SINOPSIS:

Selección de los mejores relatos de Fernando Neira (Golfo) sobre el famoso dilema que muchos se preguntan.
¿Realmente quién manda en una relación amo-esclava?
Muchos aseguran que los amos, mientras que otros os dirán que las sumisas.
Hazte tu propia opinión a través de los relatos de este autor, verdadero fenómeno de la red con más de 13 MILLONES DE VISITAS.

167 páginas de ALTO CONTENIDO ERÓTICO

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo los primeros  capítulos:

1.― Saqué a la puta que había en su interior
Volvía al D.F. después de cinco años sin pisarlo, el aeropuerto Benito Juárez me recibió ya reformado pero con los mismos defectos de siempre, con sus policías corruptos llamados mordelones, pero con ese sabor a desastre que me cautivó desde el primer día. Raimundo, mi antiguo chofer, me estaba esperando a la salida. No lo veía desde que me fui de México, el cabrón seguía igual, con sus pelos pincho y su blanquísima sonrisa.
―¿Qué paso, patrón?― con esta expresión tan mexicana y un fuerte abrazo me recibió nada más salir de la aduana.
Me encantó verle después de tanto tiempo, no podía olvidar los duros años que habíamos pasado juntos, y los múltiples incidentes en las que nos habíamos visto inmersos. Varias veces su pericia al volante, nos había librado de situaciones desagradables, pero en muchas mas ocasiones gracias a que se había mantenido abstemio, pudo cargarme hasta la cama después de una borrachera.
―¿Al hotel de siempre?― me preguntó como si no hubiera pasado más de unos días desde que no nos veíamos. Su actitud me recordó a Fray Luis de Leon que después de salir de la cárcel, abrió sus clases con una frase que ha pasado a la posteridad: “Como decíamos, ayer”.
Le respondí con un escueto “Si”, metiéndome en la Suburban, un todoterreno americano de siete plazas y dos toneladas de peso. Siempre me había chocado tanto su tamaño como la comodidad con la que trataba a sus pasajeros.
Emprendimos camino hacia Reforma, la capital parecía anclada en el tiempo, con su caótico tráfico, sus vendedores ambulantes y los cables colgando por todos lados, pero seguía siendo la mayor ciudad del mundo, peligrosa y atrayente, contaminada y señorial, indígena y cosmopolita. El D.F. fue, es y será el D.F., una ciudad que aterra y enamora por igual.
No podía dejar de mirar por la ventanilla, tratando de absorber toda lo que veía, los polis con sus Harleys, los niños fresas con sus coches último modelo, los inditos con su humilde caminar totalmente cargados. Sin darme cuenta La diana me recibió mostrándome sus voluptuosas nalgas, culo de negra en un negra aleación que representa a la diosa de la caza. Y a lo lejos el Angel.
Me he considerado siempre un hombre duro, pero en ese momento me emocioné, había vuelto a mi segunda patria.
―¿Cuánto tiempo se va a quedar?, Don Fer― me pregunto Ray, tratándome de dar conversación.
―Una semana, por desgracia― le solté sin caer en ese momento que esa frase vacía en este caso, estaba llena de significado.
―Y ¿Qué?, ¿Ha llamado a alguna de sus conquistas?
― No has cambiado nada, maldito Pelos― le contesté riendo a carcajadas.
―¿No me dirá que se ha vuelto puto?, menudo desperdicio para las viejas― me respondió en plan jocoso.
―No he llamado a nadie de antes, ya sabes, no me gusta ponerme chanclas que ya dejé tiradas― lo que no le expliqué que por primera vez en mi vida tenía una cita casi a ciegas.
Esa misma noche, exactamente en tres horas había quedado con María, una maravillosa escritora que no conocía en persona, pero con la que durante los últimos meses, había mantenido una mas que frecuente comunicación vía internet, y que en las últimas semanas había experimentado una subida de muchos grados respecto a la temperatura, pasando de un mero intercambio de textos, a una complicidad sexual donde fantaseábamos con nuestros tabúes y nuestros miedos.
Todo había comenzado cuando publicaron mi último libro, y no sé cómo recibí en mi e-mail una durísima crítica de una chilanga, en la que me acusaba de haber hecho una apología del “macho”, y donde me exigía una rectificación. Me hizo gracia el tono airado con el que me amonestaba, y algo me indujo a investigar quien coño era antes de contestarla. Fue muy fácil, casualmente teníamos el mismo editor. Resultaba que la mujer era también escritora, y tras leer uno de sus libros, tuve que reconocer que era mejor que yo, si tenía algún defecto era que en su buenísmo, todavía tenía esperanza en el ser humano.
