noche, cuando llegué a la trastienda del local en el que dejaba mis informes para reportar el de la correspondiente semana, me encontré con un hombre esperándome en el reducido espacio sin apenas luz.
Liberté, égalité, fraternité… ¿êtes-vous Erika Kaestner?
Respiré tranquila, ningún alemán podía bordar el inconfundible acento francés con aquella minuciosidad. Aquel hombre pertenecía a mi bando.
-¿Es que hay otra? – Contesté en francés siguiendo mi parte del guión y dejando claro con nuestras respectivas contraseñas que ambos éramos camaradas.
-Me envían porque necesita órdenes – me informó tras sonreír en la penumbra -. Hace aproximadamente un par de meses usted escribió esto, ¿cierto? – Le asentí tras ojear los papeles que me había extendido y comprobar que era el informe de la semana correspondiente a la fiesta en la que me había tirado por primera vez al Coronel -. Desde entonces usted ha aportado información que pertenece a archivos e informes del bando alemán que ha tenido en sus manos… ¿podría seguir haciéndolo? ¿No?
-Por supuesto, es mi trabajo -. Contesté con seguridad.
-Bien. Es de suma importancia que siga teniendo a acceso a esos documentos – el hombre sacó un maletín de la sombra y lo abrió a mis pies – a partir de ahora fotografiará cada papel que esté a su alcance en esa casa y en sus informes incluirá los carretes.
Me enseñó el interior del maletín, allí había una pequeña cámara fotográfica un poco más grande que un carrete normal y un par de cajas de carretes y pilas. Tras hacer un par de pruebas para mostrarme cómo funcionaba, cerró el maletín y me lo entregó.
-Oiga, ¿cómo anda el tiempo en el Elíseo? – quise saber.
 
La pregunta resultaría ridícula teniendo en cuenta que estábamos ya entrando en la primavera de 1940, pero era la forma en la que nos preguntábamos qué tal iban las cosas en la capital francesa respecto al conflicto internacional.
-Revuelto – me contestó con cierta aprehensión -.Tenga cuidado y mucha suerte – dijo finalmente encaminándose hacia la puerta trasera.
Nunca volví a ver a aquel hombre, simplemente me limité a hacer lo que me ordenó.
Las cosas se pusieron feas en la casa. El Coronel “seguía en nómina” así que nos veíamos a solas un par de veces por semana y casi siempre lograba encontrar algo de tiempo para fotografiar documentos en ese despacho que habíamos convertido en nuestro picadero. La zorra de su mujer no se enteraba de nada porque estaba demasiado ocupada con Furhmann pero comenzaba a preocuparme Herman. Las cosas estaban tensas entre él y su padre porque pasaba demasiado tiempo conmigo sin saber que era eso lo que precisamente le molestaba al Coronel, y yo me vi arrastrada en medio de una crisis padre-hijo sin posibilidad de mediar al respecto.
Aguanté como pude la situación, solidarizándome con Herman e intentando calmar a su padre, que un día me soltó de repente que le andaba rondando la idea de destinar a su hijo a la frontera con Francia para un cometido mucho más importante que el que estaba desempeñando. Como si yo no supiera que era tan rastrero que le quería lo más lejos posible de casa porque no podía ver cómo discutíamos sobre algún libro en el jardín, cómo bromeábamos delante de todos en francés porque éramos los únicos que lo hablábamos a la perfección en aquella casa de dementes o cómo me esperaba las tardes de domingo con dos caballos ensillados delante de las cuadras para enseñarme los bosques cercanos. El Coronel no quería gloria para Herman, quería privarme de la única persona cuerda de aquel desguace de intelectos que era la puñetera residencia de los Scholz.
Logré convencerle de que no le enviase allí, alegando que se sentiría mal si algo le pasaba, enviar a un hijo a invadir un país como Francia no era algo que alguien con dos dedos de frente haría. Pero ese cerdo se lo pensó mejor y sin consultarme nada un buen día me encontré con el equipaje de Herman en el recibidor. Se incorporaba de urgencia al batallón que custodiaba la frontera del nuevo territorio ocupado, justo cuando más herida estaba Francia. Si el territorio se sublevaba ya podíamos olvidarnos de Herman.