Mi escrito de respuesta consistió en un relato erótico, donde ella era la pobre protagonista feminista mexicana, que era usada y abandonada por un “Macho” español. Le debió gustar, porqué a los pocos días recibí un correo, con una historia donde el Don Juan pierde su virilidad de un mordisco de su amada. Y de esa forma con mensajes de ida y vuelta, fuimos convirtiéndonos en amantes, nuestros cuerpos no se habían juntado nunca, pero en nuestras mentes habíamos ya participado en tríos, orgias, e incluso nos habíamos enamorado. Últimamente, habíamos descubierto que nos interesaba más que nada la dominación, de esa forma, alternativamente María se había convertido en sumisa y ama, y yo había experimentado o dado crueles castigos. Cuando supe que tenía que asistir a unas conferencias en la universidad autónoma de México, nuestros mail se centraron en que íbamos a hacer el día que nos viéramos, en cómo podíamos reaccionar, si la química física podía igualar a la literaria, y quien iba a ser el dominante y el dominado. Decidió ella, durante toda su vida había defendido los derechos de la mujer y por una vez quería experimentar lo que era ser usada.
El coche se había detenido en su destino, el María Isabel Sheraton seguía como siempre, lujoso pero eficiente, y con un gran servicio. Raimundo ya me había registrado, por lo que con ayuda del bell-boy, el botones en España, subimos mi equipaje.
―¿A qué hora le recojo?― me preguntó el chofer.
―¡Será si me redejo! le respondí indignado usando el doble sentido tan usual en México.
Tras unos momentos de confusión, Ray me espetó con una carcajada:
―¡No me chingue! Patrón, ¿a qué hora paso por usted?―
―A cuarto para las nueve― le contesté usando la forma del país que me había adoptado y no la normal en España que sería “a las nueve menos cuarto”.
―Sale, a esa hora le espero en la puerta― me dijo cerrando la puerta.
Tenía tiempo suficiente para tomar una ducha, y afeitarme. Quería dar una buena impresión, si la mujer era solo la mitad de apasionada que sus cuentos, esa noche iba a ser memorable. Debajo del agua, al enjabonarme, no podía dejar de pensar en las fotos que me había mandado bailando. Eran unas instantáneas artísticas, nada pornográficas, pero el erotismo que manaba de su figura desnuda, envuelta en una vaporosa tela, fueron suficientes para que mi corazón empezara a bombear, como loco, sangre a mi entrepierna. Tuve que abrir el agua fría para evitar desgastar mis energías antes de tiempo.
Me vestí de una manera informal con un traje de lino, la noche era calurosa, por lo que decidí no ponerme corbata. Y mirándome al espejo, me gustó lo que veía, todo hombre es un edonista enamorado de sí mismo, inmaduro y mentiroso, pero aún sabiéndolo no tenemos ganas de cambiar. Al cerrar la habitación, pensé que ojalá no volviera solo esa noche.
―Al Angus― le pedí a Ray al subirme en el coche. Había elegido ese restaurante de la zona Rosa, por dos motivos, estaba cerca del hotel, y lo más importante, era un sitio familiar, donde me iba a sentir cómodo.
Llegamos en cinco minutos, el tráfico había sido indulgente con nosotros, por lo que después de ser sentado por la espléndida jefa de sala, tuve que esperar cerca de un cuarto de hora antes que ella, hiciera su aparición.
Al verla entrar, la reconocí al instante, sus ojos negros son inconfundibles con su expresión de una profundidad casi religiosa. Cortado por la situación, me levanté a separarle la silla, para que se sentara.
―Vaya hay caballeros todavía― me dijo coquetamente.
―Ya sabes, soy gachupín, y eso en náhuatl significa hombre a caballo― le respondí divertido.
Este fue el comienzo de una magnífica velada, durante la cual conversamos, nos reímos, pero sobretodo nos conocimos. Nada en ella, me disgustaba. Todo lo contrario, era una mujer de bandera, digna representante de su raza, morena de pelo, dorada de piel y con un suave acento que resaltaba su feminidad.
Fue en el postre, cuando María me dijo:
―¿No tienes nada que preguntarme?
En su traviesa mirada descubrí a que se refería:
―Si, ¿cuánto tiempo vas a tardar en darme tu tanga?
―Espera que voy al baño….― me dijo levantándose, pero no la dejé.
―Quiero que te la quites aquí, enfrente de toda esta gente.
Me miró asustada, la estaba poniendo a prueba y ella lo sabía. Avergonzada, se volvió a sentar en la silla, disimulando poco a poco fue levantando su falda, y ya totalmente roja, con las dos manos se bajó la prenda. Nadie se había percatado de sus maniobras, cuando con una sonrisa me la dio en la mano. Era de encaje rojo, la poquísima tela no podía tapar nada, pero su razón de ser no era otra que ser vista.
Cogiéndola entre mis dedos, la extendí de forma que todos los comensales pudieron disfrutar de su visión aunque solo yo, pude hacerlo de su textura y de su olor.
―Huele a hembra― le dije satisfecho.
―Sí, me he masturbado con ella tal como me ordenaste, ¿amo?― fue su contestación.
―Bien hecho, pero ahora ya sabes, que toca―
―Si― me respondió antes de desaparecer debajo de la mesa. Lo hizo de una forma tan natural que pasó desapercibida, y solo cuando sentí como unas manos me bajaban la bragueta, comprendí que nunca se iba a echar atrás y que esa noche tenía a una mujer que cumpliría todos mis caprichos y todas mis órdenes. Era toda una experta, se lo tomó con tranquilidad, lo primero hizo fue liberar mi miembro de su prisión y con su lengua exploró todos los recovecos de mi glande, antes que ansiosamente su boca se apoderara de toda mi extensión. Sus manos no se quedaban atrás, jugueteando con mis testículos, mientras su dueña empapaba con sus maniobras todo mi sexo.
Me resultaba difícil seguir disimulando mi excitación, no solo era que el percibir como la húmeda calidez de su boca me calentaba, ni como sus manos me estimulaban con una dura y rítmica friega vertical, ni siquiera los cincuenta tipos que me miraban, lo que realmente me excitaba era pensar en cómo iba a hacer uso de ese bello cuerpo que se escondía detrás de ese vestido, en las posturas y experiencias que esa noche, íbamos a practicar. María aceleró sus maniobras al sentir como mis piernas se tensaban presagiando mi explosión, succionando y mordiéndome el capullo, mientras que sus dedos pellizcaban suavemente mis huevos. Todo mi cuerpo hirvió cuando con grandes ráfagas de placer me derramé en su boca. Su lengua le sirvió de cuchara, recogiendo y bebiendo todo mi semen, dejándolo húmedo pero limpio sin trazas del gozo que me había brindado.
De la misma forma, que me había bajado el cierre del pantalón, me lo subió. Y avisándola con mi mano que no había moros en la costa, la vi salir de debajo de la mesa. Su ojos estaban brillantes, sus mejillas coloradas, eran todos ellos síntomas de una mujer estimulada, azuzada por la travesura que había cometido y excitada por lo que iba a hacer.
―¿Te ha gustado?― preguntó mi opinión.
Como única respuesta, pedí la cuenta. Después de pagar, la cogí de la cintura, con la intención de irnos, pero antes de salir, la camarera me llamó con un gesto. Al acercarme donde estaba, discretamente me entregó un papel diciéndome que la llamara si quería que una tercera persona participara en nuestros juegos. No habíamos sido tan disimulados, por lo menos una persona nos había descubierto, y sin poder creerme mi suerte, le había gustado.
Ray tenía la suburban en la puerta, por lo que nos subimos de inmediato a la parte de atrás de la camioneta. Nada más sentarnos le dije al chofer que quería dar una vuelta por la ciudad antes de ir al hotel.
María me susurro al oído, que por qué no íbamos directamente a la habitación, que estaba muy caliente. Sonreí al escucharlo, pero tenía otros planes, y cogiéndole de la cabeza, la besé diciendo:
―Súbete la falda.
Sonrojada o no, me obedeció sin rechistar, y por vez primera pude contemplar su sexo depilado.
―Separa tus rodillas.
María empezaba a disfrutar de mi juego, y con una expresión ansiosa abrió sus piernas. Era una tentación demasiado fuerte el tenerlo tan cerca y no tocarlo, por lo que acariciando su pierna, me acerqué a su cueva y con dos dedos comprobé lo mojada que estaba. La mujer miraba fijamente mis maniobras, no pudiendo evitar el que un gemido saliera de su garganta cuando llevándome la mano a la boca, probé sus fluidos.
―¡Fernando!― dijo mi nombre como un ruego.
―Quiero ver como te masturbas, pero no te corras hasta que yo te diga― le respondí.
Se acomodó en el asiento, apoyándose en la puerta, de tal manera que me daba una completa visión de ella, y a la vez evitaba que Raimundo la pudiera ver por el retrovisor del coche.
Estábamos subiendo por la calle Insurgentes, cuando pude observar como sus manos acariciaban sus pechos por encima del vestido, y como coquetamente flexionaba una pierna para que el ángulo de mi mirada, me permitiera ver como con una mano separaba sus labios.