Le echaría de menos pero decidí centrarme en mi trabajo para no pensar demasiado en cómo le irían las cosas allí. En realidad, una noche concluí que debería reprenderme cada vez que me sorprendiese a mí misma deseando que nada malo le pasase, ¡Herman era un capullo de las SS! ¡Debería alegrarme si le volaban la cabeza en el frente!
Tan sólo tres semanas después de que fuésemos uno menos en casa, al llegar a la trastienda de Berlín me esperaba otra persona, esta vez una mujer. Me hizo la misma pregunta que el último hombre que me habían enviado pero de una manera mucho más nerviosa y atropellada que me hizo dudar de que verdaderamente fuese uno de los míos. Agarré mi bolso con fuerza, dispuesta a sacar en cualquier momento la pistola que me acompañaba siempre que salía de casa. Pero lo repitió más convencida, mostrándome un documento con el sello del departamento de inteligencia francés. Contesté tal y como tenía que hacerlo para dejar claro que era yo.
-Se cae el Elíseo – soltó de repente sin mediar más palabras.
¡¿Qué?! ¡Joder! Me acerqué para ver el informe. Ella también estaba en Alemania por lo mismo que yo y tenía órdenes de encontrarme e informarme. Los alemanes estaban a un paso de tomar París y no podían contenerles. El Gobierno se trasladaba a Toulouse pero nosotras teníamos que mantener la posición y continuar con nuestro trabajo extremando las precauciones. Si algo salía mal podíamos darnos por muertas, ya no podían sacarnos de allí.
Aquella tarde regresé a casa hundida moralmente y sin ganas de hacer nada más que encerrarme en mi habitación. Me lo concedí por aquel día pero al siguiente retomé mi misión, no le iba a ser de ayuda a nadie si me quedaba en cama fingiendo estar enferma y dándole vueltas a la cabeza. Lo hice a pesar de que no podía quitarme de la cabeza dos cosas: París tambaleándose y Herman en primera línea.
Dos días después la estridente voz de Berta me espetó lo que temía escuchar en cualquier momento.
-Supongo que ya no la necesitaré más, París ha caído… En Francia se habla ahora alemán.
Tuve que cerrar el puño con fuerza para no partirle la cara en aquel mismo momento. Respiré profundamente un par de veces y me di la vuelta.
-Estudiarás francés hasta que tu padre diga lo contrario.
<> pensé mientras retomaba la lección acribillada por aquellos ojos azules que jamás tendrían la amabilidad de los de su hermano. Impartí mis clases y después de comer esperé en mi habitación a que el Coronel llegase a casa. Tan pronto lo hizo – bien entrada la tarde –, busqué la forma de acudir a su encuentro en el despacho. La suerte me sonreía, la señora Scholz se había llevado a Berta a Berlín para comprarle un par de vestidos y aunque era el peor momento para hacerlo, necesitaba conseguir algo que pudiese servirle a mis superiores. Era una necesidad personal por la que no debía dejarme llevar, esas cosas suelen salir mal, pero me dejé llevar y llamé a su puerta. Prácticamente me abalancé sobre él cuando cerré la puerta tras pasar, besándole apasionadamente mientras comenzaba a desabrochar su uniforme.
-Señorita Kaestner, está usted muy efusiva… – me dijo extrañado mientras mis manos abrían sus pantalones para colarse bajo ellos.
-Desde que me enteré de lo de París no he podido pensar en otra cosa que en verle a solas, Coronel. Golpes como ése son los que hacen que una caiga a los pies de hombres con uniformes como el suyo… – contesté deseosa mientras comenzaba a despertar su deseo con mis manos.
Él se rió vagamente mientras yo sacudía su verga un par de veces más antes de arrodillarme frente a él y metérmela en la boca. Sus débiles gemidos aparecieron casi en el mismo momento en el que lo hice para tornarse rápidamente más fuertes, denotando la placentera sensación que estaba experimentando al tiempo que yo deslizaba mis labios sobre él, jugando con mi lengua, haciéndoselo lo mejor que sabía, como si por ello fuese a recompensarme dejándome indagar libremente en el universo de papeles que era aquella estancia de la casa. Me rodeó la cabeza con sus manos, pero a modo de mero trámite porque en realidad me dejaba hacer, y yo seguía haciendo.
Me levanté después de darle unos buenos lametones y me saqué la blusa y la falda delante de un Coronel que hacía gala de una brillante erección. Arrugué la ropa para que la cámara fotográfica que iba sujeta a una de las costuras de la falda no me delatase al caer y la arrojé encima del sofá que había en una esquina del despacho.
Le dediqué una mirada llena de lascivia y me dirigí a su mesa tras deslizar mi lengua sobre sus labios con trabajada sugerencia. Esta vez no me subí a la mesa, apoyé mi torso sobre ella, estiré mis piernas y deslicé mis manos entre ellas, apartando mi ropa interior y toqueteando lentamente mi sexo ante los ojos del Coronel. Después de un par de pasos sobre el suelo, sus dedos se unieron a los míos y los apartaron tras jugar durante un instante con ellos. Sus manos abrieron mis nalgas sujetando la prenda de lencería con ellas y su lengua se hundió en mis bajos en busca de mi clítoris, deslizándose hacia el interior de vez en cuando para regresar hacia afuera mientras emitía débiles sonidos al hacerlo. Siempre me ha gustado que me laman en esa postura, me excita demasiado.
Continué disfrutando de aquello, retorciéndome cada vez que su lengua acertaba al repasar algún rincón en concreto o cada vez que se extendía sobre la superficie de mi sexo para recorrerlo de arriba abajo hasta que sentí que se incorporaba desde la superficie de la mesa en la que apoyaba mi cara y casi al instante, esa verga se incrustaba entre mis piernas con implacable decisión. El placer de una deseada penetración después de una grata sesión de sexo oral me hizo gemir casi de manera inconsciente a medida que avanzaba hacia mi interior. Retrocedió lentamente cuando llegó hasta el fondo y arremetió de nuevo contra mis glúteos violentamente, estampándome el escroto en mis labios vaginales. No era la única que estaba más efusiva de lo normal aquella tarde, él me lo hacía de un modo que rozaba lo violento, pero que me provocaba cierta excitación sin necesidad de correr a refugiarme en brazos de mi recurrido soldado francés desconocido. Aquella vez no me hizo falta, supongo que las ganas de hacer mi trabajo lo barrieron todo. Deslicé una de mis manos hacia mi clítoris y comencé a masturbarme mientras el Coronel me penetraba una y otra vez, arrastrándome con su pelvis cada vez que tocaba fondo con ese venoso miembro que seguía sorprendiéndome meses después.
Me desligué de todo y me dejé llevar por el movimiento de mis dedos, acompañando los empellones que no me concedían tregua y que me obligaban a gemir con cada una de mis respiraciones. Me gustaba, el sexo no tiene nada que ver con el amor, era algo que había tenido que aprender y que me daba la oportunidad de disfrutar de él independientemente del sujeto al que permitiese la entrada a mi cuerpo.