El sudor ya había hecho su aparición en su escote, cuando con las yemas empezó a torturar gradualmente su clítoris. Estaba en celo, el juego de sumisión la estaba llevando como en una nube hasta cotas de excitación impensables para ella.
Las manzanas de casas pasaban a nuestro alrededor, sin que nos diéramos cuenta, ella concentrada en su propio placer y yo, como hipnotizado, no podía retirar mi vista de ella. Dos dedos de una mano ya se habían introducido en su interior, mientras que los de la otra, restregaban su botón llevándola en volandas hacía su clímax.
―Enséñame los pechos― le dije distrayéndola un poco, si continuaba masturbándose a ese ritmo, iba a correrse sin remedio.
Disgustada, por su necesidad de derramarse, se fue abriendo, botón a botón, su escote. Su sujetador rojo iba a juego con el tanga que tenía en el bolsillo. Sensualmente me miraba, mientras se lo desabrochaba, y orgullosamente, me los ofreció al liberarlos de su encierro.
―Que buena estás― le solté sinceramente, al sostenerlos entre mis palmas. No demasiado grandes, duros, y con unos oscuros pezones que excitados me miraban.
―Gracias, amo― me respondió gimiendo, al notar mis dedos pellizcando sus aureolas.
―Tápate, luego haré uso de ellos―la mujer me obedeció, a la vez que le pedía al chofer que nos llevara al hotel.
Al terminar de abrocharse, me miró esperando que le dijera algo.
―Ahora sí, quiero que antes de llegar al Sheraton, te hayas venido.
Habiendo obtenido mi permiso, se aplicó rápidamente a sus maniobras, ya sin control buscó su placer, como si fueran un pene, tres dedos de ella se internaban y salían de su gruta sin dejar de mirarme. Y cuando unas descargas eléctricas surgieron de su interior, extendiéndose por todo su cuerpo, sumisamente me pidió mi aprobación.
―¡Puedes!― al oírlo, explotó. Su vagina como si fuera el nacimiento de un río, manó desenfrenadamente flujo hacia el exterior, empapando sus piernas y manchando la tapicería, mientras su pecho convulso se retorcía en el asiento.
―Gracias― me dijo expresando su gratitud, antes de acomodarse la ropa, porque ya estamos llegando a nuestro destino.
Raimundo se bajó del coche, para abrirle la puerta. María se entretuvo unos instantes antes de apearse, y susurrándome con su mejilla pegada a la mía, me dijo:
―Esta noche soy tuya, mi amo, úsame, humíllame, pero por favor déjame darte placer.
―¡Lo harás! preciosa, ¡Lo harás!

2.― Saqué a la puta que había en su interior (2)
Estábamos esperando el ascensor cuando oí como Raimundo se despedía de nosotros. Ya salía por el coche, cuando gritando le llamé:
―Espera, tienes que hacerme un favor.
Me escuchó con atención mientras le hablaba, sin cambiar su semblante. Era un hombre a carta cabal y solo cuando hube terminado, me dijo:
―Don Fer, usted sigue igual, nunca dejara de ser de sangre caliente― y carcajeándose ―¡no sé qué hace en España, México es su sitio!
Por la cara de pocos amigos de María, supe que no le había gustado que la dejase sola en el Hall del hotel. Pero su enfado desapareció en cuanto se cerró la puerta y estrechándola entre mis brazos la besé posesivamente, con mi lengua dentro de su boca y mis manos magreándole sus pechos.
―Ya era hora que me besaras― me dijo con una sonrisa en los labios ―te he dado mi tanga, te he hecho una felación, me has tocado mi sexo, mi pecho, incluso me he masturbado para ti, y hasta este instante no me habías besado.
―Es que soy muy duro― le repliqué divertido mientras con mi mano le daba un azote.
―¡Eh! para eso son, pero se piden― me contestó en son de broma.
―¿No eras mía, acaso?―
―Sí, mi amo―dijo guiñándome un ojo ― y espero que castigue a su querida esclava como se merece.
La mujer era un encanto, divertida, cariñosa, y lo mejor era que le encantaba jugar. Según ella, el sexo era diversión, le encantaba experimentar, que su cuerpo y su mente sintieran nuevas sensaciones, no importándola si eran o no agradables a priori, solo se negaba a realizar lo que ya había probado y no le había convencido. Le encantaba decir que en el sexo solo había una cosa que no le gustaba pero no se acordaba de que era. Todo mentira, lo que realmente ocurría en que con treinta años, nunca había practicado nada no convencional hasta que casualmente me conoció.
María entró a mi habitación corriendo, y huyendo de mis cosquillas se tiró sobre la cama de dos por dos, en la que íbamos a acostarnos. Esperó tumbada a que cerrara la puerta, y llamándome me pidió que me pusiera a su lado. Estaba espectacular, observando que no me acercaba, vino hacia mí ronroneando como una gata. Quería, necesitaba ser acariciada, su lomo se restregó contra mis piernas pidiéndome atención.
Sus garras arañaban mis pantalones reclamando que la hiciera caso, cuando le dije que se levantara.
Se puso en pie, sin saber que le tenía preparado.
―Quiero que te desnudes lentamente para que pueda valorar mi mercancía.
―¿Por dónde empiezo?― me preguntó coquetamente.
No le contesté con palabras, fueron mis manos desgarrando su vestido las que respondieron su pregunta. No se lo esperaba, pero en cuanto la despojé de su ropa, entendió que quería rapidez, que no podía dudar al obedecerme.
―Perdona― me dijo disculpándose.
Se fue quitando el sujetador sin dejarme de mirar a los ojos, trataba de descubrir por mis gestos, si me gustaba lo que estaba haciendo, deseaba satisfacerme, esa noche era mía, y no podía fallarme. Cuando ya estaba totalmente desnuda, me puse a su lado.
Levanté su barbilla. Ella creyó que quería besarla, pero se quedó con las ganas, estaba tasando mi adquisición.
―Guapa, distinguida.
Deslizando mi mano por su cuello, masajeé sus hombros.
―Buena estructura ósea, músculos tensos, típicos de la vida moderna.
Suspiró cuando sosteniendo sus pechos en mis palmas, intenté averiguar su peso, y dio un grito cuando pellizcando sus pezones comprobé su textura.
―Los he visto mejores― me miró preocupada por mi falta de entusiasmo, pero no puso ningún impedimento a que siguiera auscultándola.
Era el turno de su estómago, me tomé mi tiempo, mis dedos recorrieron lentamente la distancia entre sus senos y su ombligo, el tacto de su piel era cálido, suavemente calido como el de la seda. Mis maniobras habían comenzado a afectarle, su respiración se agitaba al ritmo de mis caricias, podía ver como se agitaba cada vez que el aire salía de sus pulmones. Sus oscuras aureolas simulaban sentir vergüenza, se habían retraído endureciéndose, y en su expresión la excitación había hecho su aparición.
Seguí bajando, me acercaba a su sexo, María facilitando la tarea, abrió sus piernas. Me encantaba ver que me había hecho caso y había depilado por completo su pubis, de esa forma me resultó sencillo separar sus labios. Estaban hinchados por la pasión que la empezaba a dominar, y cuando mis toqueteos se centraron en su clítoris estalló, derramando flujo entre mis dedos.
―Perdón, no pude evitarlo.
―¡Cállate!― le dije mostrándole mi enfado.
Estábamos actuando, sabía que era un juego, pero aún así me molestó, quién coño se creía para correrse sin mi permiso. Si era mi esclava debía comportase como una. Decidí castigarla, y sentándome en la cama le grité:
―Ven aquí, inmediatamente― señalándole mis piernas.
―Sí, mi amo― y acercándose donde estaba, intentó sentarse en ellas.
―Así ¡No!― y tumbándola sobre mis rodillas, empecé a azotarle el trasero.
Al principio suavemente, pero viendo que no se quejaba, fui incrementando tanto el ritmo como su intensidad. Nada, no respondía a los estímulos, por lo que mis palmadas ya eran francamente fuertes, cuando empezó a gemir siguiendo su compás. No conseguía interpretarlos, sus sollozos parecían una mezcla de dolor y de placer, y solo cuando chillando me pidió que siguiera castigándola comprendí que estaba disfrutando con la reprimenda. Eso me excitó, proseguí azotándola hasta que dos hechos simultáneamente tuvieron lugar. María se empezó a convulsionar por el gozo que sentía, y caí en que su piel mostraba los efectos de un castigo excesivo.
―Tienes prohibido correrte sin mi permiso, ¡esclava!― le ordené recalcando esta última palabra.
Estaba agotada, por lo que la dejé descansar. Se fue relajando progresivamente. Cuando consideré que ya había tenido suficiente recreo, me concentré en verificar los daños. Tenía el culo amoratado, pero nada que no se curara en un par de días, por lo que viendo que no tenía nada permanente, proseguí con el examen que me había interrumpido con su orgasmo. Sus nalgas eran poderosas, duras por el ejercicio continuado, pero el verdadero tesoro lo encontré al separarle sus dos cachetes. Como por arte de magia apareció ante mis ojos un esfínter rosado, que al examinarlo con cuidado, descubrí que era virgen, que ningún pene había hoyado su interior.