Elevé las caderas sutilmente, abriendo las piernas y acelerando el ritmo con el que masajeaba mi clítoris a la vez que unos testículos golpeaban mi mano con cada penetración. El placer se hacía más intenso, no importaba quién estuviese allí detrás, me gustaba y me hacía disfrutar. Hacía que mi respiración ocurriese atropelladamente sobre la mesa y hacía que mis ojos se cerrasen para concentrarse en el éxtasis previo que precedía al estremecimiento que bajó como un latigazo desde mi cerebro, recorriéndome la espalda hasta hacer que mi cuerpo se convulsionase de forma arrolladora en un orgasmo que duró hasta poco antes de que el Coronel saliese de mí y apoyase su pene sobre mi ropa interior, dejándome sentir cómo sus espasmos repartían una característica humedad sobre mi prenda a la vez que comenzaba a ser consciente de sus jadeos. Me había olvidado por completo de él hasta ese momento. O más bien debería decir que había rehuido el hacer hincapié en su presencia mientras intentaba correrme.
Me incorporé trabajosamente esperando que buscase algo que hacer para concederme esos minutos de rigor durante los cuales me recomponía en su despacho, pero su voz frustró mis planes.
-Hoy tengo cosas importantes que hacer – articuló con esfuerzo -. Vístase y déjeme solo, si no le importa.
Pensé algo rápido y contesté lo primero que se me ocurrió. No podía tirar la toalla tan rápido.
-¿Me haría el enorme favor de traerme un vaso de agua? – pregunté como una niña que pide algún capricho – Me ha dejado exhausta.
Torció el gesto cuando mi mano acarició su mejilla, pero tras ajustarse el pantalón se encaminó a la puerta.
-Ahora vuelvo – anunció antes de desaparecer.
Corrí atropelladamente en busca de mi cámara y rebusqué entre la estantería que había tras la mesa a la procura de algún dossier nuevo o alguna carpeta cuyo título resultase prometedor. Encontré un portafolios con el escudo de armas del Tercer Reich. Era nuevo, eso no estaba allí hacía un par de días. Lo cogí y lo abrí. Fotografié el primer documento sin pararme a leer si era verdaderamente importante e hice lo mismo con un par de hojas más hasta que la puerta del despacho se abrió de golpe.
El Coronel la cerró rápidamente después de verme y dejó el vaso en la mesa auxiliar de la entrada. No dije nada, simplemente dejé que me llevase en volandas hasta arrojarme sobre el sofá.
-¡Serás puta! ¡¿Para quién coño trabajas, maldita zorra?! – exigió hecho una furia mientras el cañón de su pistola se posaba en mi sien.
Estaba bien jodida, no tenía ningún arma pero tenía que calmarme. No iba a disparar porque no le convenía en ningún sentido. Querría respuestas primero y yo estaba desnuda, las preguntas que le lloverían cuando encontrasen a la institutriz sin vida y sin ropa en su despacho serían bastante incómodas. No sólo a nivel familiar, si se defendía alegando que yo era una espía su reputación caería en picado entre sus colegas del ejército. Casi podía imaginarme los titulares que proporcionaría si trascendía que le habían colado una espía a un conocido Coronel de las SS.
-Para Francia – susurré asustada.
-¡Debí imaginarlo! ¡Sucia embustera! ¡¿Cómo has tenido las narices de meterte en mi casa?! Lo vas a pagar, créeme… ¡¿Qué coño te han mandado buscar?!
-Nada en concreto… no sé lo que saben ni lo que no… yo sólo consigo documentación, nada más…
Intenté derramar algunas lágrimas. La única forma de que él se relajase un poco era que yo pareciese asustada. Me insultó en repetidas ocasiones mientras apretaba su pistola contra mi cabeza pero eso era una buena señal, la estaba apoyando…
-¡¡Contesta, furcia!! ¡¿Eres una jodida judía?!