―¿Nunca has practicado el sexo anal?
Avergonzada como si eso fuera delito, bajó sus ojos sin contestarme. No me hacía falta, ya sabía la respuesta. La levanté de su posición y dándole un beso en los labios, le informé que su querido amo iba a estrenarlo. Estaba asustada, sabía que si no se hacía bien le dolería a lo bruto, por lo que después de pensarlo, me contestó que de acuerdo, que confiaba en mí.
―Descansa un poco mientras me preparo― le dije depositándola en la cama.
Nervioso, por la perspectiva de estrenarla, abrí mi neceser y sacando la crema hidratante hecha a base de aceite, volví a su lado. María también se había preparado, me recibió a cuatro patas sobre el colchón. Todavía no me había desnudado por lo que quitándome la ropa, me puse detrás de ella.
Extraje una buena cantidad de crema, que coloqué sobre su intacto hoyo. La extendí un poco por las rugosidades de su ano, antes de realizar ningún avance, necesitaba que se acostumbrara a que fuera manipulado. La mujer era novata, por lo que al principio estaba tensa, pero mis caricias fueron tranquilizándola y excitándola a la vez.
―Estoy lista― me dijo.
Fue un banderazo de salida. Con cuidado le introduje un dedo dentro de ella. Sus músculos se contrajeron por la invasión, pero sin sacarlo con movimientos circulares fui relajándolos. Progresivamente iba cediendo su la presión que ejercía y aumentaba el placer que sentía. Percibí que estaba dispuesta para que profundizara mi exploración, por lo que metí otro mas, mientras que con la otra mano pellizqué cruelmente su pezón izquierdo.
―¡Me gusta!― me gritó.
“Está claro que le gusta la violencia”, pensé al escuchar como el haber torturado sus pechos, la ponía bruta. Si quería sufrir, no se lo podía negar, y sustituyendo mis dedos, coloqué la punta de mi glande en su abertura, y dando un pequeño empujón embutí mi capullo en su interior.
―¡Agg!― gimió al experimentar el primer dolor.
Puse mis manos en su hombros, y tirando de ellos hacía mí mientras con mis caderas me echaba hacía ella, se lo clavé entero. Mis testículos rozaban sus nalgas, demostración suficiente de que la mujer había absorbido por completo.
―¡Sácalo! ¡Qué me destrozas!― me gritó llorando.
―¡Silencio!― le ordené―¡Quédate quieta mientras te acostumbras!
Me obedeció con lágrimas en los ojos, señal del sufrimiento que mi pene le causaba al romperle el escroto. Permaneció inmóvil, doliéndole todo su cuerpo, pero sin quejarse. A los pocos segundos empecé a sacárselo lentamente, de forma que noté sobre toda la extensión de mi sexo, cada una de las rugosidades de su anillo, y sin haber terminado, volví a metérselo centímetro a centímetro. Repitiendo esta operación, aceleré el ritmo paulatinamente, resultando cada vez más fácil mi invasión. El dolor se estaba tornando en placer en cada envite, y María comenzó a disfrutar de ello.
―Eres una buena yegua― le dije al oído humillándola― Debería prestarte a otros jinetes.
―Móntame más rápido, por favor― me pidió.
Nuestro suave trote se convirtió en un galope desenfrenado. Ya no se quejaba de dolor, si algo salía de su garganta eran gemidos de placer. Su cuerpo se retorcía cada vez que mis huevos rebotaban contra sus nalgas. Para no haberlo practicado nunca, recibía gustosa mi sexo. “Realmente me atrae esta hembra”, medité cuando agarrando sus pechos, los usé como anclaje de mis ataques.
―¡Mastúrbate!
No se lo tuve que repetir, como posesa se apoderó de su clítoris, y arañándolo con sus uñas, lo torturó al ritmo que yo imprimía. Se desplomó sobre la almohada, manteniendo su culo en pompa, al sentir las primeras descargas de su orgasmo. El cambio de posición me obligó a cogerle de las caderas, dándome cuenta que esta nueva postura era mejor, porque mi pene entraba más profundamente.
Su cueva explotó, encharcando tanto su sexo como sus piernas, mientras la mujer gritaba a los cuatro vientos el placer que experimentaba. Tuve un momento de indecisión cuando por los estertores de su gozo, se quedó parada. No sabía si sacársela para que me la mamara, o seguir rompiéndola. Decidí seguir con su trasero, y dándole una palmada en su cachete, le ordené que se moviera.
―¡Amo! soy tuya― respondió a mi estimulo moviendo sus caderas hacía adelante.
Observando su completa sumisión, y recordando lo caliente que la ponían los azotes, marqué la velocidad con mis manos sobre sus nalgas. Izquierda significaba que hacía adelante, derecha hacía atrás, con este sencillo método, fui dirigiéndola hacia mi propio placer.
Lo que no me esperaba es que María volviera a correrse de inmediato, su cueva no dejaba de producir flujo, y tanta fricción hizo que a los pocos minutos los dos estuviéramos mojados de cintura para abajo.
―¿Quieres que me venga?― le pregunté al prever que me faltaba poco para hacerlo. Era una pregunta teórica ya que me importaba poco su opinión, pero oir como me respondía que era una perra que no se merecía mi semilla, provocó que me derramara en su interior brutalmente, y con intensas andanadas de mi cañón la inundé por completo.
Agotado, caí encima de ella, y con mi pene dentro de ella, aprecié como se corría por última vez. Tumbado boca arriba, descansé del esfuerzo realizado, y asimilando todo lo que había ocurrido esa noche, concluí en que era una pena que esta mujer, viviera tan lejos, por que sino la convertiría en mi amante de planta.
―Amo, ¿puedo pedirle un favor?― me dijo sacándome de mi ensimismamiento.
Iba a contestarle que no jodiera, que quería descansar, cuando sonó el teléfono de la habitación. Era de recepción, diciéndome que me habían traído dos paquetes y que mi chofer, quería subírmelos aduciendo que los necesitaba.
–Es verdad― contesté ― que suba.
María me interrogó con su mirada.
―Raimundo te trae una sorpresa, pero mientras sube, límpiame― le dije señalando mi sexo.
Vorazmente, se aplicó a cumplir mi orden, y con su lengua retiró todos los restos que había en mi pene. Cumpliendo un doble propósito, aseármelo pero sobretodo prepararme para lo que se avecinaba.
Cuando tocaron en la puerta, le pedí que se tapara, siempre he sido un celoso de mis conquistas y no quería que mi chofer la viera desnuda. Al abrirla, Ray entró con una caja enorme de más de un metro y medio de altura en una carretilla, y tras saludarme me dio un portatrajes.
―¡Qué disfruten!― me soltó guiñándome un ojo, antes de salir como había entrado.
La sorpresa estaba reflejada en la cara de la mujer, no podía adivinar que contenía el enorme bulto que había a los pies de la cama.
―No preguntes y ponte esto― le ordené lanzándole la ropa.
María, en silencio, se fue al baño, había aprendido a no hablar sin mi autorización. Aprovechando su ausencia me tumbé en la cama, esperando que saliera. No tardó mucho en cambiarse, y al aparecer en el cuarto, estaba espectacular ataviada con un corsé negro de latex, que dejando libre los pezones levantaba sus pechos, le daba un aspecto a catwoman. En sus manos portaba una fusta y collar de cuero. Me gustó verla disfrazada de Domina.
―¿Y esto?― me preguntó, quizas pensando que quería cambiar de roll, y que ella fuera mi ama. La saqué de su error con solo mirarla.
―Dirígete a mí como amo si no quieres que te castigue,¡es para tu regalo!― y viendo que no comprendía tuve que ordenarle que abriera la caja.
El cartón con la que estaba formada, solo estaba pegado con velcro, por lo que le resultó sencillo desmontarla. Se quedó sin habla, cuando se encontró con una mujer vestida únicamente con un body blanco transparente.
―¿Es para mí?― me preguntó.
―María te presento a Laura― en un principio tampoco yo, la había reconocido, la larga falda del uniforme del restaurante me había impedido saber lo buena que estaba ―quizás la recuerdes del restaurante, es la gata que nos ha servido.
La muchacha no podía intervenir, ya que siguiendo mis instrucciones mi chofer le había colocado una mordaza. Eso y la oscuridad en la que se había mantenido, debían de haber aumentado su receptibilidad. Estaba asustada todavía cuando dándole la mano, mi esclava la sacó de la caja, dejándola de pié en medio de la habitación.
―Es tuya, y no me defraudes― le informé con una amenaza velada.
―Amo― sus ojos brillaban del deseo, pero algo la perturbaba ―nunca he estado con una mujer.
―Lo sé― fue mi escueta respuesta.
Sin más prólogo, María empezó a familiarizarse con su nuevo papel, usando la fusta para recorrer el cuerpo de la camarera. Desde mi privilegiado puesto de observación, pude observar como el instrumento de cuero, acariciaba los enormes pechos de la muchacha, como rozaba sus pezones, que poniéndose duros al instante reaccionaron al contacto, antes incluso que cruelmente se los pellizcara sin piedad. De no haberlo evitado la bola que tenía en la boca, hubiera escuchado el gemido de dolor de su garganta.