¿Acaso importaba? De todos modos negué con la cabeza mientras agarraba con fuerza el cojín del sofá. Comenzó a hablar de nuevo pero no le escuché, simplemente pensé en lo que me habían enseñado y lo ejecuté. Cuando la pistola volvió a apoyarse sobre mi sien le di un golpe rápido en la mano. Tuve suerte, mi reacción le sorprendió tanto que se le cayó. Pero no me detuve por ello. Antes de que reaccionase me abalancé sobre él colocando el cojín sobre su cara y rodeando su cabeza con mi brazo para que no pudiese respirar. Intentaba gritar y se movía demasiado, tenía que tumbarle. Le puse la zancadilla, me tumbé sobre él y logré sobreponerme a lo peor, tras un infructuoso intento de detenerme con su escasa fuerza, sólo alcanzaba a arañar la alfombra o ponerse de rodillas. Le inmovilicé con relativa facilidad, era demasiado enclenque… nada que ver con su hijo… si hubiera sido Herman ni siquiera me plantearía aquella salida. Apreté con fuerza hasta la última sacudida de su cuerpo y continué apretando un par de minutos más hasta comprobar que no tenía pulso.
Me levanté y sopesé la situación, me había salvado pero estaba en un aprieto. Ordené el despacho hasta dejarlo impecable, sin ningún indicio de lo que había pasado allí. Me vestí y coloqué al Coronel en su silla, con la pistola en su funda, el vaso de agua a medio beber y aparentemente trabajando antes de que algún tipo de ataque hubiese puesto fin a su vida. Al menos, más me valía que las primeras hipótesis descartasen el asesinato. A parte del servicio, todo el mundo sabía que en casa solo estaba él y yo aquella tarde. Recogí mi cámara de fotos y me la guardé. La había cagado a base de bien y me acordé de aquello, así que me concedí el capricho de coger una buena pila de carpetas y documentos que nadie echaría de menos allí. En caso de conocer su existencia pensarían que Scholz los guardaba en otro lugar. Toda aquella documentación quedaría de perlas al lado de un informe que tendría que concluir con una posdata que mencionaba que había tenido que cargarme al Coronel Scholz. Eché un vistazo al pasillo y tras comprobar que no venía nadie, caminé con decisión hacia mi dormitorio. Guardé las carpetas y documentos que acababa de requisar y me dormí.
Unas horas después me desperté a causa del barullo que se sentía en la casa. Puse una oreja en la puerta y constaté mis sospechas. La señora Scholz y Berta habían llegado y ya era oficial que el Coronel había muerto. Respiré profundamente un par de veces antes de salir y me hice la derrotada en cuanto se me comunicó oficialmente la terrible noticia. También me enteré de que Herman estaba de camino.
-Vaya con Berta, señorita Kaestner… – me pidió la reciente viuda cuando ofrecí voluntariosamente mi ayuda.
Hubiese preferido lavar al difunto, pero atravesé el salón camino de las escaleras y me encontré con el cabrón de Furhmann en el pasillo.
-¿Le ha visto un médico o algo…? – le pregunté señalando con la cabeza hacia el despacho con un gesto compungido, completamente metida en mi papel.
-Sí.
Un escalofrío recorrió mi espalda ante su respuesta. No parecía que nadie barajase hipótesis como el asesinato pero ya le había visto un especialista y nadie me había puesto al corriente de su dictamen.
-¿Y…? ¿Qué ha dicho? ¿No van a hacerle una autopsia?
Furhmann se rió en mi cara.
-¿Está de broma? El doctor de la familia dentro de poco tendrá que hacerse la suya propia pero no chochea tanto como para no saber qué tipo de molestia debe ahorrarse… le puso un dedo en la yugular y anunció lo que todos sabíamos. El cabrón de Scholz llevaba años padeciendo de corazón, la señora ni siquiera ha pedido la autopsia, prefiere enterrarle de una pieza… ya ve…
Me sorprendí ante su inalterable estado y me retiré fingiendo un profundo pesar, pero profundamente aliviada con el veredicto del doctor. Apenas tuve tiempo para regocijarme en la victoria, la voz de Furhmann me llamó.
-Señorita Kaestner… – me giré para atenderle y sus palabras me dejaron clavada en el primer escalón – …acabo de perder a un amigo de un repentino ataque cardíaco y estoy profundamente dolido, ¿sabe? – asentí asustada por el tono prepotente de su voz -. Bien, cuando termine todo esto me gustaría hablar con usted para discutir un par de cosas…

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