―Ponte a cuatro patas, perra― le ordenó asumiendo el control.
Mansamente, la muchacha se agachó en el suelo, adoptando la posición que le habían ordenado. Nada más hacerlo, la fusta castigó su trasero duramente.
―Abre las piernas.
Mi amante estaba aprendiendo rápidamente, es más se le veía que le excitaba de sobremanera el disponer a su antojo de un cuerpo tan perfecto. Sin darle tiempo a acomodarse, la punta de la herramienta recorrió el canalillo del culo de la rubia, y separando el delgado hilo del tanga, se introdujo en el interior de la cueva. Como si una descarga eléctrica la hubiese atravesado, Laura se estremeció al sentirlo, y sus caderas adquirieron vida propia moviéndose para disfrutar de la penetración. María al ver el efecto que sus maniobras tenían en ella, se sentó en su espalda y empezó a azotarla con la mano sin sacar el instrumento del sexo de la muchacha. El castigo se prolongó durante unos minutos, durante los cuales no dejo de mover la fusta, ni cesaron los azotes, solo cuando percibió que la muchacha se había corrido, paró y llevándose la punta de cuero a sus labios, probó por primera vez en su vida el flujo de una mujer.
―Quítate la mordaza, quiero besarte.
Fue un beso posesivo, de macho en celo. Maria agarrando su cabeza, la besó abriendole la boca, apoderándose con su lengua de la de la mujer. Estaba excitada, quería disfrutar de cada momento de su despertar sexual, y mordiéndole los labios, le dijo:
―Cómeme― mientras se sentaba en la cama a mi lado.
La pobre Laura fue directamente a su sexo, pero dándole una patada, le dijo que esa no era forma de tratar a su dueña, que empezara por los pies. A estas alturas mi sexo ya había descansado lo suficiente y erecto me pedía entrar en acción, pero decidí esperar un poco, quería que mi esclava se corriera en la boca de mi regalo.
María empezó a gemir desde el momento que la muchacha se metió los dedos de sus pies en la boca. Para ella era una experiencia nueva el ser tocada por otro miembro del sexo femenino, pero por el volumen de sus gritos, no se podía negar que le gustaba. La lengua de su regalo fue subiendo por sus piernas acercándose lentamente a su objetivo, y ella al sentir la calidez del aliento de la muchacha sobre su pubis, no pudo resistir mas y agarrándola del pelo, le obligó a apoderarse de su clítoris.
La camarera si tenía experiencia en comer coños, lo noté al instante, observando como separaba los labios con cuidado y con una mano estimulaba el botón del placer y con la otra, usando dos dedos, la penetraba. Fue visto y no visto, nada mas empezar ya se había corrido, pero sabiendo que era capaz de tener múltiples orgasmos y que yo ya estaba como una moto, le ordené que continuara comiéndoselo, mientras yo aprovechaba a ponerme a la espalda de la muchacha.
Estaba buenísima, era impresionante verla desde mi ángulo, con su culo paradito, mientras le practicaba el oral a María. No esperando nada más, le puse mi glande en su entrada y de un solo golpe la penetré hasta que la punta de mi miembro chocó con la pared de su vagina. Tenía sus músculos interiores educados, me abrazaban mi miembro con una presión que me hizo enloquecer. Era una máquina, se multiplicaba en el sexo, con su lengua estaba dándole placer a Maria, con sus manos estrujaba sus pechos, y todavía tenía aliento para mover sus caderas, buscando que me derramara en su interior.
Experta o no, fue la primera en correrse de los tres, y lo hizo sonoramente, gritando que no paráramos, que necesitaba sentirse mujer mientras se licuaba sobre mi pene. Estaba a punto de acompañarla cuando caí en la cuenta que todavía no había probado la cueva de mi esclava. Y sacándosela, le ordené que me lo dejara.
María levantó su cabeza para observar como poniéndole sus piernas en mis hombros, le introduje mi sexo en su interior.
―¡Gracias! Por fin me follas― me dijo al notar su cueva i nvadida.
Esta vez, nos corrimos a la vez, durante meses habíamos soñado en que se unieran nuestros sexos, y durante horas nuestros cuerpos se habían preparado para ese momento. Por eso, en cuanto note que se avecinaba su orgasmo, me dejé ir derramándome en su interior de forma que nuestros flujos se mezclaron al ritmo de nuestro placer.
Cansados nos tumbamos en la cama, besándonos cuando oímos a Laura preguntar:
―¿Puedo participar?
Con una carcajada le contesté:
―No sé qué opina mi esclava.
Y sonriendo, María la metió entre nosotros.

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